Teresot, Teresot, ¿qué tienes entre las piernas, Teresot?, ¿quién te ha hecho ese vestido viejo, esa falda larga y negra que te llega hasta los pies?, ¿de dónde te han sacado, Teresot, del cubo de la basura, de debajo de una piedra, de la tierra del cementerio, de dónde ha salido una niña como tú?

Al principio yo misma tenía curiosidad y me miraba ahí. Si mi madre me veía me reñía. «¡Eso no se hace! ¡Eres una niña y basta, a ver qué vas a ser!». Mis hermanas me lo decían peor: «¡Cochina, cochina, si te encontramos mirándote ahí se lo diremos a la madre y te molerá a palos, te moleremos nosotras también! ¡Te mataremos a palos, ya te lo puedes creer! ¡Te mataremos, Teresa, te mataremos!».

Teresa, Teresota, Teresot. ¿Cómo te llamas? Teresa Pla Meseguer, para servir a Dios y a usted. Teresot, Teresot. Teresot salta las vallas como un chico, corre como un chico, se sube a los árboles como un chico. Con Teresot me quedé, pero no me importaba, tenía la fuerza que no tenían las otras niñas, ninguna se atrevía a pegarme como me pegaban mis hermanas porque les devolvía los golpes y las tumbaba, las hacía llorar. Iba a lo mío, nadie podía decirme que no corriera por el campo, hasta descalza por las piedras en verano. Nadie vigilaba que no saltara las vallas con los dos pies a la vez, que no persiguiera a las ovejas y las hiciera balar del susto. Era mi manera de jugar y lo pasaba muy bien. Cuando estaba sola en el campo no era Teresa ni Teresot y lo pasaba muy bien. Las demás niñas nunca querían jugar conmigo, tenían miedo de mí. Yo les decía: «Venid, venid, que soy una chica como vosotras», pero no me hacían caso y corrían. A los chicos les arreaba. «Teresot, Teresot, ¿qué tienes entra las piernas? Enséñanoslo». Y les arreaba, con tanta fuerza que al final me tenían miedo también. Les arreaba a todos como me arreaban a mí: bofetones, capones, pellizcos, patadas, codazos, zancadillas, puñetazos, reveses, guantazos, empujones, golpes donde fuera, donde cayera la mano o el pie. Había aprendido a pegar muy bien. Me enseñaron mis hermanas Antonia y Vicenta. Me pegaban. Yo era pequeña, pero me pegaban hasta que se les cansaban los brazos. Hacía que se enfadaran, me portaba mal, y aunque me portara bien, sólo verme ya se enfadaban. Éramos siete hermanos: Vicente, José, Joaquín, Antonia, Vicenta, Juan y yo. Sólo tres chicas, pero Antonia y Vicenta me pegaban como si yo no fuera otra chica, como si no fuera la pequeña, como si alguien les hubiera dicho que tenían que matarme a golpes. «Esta nena, ¡qué disgusto!, ni siquiera se sabe qué es, la gente habla, murmura. ¿De dónde ha salido, madre, por qué ha tenido que tocarnos a nosotros?». «¡A callar, es vuestra hermana y no hay más que decir!». Golpes y golpes y golpes. Al principio, lloraba; pero después me quedaba callada y me metía en algún rincón donde no me vieran. Por la noche no podía esconderme porque dormíamos todas las chicas en una cama y todos los chicos en el pajar. A veces, cuando en septiembre aún hacía buen tiempo, me iba al patio de atrás sin que me vieran y me echaba a dormir encima de los sacos de arpillera que estaban llenos del trigo que habíamos recogido. Me gustaba cómo olía y me gustaba estar sola allí y mirar al cielo con todas las estrellas que se veían tan claras. Hasta en invierno me salía al campo alguna vez, porque, total, en la casa también hacía frío. La masía de la Pallisa era una casa fría. La habían hecho mis padres y mis hermanos, entre todos con piedras y ladrillos. Teníamos algunos árboles y huerto.

