Tortosa, 3 de octubre de 1956
El río Ebro corría con fuerza por su cauce arrastrando algunas ramas de árboles, generando a su paso remolinos terrosos. La visión de Tortosa desde el puente era espectacular: calles abigarradas, montañas muy cercanas circundando la ciudad, el palacio episcopal en la misma ribera, las torres de la catedral, el castillo morisco en una loma… Nourissier no pudo por menos que sorprenderse ante tanta belleza. Infante sonrió:
—Sí, muy bonito. Pero esto es como París comparado con los pueblos a los que vamos. En cuanto nos adentremos en el macizo montañoso de Els Ports se acaba la civilización y entramos en el salvaje mundo rural.
El psiquiatra, incómodo por el papel de inexperto turista en el que su compañero parecía encasillarlo, protestó con suavidad:
—Nunca me ha asustado el mundo rural.
—Le advierto que éste no es el armonioso campo francés con sus cuidadas granjas y su amable vegetación. Esto es seco, escarpado, pobre, pedregoso.
—No se preocupe, de pequeño me apuntaron a los niños exploradores —dijo Nourissier, uniéndose a las ironías del español.
Cruzaron el puente en su furgoneta de alquiler. Infante guardó silencio para no perturbar las miradas admirativas al paisaje que lanzaba el francés. Su plan era pasar un par de días en la ciudad, hablar con su contacto y aprovisionarse de bebidas alcohólicas que en los pueblos pequeños serían difíciles de encontrar.
—¿Qué suele beber usted, Lucien?
—Bebo poco.
—Tengo la intención de comprar varias botellas de buen alcohol: whisky, coñac… Las noches que nos esperan serán largas. Estamos en otoño, el sol cae temprano. No habrá cines, ni teatros; tampoco periódicos o revistas. Para oír la radio las condiciones atmosféricas no siempre serán buenas. Sé que mi conversación es apasionante, pero quizá no nos venga mal animar las veladas de modo artificial, ¿no le parece?
—He traído libros, papeles para trabajar.
—Yo también he traído todos los libros que la bibliotecaria ha querido prestarme sabiendo que no voy a devolverlos en tres meses, pero insisto en que una copa de vez en cuando nos vendrá bien.
—Tomaré un poco de vino de la zona, eso me bastará.
—¡Que Dios le ampare! El vino de esta tierra tiene más grados que el alcohol de quemar y prácticamente sabe igual.
—No importa, lo probaré.
Infante hizo un gesto con ambas manos: «Allá usted». Las expectativas de confraternización con su compañero se le antojaron más que menguadas. Tanto mejor, la convivencia excesivamente estrecha crea problemas. En cualquier caso, él no pensaba renunciar a un pequeño alijo de contrabandista pagado, naturalmente, por la bolsa de la expedición.
Se alojaron en el Siboni, un hotel art déco que daba la impresión de lujo y esplendores un tanto pasados. Al bajar sus equipajes de la «rubia», Infante se dio cuenta de hasta qué punto la impedimenta del francés era más voluminosa y elegante que la suya: una pesada maleta de cuero y un gran bolsón de viaje a juego, frente a su mochila de lona, acartonada y descolorida por el uso. Era obvio que un francés rico necesitaba muchas más cosas para vivir que un español pobre.
Comieron en el restaurante del hotel. El periodista pidió todo cuanto pudo tragar, no pensaba desaprovechar las ocasiones de gozar de una buena mesa. Por el contrario, Nourissier estuvo parco, casi ascético: una simple ensalada y un bistec.
—Esta tarde puede hacer un poco de turismo por la ciudad mientras yo preparo una cita con mi contacto.
—¿Qué esperamos de su contacto?
—En el año 54 todas las fuerzas del maquis se habían retirado a Francia. La actividad de la guerrilla se daba por terminada. Sólo quedaban dos maquis, mejor dicho, dos desertores del maquis operando por su cuenta en la zona: La Pastora y su compinche Francisco. Estaban solos, aislados, desesperados. Vivían de lo que robaban a los masoveros: pequeños asaltos en los que se llevaban comida o un poco de dinero. Sin embargo, el dos de agosto deciden asaltar la masía de los Nomen, ricos industriales.
—Leí la descripción de ese asalto en su artículo.
—Leyó la versión oficial; yo quiero que nos enteremos de lo que en realidad sucedió aquella noche. Francisco no salió vivo de allí. A La Pastora no han vuelto a verla desde entonces. Teóricamente sigue escondida en el monte. Suba conmigo a mi habitación, le daré los recortes de periódico que reseñan esos hechos.
