El viaje a Castellot resultó entretenido. Ramos ocupaba el asiento trasero. Desde allí fluía el penetrante aroma del perfume con el que se había rociado y también las explicaciones que iba brindándoles sobre los lugares por los que pasaban. Se dieron cuenta de que era un hombre muy imaginativo, ya que, en su boca, los campos y los pueblos se convertían en parajes misteriosos, y la gente que los habitaba, en un arcano difícil de desentrañar. Tanto era así que Infante llegó a preguntarse si aquél era el hombre ideal para servir de intermediario con la familia de Francisco. ¿Se atendría juiciosamente a los aspectos prácticos de la realidad, o fantasearía, complicando la situación más que propiciándola? En cualquier caso, por poco prototípico que fuera como médico rural, no contaban con otra solución. También era posible que se mostrara tan ajeno a aquellos lugares para marcar las distancias entre él y los lugareños: ésta es una sociedad atrasada y pobre, mientras que yo soy un hombre de mundo. Confiaba en que fuera así. Por el silencio preocupado que guardaba Nourissier coligió que estaba cercano a sus propios pensamientos. Sin embargo, Ramos llevaba mucho tiempo viviendo en aquellas tierras y, forzosamente, debía de conocer la psicología de los habitantes.

Habían decidido que sería el propio Ramos, sin otra compañía, quien se acercaría hasta la casa de Francisco. Una vez allí, le expondría la situación a la familia e intentaría convencer a alguno de sus miembros para que fuera a entrevistarse con Infante y Nourissier. Hecho esto, su cometido habría finalizado, si bien se quedaría durante la conversación para infundir confianza con su presencia a la persona en cuestión.

Cuando lo vieron alejarse de la furgoneta con su aspecto algo chusco de trasnochado galán, les invadió a ambos una oleada de desánimo.

—No sé qué haría usted, Lucien, pero si yo viera a alguien como Ramos aproximarse a mi casa materializado desde la nada, creo que echaría a correr.

—Yo pondría mi mejor champán a enfriar.

Rieron la ocurrencia, aunque ninguno de los dos tenía ganas de reír. Si fallaba el vínculo con el último hombre que había estado en compañía de La Pastora, perderían una importante oportunidad. Para disipar cualquier estado nervioso recogieron tomillo en un ramillete, fumaron un cigarrillo, se tumbaron para recibir el sol sobre la cara. Cada vez se dirigían menos la palabra, hasta que acabaron por no hablar. Al cabo de una hora, sus esperanzas se vinieron abajo: Ramos regresaba solo y cariacontecido. Cuando le faltaban tan sólo unos pasos para llegar, les hizo unas señales con las manos que no pudieron interpretar. Con el corazón en un puño le oyeron decir:

—Calma, señores, todo ha ido bien. La propia viuda de Francisco hablará con ustedes. Nos espera en el campo donde trabaja. Cree que ya no la vigilan, pero si alguien la viera, dirá que hemos ido a comprarle un saco de almendras.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Me recordaban de mi época de médico aquí. Además, yo sé cómo hablar con las mujeres.

Subió al vehículo y, repitiendo las indicaciones que él acababa de recibir, los condujo a un campo de almendros no lejos de allí. Esperaron y, tras un corto lapso, llegó una mujer vestida de negro de la cabeza a los pies. Enjuta, con la cara surcada de arrugas y la boca desdentada, parecía más un trasgo que una viuda. Nourissier había visto muchas veces el sufrimiento reflejado en los ojos de los pacientes, pero el que emanaba de los de aquella mujer era muy distinto: no se generaba en terrores mentales ni enajenación, sino que traducía una gran indiferencia, un estado de apatía tras haber agotado todo el dolor, todas las esperanzas.

—¿Quién es el médico extranjero con el que tengo que hablar?

—Soy yo, señora; y le aseguro que todo lo que me diga será confidencial.

—Usted quiere que le cuente cosas de mi marido.

—Cuéntele un poco su historia, Matilde, tal y como pasó —tomó la palabra Ramos.