Mi padre se murió cuando yo ya había cumplido los tres años. Le cayó encima una pared. Había llovido y le cayeron encima las piedras, y la tierra. Mi hermana María Antonia era la que tenía que cuidarme, pero como ya les he dicho yo me portaba mal y ella me pegaba. Luego se murió. También se murió José, el pobrecito, que yo lloré mucho porque era el que me quería a mí y me llamaba «rabo de lagartija» y «cabra del monte» y muchas cosas cariñosas así. Juan… Juan se lo cuento después. Pónganme un poco más de coñac, sólo un poco. De la familia de mi hermano Vicente no queda nadie vivo. Juan se pasó a Francia años más tarde y yo siempre quería marcharme con él. Francia es el sitio del mundo donde más me gustaría estar. He llegado cerca, pero si no llevas los papeles en regla no te dejan trabajar allí. Algún día me iré a Francia y entonces tendré de todo y nadie me perseguirá más. Volveré a vivir en una casa y a dormir en una cama. Aunque cada vez me importa menos después de tanto tiempo al aire. A lo mejor cuando vuelva a dormir en una cama echo de menos la piel de oveja para taparme, y ver la luna, y levantarme por la mañana y estar en el campo. Hago cosas que a veces hasta me dan ganas de reír. Cuando nieva, que aquí nieva mucho en invierno, me levanto y me lavo la cara con la nieve que ha caído por la noche. Está fría y me gusta.

Mi madre, la pobre, era buena mujer. Ignorante, como todos, que ninguno habíamos ido a la escuela y no sabíamos leer ni escribir. Muy poca gente sabía por estas tierras. En Vallibona iban pocos críos a la escuela, los críos a dónde íbamos era a trabajar, que en todas las familias había muchas bocas y todas comían. Mi madre, la pobre, cuando se quedó viuda, la hija más pequeña era yo y tenía tres años y, por encima de mí, los otros seis, bastante mayores que yo, como si ya no me esperaran. Al nacer, me inscribieron en el registro civil como mujer, porque ya desde el principio se dieron cuenta de que mis partes no eran normales y nadie sabía bien si era hombre o mujer. «Si es mujer no hará la mili. Si la ponemos como hombre la harán desnudarse para tallarla en el cuartel y se morirá de vergüenza de que la vean los demás, todos le dirán cosas». Pensaba en mí, mi pobre madre, se preocupaba por lo que me pudiera pasar. Luego, Francisco, cuando estábamos en el monte, una noche que yo le había hablado con confianza y le había contado esas cosas, me dijo que la familia hubiera tenido que llevarme al médico. Pero ¿qué médico, si no había dinero para pagarle? Todo se ve más fácil cuando ya ha pasado.

Mi madre se preocupaba por mí pero se quedó viuda con siete hijos de un hombre que era labrador. ¿Qué podía hacer? Se puso a trabajar en cosas que nadie en el pueblo quería. La tierra no daba nada, y la poca que teníamos la cultivaban mis hermanos. Así que mi madre encalaba casas para los demás, que se le daba muy bien. También lavaba la ropa blanca por dinero, en el lavadero municipal. Eso era lo peor porque en invierno, con el agua helada, se le ponían las manos tan hinchadas de los sabañones que no podía coger luego ni una taza, que se le caía al suelo. Pero nunca se quejaba, hasta estaba contenta porque siempre había mujeres de las casas más ricas que iban a buscarla para que les lavara las sábanas porque le quedaban muy blancas. No le faltaba el trabajo. Con eso y con lo que sacábamos del campo íbamos tirando. A veces había visto a mis hermanos pelearse por la comida y mi madre les reñía y les pegaba. Había para todos. Teníamos leche de oveja, lentejas, pan, nabos, coliflores, higos frescos, manzanas y hasta palosantos en la época. Yo aún me acuerdo de lo bueno que estaba todo.

