Pasaba más de media hora de las nueve y el español no había comparecido aún en Los Caracoles. El retraso de Infante le parecía inconcebible, aunque sabía que la puntualidad no se contaba entre las virtudes del país. Se moría de hambre. Acostumbrado a cenar a las ocho, su estómago rugiente le daba un ultimátum. Al llegar al restaurante se había sentido animado y lleno de vitalidad. La singularidad del local, de forma irregular y caprichosa, con vericuetos imposibles en los que igualmente se habían instalado mesas para los clientes, le pareció el colmo de la originalidad. De igual manera, que la cocina ocupara el centro del restaurante y sólo tuviera como separación leves mamparas de cristal, le permitió vislumbrar y oír el pandemonio de órdenes, gritos y trasiego que allí reinaba. Por un momento tuvo la impresión de que en España el tiempo no había transcurrido, y de que aquel lugar muy bien podía ser un figón de los que Lope de Vega incluía en sus comedias.

Requirió del camarero que le buscara un sitio discreto porque no quería enfrentarse de nuevo a los resquemores de Infante con respecto a la privacidad. Éstos le parecían en el fondo bastante infundados. Cierto que en España la represión de Franco tenía atenazados a los ciudadanos, pero dudaba de que en una gran urbe como Barcelona todos ellos estuvieran bajo vigilancia. A no ser que el periodista le hubiera mentido y sí pesaran sobre él antecedentes policiales de tipo político, lo cual complicaría sus planes.

Pidió unas aceitunas que le supieron deliciosas, pero descartó beber alcohol; quería que sus sentidos permanecieran en guardia. A decir verdad, la impresión que le había causado Infante no era óptima. Parecía un individuo no demasiado fiable, había algo en él áspero y descreído. Su sonrisa estaba teñida de cinismo y su mirada revelaba desconfianza. También había creído ver en sus gestos un tono defensivo que denotaba inseguridad. Claro que quizá estaba dejándose llevar por su deformación profesional al analizar prematuramente a un hombre del que nada sabía y con el que apenas había hablado durante media hora. En cualquier caso, era él mismo quien estaba haciendo gala de una cierta inseguridad al preguntarse íntimamente si no había cometido una estupidez dejándose llevar por el impulso de venir a España. Siempre había sido vehemente con respecto a su trabajo. Sus maestros lo habían prevenido en contra de esa fogosidad, pero sin resultados. Él seguía convencido de que el apasionamiento es un estímulo necesario para poner en marcha cualquier investigación. Más tarde llega el trabajo, las reflexiones, el tesón, la estabilidad que hace posible avanzar y finalmente alcanzar metas.

El plato de aceitunas estaba vacío y en su estómago se había desatado una verdadera tempestad. Por primera vez se dio cuenta de que estaba haciendo esfuerzos por enmascarar una realidad a cada instante más notoria: Infante no se presentaría. El simple planteamiento de su pretensión de encontrarse con La Pastora lo había puesto en fuga. Había calculado mal, el interés que aquel hombre tuviera en el personaje se había agotado al estampar su firma en el artículo. No todo el mundo desea profundizar en una investigación. Una terrible desolación se instaló en su pecho: ¡tantas conjeturas inútiles, tanto tiempo desperdiciado llegando hasta allí! Debía haberse dado cuenta antes de que el suyo era un plan imposible. Llamó al camarero y pidió vino, la carta para escoger su cena; no podía marcharse sin haber hecho ningún gasto. Cuando estaba bebiendo la primera copa lo vio llegar.

—Veo que se adapta usted perfectamente a las costumbres del lugar —dijo Infante sonriendo.

—Y usted, ¿es costumbre en España presentarse a las citas con tanto retraso?

—No, pero tenía que pensar, y le aseguro que he estado a punto de no venir.

—Pero está aquí.

—Sí, aquí estoy, y muerto de hambre además. ¿Me deja que elija yo la cena?

Pidió jamón, gambas, setas con salsa, embutidos y una gran ensalada. Mientras toda aquella comida salía a la mesa, se extendió en floridas explicaciones gastronómicas sobre la cocina típica española. Nourissier, haciendo un esfuerzo por no abalanzarse groseramente sobre los platos, lo miró con inquietud:

—No quisiera parecerle maleducado, pero no es el interés por la mesa lo que nos ha reunido esta noche.

—Tiene prisa por entrar directamente en materia, ¿verdad? ¡De acuerdo!, dispare ya.

—Quiero que me diga qué probabilidades hay de encontrar a La Pastora.

