Eran más de las diez cuando acabaron de cargar el equipaje en la furgoneta.

Nourissier estaba molesto por el retraso de casi una hora, pero no se atrevió a protestar. En realidad empezaba a darse cuenta de basta qué punto dependía de su guía de viaje. Cuanto antes lo asumiera, tanto mejor. Él había bajado a desayunar a las ocho, y después había esperado a Infante tomando café tras café. Cansado, fue a sentarse en un sofá de la recepción. Cuando por fin el periodista se presentó, lo hizo en un estado de auténtica euforia.

—¡He dormido como un rey! —declaró—. ¡Y ese desayuno delicioso que nos han dado! Viviendo en una ciudad tan grande como Barcelona uno acaba olvidándose del sabor auténtico de los alimentos. Pero aquí… es como recuperar las sensaciones de la infancia. ¿No está de acuerdo?

—Supongo que sí.

—¿Sólo lo supone? No se habrá levantado usted de mal humor.

—No, cuando me desperté estaba de un humor excelente, pero de eso hace bastante tiempo ya.

Pas de problème! Enseguida nos vamos, cher docteur. Pero no piense que nos desplazaremos a un lugar muy lejano; de hecho llegaremos enseguida, ya verá. Aunque antes de dejar Tortosa deberíamos hacer otra pequeña compra.

—¿Más licor?

—¡Cualquiera que le oyera! Pero si sólo llevamos unas cuantas botellitas para soportar mejor lo que podríamos denominar como… la ruralidad. De todas maneras no se inquiete, no se trata de alcoholes ni de vicios, tan sólo es un problema indumentario.

—¿Qué necesita?

—Yo nada, pero usted necesita otra boina.

—¿Qué le pasa a la mía?

—Pues que es diferente. Verá, las boinas autóctonas son menos esponjosas, con menos vuelo, más peladas también. La suya parece de terciopelo.

—Oiga, Carlos, no creo que sea el momento de bromear.

—No bromeo, amigo mío. Sé muy bien que no vamos a conseguir pasar desapercibidos, pero usted es más alto que la media española, tirando a pelirrojo, de tez clara… Si encima luce una boina inusual, los lugareños nos seguirán por la calle y no es eso lo que queremos, ¿verdad?

Nourissier resopló, intentando ser paciente.

—Está bien, ¿dónde hay una sombrerería?

Infante se echó a reír:

—¿Una sombrerería? Venga, acompáñeme.

Fueron caminando hasta un gran comercio en la calle del mercado donde se podía encontrar todo tipo de ropa ordinaria: monos de trabajo, pantalones de pana, alpargatas de campesino y boinas, muchas boinas. Infante se divertía al ver cómo el francés torcía el gesto ante la tosquedad de los atuendos. Le hizo probarse tres boinas distintas, pero a la cuarta Nourissier se plantó:

—Ésta me va bien. Me la quedo.

Infante pensó que debía llevar cuidado, no embromarlo demasiado, ya que podía reaccionar mal y no tenía ningún deseo de alterar por tonterías la futura convivencia.

Una hora más tarde se encontraban en ruta. El español llevaba la ventanilla bajada y aspiraba con delectación el aire seco y limpio. Sin duda se aburriría durante aquel viaje, pero al menos le serviría para reencontrar la tierra de su infancia: agreste, desconocida, aislada del mundo. Lo ideal sería que todo se desarrollara tal y como había planeado: unos días en el campo y un buen montón de dinero en su siempre esquilmada cuenta bancaria. Por una vez, la fortuna le había sonreído.

Al llegar a La Sénia, lo primero que hizo Nourissier fue demostrar su sorpresa por el tamaño minúsculo del pueblo.

—Ya le dije que era un lugar pequeño —comentó Infante—. Pero es muy estratégico. Aquí montaremos nuestro cuartel general, desde donde nos desplazaremos a donde sea necesario. No lejos de aquí trabajó muchos años La Pastora.

—Sí, en La Pobla de Benifassà. Y nació en Vallibona.

—Veo que se ha aprendido mi artículo de memoria.

—En su artículo está el germen de todo esto.

Infante sonrió, satisfecho. Nunca hubiera pensado que aquel artículo llegaría a convertirse en una pequeña mina para él. Se dirigieron a la fonda del pueblo. El dueño los observó con curiosidad. Pidieron dos habitaciones, las más grandes con las que contaran.

—Es imprescindible que tengan una mesa y una silla. El señor es un profesor que hace estudios sobre la zona y necesitará encerrarse a trabajar. Yo también necesito un lugar para escribir.

El dueño se encogió de hombros, asintió. Parecía querer dar a entender que no estaba interesado por cuáles fueran sus ocupaciones. Sus ojos, velados por la indiferencia, no parecían demostrar lo contrario.

—Con escritorio sólo tengo una, pero en la otra podemos colocar una mesa camilla.

—Está muy bien. ¿Dan ustedes de comer?

—Sólo la cena. Mi mujer y yo trabajamos en el campo y no estamos a mediodía. Pueden ir al bar, hacen comidas.