Teresot, Teresot, enséñame lo que tienes entre las piernas. Me pegaban y no les guardo rencor. Comprendo que cuidar de los críos es muy esclavo, encima si vas cansada de trabajar. Y yo no era una niña graciosa y guapa. Era grande, renegrida del sol, con las piernas como las de un chico, y saltaba las vallas de piedra y me subía a los árboles y luego me tiraba de arriba abajo y me hacía cardenales en las rodillas y arañazos por todas partes, que siempre iba señalada y con las faldas negras rotas.

La masía la construyeron entre todos cuando yo no había nacido aún. Me imagino que a mis padres no les gustó que naciera como nací. ¡Ojalá mi padre se hubiera muerto antes!, pensaba cuando ya tenía nueve o diez años. Pero no era que yo quisiera que se muriese por maldad, lo que quería es que no me hubiera conocido. ¡Ojalá mi padre no me hubiera conocido!, eso es lo que pensaba de verdad. Nunca me acordé de la cara de mi padre, y eso que hubiera podido acordarme de algo porque ya tenía tres años cuando se mató, pero no me acordaba. Aun así, pensaba que hubiera sido mejor que no me hubiese visto nunca. Pero claro que me vio, pobre hombre, y debía de darle mucha vergüenza. Porque las madres toman más a los hijos tal como son, pero los padres sienten vergüenza por los que no son como deben ser y están mal formados. Aunque al final da lo mismo, porque después de toda la vida trabajando, y de hacerse la casa piedra a piedra, y del calor en verano y el frío en invierno, que aquí hace mucho, de tener una mujer y siete hijos y casi nada suyo en el mundo, se le cayó una pared encima y lo aplastó. Ya no respiró nunca más. Cosas de la vida de los pobres.

Mi madre, que ya se le veían las manos deshechas del agua fría y la cal, veía que mis hermanas no me dejaban nunca tranquila y quiso que ya no me pegaran nunca más. Se fue al mas d’en Tena, que eran muy buena gente, y les pidió que se quedaran conmigo. «Os quiero pedir un favor: que cojáis una temporada a Teresa en vuestra casa porque, si no, esas chiquillas me la matarán, que me la tienen llena de moraduras». Así lo dijo porque así me lo contaron los del mas d’en Tena tiempo más tarde. Ya ven cuánto me quería mi madre y cuánto se preocupaba por mí. Le dijeron que sí y allá que fui yo.

Al principio, yo cuidaba a los críos pequeños del mas d’en Tena. Si el más pequeño lloraba me lo llevaba por los bancales y por el campo y enseguida se callaba. No recuerdo qué debía contarle, qué debía decirle para que se consolara tan pronto. Yo tenía por los diez años, así que vaya usted a saber lo que le decía a aquel crío. Se llamaba Diego, me quería mucho. Yo tenía paciencia con él porque en el fondo también era una cría. Nadie pasaba las horas muertas con él y yo sí las pasaba. Me parece que recuerdo cosas sueltas: le enseñaba saltamontes, le cogía bellotas y bolas de ciprés para jugar como canicas… En la familia del mas estaban contentos conmigo. Me ganaba todo lo que me comía. A veces se habían encontrado conmigo años después y aún me lo decían: «Tenías una mano especial para las criaturas». ¡Qué cosas tan extrañas hace la vida, yo que no podía tener hijos! La vida nadie puede entenderla, es la que te toca y no puedes cambiarla. Las cosas que te pasan te vienen sin pensarlas la mayor parte de las veces. Luego si alguien te pregunta por qué han pasado, no lo sabes y tampoco puedes contestar.

Estuve bien en el mas d’en Tena. Al principio añoraba a mi madre, pero luego ya no. Además no estaban mis hermanas y nadie me pegaba. Cuando cumplí los once años los amos del mas me mandaron a la montaña a cuidar de las ovejas. Y ya fui una pastora durante un montón de tiempo, y siendo pastora fui siempre feliz.