Infante se tomó su tiempo para responder. Luego, tras chupar una gamba con delectación, dijo llanamente:

—Muy pocas, doctor, por no decir ninguna. Piense un poco: si la Guardia Civil no ha sido capaz de dar con esa bandolera en dos años, no sé cómo se las apañaría usted para hacerlo.

—Yo no tengo la más mínima opción, lo sé, pero nunca había pensado en ir solo a buscarla. El plan es que usted me acompañe: conoce a la gente, conoce el lugar. Estoy convencido de que esa mujer debe de estar recibiendo la ayuda de algún habitante de la zona. Si visitamos los pueblos, si usted lanza una voz aquí, otra allá…

—No sabe lo que está diciendo. ¿Qué quiere, que me formen un consejo de guerra? Esa bandolera ha sido declarada enemiga pública. Se le atribuyen veintinueve asesinatos. ¿Ha oído usted bien?: veintinueve muertes. Si lanzo una voz aquí y otra allá al día siguiente tendremos a toda la Guardia Civil en pleno llamando a nuestra puerta.

—Usted sabrá esquivar ese riesgo.

Infante suspiró, tomó otra gamba y la mordió con mal humor, como si quisiera lastimarla. Miró a su interlocutor con seriedad:

—No está siendo razonable, Lucien. ¿Tiene la más mínima idea de lo que supondría su plan? Deberíamos viajar por la región durante un tiempo indefinido, alojarnos en fondas y pensiones, hablar con gente. ¿Con qué coartada haríamos todo eso, diciendo que busca usted a La Pastora para psicoanalizarla?

—Podemos inventarnos cualquier cosa. Soy un antropólogo que desea investigar las costumbres del país, un geólogo que estudia el paisaje; cualquier cosa. Y usted pasará siempre por ser mi ayudante en plaza, alguien que percibe un sueldo por su trabajo. No veo nada sospechoso en esa tapadera. El único problema práctico es que tendría que faltar un tiempo en La Vanguardia.

—No pertenezco a la redacción. Trabajo por mi cuenta. Yo propongo temas para reportajes y el periódico los compra. Así me gano la vida, de modo que no puedo permitirme estar sin escribir y, en efecto, ése sí es un problema práctico.

—En ningún momento he pensado que me ayudara sin recibir nada a cambio. Llegaremos a un acuerdo económico que sea beneficioso para usted.

—Pongámonos en la peor de las circunstancias, que es sin duda la más probable: no encontramos ni rastro de La Pastora.

—Asumo esa posibilidad pero, mientras buscamos, es evidente que recabaremos información igualmente valiosa para mi estudio.

—Hay una pregunta que quiero hacerle, Lucien: ¿no será usted periodista, verdad?

El rostro de Nourissier se contrajo con una mueca de profundo desagrado. Dejó de comer, colocó los cubiertos sobre el plato, negó varias veces con la cabeza:

—No tiene ningún derecho a sospechar de mi honestidad. Me llamo Lucien Nourissier, soy psiquiatra. Trabajo desde hace años en el estudio de las personalidades psicopatológicas tendentes al delito. Desde que leí su artículo sobre La Pastora me ha obsesionado la figura de esa mujer. Lo tiene todo para ser importante en mis investigaciones: la duda sobre su identidad sexual —¿es hombre, mujer, transexual?—, sus comportamientos antisociales, su adscripción ideológica a la guerrilla antifranquista, su capacidad de vivir en la naturaleza, su facilidad para matar seres humanos. Saber más sobre ella significaría mucho para mí. Ésa es toda y la única verdad. Si no me cree tendré que inventar algo que le suene mejor.

—No se ofenda, debe comprender que hay cosas que chocan en usted.

—¿Por ejemplo?

—¿Cómo llegó a sus manos un ejemplar de La Vanguardia, y por qué habla usted tan buen español?

—Mi madre era española. Se enamoró de mi padre, psiquiatra, durante unas vacaciones en la Costa Brava. Se casaron. Ella volvió poco por aquí, pero siempre conservó su suscripción a La Vanguardia como vínculo con su país, eso es algo que hacen muchos catalanes. Cuando murió, yo la renové a mi nombre en una especie de homenaje. ¿Le parece difícil de creer?

—No, por supuesto que no.

—De todos modos aquí tiene mi pasaporte, en él está escrita mi profesión.

Infante inmovilizó con la mano el gesto de mostrarle el pasaporte. Luego se restregó varias veces la servilleta sobre los labios.

—¿Tomará algún postre, doctor?

—Estoy esperando su contestación a lo que le propongo.

