El dato que consiguió era justo lo que necesitaban. De la lista de los médicos destinados a Castellot en los últimos tiempos, sólo uno se había significado a favor de la República, el doctor Federico Ramos, ahora desterrado en Catí. Desterrar a los médicos con antecedentes políticos a pueblos con los que no tuvieran ninguna relación ni vinculación emocional se consideraba una práctica corriente tras la guerra. Los médicos eran necesarios, y esa represalia permitía seguir contando con ellos al tiempo que se les castigaba. Nourissier asentía con gravedad ante las explicaciones de Infante. Sin embargo, había algo en aquel plan que le parecía demasiado circunstancial.

—¿Está usted seguro de que ese doctor habrá conocido a la familia de Francisco?

—No, no puedo estar seguro de eso; sólo puedo deducir que sea así.

—¿Cuántas probabilidades cree que hay de una a cien?

—Oiga, Nourissier, nunca le dije que esto fuera fácil. Si usted me veía capaz de sacar un conejo de la chistera, se equivocó. Hay que ir improvisando sobre el terreno, deduciendo, probando, usando la imaginación. De momento no puede quejarse de mis contactos.

—En absoluto, el primero corrió a ponernos en manos de la Guardia Civil.

—¿Pensaba que esto iba a ser un paseo campestre?

—Sé que no lo es, y si usted no tuviera una susceptibilidad fuera de lo común comprendería que lo único que pretendo es estar informado.

—Pues me pone nervioso con sus preguntas.

—Está bien, me quedaré callado. No pienso seguir discutiendo con usted.

No se dirigieron más la palabra. Cuando tomaron la furgoneta para ir a Catí sólo pronunciaron las mínimas fórmulas impuestas por la cortesía. A falta de dos kilómetros para llegar, Infante miró de reojo a su compañero, carraspeó y le hizo saber:

—Al encontrarnos con el médico deje que sea yo quien hable al principio. Luego, si el doctor Ramos acepta tener con nosotros una conversación sustanciosa, entre usted en acción. Cuéntele su proyecto, a qué se dedica en París. Apabúllelo con términos clínicos, cuanto más complicados, mejor, no quiero que desconfíe. Trátelo siempre como a un distinguido colega, aunque sea un simple médico rural.

—No pensaba hacer otra cosa.

—Ni yo esperaba menos de usted —respondió el periodista con retintín.

El pueblo era lo suficientemente pequeño como para que encontraran enseguida la consulta. Les abrió una mujer de cierta edad, les informó de que el doctor estaba visitando a sus pacientes. Infante le pasó una tarjeta de Nourissier, le dijo que regresarían más tarde.

Caminaron por el pueblo. La gente los miraba. Entraron en un bar, tomaron café. El español se hallaba sumido en uno de sus estados de aparente indiferencia.

—¿Cree que nos recibirá? —preguntó Nourissier, bastante más inquieto que él.

—No tengo ni idea. Aparte de sus ideas políticas, carecemos de información sobre el tipo de hombre que es. A favor está el aburrimiento que pueda sentir en este pueblo: nosotros representamos un cambio. En contra: el miedo, como siempre. Con sus antecedentes puede sentirse vigilado, o quizá lo está.

—Es demencial vigilar a un hombre que vive en medio de las montañas.

—De las montañas venía el peligro del maquis, recuérdelo.

Cuando volvieron al dispensario, al doctor aún le quedaban algunos enfermos por atender, pero ya sabía de la existencia de sus dos visitantes.

—El doctor Ramos dice que los recibirá. Pasen a la salita hasta que llegue.

Sentados en unos sencillos muebles de mimbre, pasaron el rato mirando los cuadros que adornaban la pared: reproducciones de los impresionistas franceses. Unas flores de trapo y un cenicero completaban escuetamente la decoración.

Apenas una hora más tarde entró Ramos con gran ímpetu, como si hubiera estado dándose mucha prisa por llegar. Les sorprendió a los dos.

Tenía unos sesenta años, no era muy alto, de cuerpo rechoncho y pelo blanco cuidadosamente peinado hacia atrás. Sus ojos los observaban con viveza tras unas gafas de fina montura dorada. El aspecto que presentaba les hubiera parecido corriente a no ser por su manera de vestir: americana de costoso tweed, elegante camisa blanca, pantalones impecables, corbata rayada y un par de zapatos cuya piel había sido lustrada hasta el destello. Semejante figurín, fácilmente imaginable en un restaurante de París o en una cafetería del Paseo de Gracia, resultaba sin embargo fuera de lugar en aquellas latitudes.