—De memoria me la sé toda, de tantas veces como la he pensado. El padre de mi marido se llamaba Isidro y, como era republicano, cuando acabó la guerra se hizo del maquis. Mi cuñado Miguel también se echó al monte con el maquis. Tuvo que irse porque se presentó la Guardia Civil para matarlo. Francisco al principio no era de los rojos ni de los nacionales; que luego sí se hizo rojo, pero como los hombres de la familia estaban en el maquis, lo metieron en la cárcel, primero en la de Castellot y luego en la de Zaragoza. Cuando lo soltaron se quedó en casa con nosotras, pero de vez en cuando venían a buscarlo, se lo llevaban al cuartelillo y allí le daban tantos palos que volvía medio muerto. Hasta que un día vinieron a buscarlo y había más guardias que nunca y él se dio cuenta de que esta vez venían a matarlo. Estaba regando el campo y ni pasó por la casa; tal y como iba se echó al monte también.

»Nos quedamos solas mi madre, mis hijos y yo. Se llevaron las fotos de todos los hombres de la familia y no me las han devuelto nunca más. Como les daba rabia que todos nuestros hombres estuvieran en el maquis, cuando les venía en gana aparecían los guardias y nos hacían de todo. Un día cogieron a mi hijo el pequeño, que iba en pañales y aún no andaba, y un guardia lo tiró por los aires. Cayó al suelo, lloraba, y a mí no me dejaban acercarme para recogerlo. Otro día que había nevado me sacaron a los cuatro críos de la cama donde estaban durmiendo y casi desnudos los pusieron al borde de la era y allí los tuvieron mucho rato para que se murieran de frío. Al cabo de un tiempo venían a por mí y se me llevaban a la cárcel de Zaragoza. Me preguntaban dónde estaba mi marido y yo les decía la verdad, que no lo sabía. Me pegaron todas las palizas que quisieron, me saltaron todos los dientes a puñetazos. Miren, no me queda ni uno. —Abrió la boca de par en par y les mostró una pavorosa caverna rojiza—. Tenía que fregar toda la cárcel arrodillada y con el agua helada. Un día se presentó en la cárcel para hacerme una visita mi hija Lidia, que tenía nueve años. Los guardias le dieron dos bofetadas y la echaron escaleras abajo. A las dos abuelas, mi madre y mi suegra, también se las llevaron al cuartelillo alguna vez, les pegaron y les dijeron barbaridades.

»El catorce de febrero del año cuarenta y seis, que siempre me acordaré, se presentan unos hombres del somatén y nos hacen salir del mas a toda la familia. Precintaron la casa. Luego le prendieron fuego y la casa se quemó con todas nuestras cosas dentro. Allí habían nacido todos mis hijos. Tuvimos que irnos a vivir al pueblo, a una casa pequeña donde no cabía mi madre, que tuvo que acogerla una hermana mía. Como nos quitaron la tierra, he tenido que ganarme la vida fregando escaleras y haciendo cuatro faenas en el campo. Mi hija Lidia con nueve años ya se metió a servir en las casas. No ganábamos ni para comer. Una amiga me regalaba un pan de cuando en cuando, pero a los demás vecinos les daba miedo ayudarnos por si les hacían algo. Parecíamos apestados.

»Cuando mi hijo pequeño cayó con el tifus pusieron un guardia civil en la puerta para que nadie pudiera traernos nada de comer. Dejaban pasar al médico, pero no recetaba nada porque no teníamos dinero para pagarle. El niño se murió. También se me murió el otro hijo varón porque tampoco podía pagarle al médico. Otro de tres años ya se había muerto de enfermedad cuando mi marido aún estaba en casa. A Francisco lo mataron en el asalto a la casa de los Nomen. Ni siquiera me dijeron dónde estaba enterrado. Muchos muertos, muchos. Y ahí se ha acabado la historia. No hay más.

Había hablado con voz monocorde y sin interrumpirse. Ninguno de aquellos acontecimientos espantosos había merecido por su parte una inflexión, una pausa, un momento de pasión, una lágrima. Muchos muertos. Una historia del pasado. No hay más.

Infante fumaba como un condenado, Nourissier tenía dificultad para tragar saliva. Sólo Ramos parecía haber salido más o menos indemne de aquella descarga de tragedia. Fue él quien inició el interrogatorio.

—¿Usted conoció a La Pastora, Matilde?