Las habitaciones estaban situadas en el primer piso de una casona grande, cuadrada como un almacén. Ambas eran parecidas: amplias y casi vacías. Un mobiliario escueto de madera oscura, una colcha floreada sobre la cama y poco más. Al menos por las ventanas entraba buena luz. Nourissier se quedó con la que tenía el escritorio; en la otra punta del pasillo se instaló Infante. Éste pensó que el francés se sentiría molesto por la humildad del alojamiento, pero se equivocó. Cuando una hora más tarde se encontraron en la calle, todo fueron comentarios positivos acerca de la habitación: ascética, simple como la celda de un monje y, por lo tanto, ideal para trabajar.

Dieron un primer paseo por el pueblo, que se veía solitario. Los niños debían de estar en la escuela, los adultos en el campo. Únicamente algunos hombres viejos se sentaban en sillas de enea a la puerta de sus casas.

—Es importante que nos vean —dijo Infante—. Al principio sentirán curiosidad, pero cuando comprueben que no nos ocultamos ni hacemos nada especial, perderán el interés por nosotros. Luego pueden extenderse rumores, aunque eso nos da igual. Se enterarán de que estamos interesados en La Pastora, porque yo no tendré más remedio que preguntar…

—Usted dijo que corríamos riesgos frente a la Guardia Civil.

—En caso de problemas contaremos la verdad modificada: usted es médico generalista, no psiquiatra. Los médicos tienen en España un gran prestigio social, pero su especialidad no creo que sea muy bien comprendida. Si le preguntan responderá que se interesa por La Pastora desde el punto de vista profesional: su sexo dudoso, una mujer capaz de matar… Por supuesto, nunca confesará que su objetivo último es encontrarse con ella.

A mediodía entraron en el bar. Los miraron con desconfianza, pero nadie se atrevió a hablarles. Pidieron algo de comer y les sirvieron un potaje con acelgas y judías blancas. A Nourissier le encantó. Mientras tomaban café, Infante se dirigió al patrón:

—¿Usted sabe hacia dónde cae el mas del Baixot?

—¿El del tío Tomás? —en su cara se había pintado una sonrisa irónica—. Salgan a la carretera principal, tiren para la derecha y a cuatro kilómetros verán un camino con los bordes plantados de cipreses. Lo siguen y al final está el mas. ¿Van a ir andando?

—Sí, creo que daremos un paseo.

—En ese caso lleven cuidado al llegar, que al tío Tomás no le gustan mucho las visitas.

Los viejos dispersos en las mesas, únicos clientes del local en aquellos momentos, ni siquiera parecían haber advertido su presencia, pero al oír las palabras del propietario se echaron a reír.

—Llevaremos cuidado, no se preocupe —dijo Infante sin saber de dónde venían los tiros.

—Sí, y díganle que en el bar del Galán lo esperamos para que venga a hacer gasto.

En la calle les dio la bienvenida un tímido sol que había empezado a mermar. Oyeron cómo en el interior del bar se elevaban las voces y sonaban las risas.

—Los habitantes de esta zona siempre hablan con retranca. Es gente con mala uva.

—En los pueblos de Francia pasa igual.

—Lo dudo, Lucien. No es necesario que sea tan cortés.

Nourissier se encogió de hombros. No tenía ganas de hablar. En su mente resonaban las palabras del cantinero y se preguntaba por qué debían llevar cuidado con el tal tío Tomás. Pero su curiosidad presentaba otros frentes: ¿por qué razón iban a verlo?, ¿qué buscaba Infante en el mas del Baixot? En cualquier caso, no pensaba interrogar a su compañero para no mostrar desconfianza. Se dedicó a contemplar el paisaje mientras caminaban. Aquél era un campo seco, de tierra dura y apelmazada. La vegetación consistía casi exclusivamente en viejos olivos y algarrobos de troncos retorcidos. El suelo estaba cuajado de tomillos y romeros silvestres, que perfumaban el aire con suavidad. Le pareció un lugar de belleza nada convencional: deshabitado, poco misericordioso con el ojo humano, pero lleno de una digna majestuosidad.

Encontraron sin dificultad el camino bordeado de cipreses. Al fondo se veía una casa con tejado rojizo. Cuando aún les faltaban unos metros para alcanzarla les sobresaltó oír un compacto coro de ladridos y al llegar a la explanada que había al frente, los vieron. Eran al menos quince perros sueltos, de todos los aspectos y tamaños, que rugían, amenazaban, saltaban y se desesperaban por dar la alarma ante una presencia extraña. Infante se asustó:

—¿Ha visto esa jauría? ¡Y están sueltos!

—No se preocupe, cumplen con su obligación, cuando nos acerquemos se apartarán.

—¿Entiende de perros?

—Me gustan.

—Pues espero que a ellos les guste usted.

El psiquiatra avanzó en primer lugar, mientras a compañero se rezagaba con prudencia. De la puerta principal salió un hombre alto y corpulento. Era viejo, de pelo cano y pinta imponente, llevaba un traje de pana marrón. Infante elevó el brazo, en un saludo falsamente relajado y cordial.

—¡Buenas tardes!, ¿cómo está?

Hizo votos para que su acento barcelonés no sonara demasiado forastero en aquellas tierras del sur. Cuando sólo faltaban unos pasos para encontrarse de cara, el anciano levantó una escopeta de caza y les apuntó.

—¡Quietos!, ¿qué quieren? —gritó con una voz llena de energía.

—Venimos de parte de su sobrino Miguel Sabater, de Tortosa. Somos amigos suyos y sólo queremos charlar un momento con usted.

No hizo el menor movimiento, la carabina siempre en posición de disparar. Nourissier le susurró con ironía:

—¿Está seguro de no haberse equivocado de persona?