—Necesito madurar la idea.

—Mañana por la tarde debo regresar a París.

—Venga a desayunar a mi casa. Sobre las once es buena hora. Aquí tiene la dirección.

Nourissier se tumbó vestido sobre la cama al regresar a su hotel. De pronto, se sentía enormemente cansado. Hasta aquel momento, la excitación del viaje y la curiosidad de encontrarse con el periodista habían mantenido su cuerpo en tensión. Sin embargo, una vez en su habitación, notaba cómo los músculos se le iban a aflojando poco a poco. Le dolían las piernas, la nuca. Hizo un esfuerzo por levantarse, debía ir al aseo, ponerse el pijama. Necesitaba dormir. Había puesto en práctica la primera parte de su plan, ya no había nada que estuviera en su mano, ahora sólo cabía esperar la decisión del español. Extraño individuo, pensó; a pesar de haberse mostrado abordable, de haber acudido a la cena indicando así su interés, no estaba seguro de que fuera a aceptar el trato propuesto. Carlos Infante le desconcertaba. No había sido capaz de averiguar cuál era su flanco débil, aquel por el que sería posible entrar y mover su voluntad hasta dejarse convencer. ¿A qué razones atendería, ideológicas, científicas, o sólo el dinero haría palanca sobre su decisión? No se había significado en ningún aspecto, no parecía tener inquietudes o creencias, era como una rama joven en un árbol: susceptible de ser zarandeada por el viento, pero manteniéndose siempre en el mismo lugar. La aventara no parecía ser tampoco una meta para él. Quizá había conjeturado mal, quizá se había dejado llevar por la leyenda del español valiente y gallardo, del quijote pronto a enrolarse en causas utópicas, en empresas fuera de lo común. Pero era inútil darle más vueltas, la suerte estaba echada, el día siguiente traería consigo la solución.

Cerró los ojos. Sabía cómo serenar el ánimo por muy nervioso que estuviera. Aunque su trabajo lo apasionara, siempre había conseguido refrenar la impaciencia y convertirla paulatinamente en un estado de calma interior. Desafortunadamente, Evelyne no estaba junto a él. Echó de menos a su esposa, a sus hijas. Ellas tres formaban el núcleo principal de su vida, un espacio cálido y tranquilizador en el que no penetraban los rigores de la enfermedad mental, los casos clínicos terribles con los que debía enfrentarse en el desarrollo de su profesión. Abrió los ojos de nuevo, pensó en llamarla por teléfono pero se dio cuenta de que era muy tarde ya; los horarios franceses en nada se parecían a los españoles. Tomó un libro y empezó a leer, seguro de que el sueño pronto lo rescataría de la incertidumbre.

A la mañana siguiente se despertó vigoroso y optimista. Sabía perfectamente dónde se encontraba y por qué. Mientras desayunaba se fijó en la gente que llenaba el comedor del hotel. Nadie hubiera dicho que aquél era un país salido no hacía tanto de una guerra civil, un país de ciudadanos encerrados en una dictadura sórdida y triste. Parejas vestidas a la moda, hombres de negocios y algún turista comían y charlaban, proporcionando a la mañana un aire de normalidad. Recordó a Infante en el Zurich, pidiéndole alarmado que bajara la voz. Quizá exageraba, o quizá era cierto que, bajo las tranquilas apariencias, manaban ríos subterráneos de represión y violencia. No podía permitir que eso lo asustara, probablemente el periodista sólo pretendía magnificar los riesgos, engrandecer su papel, a no ser que su único objetivo consistiera en buscar una excusa para su negativa a participar en el plan. Inútil especular más, pronto saldría de dudas. Se bebió su café.

El taxi lo dejó frente a un edificio de pisos en la calle Industria después de un trayecto que se le había antojado interminable. Aquel barrio no tenía el lustre y la distinción de la Barcelona burguesa, pero también estaba animado. La gente lo miraba con curiosidad, probablemente se daban cuenta de que era extranjero. Cuando entró en la oscura portería del número que Infante le indicó eran las once en punto. La escalera estaba despintada, llena de desconchones y letreros grabados con la punta de algún objeto metálico: corazones traspasados por flechas, testimonios de presencia —«Pablo estuvo aquí»— o simples palabras malsonantes. No había ascensor. En los descansillos, un pequeño foco brindaba una anémica claridad. Llamó a la puerta de Infante, ajada y negra como una vieja esclava. Olía a verdura hervida, se oía el eco de alguna radio.

—¡Adelante, mon cher ami!, sea usted bienvenido a mi humilde morada. ¿O sería más exacto decir a mi pobre cueva?