Nourissier empezó a inquietarse. Infante era periodista y, como tal, podía decantarse por los aspectos de crónica que los acontecimientos ofrecían. Sin embargo, a él poco le importaba la historia, lo único sobre lo que quería saber era acerca de la personalidad de La Pastora. Pero nada podía hacer, debía dejarse conducir e ir sacando sus propias conclusiones al hilo de las informaciones que obtuvieran.
Al subir a la habitación de Infante y ver las numerosas carpetas que éste había traído consigo se tranquilizó un tanto. Al menos era evidente que había preparado su trabajo a conciencia.
—Tenga, éstos son recortes del diario de Tarragona de los que yo saqué la información. Écheles una ojeada. Luego vaya a dar una vuelta por Tortosa, diviértase mientras yo ando en busca de la pérfida Pastora. Esta ciudad tiene un punto romántico que le encantará.
Nourissier se tensó visiblemente:
—Cuidado, Carlos, no juegue conmigo. Puedo parecerle un imbécil pero no lo soy y no he venido aquí en busca de romanticismos.
—¡En ningún caso! No pretendo ofenderlo ni tomarlo a chacota. Se trata sólo de mi sentido del humor, un tanto especial. Le pido disculpas.
—Está bien, no tiene mayor importancia.
—Nos veremos a las siete de la tarde en la recepción del hotel. Le presentaré a mi contacto y veremos qué nos cuenta. Se trata de un periodista local, amigo mío desde hace años, absolutamente fiable. Intentaremos partir de la desaparición de La Pastora e ir hacia atrás, rastreando sus pasos. ¿Le parece correcta la estrategia?
Asintió y se retiró a su habitación de mal humor. Su experiencia en el conocimiento de la psicología humana lo había llevado a pensar que podía comprender a cualquiera y también convivir civilizadamente con cualquiera sin la menor preocupación. Obviamente estaba equivocado, había ido a dar con un tipo esquinado y correoso de cuya personalidad se le escapaban las claves. ¿Qué era Carlos Infante: un cínico, un amargado, un vividor, un extraño superviviente de aquel aire, viciado de posguerra, que se respiraba en el país? De todo ello tenía un poco, pero había algo más en él, algo inasible y perturbador. Era como si no experimentara el más mínimo aprecio por sí mismo ni por los demás; y resultaba difícil relacionarse con alguien que no poseía vínculos afectivos. Tratar con Infante equivalía a enfrentarse a la indiferencia de una piedra, a la inconcreción de un soplo de aire.
Descabezó un breve sueño y luego paseó por la ciudad. Si a su llegada le había parecido artística y luminosa, recorriendo sus calles al atardecer la encontró misteriosa, oscura, de una tristeza gris. Percibió que, desde que habían salido de Barcelona, los contornos de la realidad iban desdibujándose poco a poco y se sentía conducido a través de una niebla inquietante e incómoda. Su condición de científico y hombre racionalista, al igual que la vida tranquila y ordenada que llevaba en París, no eran los antecedentes ideales para que asimilara cambios bruscos con facilidad. No se trataba sin embargo de miedo. La clandestinidad en la que iba a desarrollarse aquella búsqueda no le causaba el menor desasosiego. Finalmente era un ciudadano francés y no creía que el Gobierno español fuera a cargar contra él en caso de presentarse dificultades. Llegado al extremo de ser acusado de espía o elemento subversivo, la diplomacia de su país acudiría en su ayuda. El máximo riesgo que corría radicaba en ser expulsado de España. Pero lo que en realidad le desazonaba era la obligación de desplazarse con cautela por escenarios ajenos a su mundo, dependiendo siempre de otra persona. No estaba acostumbrado a algo así.
Entró en la catedral. Quedó impresionado por el silencio, el frío, la oscuridad del aire, el olor del incienso. Las iglesias góticas francesas estaban prácticamente vacías de adornos y riquezas. Sin embargo, allí reinaba un gran abigarramiento: imágenes de santos, cuadros representando sangrientos martirios, retablos, sillerías labradas, vírgenes, cirios encendidos, cepillos para limosnas, tapices semivelados por la mala iluminación. Algunas ancianas, el pelo cubierto con mantilla negra, rezaban o dormitaban en bancos de madera. Un sacristán barría el suelo tosiendo de vez en cuando. Se sintió sobrecogido por la solemne lobreguez, y un imperioso deseo de marcharse se apoderó de él. Creyó que las calles le trasmitirían un poco de vida y bullicio, pero no fue así: estaban casi deshabitadas, con poca luz. Casi no había comercios ni bares. Era como si el influjo siniestro de la catedral se extendiera por los alrededores. Los pocos transeúntes con los que se cruzó guardaban un silencio estremecedor. Sólo se oían las pisadas en la acera. La noche había desterrado la impresión de serena belleza que la ciudad le produjo al llegar. Aquella visita le había inoculado una extraña tristeza. Sonrió, quizá el periodista no estaba tan equivocado con respecto a la necesidad de beber alcohol, porque en aquel momento se hubiera tomado una copa.