—No diga ni una palabra.

Un instante después el hombre bajó el arma, los miró con fiereza. Ellos se quedaron donde estaban. Los perros se habían arremolinado en torno a sus piernas, olisqueándolos. Infante sonreía sin mucha convicción.

—¿Es usted el tío Tomás?

—¿Qué quieren? —repitió, esta vez con menos hostilidad.

—Me llamo Carlos Infante y éste es el doctor Nourissier, un médico francés. Anoche cenamos con su sobrino y nos dijo que a usted no le importaría hablar un rato con nosotros.

Dio una voz de mando a los perros, que se retiraron tranquilamente. Luego se volvió hacia ellos y les hizo un gesto de aproximación con la cabeza. Entraron en una sala grande, fresca y poco iluminada. A un lado estaba la cocina. En el centro, una mesa con sillas alrededor. De la pared pendía un botijo atado con una cuerda.

—Si vienen de parte de Miguel son bien recibidos. Siéntense.

Sacó una botella de vino dulce, tres vasitos. Puso unas pastas en un plato y se sentó él también. Tenía el rostro muy quemado por el sol, los ojos azules y vivos.

—No hemos venido a molestarle, enseguida nos iremos —dijo Infante.

—Soy viudo y vivo solo. Han sido muy malos tiempos, por eso recibo a la gente con la escopeta, pero ahora ya están aquí y no hay prisa ninguna. ¿Qué cuenta mi sobrino?

—Está bien. Nos pidió que le diéramos recuerdos, y nos dijo que vendrá a verle un día de éstos.

—¡Bah, no vendrá! Hace años que no pasa por aquí. Los jóvenes no quieren volver a los pueblos, prefieren la ciudad. ¿De qué quieren hablar conmigo?

—El doctor es un médico muy famoso, y se interesa por la gente de estas tierras, por su salud, sus condiciones de vida…

—Aquí no hacemos más que trabajar todo el día, de sol a sol. No es vida de hombres sino de animales. Yo tengo setenta años y no he parado jamás.

—Fueron duros los años de la guerra, ¿verdad?

No respondió. Infante medía sus palabras como si se hallara al frente de una importante delegación diplomática.

—Al doctor le han contado que, para los masoveros, los años del maquis fueron más duros aún que la propia guerra.

Al oír la palabra «maquis», saltó como si le hubieran echado sal en una herida.

—¡Todos eran unos hijos de la gran puta! Y los guardias civiles, igual. Ya ven que yo no tengo miedo de hablar. Lo que les digo a ustedes lo he dicho en la plaza del pueblo a todo el que quería escucharme. Todos unos hijos de puta. A los masoveros nos tenían martirizados. Venían los del maquis y te pedían comida, toda la que guardaras. Si no se la dabas te molían a palos, te llamaban traidor. Cuando se iban te mandaban tener la boca cerrada. Luego llegaban los civiles y te molían a palos porque no habías denunciado a los maquis, y si algo te había quedado, se lo llevaban también.

—¿A usted le robaron los del maquis?

—Más de una vez. Se me llevaron los huevos de mis gallinas, tocino que me quedaba de la matanza, panes que acababa de amasar mi pobre mujer. Luego te pagaban a ojo y se largaban.

—Entonces no robaban —intervino Nourissier.

—¡Yo no quería vender nada! Era comida que tenía en el almacén para pasar la temporada. Además, no son maneras de entrar en una casa a punta de pistola y amenazando.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Infante, conciliador.

—Los de la Guardia Civil no eran mejores, aún ahora me dicen barbaridades porque no me callo: que si me van a matar a los perros, a incendiarme la casa, que me pegarán un tiro y me tirarán a un estercolero…

—¡Qué barbaridad!

—Pero no me harán nada porque soy viejo.

—¿Conoció a algún maquis personalmente?

—Unos cuantos del pueblo sí se echaron al monte, pero pocos. Los maquis hicieron muchas burradas por aquí. A mi amigo l’Arbolero de Morella le mataron a la mujer. Un día se presentaron los maquis en su casa y encañonaron a toda la familia. Mi amigo l’Arbolero pudo escaparse y se fue a avisar a la Guardia Civil; llegaron enseguida y hubo tiros. Murió un maquis. Lo tenía encañonado un guardia, itero se le encasquilló el fusil. Le dio igual, como estaba desarmado lo mató arreándole con la culata. Le rompió la cabeza a golpes.

Infante temió por un momento que el francés estuviera impacientándose por las erráticas explicaciones del tío Tomás, pero al mirarlo de reojo lo advirtió absorto, embargado por una mezcla de horror y fascinación que su cara traslucía sin disimulo.

—Allí quedó el maquis con los sesos reventados. Pues bien, al cabo de unos meses vuelven otra vez los maquis a la misma masía. Estaba la mujer sola. Van y le preguntan por su marido l’Arbolero. Ella contesta que está trabajando en el campo. El que era el efe dice: «Bueno, pues tú pagarás por él», y le pegó dos tiro a boca jarro. Después dejaron un papel donde estaba escrito que la habían «ajusticiado por traidora a la causa de la República». ¡La pobre Filomena, qué sabía ella de repúblicas ni de traiciones! Matar a sangre fría a una mujer inocente no es de ley. En todos los pueblos del término se comentó ese asesinato, y si los tíos del maquis habían tenido buena fama hasta el momento porque pagaban lo que se llevaban, ahí se les acabó.