Carlos Infante iba vestido con una camisa de cuadros juvenil aunque gastada, que lograba contrarrestar su figura un tanto rechoncha y su calva incipiente. Sin embargo, tras esa primera impresión positiva, todo lo que pudo ver Nourissier formaba parte de un catálogo de decrepitudes. El piso, de techos amarillentos y paredes con papel pelado a retazos, se hallaba en un deplorable estado de conservación. Montones de libros, periódicos y revistas se extendían por el suelo del pasillo. El salón estaba decorado con muebles viejos, un sofá desvencijado y un aparato de radio. En el vidrio de la ventana podía apreciarse una considerable resquebrajadura. En general había polvo, muchísimo polvo, blanco y delicado. Aun acostumbrado a dominar sus emociones, Nourissier tuvo dificultades para no manifestar sorpresa: ningún periodista se veía obligado a vivir así en Francia. Infante advirtió su reacción.

—Juraría que no aprecia usted demasiado el estilo de mi hogar —su tono irónico se había hecho mucho más marcado que el día anterior—. Le ruego que tome asiento aquí, en el sofá. Yo ocuparé este taburete, que es una preciada herencia del inquilino anterior. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Se me ha acabado el café, pero con un poco de suerte puedo encontrar en la cocina un par de bolsitas de té.

—Ya he desayunado, no se preocupe. Lo importante es que hablemos.

—Muy bien, empezaré yo. He pensado con detenimiento en el trabajo que usted me propone, porque un trabajo es, y así hemos de considerarlo tanto usted como yo, y… bueno, me parece una empresa de extraordinaria dificultad tal y como le dije. Sin embargo…, sin embargo, existe una posibilidad, si no de encontrar a La Pastora, sí de buscar más información sobre ella, información directa y que no venga lastrada por ninguna censura oficial.

—¿Entonces ha decidido aceptar?

—Aún no he terminado. Serán necesarios al menos tres meses para llevar a cabo la búsqueda. Conociendo la zona y siendo hijo de una oriunda del lugar, cabe pensar que yo tenga cierta facilidad para conseguir información pero, aun así, necesito tiempo. Naturalmente nos veremos obligados a viajar de pueblo en pueblo y a alojarnos en pensiones o fondas. De modo que se impone alquilar un coche que nos transporte durante toda la estancia y también habrá que pagar los alojamientos y las comidas. ¿Cree que su universidad estará dispuesta a desembolsar esos gastos o deberá hacerlo usted mismo?

—No piense en el dinero. Lo tendrá.

—Bien. Si después de esos tres meses no hemos conseguido que usted se entreviste con la bandolera, daremos igualmente la expedición por concluida. Permanecer en la montaña más tiempo sería atraer en exceso la atención de la Guardia Civil sobre nosotros y ése es un riesgo que no estoy dispuesto a asumir: yo vivo en este país y aquí he de continuar. Pasado ese período, usted toma la información que hayamos recopilado y regresa a Francia con ella. ¿Le parece todo correcto?

—Estoy de acuerdo en todo. Hablemos de sus honorarios.

—Para empezar le diré que le he hecho venir a mi casa a propósito. Quería que viera que no vivo en el lujo y que mi necesidad de dinero es real. Una vez dicho esto, le informo de que mis honorarios consistirán en ciento cincuenta mil pesetas. Me entregará cincuenta mil al comienzo del viaje, cincuenta mil al final y las otras cincuenta mil se harán efectivas sólo si logramos encontrar a La Pastora. Espero que le carezca justo.

Nourissier abrió mucho los ojos, se pasó la mano por la cara, titubeó.

—Eso es mucho dinero, usted lo sabe bien. Quizá una cifra excesiva a mi modo de ver.

—También es excesivo el proyecto que me propone. Son tres meses en los que no podré trabajar en lo mío, tres meses en los que me retiro de la circulación, con lo cual los periódicos se van olvidando de mí. Todo eso contando con que se tratara de un empleo normal, pero éste no lo es, doctor, éste es un tema al que debe añadirse la etiqueta de especialmente peligroso.

—No le estoy pidiendo que nos internemos en un continente desconocido como conquistadores. Hablamos de alojarnos en pueblos civilizados, de hablar con gente normal…

—España no es en estos momentos un país normal sino una dictadura bastante sangrienta, ¿es necesario que se lo recuerde? Toda la zona rural está bajo el mando de la Guardia Civil. ¿Quiere que le explique los métodos que suele emplear la Guardia Civil?