Cuando vio a Infante entrando en el hotel se alegró de poder hablar con alguien e incluso bromear, pero el español no quería perder ni un minuto.
—¿Está listo, Nourissier? Mi amigo nos espera en un cuarto de hora.
Le dio un vuelco el corazón, ahora empezaba realmente la expedición que tanto había esperado. Abandonaron la recepción caminando deprisa. Se adentraron por callejas tenebrosas hasta llegar a un bar situado bajo un arco románico medio derruido. Se trataba de una especie de taberna llena de inmensas barricas de vino. Una radio emitía música. Sentado a una mesa de madera había un hombre esperándolos. Los trámites de presentación fueron muy breves.
—Miguel piensa que sabe algo más sobre lo que sucedió la noche del asalto a la masía de los Nomen.
—¿Lo sabe de fuentes fiables?
El hombre, que era delgado y serio como la muerte, hablaba en voz baja y paseaba la mirada huidiza por el rostro del psiquiatra sin fijarla en ninguna parte.
—Por Tortosa y los pueblos de alrededor circulan muchos rumores sobre esa noche. La gente cuenta cosas sobre tiroteos, luchas cuerpo a cuerpo, navajazos…; nada de eso se puede creer. Lo que pasó dentro de la casa no lo sabe nadie, nadie. Pero la información que yo tengo me ha llegado por alguien a quien le doy todo el crédito.
—Adelante.
—La mañana siguiente al asalto, la Guardia Civil encontró manchas de sangre en la cerca que rodea la finca de los Nomen. Más adelante, en una acequia que hay hacia el norte, volvieron a encontrar sangre, y también el vómito de un hombre. Uno de los guardias se fijó en que alguien había cortado las ramas de un árbol. En una loma encontraron por fin a un hombre muerto. Era el maquis Francisco, que estaba en busca y captura desde hacía mucho tiempo. Tenía varias heridas de bala, y las llevaba todas vendadas con mucho cuidado. También le habían atado muy fuerte los pantalones a los tobillos con un trozo de venda para que no le manara la sangre y dejara un rastro. Al lado del cadáver estaba la rama cortada del árbol, que habían usado como muleta. La Guardia Civil llegó a la conclusión de que La Pastora, que iba con él, intentó llevárselo consigo hasta el último momento. Lo curó como pudo y, cuando Francisco cayó muerto, abandonó el cuerpo en un claro y le dejó su arma colocada sobre el pecho.
Se hizo un silencio absoluto. Apuraron sus vasitos de vino. Nourissier estaba absorto, ausente, como transportado a otra dimensión. La pausa se prolongó hasta parecer ilógica. Miguel se impacientó:
—Puede estar seguro de que todo eso es cierto.
El francés despertó de pronto, miró a su interlocutor con aire desconcertado:
—Le creo. —Hizo ademán de llevarse la mano a la cartera y dijo casi en un susurro—: Permítame que compense un poco el tiempo que le he hecho perder.
Miguel miró a Infante con ojos centelleantes de cólera.
—¿Pero qué hace este tipo? —le preguntó en catalán.
Infante se lanzó rápidamente sobre el brazo de Nourissier y lo paralizó:
—Eso no es necesario.
—No pretendía ofenderle.
—Hago esto porque quiero, porque Carlos es mi amigo.
—Lo sé, y le pido perdón.
Una hora más tarde, mientras cenaban en el hotel los dos solos, Carlos Infante le espetó sin aviso previo:
—No vuelva a intentar pagarle a nadie, doctor, a nadie. Puede que los españoles formemos parte de un país atrasado y pobre, pero somos muy orgullosos, ¿comprende?, mucho.
—Lo lamento. Pensé que era un modo de agradecer su interés.
—Piense lo que piense no tome ninguna iniciativa de ese tipo sin consultarme.