—También los de Franco han hecho cosas feas, ¿verdad? Aunque lógicamente de eso a usted le da más reparo hablar.

Los ojos del tío Tomás brillaron con furia contenida. Elevó un poco la voz:

—Ya les he dicho que no tengo miedo. No haga que vuelva a repetírselo otra vez.

De pronto se levantó y salió de la estancia. Nourissier, inquieto, cuchicheó al oído de Infante:

—No lo soliviante, no me parece aconsejable. Además, ¿cree que va a decirnos algo que nos interese? Se dispersa mucho al hablar.

—Tenga paciencia y déjeme a mí.

Regresó con otra botella en la mano, sonriendo maliciosamente. La puso de un golpe seco sobre la mesa.

—Esto es aguardiente, el mejor del mundo. El vino dulce se hace para mujeres y maricones. Vamos a probarlo.

Rellenó los tres vasos y elevó el suyo en un amago de brindis amistoso. Lo paladeó haciendo sonar la lengua. Antes de que se hubiera podido apagar el fuego que sintieron en las entrañas, les espetó:

—Y ahora ya me pueden decir a qué han venido. Soy viejo pero no tonto. ¿Qué quieren saber?

Infante carraspeó, cogido por sorpresa. Intentó sin mucha fortuna recobrar el tono neutro que había empleado hasta el momento y, armándose de valor, preguntó:

—Al maquis que llamaban La Pastora, ¿llegó a conocerlo?

El hombre hundió la mirada en el suelo. Dio un suspiro profundo. Rellenó los vasos y los observó con sus ojos azules ligeramente fruncidos:

—Ya no hablamos entonces de otros tiempos, que ésa está viva aún.

—¿Cree que lo está?

—Por muerta no la han dado.

—¿Usted sabe dónde se esconde?

Lanzó una carcajada cínica que los dejó en suspenso.

—¿Ustedes qué son, espías de Franco o algo así?

—Le juro que no, tío Tomás. El doctor estudia la mente de las personas y se interesa por esa mujer, justamente le gustaría saber si es mujer u hombre en realidad, que no parece muy claro; pero no tenemos nada que ver con la política. Enséñele su carnet de médico, Lucien.

Nourissier obedeció, sacó su billetero y puso el documento en la mano curtida del campesino. Éste estuvo mirando un buen rato el papel. Por fin dijo:

—Casi se me ha olvidado leer, después de tantos años; pero da igual, de todas maneras no tengo ni idea de dónde puede estar La Pastora. Lo que sé de ella es lo mismo que sabe todo el mundo. Que se llamaba Teresa Pla Meseguer pero que la gente le llamaba Teresot porque desde pequeña tenía la fuerza y las hechuras de un hombre. Que ahora debe de andar por los cuarenta años, que llevaba faldas y vestidos como una mujer y que así estaba inscrita en el registro civil de Vallibona, donde nació. Poco más. Ahora por la radio la llaman «el Terror del monte Caro», pero aquí todos la llamábamos Teresot.

—¿La conoció?

—Alguna vez la vi, pero no me fijé demasiado. Era una joven que cuidaba las ovejas y ya está. Luego he oído cosas. Dicen que era muy trabajadora, que se llevaba bien con los críos de los mases donde iba a cuidar el rebaño, que reconocía a sus propias ovejas entre mil, que tenía la fuerza de un toro, cosas. Pero no sé si al doctor le interesará nada de eso. Nadie podrá decirle si era hombre o mujer. La gente dice que cuando estaba en el maquis iba vestida de hombre, pero a lo mejor se quitó los vestidos para que la dejaran entrar en la organización.

—¿Sabe cómo desapareció?

—Lo sabe todo el mundo. Ella y otro maquis al que llamaban Francisco asaltaron la casa de los Nomen en el Reguers. Allí resultó muerto Francisco y a ella se le perdió el rastro. Nadie la ha visto más.

Quedó en silencio. Sirvió aguardiente por tercera vez. Nourissier hizo un gesto leve de negación, pero su anfitrión no le hizo caso.

—Beba, doctor, que de algo hemos de morir.

Apuraron el vaso y cuando creían que el tío Tomás iba a invitarlos a marcharse, añadió con aire de misterio:

—Francisco había nacido en Castellot, un pueblo que ya queda a trasmano de aquí. Su padre y su abuelo eran sospechosos de tener ideas rojas, así que la Guardia Civil iba de vez en cuando a su masía y les pegaban palizas, palizas de dejarlos medio muertos. Hasta que no pudieron aguantar más y se echaron al monte. Luego el hijo también se fue con el maquis. Se quedaron las mujeres solas, pero a ellas también es daban leña. Los somatenes les quemaron la casa. Añora creo que sobreviven como pueden, o sea, mal. Yo de ustedes…

Dejó la frase en el aire. Infante y Nourissier se miraron en una ráfaga.

—Si usted fuera nosotros, ¿qué haría? —instó el periodista al viejo.

—Sólo esas mujeres pueden saber dónde está escondida La Pastora, sólo ellas. Como iba de compinche con Francisco ellas debieron de verla alguna vez, pero con todos los palos que les han dado dudo mucho que quieran contárselo ustedes.

—¿Sabe cómo podemos llegar hasta ellas?