—Sí, claro que la conocí. Estaba con mi marido en el maquis, allí se encontraron. Luego desertaron y se fueron los dos juntos por ahí. Aquí habían venido alguna vez, cuando aún no andaban muy perseguidos. Mi marido quería vernos a todos, como es natural, y aunque se jugaba la vida, vino las veces que pudo. La Pastora lo acompañaba.

—¿Cómo era?

—Era un hombre cuando estuvo aquí. Mi marido le llamaba Pastora, pero yo le pregunté su nombre y él me dijo que se llamaba Florencio. Yo me reí y le dije que si era un hombre por qué le llamaban Pastora como si fuera una mujer. Entonces Francisco me riñó, y dijo que en el maquis se era lo que uno quería ser. A mí me daba igual lo que fuera, pero les aseguro que era un hombre entero y verdadero, no una mujer.

—¿Recuerda cómo se comportaba, qué carácter tenía?

—Era muy reservado, no hablaba casi nunca. Aquí no debía de gustarle venir por lo peligroso que era, claro, y se pasaba el tiempo diciéndole a mi marido que tenían que marcharse. Siempre iba armado, no se separaba de su fusil ni para hacer sus necesidades. Mientras estaban aquí, él vigilaba todo el tiempo los alrededores del mas. Mi marido decía que se sabía de memoria todos los montes, todos los caminos.

—¿Tenían ellos dos buena relación?

—Eran amigos, lo normal después de tantos años de ir solos por las montañas. Francisco me dijo que él le enseñó ideas políticas a La Pastora. Otro maquis que le llamaban Raúl y que mataron fue quien le enseñó a leer y escribir.

—¿Sabe usted qué es lo que ocurrió en el asalto de los Nomen?

—Que me mataron a mi marido, eso es lo único que sé. Y si la gente va contando cosas es porque se las inventa, que lo que pasara en aquella casa nadie lo vio.

—¿Sabe dónde se esconde ahora La Pastora?

Se quedó quieta y callada, los miró a los tres con cierta desconfianza.

—¿Para que les diga dónde está La Pastora es para lo que han venido aquí? ¿Y cómo quiere que yo lo sepa? ¿Qué puede saber una mujer como yo con todo lo que he padecido y qué puede importarme dónde se esconde nadie?

Ramos miró hacia Nourissier, le hizo un gesto con la cabeza:

—¿Quiere usted preguntarle algo más, doctor?

—Dígame, Matilde, ¿le pareció en algún momento que La Pastora lo pasaba mal, que sufría?

Su inexpresividad de máscara se resquebrajó un momento, miró a Nourissier con una enorme tristeza.

—Mi marido y el compañero eran hombres desesperados, doctor, no tenían adonde ir. El maquis ya no estaba en el monte y con la familia no podían volver. No tenían nada ni eran de nadie. Comían lo que robaban y dormían donde les pillaba la noche. Los animales estaban mejor que ellos, que siempre tienen un amo que los cuida y les da de comer. Eran hombres desesperados.

Bajó la vista y temieron que fuera a echarse a llorar, pero no lo hizo. Entonces Ramos sacó mil pesetas de su cartera y se las tendió a la viuda:

—Lléneme los bolsillos de almendras antes de irme. Todas las que quepan.

—No valen tanto.

—Para mí, sí.

—Nosotros también queremos almendras —dijo Nourissier añadiendo dos mil pesetas más a la mano del médico.

La mujer entró a una caseta de labranza y sacó un saco de almendras medio lleno. Empezó a verterlas a puñados en los bolsillos de los hombres. Cuando hubo acabado y los miró, las americanas abultadas y las caras satisfechas, se echó a reír tapándose la boca.

—Gracias —dijo muy bajo, y echó a andar sin despedirse. Vieron alejarse su triste figura, la falda moviéndose de un lado a otro, pendiendo de su cuerpo descarnado. Cuando la perdieron de vista, Ramos exclamó:

—Esta entrevista me ha cansado como si hubiera cargado al hombro quintales de almendras.

—Ha estado espléndido, querido colega. Nadie hubiera podido hacerlo mejor que usted. Ha demostrado conocer no sólo el pensamiento de estas gentes, sino la psicología humana en general. Le felicito y le muestro mi respeto y admiración.

—¡Caramba, doctor Nourissier, me halaga!

—¿Van a pasar mucho rato más lanzándose flores versallescas? —preguntó Infante al borde de la indignación—. A mí me duele el estómago después de lo que hemos oído y quisiera salir cuanto antes de aquí.