Federico Ramos no fue consciente de la sorpresa que había provocado quizá porque aún vivía embargado por la suya propia desde que recibió la tarjeta de presentación de un eminente médico francés. Seguía mirándolos a ambos con detenimiento como si fueran el fruto de una alucinación.

—¿Quién de los dos es Nourissier? —preguntó antes de saludar. Luego le estrechó la mano a su colega en estado de exaltada felicidad—. ¿De verdad es usted médico?

—Psiquiatra. Doy clases en la Sorbona y tengo mi consulta privada en París. Mi especialidad es la psicopatología.

—Increíble, maravilloso, genial… —iba Ramos desgranando adjetivos laudatorios como para sí mismo.

—Yo soy Carlos Infante, periodista de Barcelona.

Al hablar Infante, el médico pareció regresar al presente desde un sueño y le estrechó la mano con suma cordialidad.

—Señores, les confieso que en estos momentos no tengo la más mínima idea de lo que haya podido traerles hasta mi humilde consultorio y solicitar mi presencia; pero, sea lo que sea, les ruego que me acompañen en mi cena. Juzgaré un honor contar con unos contertulios tan selectos como ustedes.

Infante, divertido por la retórica obsoleta de aquel hombre, se puso inmediatamente a su nivel:

—¡Pero querido doctor, no nos atrevemos a incomodarlo ni a irrumpir de esta manera en sus hábitos!

—¡Queda descartado que se nieguen! No pueden dejarme con la miel en los labios. Ya he dado orden de que nos preparen la cena y, mientras lo hacen, les invitaré a tomar un aperitivo en el bar del pueblo. Sé que no es un lugar digno de ustedes, pero es el único en Catí y, como decimos en España, quien da lo que tiene no está obligado a más. ¿Conocía usted ese dicho, doctor Nourissier?

—No lo conocía pero me gusta.

Siguió perorando en su florido y enfático estilo mientras se paseaban por las calles estrechas y se ponía el sol.

—Supongo que no están informados, así que les diré que este destino profesional es una especie de destierro para mí. No entraré en los motivos del mismo para no comprometerles, pero debo reconocer que mis castigadores lo hicieron bien: me mandaron a un lugar de la tierra que yo no hubiera escogido nunca para vivir. Echen una mirada a su alrededor y díganme si éste es un pueblo al que yo pueda adaptarme.

—Vemos cómo es el pueblo, pero no sabemos cómo es usted —replicó Infante arrancando una carcajada de su interlocutor.

—¡No voy a abrumarles con una descripción detallada de mi carácter! Sólo les confesaré que soy un hombre progresista en las costumbres e inquieto en lo cultural. Ya pueden imaginar que aquí me siento ahogado. Y como médico me siento ahogado también. Yo no soy un distinguido especialista como usted, doctor, pero tenía planes profesionales que ahora ya no podré cumplir. Aquí carezco de alicientes personales y científicos, de compañía inteligente; de modo que soy como una especie de muerto en vida.

Infante hacía esfuerzos por mantenerse serio, mientras que Nourissier empezaba a sentirse un poco desbordado por tanta verborrea. Se sentaron en la terraza del bar y tomaron un vermut viendo cómo anochecía. Ramos, feliz y exultante de nuevo tras su triste perorata, dio un suspiro aspirando el aire fresco pero agradable.

—¡Ah, señores!, la tranquilidad de un pueblo pequeño, el goce sensorial del buen clima y el bello paisaje son los únicos placeres de los que puedo disfrutar. Le he pedido a mi doméstica que se esmere con la cena. No es una gran cocinera, pero las materias primas son aquí de primera calidad, otra pequeña ventaja.

—No queremos ocasionarle molestias.

—¿Está bromeando, ilustre colega? Su visita es una ocasión única para salir del infame ostracismo al que me han condenado.

Infante seguía disfrutando en silencio de la afectación verbal de Ramos, del amaneramiento de sus gestos.