—No. Y ahora es mejor que se vayan porque codo lo que digamos va a ser repetición. Yo ya he hablado todo lo que tenía que hablar.

Se puso en pie. Siguieron sus pasos hasta la salida. La luz exterior reveló las profundas arrugas de su cara. Cuando estaba dándoles la mano como despedida, miró a Nourissier centrándose en sus ojos:

—Quiero decirle algo antes de que se marchen. Yo soy un viejo ignorante y usted es un médico famoso, pero le voy a dar un consejo y usted puede hacer con él lo que quiera: vuélvase a su tierra, doctor. Estos pueblos aún huelen a sangre y están llenos de mala baba. ¿Qué más le da saber si La Pastora era hombre o mujer?, ¿qué va a adelantar imaginándose lo que guardaba en su cabeza?

—Comprender el sufrimiento de un solo ser humano ayuda a todos los demás.

El hombre elevó ambas manos en un gesto de inhibición. Sonrió con tristeza.

—Esa bandolera no sufría, sólo hacía que sufrieran los que la tuvieron delante, Pero usted verá lo que hace.

Giró sobre sus talones y desapareció en el interior de la umbría casa. Tras caminar unos metros, volvieron a oír el coro enfurecido de los perros, que montaban guardia de nuevo en torno a su amo.

Durante la cena ninguno de los dos parecía muy dispuesto a conversar. Tampoco era aconsejable tratar el tema que ambos tenían en mente puesto que la patrona hacía frecuentes incursiones hasta su mesa para atenderlos. A Infante se le adivinaba meditabundo, a Nourissier, apesadumbrado.

—No he conseguido poner una conferencia a París —dijo.

—La comunicación telefónica no es muy buena por aquí. Le recomiendo el correo postal, funciona mucho mejor.

—Ya escribo cartas, pero me gusta llamar de vez en cuando a mi mujer.

—Tiene usted una familia encantadora, ¿verdad, Lucien?

—No entiendo la pregunta.

—Sólo pensaba que es usted un hombre afortunado que vive en un ambiente de cariño y armonía.

—Supongo que así es.

—Deben de resultarle entonces especialmente duras las cosas que hemos oído hoy: cabezas destrozadas a culatazos, mujeres asesinadas a sangre fría…

—Como psiquiatra estoy familiarizado con el dolor de mis pacientes.

—No es lo mismo. La enfermedad puede ser terrible, pero aquí se trata de odio, de venganza, de maldad, de represión. Y todo ello entre hipotéticos germanos nacidos en el mismo país.

—Es tremendo, desde luego, pero le aseguro que estoy preparado para soportarlo.

—¿Ha disminuido su estimación romántica sobre los últimos guerrilleros republicanos?

—Escúcheme bien, Carlos. Yo nunca he confesado semejante estimación. De ahora en adelante le agradeceré que no ponga en mi boca frases que no he nicho.

—No se enfade. Después de cenar le invito a tomar una copa en el bar.

El bar se mantenía abierto hasta las diez de la noche. Al entrar tuvieron la impresión de que los mismos viejos que habían visto con anterioridad se sentaban en idénticos sitios. Un par de hombres jóvenes bebían coñac en la barra, charlaban a gritos. Se situaron en una mesa apartada, pidieron coñac también. Nourissier dio un respingo al probar el primer sorbo, Infante se echó a reír:

—No es precisamente un Napoleón, ¿eh, doctor?

—Fuerte como un demonio. Estoy asombrado de cuánto beben en su país, más de lo que pensé.

—Se bebe para olvidar, reza un dicho español; y ya ha empezado a darse cuenta de que tenemos muchas cosas que olvidar.

—¿Qué vamos a hacer, Carlos, ir directamente a Castellot para hablar con esa familia?

Infante resopló, se tragó el coñac de golpe, tamborileó con los dedos sobre la madera de la mesa.

—Habrá que hablar con esa gente, desde luego, pero me pregunto cuál es la manera de hacerlo: ¿presentarnos en Castellot por las buenas y preguntar dónde viven? Si hacemos indagaciones abiertamente, la Guardia Civil no tardará en buscarnos las cosquillas.

—¿Qué significa buscarnos las cosquillas? No conozco la expresión.

—¿Si le digo tocarnos los cojones lo entiende mejor?

—Creo que sí. Pero, de todos modos, ¿qué podrían hacernos?

—En el peor de los supuestos pueden devolvernos al punto de origen: yo a Barcelona y usted a París. Si no nos consideran peligrosos políticamente lo único que harán será darnos la lata: vigilarnos o incluso imponernos su tutela pretextando nuestra seguridad. Sería preferible mantenerlos alejados.

—Entonces no averiguaremos nunca dónde vive la familia de Francisco.

—Déjeme pensar. Esta noche invocaré a mi alijo de whisky en busca de inspiración. Algo se me ocurrirá.

—Volvamos a la pensión, estoy cansado.

Nourissier se incorporó, pero Infante, que estaba sentado de cara a la puerta, lo sujetó por el brazo y sonriendo de modo incongruente le susurró:

—No se marche ahora. Acérquese a la barra y pida dos coñacs más. No pregunte nada, hágalo.