Nourissier lo miró con sorpresa, pero Ramos no se inmutó:

—Ha sido ciertamente un testimonio demoledor.

—Terrible —masculló el francés.

Subieron a la furgoneta e iniciaron el regreso. Ramos dijo:

—Como previsión de tristezas he traído mi petaca llena de buen coñac. ¿Les apetece un traguito?

Infante casi arrebató el pequeño recipiente metálico de las manos del médico. Bebió un trago largo e intenso. A lo largo del viaje, el coñac se acabó. Al llegar a Catí dejaron a Ramos en su casa.

—Llámenme de vez en cuando por si he podido averiguar discretamente algún dato sobre el paradero de La Pastora. Yo no sabré dónde encontrarles.

El silencio se hizo más denso al quedar los dos solos. Al cabo de un rato, Infante, desinhibido gracias al coñac, se volvió hacia el conductor con una sonrisa amarga:

—¿Ya está usted contento, amigo Lucien? ¿Cree que la ciencia adelantará mucho gracias a que usted se haya enterado de cómo han torturado durante años a una familia de desharrapados?

El psiquiatra tardó en contestar; lo hizo al fin procurando que su tono fuera neutro y su fraseo lento.

—Por supuesto, lo que acabamos de oír ha sido interesante para mis estudios. Ahora sé que esa mujer, hombre o lo que quiera que sea, ha vivido sumergida en el sufrimiento propio y ajeno como un microorganismo en una solución de laboratorio.

—¡Váyase al infierno, Nourissier! ¡Eso ya hubiera podido decírselo yo sin necesidad de toda esta comedia! Hubiéramos podido evitarnos al cursi de Ramos, a esa vieja desdentada.

—¡Cállese! Usted no tiene derecho a hablar así; ha sido capaz de golpear a un anciano y está en esto sólo por dinero. No creo que deba dar lecciones de moral a nadie.

—Lleva razón —murmuró el periodista serenándose de pronto.

Apenas se desearon buenas noches y cada uno se dirigió a su habitación. Infante, en cuanto cruzó el umbral de la habitación, fue derecho a sus provisiones de bebida. Se sirvió un buen vaso de whisky y luego se tumbó sobre la cama. «Debo de estar volviéndome loco —pensó—, me he dejado llevar por la emotividad. ¿Desde cuándo me afecta el dolor de los demás? Es muy triste que la mujer de Francisco haya sufrido todo tipo de vejaciones. Es lamentable que en la guerra muriera tanta gente. España es un país fratricida. De acuerdo, lo repetiré como una letanía cada noche antes de acostarme, pero ésa es toda la penitencia que pienso hacer, no me corresponde más. Allá se las compongan los idealistas, los santos y los mártires, yo no soy uno de ellos. Y si bien se analiza, tampoco es mejor que yo el jodido Nourissier. Todos vamos buscando algo: yo el dinero, pero él sólo quiere sacarle todos los datos que pueda a todo el mundo. ¿Y Ramos? Ramos busca un halago a su vanidad, por pequeño y breve que sea. Todos somos mezquinos, y yo no soy el peor».

Se sirvió otro trago, bebiéndolo de un golpe. Estaba cansado, mareado y de un humor infernal. Apagó la luz y se durmió completamente vestido.

Entretanto, Nourissier se quitó el abrigo, los zapatos. Echó una mirada lenta por su dormitorio, pero el aspecto monacal del mismo no logró aportarle esta vez ningún consuelo. Sentía una soledad y un abatimiento nuevos para él a causa de su intensidad. «Infante lleva razón —se dijo—, escarbamos sin miramiento en el dolor de esa gente y les damos una propina como miserable compensación. Es como si tuviéramos la sensibilidad adormecida, o quizá muerta». Él conocía las atrocidades de la guerra, pero aquellos testimonios las personalizaban y las ponían a flor de piel. Dolor, maldad, destrucción. El ser humano nunca sale de la rueda infernal que mueve el odio. Pensó en sus niñas, en su querida familia, pero mientras que esa imagen siempre le reconfortaba, en ese momento le pareció turbadora. ¿Por qué había traído hijos a un mundo terrible donde no existía la piedad ni el sosiego? ¿Qué episodios estremecedores verían esas criaturas en el futuro, cuál sería la cuota de padecimientos que la vida les tendría reservada como testigos o protagonistas?