—¿Sabe de dónde ha sacado su amigo la información?
—Sí, lo sé, pero no voy a decírselo. Ya le advertí que estamos tocando un tema peligroso y que cuanto menos sepa, mejor será para usted. No puedo estar revelándole las fuentes de mis informadores. Tiene que fiarse de mí de una maldita vez, y si no cuento con su confianza absoluta será mejor que lo dejemos aquí. Puedo devolverle el dinero que me ha dado hasta el momento.
Nourissier bajó la vista, apretó las mandíbulas tragándose sus deseos de contestar. Emitió un breve mugido en señal de aceptación. Siguieron comiendo. En cuanto el francés hubo terminado el único plato pedido, se levantó de la mesa pretextando que estaba cansado.
—¿A qué hora salimos mañana? —preguntó.
—A las nueve, no es preciso madrugar.
—¿Puedo saber adónde iremos o considera que eso es darme demasiada información?
Infante lo miró irónicamente, le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Vamos a La Sénia, un pueblo bastante pequeño. Nos quedaremos unos días allí. ¿Le parece suficiente?
—Buenas noches —concluyó el psiquiatra, y salió dando zancadas de hombre muy apresurado.
En cuanto llegó a la habitación sacó los cuadernos en blanco que había traído consigo. Se sentó frente al escritorio y anotó:
«Hoy primer contacto testimonial con la sujeto. La situación la muestra en un estado de clara desesperación. Vemos cómo ella y su compañero han llevado a cabo un arriesgadísimo atraco. De hecho tan arriesgado, que podemos apuntar la posibilidad de que se trate de un acto suicida, uno de esos actos que las personas llevan a cabo cuando su vida se mueve en una indefinición muy poco satisfactoria. Debemos pensar que los dos compañeros se han separado del grupo guerrillero que daba sentido a sus actuaciones, a su vida. No sólo eso, sino que ese mismo grupo ya no existe. La sensación de aislamiento, soledad e inutilidad se vuelve máxima. Las fuerzas de seguridad intentan cazarlos como si fueran alimañas. El conflicto interior se desata al comprobar que todo aquello por lo que habían luchado ha desaparecido, con lo que, psíquicamente, su actuación hasta aquel momento queda deslegitimada ante los demás y ante ellos mismos. La decisión de “dar un golpe” de dificultad mayor a la habitual viene probablemente dictada por un deseo inconsciente de ser atrapados. El compañero de la sujeto, llamado Francisco como nombre de guerra, es muerto en el asalto en circunstancias que no hemos podido aclarar. La reacción de la sujeto es intentar el socorro de su compañero, arriesgando incluso su propia vida, puesto que sabe que son perseguidos. Lo venda, intenta curarlo y llevarlo consigo en su huida. Su acción se basa en los sentimientos de piedad y compañerismo. Esta primera información no concuerda, pues, con el retrato previo de la sujeto con que contamos y que la muestra como persona incapaz de actos altruistas y de emociones humanas. Cuando Francisco muere, la sujeto huye sola por fin, pero realiza un acto simbólico dejando junto al caído su arma. Es una señal de homenaje, de intento de devolver al compañero muerto la dignidad de guerrillero. Con esa acción vuelve a poner orden en el caos que los había convertido a ambos en simples piezas de caza».
Había escrito todo aquello de un tirón. Dejó la pluma y se quedó pensando, con la mirada perdida en la penumbra. Aquella mujer perdida en el monte tenía valor. Alguien con el corazón oprimido por el miedo no hace lo que ella hizo, no se detiene para procurar atenciones a alguien que está a punto de morir. Y ahora, sola por completo, escondida en aquel lugar alejado de la civilización, ¿qué pensará? ¿Cuál será el estímulo que la hace sobrevivir? ¿Qué hay en su cabeza: genuinas ideas políticas, odio a sus enemigos o se trata de una mente extraviada? Hubiera dado cualquier cosa por saber qué sucedió la noche del asalto a la casa de aquella familia, por mirar a través de un orificio qué estaba haciendo La Pastora en aquel mismo instante. Se reconvino a sí mismo, no podía permitirse sentir simple curiosidad como si fuera un lector de periódicos en busca de noticias chocantes. Debía tener siempre presente que su interés se fundamentaba en lo científico, no en dejarse atrapar por el aura de fascinación mítica que emanaba del personaje.
Cerró el cuaderno y se dispuso a dormir. Estaba muy cansado, sólo la excitación de los acontecimientos lo mantenía despierto a aquellas horas.