Comprendiendo que no bromeaba, le obedeció. Al volverse vio que había entrado una pareja de guardias civiles. Se dirigían a la barra, como él. Dieron las buenas noches a todo el mundo, pidieron café. Nourissier recogió las dos copas y regresó a la mesa, donde Infante daba tontas risotadas de fingido placer:

—¡Ah, magnífico, un par de traguitos más, como está mandado antes de irse a la cama! —exclamó a voz en grito. Luego bajó el tono para decir—: No podíamos salir cuando ellos entraban, hubieran pensado que nos escabullíamos. Si se acercan aquí sonría como si estuviera un poco mareado por el alcohol. Déjeme hablar a mí.

En efecto, tras escasos minutos, el mayor de los guardias, que lucía los galones de sargento, se aproximó hasta donde estaban. Compuso ante ellos un casi simbólico saludo militar.

—Buenas noches, señores, ¿todo va bien?

—De maravilla, sargento. ¿Quiere acompañarnos con una copita?

—Imposible estando de servicio.

Infante se sintió casi divertido por la convencional réplica y la situación. Esperó a que el sargento determinara los términos de la charla.

—Son ustedes forasteros, ¿verdad?

—Sí, estamos alojados en la pensión.

—¿Han venido por turismo?

—Trabajo. Éste es el doctor Nourissier, de París, que hace un estudio de la zona para su universidad. Yo le ayudo.

—Eso está muy bien. Que disfruten de su estancia.

Se retiró con una amable inclinación de cabeza.

El periodista quedó favorablemente sorprendido de que ni siquiera hubiera preguntado cuántos días pensaban quedarse en el pueblo. Normalmente, el interrogatorio encubierto en forma de cortesía se extendía en más detalles, y casi siempre implicaba una petición del carné de identidad. Sin embargo, la reacción de Nourissier se situaba en las antípodas:

—¿Con qué derecho nos pregunta cosas privadas? ¡Somos dos ciudadanos que estamos en lugar público, no tiene el menor derecho a importunarnos!

—Olvídelo, Lucien —dijo el periodista con mal humor.

—Simplemente me fastidia, no estoy acostumbrado a que me traten así.

Lo hubiera estrangulado. ¡Maldito niño rico francés! Podía ponerse en el lugar de los sufrientes, pero no concebía ser rozado por la uña de la incomodidad. ¿Dónde creía que estaba, en la Costa Azul? Vieron salir a los guardias.

—Bébase ese brebaje, doctor, y vámonos, tengo que parir soluciones para nuestros problemas.

Salieron a la noche, que empezaba a presagiar el fresco del otoño. Antes de que hubieran podido caminar tres pasos, los guardias civiles con los que acababan de conversar se plantaron ante ellos. El sargento sonrió de través:

—¿Qué, ya se han acabado las copitas?

Infante no sabía por dónde salir ni qué tono adoptar. El médico tenía los ojos abiertos como platos.

—Pues sí, ya ven, ¿se les ofrece algo?

El guardia lo cogió por la solapa, lo atrajo hacia sí con fuerza:

—Se nos ofrece que éste es un sitio de paz y tranquilidad.

Nourissier acudió con un gesto instintivo en su ayuda, pero enseguida se sintió sujeto desde atrás por unos brazos fuertes: el otro guardia se ocupaba de él.

—Éste es un sitio donde la gente trabaja y no quiere que niños bonitos vengan a meter las narices.

Infante permanecía callado. Nourissier intentaba soltarse.

—No nos gusta que gente entrometida haga preguntas, ¿de acuerdo?, ni del maquis ni de nada, ¿vale? Porque para poner mentiras en los periódicos no hace falta ir a molestar a la gente decente. Se salvan porque mis superiores no me dejan tocarlos, que si no, unas cuantas hostias no se las quitaba nadie.

—Pero ¿cómo se atreve? —Nourissier estaba furioso. Infante le pidió que guardara silencio. El guardia siguió con su amenaza.

—Así que ustedes, a lo suyo, porque a la mínima se les cae el pelo.

Hizo un gesto con la cabeza al guardia joven para que soltara su presa. Luego ambos se alejaron hacendó ruido sobre el pavimento. Cuando hubieron desaparecido, Infante escupió en el suelo. Nourissier temblaba de indignación.

—Pero ¿cómo es posible?

—Cállese, Lucien. Son unos hijos de puta pero estoy contento.

—Contento, ¿puedo saber por qué?

—Ese imbécil lo ha dicho: no les dejan tocarnos. Ésa es una buena noticia que nos permite continuar. —O que de verdad me preocupa es otra cosa: ¿cómo cree que se han enterado de que hemos preguntado por el maquis?

—Su amigo Miguel se ha ido de la lengua.

—Imposible. Él nos ha enviado aquí. Ha sido el tío Tomás. En cuanto salimos de su casa fue a dar parte al cuartelillo de nuestra visita.

—Eso no es lógico. Ese hombre nos proporcionó información, nos dio consejos, ¡nos invitó a beber en su propia casa!

—La cultura de la delación está muy extendida aquí. Lo que quiero saber ahora es si también les contó a los civiles que andamos preguntando por La Pastora.

—Pero no lo entiendo. ¿Por qué, qué ha llevado a ese hombre a obrar así? ¿Por qué nos ayuda y luego nos denuncia? ¡No tiene sentido!

—¿Quiere preguntárselo personalmente?

—Lo haría con mucho gusto.

—Entonces mañana es tarde. Le haremos otra visita ahora mismo.

Nourissier se quedó boquiabierto.

—¿Cree que es prudente?