—Antes de la guerra yo vivía y ejercía en Madrid. Empecé siendo un pollo pera y luego fui concienciándome políticamente. Pero la toma de postura a favor de los más débiles no me apartó de lo mundanal. Me gustaba el teatro y la ópera, frecuentar a mis amistades, moverme en los círculos donde se practicaba el refinamiento más audaz. Y mírenme ahora perdido en este pueblo de mala muerte.

—Tiene usted un aspecto excelente —lo piropeó Infante.

—Bueno, de tarde en tarde viajo a Barcelona, donde voy a ver algún estreno teatral, alguna película americana… Entonces aprovecho para comprarme un poco de ropa en la medida que me lo permite mi exiguo sueldo de médico rural. Ya sé que si anduviera por las calles del pueblo con hábito de franciscano daría exactamente igual, pero por lo menos vistiendo bien consigo conservar un cierto amor propio.

Nourissier no se perdía ni un gesto de Ramos, fascinado por haber encontrado un espécimen semejante en medio de las montañas. Infante, encantado, lo instaba a seguir hablando.

—Las carencias de este país tras la guerra son enormes, amigos míos, y se extienden a todos los órdenes de la vida: material, cultural, político, pero sobre todo moral. No sé cuál es el color de sus pensamientos, pero yo nunca he ocultado el mío: soy profundamente antifascista y anticlerical. La Iglesia es un lastre enorme para España, créanme.

Pasadas las diez de la noche, tras varias copas de vermut y cuando el pobre Nourissier se hallaba al borde del desfallecimiento y la borrachera, Ramos se puso en pie con aire ufano, pagó lo consumido y dijo en tono casi musical.

—¡Vamos allá! Espero que mi torpe asistenta haya conseguido cocinar algo comestible.

La casa era sencilla, sin ninguna diferencia con otras casas del pueblo. Entraron en un pequeño comedor que, sin embargo, sí se encontraba lleno de detalles especiales: pequeñas figuras de efebos diseminadas por todas partes, programas de ópera cuidadosamente enmarcados y antiguos grabados de anatomía humana con haces musculares presentados en vivo. En el centro estaba la mesa, irreprochablemente preparada como para un banquete nupcial: vajilla con filo dorado, mantel blanco, copas talladas y cubiertos de plata. Un candelabro con velas encendidas esparcía un delicado olor a cera. Ramos sonrió complacido cuando alabaron la belleza del conjunto. La llamada «doméstica» había guisado una especie de potaje de aspecto poco gastronómico pero sabor delicioso. En uno de los momentos en que ésta se ausentó después de servirles, Infante miró fijamente a los ojos de Ramos y, bajando la voz, le preguntó:

—¿Qué grado de confianza tiene con respecto a su doméstica? Hay algunos temas delicados que queríamos tratar con usted.

El médico, dejando escapar de sus ojos vivos un destello de curiosidad, respondió en un susurro:

—Mejor cuando se haya marchado.

A partir de aquel momento, acicateado por el ansia de saber, el anfitrión imprimió a los platos restantes un ritmo mucho más rápido. Cuando la asistenta apenas había depositado sobre la mesa postre y café, su jefe se volvió hacia ella:

—Puedes irte, María Cinta. Ya recogerás todo mañana.

Hasta que no se oyó el ruido de la puerta de la calle cerrándose, Ramos mantuvo un dedo sobre los labios en señal de silencio. Luego dijo con solemnidad:

—No se sorprendan por tanta prudencia; vivimos tiempos aún enrarecidos y la discreción es siempre aconsejable.

—Con su discreción contamos.

—Tienen mi palabra de honor, si eso les basta…

—Vamos a necesitar también su complicidad. El doctor Nourissier le explicará el proyecto científico que le ha traído hasta aquí y en el que usted tiene un destacado papel.

El psiquiatra, que había sumado a los vermuts el vino generosamente servido durante la cena, se libró de los efluvios del alcohol con un verdadero esfuerzo de voluntad. Poco a poco y utilizando abundante jerga médica, tal y como Infante le había pedido, fue desgranando todos sus planes. Si alguien hubiera estado atento a las expresiones cambiantes en el rostro del doctor Ramos, hubiera podido darse cuenta de qué intensos y diversos eran sus estados de ánimo al escuchar.