Se vio a sí mismo en medio de la habitación, paralizado por la tristeza. Debía reaccionar, hacer un esfuerzo de racionalización, su sistema habitual para seguir en la brecha. Finalmente, su contribución a la mejora del mundo era el estudio, el ejercicio de la psiquiatría, y en eso se centraría una vez más.

Tomó uno de sus cuadernos, escribió:

«Un testimonio muy directo señala que, en los últimos tiempos, la sujeto era un hombre. En ningún momento la persona que hablaba ha dicho “iba vestida de hombre”, por lo que su aspecto masculino debía ser muy convincente. Su compañero de andanzas dice que “en el maquis cada uno puede ser lo que quiera”. Esta frase nos indica a las claras que ser hombre era un acto voluntario para La Pastora y no una imposición o un engaño para ser aceptada en la organización del maquis. Eso nos lleva a pensar que, de algún modo, la sujeto fue obligada a vivir como mujer hasta su ingreso en el maquis. ¿Por qué motivo? Quizá algún asunto familiar o, más probablemente, unos genitales dudosos que llevaron a sus padres a pensar que era una niña cuando nació. Eso coincide con la versión del testigo llamado tío Tomás, el cual asegura que la sujeto era llamada Teresot por su aspecto y fuerza varoniles. La cuestión es desde cuándo se sintió hombre y qué perturbaciones psicológicas le produjo verse obligada a vivir como mujer. ¿Cómo era su sexualidad?, ¿afectaron todas estas circunstancias a su equilibrio mental?, ¿sintió pulsiones homicidas como venganza? Por otra parte, la sujeto ha vivido al menos unos años rodeada del mayor encarnizamiento del hombre contra el hombre; esto desaconseja que tracemos de ella un simple perfil sexual y nos plantea complejidades de carácter sin duda determinantes para su personalidad».

Hubiera seguido anotando una larga serie de preguntas, pero todas hubieran quedado respondidas por medio de hipótesis. De todo habría tiempo; al menos empezaba a ser consciente de que quizá nunca encontrarían a La Pastora, pero sí acumularían información sobre ella, una información valiosísima.

Una vez concluidas sus anotaciones estaba más sereno, pensó que quizá era el momento de escribir una carta a su esposa. Sin embargo, estaba cansado, sin la inspiración necesaria para transmitir frases de amor o ternura, así que se fue a dormir.

Durante los días siguientes, reinó la tranquilidad en su refugio de La Sénia. Nourissier trabajaba en su habitación y en ocasiones salía al campo pertrechado con cuadernos y escribía al aire libre. Los rumores y la curiosidad que había suscitado su presencia entre la gente, habían desaparecido casi por completo. Los forasteros eran «profesores» que habían venido a estudiar las características de aquellos pueblos de montaña y nada más. Por las mañanas, aparte de realizar frecuentes llamadas telefónicas a Barcelona, Infante salía de expedición por la zona. Al regresar, su compañero nunca le preguntaba cómo iban desarrollándose sus investigaciones. Su relación había sido algo tensa en los últimos tiempos, de modo que evitaba ejercer cualquier presión sobre el periodista.

Comían en el bar del pueblo, cenaban en la fonda. El mes de octubre andaba por su mitad y el período de luz solar era más corto. Se acostaban temprano. Como al lugar no llegaban periódicos, Infante oía la radio. Apenas hablaban con nadie. Cualquiera hubiera podido pensar que pasaban una temporada de descanso en un entorno agreste. Si no hubiera sido por la nostalgia de su familia, Nourissier hubiera sido feliz. Se sentía de regreso a su época de estudiante, en la que no se cernía sobre él ninguna responsabilidad. Además, poco a poco iba enamorándose de aquel paisaje extraño: pobre y seco en apariencia, pero lleno de fuerza y delicados matices. Quizá no se atrevería a traer a sus niñas de vacaciones, pero no descartaba pedirle a Evelyne que lo acompañara de vuelta alguna vez en el futuro.