—No. Pero no pienso quedarme aquí sin tener la seguridad de cuánto saben los civiles sobre nuestro objetivo.

Se pusieron en camino en plena noche. Caminaban con la determinación de un ejército al ataque, en silencio. Sólo la voz del francés se oía de vez en cuando, interrogándose a sí mismo:

—Pero ¿por qué?, ¿por qué?

La masía del tío Tomás estaba iluminada en el exterior por una sola bombilla famélica. El lugar que habían visitado por la mañana aparecía en las sombras como una fantasmal casa deshabitada. Infante se acercó a un joven almendro y arrancó una rama con estrépito. Se la pasó a su compañero. Los perros empezaron a ladrar. Repitió la misma acción y se hizo con otra rama, guardándola para sí.

—Esto es para los perros. Amenácelos y mueva la rama a su alrededor, no se acercarán.

Como ya esperaban, al plantarse frente a la casa los animales ladraron con fiereza. Avanzaron igualmente. Los perros los hostigaban pero mantenían las distancias.

—¡Tío Tomás! —gritó Infante en un alarido estremecedor—. ¡Baje, que queremos hablar con usted!

Pasaron casi dos minutos sin ninguna reacción desde la casa, sólo el reiterado clamor de los perros. Por fin se encendió una luz en el primer piso. Poco después se abrió la puerta y el tío Tomás apareció despeinado y medio dormido, vistiendo camiseta interior y calzoncillos largos. Encorvado y aturdido carecía mucho mayor.

—¿Qué demonio quieren, se han vuelto locos?

—Haga callar a los perros —ordenó Infante.

Obedeció, y los perros le obedecieron a él. Los miró con desconfianza, se rascó la cabeza:

—¡No son horas para visitas! —gritó, envalentonado.

Nourissier dio un paso al frente para poder distinguirle la cara. Lo observó con intensidad:

—¿Por qué?, dígame, ¿por qué nos ha denunciado? Nos acogió, fue amable con nosotros, nos dio información, y luego le faltó tiempo para avisar a la Guardia Civil. No es lógico, ¿por qué lo hizo?

El viejo se encolerizó:

—¿Y para eso me despiertan en mitad de la noche? ¡Váyanse al infierno, que mañana tengo que madrugar!

Infante, sin pronunciar ni una palabra, lo tomó con violencia de un brazo, arrastrándolo al interior de la casa. Allí lo arrojó contra el suelo con una fuerza que nadie hubiera imaginado en él. Nourissier protestó levemente, Infante lo apartó a un lado.

—Ya está bien de tonterías, viejo de mierda. Te ha faltado tiempo para ir a cantarle a los civiles.

—Si no os largáis de aquí, mañana iré otra vez a decirles que vinisteis a robarme.

Infante le dio una patada en el costado. Nourissier sintió un estremecimiento, como si le hubieran pegado a él. El hombre dio un grito y se retorció.

—Quiero saber si también les contaste que queríamos noticias de La Pastora, que te hicimos preguntas sobre ella.

Tuvo que recuperar la respiración entre espasmos. Negaba enloquecidamente con la cabeza. Al fin balbuceó:

—No les dije nada, por Dios te lo juro, ni una palabra. Me daba mucho miedo decírselo. De La Pastora ni se habla, eso me lo sé muy bien.

Una nueva patada hizo que se retorciera de dolor. Nourissier no pudo callar:

—¡Déjalo, Carlos, es un anciano!

—¡Júralo!

—Te lo juro, te lo juro —se adivinaba que decía en medio de sus quejidos.

—Escúchame bien: si me entero de que vas al cuartel a abrir la boca, volveré y te mataré. Ya ves que la Guardia Civil no nos ha hecho nada. Tenemos carta blanca, ¿te enteras?, así que ¡chitón!

Lo dejaron en el suelo, ovillado sobre sí mismo, sudoroso, con el rostro blanco. Por los botones de su pantalón aparecía su viejo pene, arrugado como un gusano moribundo.

Regresaron a la pensión a paso ligero. Después de haber guardado un denso silencio acusador, Nourissier explotó:

—¿Es que ha perdido la cabeza? ¿Era necesario golpearlo de esa manera? ¡Es sólo un viejo, por Dios!

Infante se paró en el oscuro camino.

—Nunca antes había pegado a nadie, ¿comprende?, ¡nunca! Ni a un viejo ni a un joven, jamás. Pero es usted quien nos ha metido en esto y debe entender de una vez que no estamos dando un paseo por las Tullerías. Ahora ya me he enterado de lo que quería y mañana podremos continuar con lo nuestro. Ese hombre se quedará callado. Estamos en una tierra muy dura, Lucien, eso no lo he elegido yo. Si a la primera de cambio saben que estamos buscando a La Pastora su expedición acabará pronto, y supongo que no deseará regresar a su patria mañana.

El francés no respondió. Siguieron caminando. De pronto, Infante tuvo ganas de echarse a reír al oír cómo decía:

—Ni siquiera le ha dado opción a responderme sobre sus razones para habernos denunciado.

Definitivamente aquella especie de dandy metido a aventurero aún no había captado cuál era la dimensión del viaje.