—Sé con qué reputación cuenta la Guardia Civil.

—Ganada a pulso, se lo aseguro. Pero no es sólo eso; las zonas de Els Ports y el Maestrazgo por donde tendremos que movernos son duras, inhóspitas, atrasadas, peligrosas en sí mismas. La gente es desconfiada por naturaleza y está escamada tras los últimos años. Alguien puede denunciarnos incluso por cosas imaginarias. Y los riesgos no acaban ahí. ¿Se ha parado a pensar que andamos a la búsqueda de una asesina? Se trata de una mujer desesperada, sola en el monte, acosada, armada y consciente de que su vida tiene un precio. Si algún habitante de algún pueblo está en realidad ayudándola como usted cree, es muy posible que la alerte de nuestra presencia, que le diga que la buscamos si llega a enterarse. ¿Cómo cree que puede reaccionar La Pastora llegado el caso, invitándonos a tomar el té en su escondite?

El psiquiatra, abrumado por la diatriba de Infante, se miraba las manos cuidadas, masajeaba suavemente sus dedos largos. Al fin levantó la vista y dijo en voz muy baja:

—De acuerdo, tendrá esa cantidad. Queda descartado pedirla en el departamento de mi universidad, pero cuento con recursos personales para afrontarla. ¿Quiere que firmemos un contrato privado?

El periodista soltó una carcajada histriónica y se quedó mirándolo, divertido.

—No creo que fuera un documento de mucha validez. Me temo que tendremos que fiarnos el uno del otro. ¿Confía usted en mí, doctor Nourissier?

El médico lo miró durante un instante, luego declaró con toda calma:

—Nunca confiaría del todo en alguien que sólo actúa por dinero.

—Somos entonces antagónicos. Yo no confío en los que se apasionan demasiado por ideas.

—Intentaremos salvar esas distancias.

—Eso espero.

—¿Cuándo empezamos?

—Dentro de un mes. Necesito tiempo para prepararlo todo, tantear el terreno, buscar contactos, perfilar las estrategias.

Nourissier sacó un pequeño calendario de su bolsillo, lo consultó.

—¿Le parece bien el tres de octubre? Yo llegaré un día antes desde París.

—Trato cerrado. Hay algo que quiero preguntarle: si encontramos a La Pastora, una vez que se haya entrevistado con ella, ¿piensa denunciarla?

—No, en ningún caso. Mi labor es analizar, no juzgar; y reclamo de usted que tampoco lo haga.

—Pierda cuidado, no pienso intervenir en el curso de la historia. En cualquier caso, tiene usted mucha suerte de ser francés; en España siempre juzgas o eres juzgado. Éste es un país de jueces y reos, ya lo verá.

El psiquiatra se encogió de hombros, se puso en pie y empezó a enfundarse su elegante gabán de paño gris. Le dio la mano a su anfitrión sin mirarlo a la cara y enfiló la salida a toda velocidad. De pronto no soportó por más tiempo la visión de aquella casa destartalada. Necesitaba aire fresco, librarse del cosquilleo que le provocaba en la nariz el polvo que flotaba en el aire. Cuando ya había descendido dos pisos, oyó la voz de Infante llamándole por el hueco de la escalera:

—¡Lucien, cómprese pantalones de pana y jerséis gruesos! Allí adónde vamos puede hacer mucho frío. ¡Hágase también con una zamarra de piel!

—¿Una qué?

—Cualquier prenda de abrigo que no sea el precioso gabán de cachemir que lleva puesto. Dudo de que sea adecuado para el monte.

El francés no respondió. Retomó la bajada con mal humor. El perenne tono mordaz de su futuro compañero de viaje empezaba a resultarle desagradable.

Infante cerró la puerta y sonrió. Tal y como había advertido desde el principio, aquel tipo era un niño pera, un auténtico hijo de papá. Había calculado bien la cantidad que podía pedirle, aunque probablemente hubiera sido posible aumentarla un poco más. Daba igual, ciento cincuenta mil pesetas y su propio mantenimiento durante tres meses estaba bien. No contaba con las últimas cincuenta mil porque estaba seguro de no encontrar a La Pastora. ¡Valiente fantasía!; debía tratarse sin duda de un soñador, de un individuo quimérico, idealista, poco práctico. Aunque a él poco le importaba si andaba tras una bandolera o el mismísimo Toisón de Oro. Haría su trabajo, cobraría y en paz. ¡Viva la ciencia!, exclamó para sí. Acto seguido lamentó no tener siquiera una botella de anís para celebrar su buena suerte con un traguito.