Pasó de la curiosidad al interés, del pasmo a la comprensión, de la fascinación a la gravedad. Al conocer finalmente la totalidad de los detalles, se desembarazó de sus gafas, pasándose las palmas de las manos por la cara en un ademán desesperado. Después de un silencio profundo, tomó la palabra y ninguno de sus dos interlocutores pudo reconocer al hombre con el que habían cenado. Todo lo que momentos antes había sido ligereza, desenfado y frivolidad, se convirtió de pronto en seriedad, que tomó cuerpo en forma de un discurso atormentado:

—La Pastora, ¡cuántas veces he pensado en esa mujer!, ¡hasta veintinueve asesinatos se le atribuyen! No sería capaz de decir que todos ellos sean ciertos, pero tampoco que las historias que se cuentan sobre ella no tengan un gran porcentaje de verdad. En esta guerra y posguerra se han cometido muchas atrocidades por ambos bandos. Repito: por ambos bandos. Sin embargo, por muchas barbaridades que haya hecho, nunca he acabado de creer en la perfidia total de esa mujer. Yo más bien la veo como una especie de víctima social. Vivió en la pobreza, en la más absoluta incultura y soledad. Su sexo dudoso debió de reportarle toda clase de burlas y escarnios… No soy capaz de figurarme qué tipo de personalidad puede haber desarrollado con una biografía semejante.

—Doctor Ramos, ¿usted llegó a conocer a la familia del maquis Francisco? —preguntó Infante.

—Sí, los conocí cuando estuve en Castellot. Aquellas pobres mujeres… habían sufrido lo indecible, y supongo que seguirán sufriendo aún. Hice cuanto pude para ayudarlas, pero no se me permitió ir más allá. Es una familia políticamente estigmatizada.

—Pensamos que, hablando con ellas, quizá podamos seguir la huella de La Pastora. Francisco fue su último compañero, estaban juntos cuando él murió.

—Pierden el tiempo. No querrán decirles ni una palabra, ni siquiera los recibirán. Son gente muy baqueteada, se han ensañado con ellos, han recibido todos los golpes del mundo. Ahora supongo que el miedo será su único consejero.

Infante lo tanteó con temor a una reacción negativa:

—Nosotros hemos pensado que, quizá yendo acompañados por usted…, si es cierto que le conocen, que intentó ayudarles…, estamos convencidos de que usted sería la llave de esa puerta.

—Olvídense, es demasiado arriesgado y la posibilidad de éxito que tendríamos, muy pequeña. No creo que sea una buena idea.

El periodista volvió a la carga en unos términos que a él mismo le sorprendió utilizar:

—Apelamos a su conciencia republicana.

—La ideología republicana es actualmente una entelequia. Nunca habrá una república en España, hemos perdido la batalla, soy muy consciente de ello. Los guerrilleros del maquis eran ya una esperanza sin fundamento, pero ahora ni ésa nos queda. No, ¡basta de idealismos, hay que pensar en sobrevivir como única meta!

Nourissier intervino en tono conciliador, con su voz profunda y serena.

—Doctor Ramos, usted y yo somos médicos, nuestra labor es intentar que el sufrimiento humano desaparezca del mundo. Ésa sí es una aspiración idealista inalcanzable y, sin embargo, seguimos empeñándonos en hacerla realidad, no desfallecemos en nuestros intentos. Estoy convencido de que La Pastora posee un perfil psicopatológico claro que debo estudiar. Sólo así lograré que otras personas en sus circunstancias puedan ser tratadas de modo adecuado, tengan posibilidad de curarse. Como colega le pido su inestimable cooperación.

Ramos miró al suelo, guardó silencio durante un eterno minuto. Luego, preguntó:

—¿Y cómo se realizaría esa entrevista para que no resultara demasiado sospechosa?

—Tendríamos que proponer a esas mujeres varias posibilidades, y la que a ellas les parezca más segura…

—Está bien, iré con ustedes a Castellot. Me doy cuenta de que mi presencia puede ser necesaria estratégicamente. Nunca he tenido miedo y no veo la razón para empezar a tenerlo ahora. Observarán que ni siquiera les he preguntado quién les ha encaminado hasta mí, no es necesario saberlo. Alzo mi copa. Brindemos por las buenas causas.

Brindaron una vez y otra más, charlaron, comieron dulces típicos de la zona y fumaron a placer. El tiempo pasó tan deprisa que, cuando se decidieron a marcharse, eran ya las tres de la mañana. Concertaron el viaje a Castellot para dos días más tarde. Luego, se despidieron entre grandes muestras de amistad.