Cuando llevaban más de una semana con una ausencia total de novedades, Infante le dijo durante la cena que necesitaba hablar con él fuera de la pensión. Eso sólo podía significar una cosa, y Nourissier se alegró a la vez que, contradictoriamente, sentía pena porque la tregua hubiera concluido. Decidieron ir al bar. Al entrar descubrieron que la pareja de la Guardia Civil a la que ya conocían se hallaba en su ronda de noche tomando café. Los saludaron desde lejos y fueron a ocupar su mesa habitual en un rincón. Cinco minutos después, el sargento se acercó hasta ellos e hizo su consabido conato de saludo militar. Formuló las mismas preguntas que repetía cada vez que los encontraba por el pueblo, y siempre con aquel tono exasperante de desconfianza y paternalismo: ¿cómo va su estancia en el pueblo?, ¿todo bien?, ¿hacen progresos en su trabajo? A Nourissier le incomodaba en extremo aquel interrogatorio reiterado; lejos de un detalle de amabilidad, le parecía una especie de acoso. Infante era menos puntilloso en su valoración; su impresión era que gozaban de cierta inmunidad y que aquellos hombres no hacían sino una escenificación de lo que era su deber.

Aún veía Nourissier la espalda del guardia alejándose hacia la barra, cuando instó a su compañero a hablar sobre el tema que tanta discreción necesitaba.

—Ahora no puedo decir nada. No hasta que se larguen los civiles.

—Es imposible que nos oigan desde donde están.

—Da lo mismo; se trata de algo psicológico.

Infante le parecía a veces un hombre difícil de comprender y en aquel momento arreció esa impresión. ¿Qué mosca le había picado? Sin embargo, contuvo su ansia de saber y esperó. Tras un cuarto de hora de conversación intrascendente, al fin vieron cómo la pareja saludaba a grandes voces y salía del local, donde sólo quedó un cuarteto de viejos jugando al dominó.

—¿Puede decirme qué demonio pasa?

—Lo siento, es una tontería, pero delante de la Guardia Civil me resultaba imposible decirle qué tipo de contacto he encontrado.

—¿Por qué?

—Porque mi contacto también es guardia civil. —Viendo la cara de pasmo que ponía el francés, Infante no pudo sino echarse a reír—. Sí, lo que oye; pero eso no es todo, la cosa es mucho más divertida aún: ¿sabe por qué va a ayudarnos?

—Por dinero.

—No, eso sería concebible; piense en lo más inusual que se le ocurra.

—Déjese de adivinanzas, por favor.

El periodista reía y reía sin parar. Tan animado se mostraba que pidió otra copa de coñac. Nourissier esperó con paciencia de santo que el patrón acabara de servirla y se alejara; luego, miró a Infante con severidad:

—Ya basta, Carlos, cuente de una vez.

—¿Conoce usted el término catalán lletraferit? La traducción literal es «herido por la letra», lo cual en realidad significaría amante de las letras o escritor aficionado. Este guardia civil ha escrito una novela de ochocientas páginas y quiere que yo la lea. He aceptado, comprometiéndome a sugerirle mejoras si son necesarias y a avalar su publicación en alguna editorial de Barcelona si considero que el resultado es satisfactorio.

—Increíble.

—Le advertí que esta tierra es muy especial; aquí se encuentra uno con los locos más extraños del mundo: médicos rurales que son petimetres, guardias que aspiran al Parnaso… Hacía tiempo que no me divertía tanto.

—¿Qué nos ofrece él a cambio?

—Tiene documentación de alguna fechoría de La Pastora y Francisco durante sus últimos tiempos de andanzas, antes de que se cargaran a Francisco en can Nomen. Se brinda a acompañarnos para hablar con unos masoveros a quienes atracaron. Con eso tendríamos pistas de la actuación de La Pastora metida en acción.

—Interesante. ¿Y usted está en condiciones de cumplir sus promesas en cuanto a esa novela?

—¿Está bromeando? Es más que probable que ese mamotreto no sea más que un montón de…, no me haga decir palabras groseras. Pero parece ser la ilusión de su vida. Quizá sólo aspire a abandonar el miserable trabajo de guardia, y justo de esa circunstancia vamos a aprovecharnos.

Nourissier asintió repetidas veces, sonrió levemente, dijo por fin:

—Los caminos de Dios son inescrutables.

—Dios no ha pasado jamás por esta tierra, Lucien, jamás.