Me acostumbré a dormir al raso en las noches calientes. No volvía al mas. Prefería pasar la noche debajo de unas matas. Me preguntaban si no tenía miedo. Miedo, ¿de qué? Los dos perros hubieran avisado de acercarse alguien. Miedo de los fantasmas, decían los críos del mas. Fantasmas no hay. Yo ya sabía entonces que sólo hay lo que vemos. Las ovejas me hacían compañía, también. Eran mucho mejores que los niños del pueblo. No me decían nada ni se quedaban mirándome como si yo fuera un monstruo o un demonio. Esos críos que se reían de mi falda larga y negra ya no lo hacían más, y si los veía de vez en cuando se apartaban de mí. «Hueles a oveja —me dijo uno—. Estás con los fantasmas en el monte». No sabían nada. Olían peor que yo. Yo olía a romero y tomillo porque me los frotaba por la cara y las manos, para oler bien.

Conocía a todos los corderos, uno a uno, a todos. Cuando paría una hembra yo estaba con ella, y le daba hierba fresca y agua después. Me gustaba cómo los corderinos se ponían de pie, cómo daban unos pasos cayéndose. Me reía sola, allá en el monte, como una tonta. Los animales estaban suaves cuando los tocabas, daban calor. Se me pegaban a las piernas buscando cariño y que los acariciara. Me conocían la voz y yo las suyas también. Con el tiempo aprendí mucho. Venían a buscarme de muchos mases. Se mezclaban las ovejas de un rebaño con las de otro y como no iban marcadas no sabían de quién era cada una. Venían a pedirme que las reconociera. Yo no me hacía de rogar, allá que iba. Sabía de los ganados de los demás porque los domingos me iba a ver todos los de la zona. Me interesaba saber dónde había mejores ejemplares para poder cruzar los moruecos con las ovejas, y así ir cambiando y sacar un buen ganado. ¡Vaya si reconocía a los corderos, por el carácter los reconocía! Si eran cabras lo sabía por la mirada. Decía: éste tiene la mirada de su madre que es aquélla. A uno que no entienda de ganado todas las ovejas y todos los cabritos le parecen iguales. A mí, no.

A veces alguna madre no quería a la cría y la dejaba de lado. Entonces yo la ataba, cogía al corderito y se lo frotaba bien frotado por el culo y las tetas de la madre para que cogiera bien su olor y entonces ya lo quería otra vez y lo amamantaba.

A los quince o dieciséis años ya tenía una fuerza como cinco hombres juntos, y no les exagero, pregunten por ahí. Nunca he sido gordo y entonces era una chiquita delgada y muy alta, como un palo. A veces había que cargarse una oveja de las grandes al hombro. Yo me cargaba de un solo golpe una oveja que llegaba a pesar medio cafís. Para que lo entiendan ustedes que son de fuera les explico que doce barcellas hacen un cafís y que cada barcella pesa doce o catorce kilos. O sea que me echaba encima una oveja viva de ochenta kilos. Primero la acostaba panza arriba, luego la cogía entre la barriga y las patas de atrás y ¡zas!, de un golpe para arriba, a la espalda. También había venido gente de otros mases para ver cómo lo hacía, porque muchos hombres jóvenes y no tan jóvenes siempre fallaban si lo intentaban y que lo hiciera una muchacha llamaba mucho la atención.

Tenía doce días libres al año, normalmente los domingos, un día libre cada mes. ¡Me gustaban tanto esos días! Me iba a ver otros ganados como les he dicho, corría por el campo, tallaba madera con una navajita, le hacía juguetes a Diego, que estaba loco por venirse conmigo, aunque yo siempre no me lo llevaba. Me tumbaba encima de la hierba si hacía sol y si estaba en un monte bajo me lanzaba rodando hasta que llegaba al pie. Le pedía al del bar que me diera una lata de sardinas vacía y me la llevaba al monte, la ponía en una roca y jugaba a acertarle con piedras. Se me puso muy buena puntería haciendo eso.

También los domingos los del mas d’en Tena me daban una onza de chocolate granulado. Como no quería gastarla de un golpe iba mordiéndola muy poco a poco hasta que a veces se me deshacía en la mano y me la tenía que chupar. Los días normales me llevaba la comida al monte: tocino, pan, olivas, arroz, dos tomates con ajo restregado…, no me acuerdo de más. Sí me acuerdo de que a veces prendía fuego y me guisaba algo: verdura, algún nabo con coles… En la montaña, de pastora, nunca pasé hambre, si acaso un poco de frío en invierno, y no siempre.

Teresot, Teresot, ¿qué tienes entre las piernas, Teresot? Cuando iba al pueblo y la emprendían otra vez con esa historia, ahora era muy diferente. Corría detrás del que se burlaba y si lo cogía le daba una buena tunda. Empezaron a respetarme porque pegaba fuerte. En el monte con el rebaño se me había hecho un cuerpo duro como una piedra. Me tenían miedo, y me lo tenían por dos cosas: una, porque les arreaba y podía hacerles daño de verdad si me daba la gana. Dos, porque como iba tan poco por el pueblo y sabían que estaba tanto tiempo sola en el monte, no sabían cómo me habría vuelto ni qué tenía dentro de la cabeza. Hablaba poco, siempre he hablado muy poco. No tenía nada que decir. ¿Qué iba a decirles, que las ovejas y los perros me hacían buena compañía, que me gustaba dormir al aire libre y mirar el cielo? Me hubieran tomado por loca. Con Diego sí hablaba. Me quería tanto que cuando me veía bajar del monte ya se ponía a correr para venir a abrazarme. Aunque el crío también se iba haciendo mayor no dejaba de querer estar conmigo. Me preguntaba cosas y yo se las enseñaba. Le enseñaba lo que sabía, pero no todo. Teresa, ¿tú cómo sabes cuándo lloverá? Tienes que mirar dónde están las nubes y de dónde viene el viento. ¿Teresa, cómo has sabido que el gato era una hembra sin tocarlo? Si tiene el pelo de tres colores es una gata. Siempre andaba detrás de mí, el pobre crío, y yo siempre le contestaba y tenía paciencia con él. Era listo y no se le olvidaban las cosas que le iba enseñando. Cuando ya se hizo mayorcito a veces se venía conmigo a la montaña, pero su madre me decía que no le enseñara las cosas del rebaño, porque no quería que se hiciera pastor. Se quedaría en el mas trabajando, podía aspirar a algo más que a cuidar el ganado.

Todo lo que aprendí sobre los animales, a la tumba me lo llevaré. No sabía leer ni escribir, pero de los bichos conocía más que nadie y eso lo sabía todo el mundo igual que lo sabía yo.