De regreso, conducía Nourissier. Infante silbaba despreocupadamente a su lado.

—Lo ha hecho usted muy bien, doctor. A mí no se me hubiera ocurrido toda esa historia del idealismo médico y los seres sufrientes.

—Ha sido fácil, porque lo que he dicho lo pienso de verdad.

—Me lo imaginaba. Ése es el problema que existe entre usted y yo. Usted actúa por convicción mientras que yo…, yo hago las cosas de modo rutinario: vivir por vivir.

El francés no respondió. Siguieron en silencio un rato. Infante lo rompió de nuevo:

—Tenemos otro problema.

—¿Cuál?

—La pensión estará cerrada a estas horas y no he pedido una llave. No pensé que llegaríamos tan tarde.

—Habrá algún timbre al que podamos llamar.

—Yo no me arriesgaría, nos puede llover una bronca en toda regla.

—¿Y dónde dormiremos?

—A usted le interesa hacerse una idea cabal de cómo vive La Pastora; y creo que esta noche tiene una gran oportunidad.

Se instalaron en el campo, cerca del pueblo, sobre un claro en la hierba libre de zarzas. Ninguno de los dos había dormido antes al raso. Se tendieron como buenamente pudieron, tapándose con sus pellizas. La noche era apacible, el cielo estaba estrellado. Infante dijo desde su embozo:

—Así habrá dormido La Pastora muchas noches de su vida. Quizá en este momento se encuentre bajo este mismo cielo, viendo lo que nosotros vemos.

—No sé si eso me consuela demasiado, el suelo está muy duro —respondió Nourissier, burlón. Rieron.

—En el fondo envidio a esa mujer, Lucien.

—¿La envidia?

—Aunque esté acosada y se vea obligada a vivir como una alimaña, es libre por completo.

—¿Y nosotros no lo somos, Carlos?

—Puede que usted lo sea, pero yo no me siento libre. Siempre hay algo en mi cabeza que me impide volar, iniciar una nueva vida. Me pesan los recuerdos desagradables, lo que hubiera podido ser y no ha sido.

—Como por ejemplo…

—¡Qué sé yo!, por ejemplo, las maravillosas novelas que un día pensé que escribiría y ahora sé que nunca escribiré.

—¿Quería ser escritor? ¡Pero aún está a tiempo si es eso lo que desea!

—No, ya no. Soy consciente de que me falta paz mental y, sobre todo, talento.

—¡Estoy seguro de que tiene talento! El artículo que yo leí demuestra…

—Dejémoslo, no le he contado eso para que me regale una sesión de terapia. Además, ¿a quién le importa que un tipo sin aptitudes escriba o deje de escribir? Ni siquiera a mí me quita el sueño. Ahora le toca a usted: cuénteme algo que le impida ser completamente feliz en esta hermosa noche estrellada.

El psiquiatra se quedó callado. Al cabo de un momento suspiró:

—Muchas veces pienso en Yvette.

—¿Quién es Yvette?

—Un amor de juventud. No me malinterprete: estoy muy enamorado de mi mujer. Con ella la vida es maravillosa, me ha dado dos hijas increíbles y no hay nada que nos distancie. Pero Yvette es la primera muchacha, casi una niña, a quien amé.

—¿No le correspondía?

—Al principio, sí; luego me dejó por uno de mis amigos. Usted dirá que soy un estúpido recordando esa bobada, pero no es el amor frustrado lo que me llena de nostalgia. Lo que me entristece es rememorar la inocencia que ambos teníamos entonces, la hoja en blanco que constituía nuestra vida, la novedad de nuestros delicados sentimientos, la ignorancia de la maldad, la fe ilimitada en el porvenir. Todo eso no volverá nunca.

Se levantó un viento fuerte y fresco, anuncio del próximo amanecer, que arrastraba partículas de tierra y las hacía chocar contra las rocas, provocando un rumor perceptible en aquel silencio. Infante no respondió, se quedó escuchando las ramas de los árboles, que emitían murmullos acariciadores. Miró al francés, se había dormido ya. Era un hombre muy afortunado, el tal Nourissier, su historia y la de su país le permitían preocuparse por cosas como la pureza de la juventud, la añoranza del primer amor, las ilusiones perdidas. Un hombre afortunado, sí.