Una vez en su habitación, Infante procuró serenarse. Le temblaban las manos y sentía un fuerte nudo en el estómago. Abrió la bolsa de viaje en la que había acopiado las botellas y sacó una de whisky. Se sirvió. Sentado sobre la cama, alcanzaba a ver por la ventana la sombra de un gran árbol. Le pareció extrañamente oscura, amenazadora. La violencia siempre le asombraba. Oyó de nuevo el ruido sordo que provocaron sus patadas en el cuerpo del tío Tomás. Repasó las emociones que había sentido en aquel momento, pero no encontró en ellas el más mínimo odio. Había actuado con frialdad, pensando sólo en el objetivo práctico de su agresión, en seguir su plan. Se incorporó y acabó la copa de un trago. No tenía nada de qué arrepentirse. Si había aceptado aquel trabajo era sólo por dinero y haría cualquier cosa que fuera necesaria para cobrar hasta la última peseta. ¿Acaso alguien se compadecía de él, alguna vez había recibido ayuda o comprensión? Estaba solo, no debía rendir cuentas ante nadie. ¡Al infierno con todo! Fue a por más whisky y se forzó a pensar en lo que ahora era su trabajo.

Era evidente que si acudían a Castellot sin preparar el terreno tenían pocas posibilidades de éxito. Aun averiguando dónde vivía la familia de Francisco, dudaba de que alguno de sus miembros se aviniera a reunirse con ellos, mucho menos para hablar sobre La Pastora. El miedo era una ponzoña paralizante. Necesitaban un cómplice, pero un cómplice fiable, que no fuera a traicionarlos en cuanto volvieran la espalda. Bebió varios sorbos seguidos, el alcohol le aportaba lucidez. Ese cómplice debía comprender la naturaleza de los estudios que Nourissier pretendía llevar a cabo, debía valorarlos en su utilidad profesional al tiempo que contaba con la confianza de aquella desgraciada familia de mujeres. Sí, creyó haber encontrado la idea que andaba buscando, y supo qué llamadas telefónicas haría al día siguiente. Ahora era imprescindible dormir, dejarse llevar por el cansancio que sentía, olvidarse de los pasos caminados y dejar en el aire los que seguirían después.

Nourissier se sentía mareado, asqueado. Nunca había asistido a una escena tan atroz como la que su compañero había protagonizado momentos antes. Y, sin embargo, le había dejado hacer, sólo tibiamente había intentado detener su paliza al viejo. Sabía que Infante llevaba razón al decir que la expedición podría haber terminado allí si aquel hombre hubiera mencionado a los guardias su interés por la bandolera, pero ¿eran necesarios los golpes? Se sentía como si hubiera abandonado el mundo normal, la cotidianeidad de una vida juiciosa, como si hubiera despertado en un paraje de sueño en el que no regían los mismos valores, las mismas reglas de civilización. Bien estaba como estaba. Él, que tantas veces enseñaba a sus pacientes a luchar contra la culpa, debía ahora aplicarse la teoría a sí mismo. Lamentó haberse negado a dejar a su alcance una de las botellas que su compañero había comprado, un trago le hubiera venido bien. Observó su cuarto. Se le antojó la celda de un monje. Alguna vez a lo largo de su vida había pensado en retirarse a un sitio así: parco en decoración, exento de comodidades, alejado del mundo. Se sintió más tranquilo. Fue a lavarse la cara con agua fría en la pileta que había en un rincón. Sacó el papel de carta que había traído consigo. Escribió:

«Querida Evelyne: tal y como siempre te digo en nuestras breves conversaciones telefónicas, estoy muy bien y no debes preocuparte por nada. Eso es lo principal. Por otra parte, quiero transmitirte mis impresiones sobre la estancia en este lugar. Creo que se trata de una experiencia única que nunca más se repetirá por muchos y muy desusados que sean a partir de ahora mis viajes. Ésta es una tierra extraña, salvaje, despoblada y bella. No pienses en la belleza de un paisaje convencional. Aquí abundan las rocas, la sequedad, la vegetación de monte bajo, los olivos centenarios y los algarrobos, que son muy bonitos y recuerdan a un árbol oriental. La gente también es extraña: desconfiada y hosca al principio, pero amable y hospitalaria después. Hay que considerar lo mucho que han sufrido durante la guerra, que ha sido incluso más terrible de lo que desde fuera podemos apreciar. Te parecerá mentira pero, después del tiempo transcurrido, es como si esa guerra no hubiera acabado aún, como si persistiera de un modo larvado y violento. Hay en el ambiente inquietud, odio, suspicacias, aunque lo que prevalece sobre todas las cosas es el miedo: a hablar, a relacionarse, incluso a pensar.

»Veo el objetivo de mi viaje lejano aún. Sin embargo, al entrar en contacto con el lugar, he ido ya comprendiendo cosas sobre la psicología de esa mujer. Tengo la sensación de que todos estos esfuerzos no serán baldíos. Te agradezco y te agradeceré que seas tan comprensiva con mi trabajo, aunque éste nos prive a los dos de la maravillosa convivencia en nuestro hogar. Sé que mi idea, que a los demás puede parecerles locura, es a tus ojos un avance en mi carrera profesional. No muchas mujeres llegarían a aceptar el sacrificio de la ausencia de sus maridos como lo haces tú. Sin embargo, el tiempo pasa rápido y tres meses, quizá menos, pronto habrán transcurrido.

»Pienso en ti y en nuestras niñas; echo de menos su olor a colonia cuando por las noches llevan su pijama, listas para dormir. También echo de menos estar contigo y besar tus dulces ojos cerrados, mi amor».