«Los humanos vivían entonces como los dioses, libre el corazón de preocupaciones, lejos del trabajo y del dolor. La triste vejez no venía a visitarlos, y, conservando toda su vida el vigor de sus pies y sus manos, gustaban la alegría en los festines al abrigo de todos los males. Morían dormidos, vencidos por el sueño. Todos los bienes les pertenecían. El campo fértil les ofrecía por sí mismo una abundante alimentación que consumían a placer...» (Hesiodo: Los trabajos y los días).
Este retrato de la edad de oro se parece al del Edén bíblico. Uno y otro son perfectamente convencionales: la irrealidad no sabría ser dramática. Al menos tienen el mérito de definir la imagen de un mundo estático en el que la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, tiempo común a todas las visiones paradisíacas, tiempo forjado por oposición a la idea misma de tiempo. Para concebirlo y aspirar a él, hay que detestar el devenir, resentir su peso y su calamidad, desear a cualquier precio sustraerse a él. Una voluntad baldada sólo es capaz de este único deseo, ávida de descansar y de disolverse. Si nos hubiésemos adherido sin reservas al eterno presente, la historia no hubiera tenido lugar, o, en todo caso, no hubiese sido sinónimo de carga o de suplicio. Cuando pesa demasiado sobre nosotros y nos agobia, una cobardía sin nombre se apodera de nuestro ser: la perspectiva de debatirnos aún por siglos adquiere proporciones de pesadilla. Las facilidades de la edad mitológica nos atraen entonces hasta el sufrimiento, o, si hemos leído el Génesis, las divagaciones de la añoranza nos trasplantan a la bienaventurada estupidez del primer jardín, mientras que nuestro espíritu evoca a los ángeles e intenta penetrar su secreto. Mientras más los pensamos más surgen de nuestra lasitud, no sin provecho para nosotros: ¿acaso no nos permiten apreciar el grado de nuestra no-pertenencia al mundo, de nuestra incapacidad para insertarnos en él? Por muy impalpables, por muy irreales que los ángeles sean, san, no obstante, menos que nosotros que los pensamos e invocamos, sombras o conatos de sombras, carne desecada, soplo aniquilado. Y con todas nuestras miserias, fantasmas oprimidos, pensamos en ellos y les imploramos. Nada de terrible hay en su naturaleza según pretende cierta elegía; no, lo temible es no poder llegar a entendernos más que con ellos, o, cuando los creemos a mil leguas de nosotros, verlos emerger de pronto del crepúsculo de nuestra sangre.
Prometeo se encargó de revelarnos las «fuentes de la vida» que los dioses, según Hesiodo, nos ocultaron. Responsable de todas nuestras desgracias, no fue consciente de ello, aunque se jactara de ser muy lúcido. Las palabras que le presta Esquilo están punto por punto en la antípoda de lo que leemos en Los trabajos y los días: «Antaño los hombres veían, pero veían mal, escuchaban pero no entendían... Actuaban, pero siempre sin reflexión». Se ve el tono, no hace falta citar más. Lo que les reprochaba en suma era el estar sumergidos en el idilio primordial y someterse a las leyes de su naturaleza, no contaminada por la conciencia. Al despertarlos al espíritu, al separarlos de esas «fuentes» de las que antes gozaban sin buscar sondear sus profundidades o su sentido, Prometeo no les otorgó la felicidad, sino la maldición y los tormentos del titanismo. No necesitaban de la conciencia; él vino a dársela, a arrinconarlos contra ella y a suscitar en ellos un drama que se prolonga en cada uno de nosotros y sólo concluirá con la especie. Mientras más avanzan los tiempos, más nos acapara la conciencia, nos domina y nos arranca a la vida; queremos aferrarnos a ella de nuevo y al no conseguirlo, le echamos la culpa a la una y a la otra, luego sopesamos su significación y sus ideas fundamentales para después, exasperados, terminar por culparnos a nosotros mismos. Eso no lo había previsto ese filántropo funesto que no tiene más excusa que la ilusión, tentador a pesar suyo, serpiente imprudente e indiscreta. Los hombres escuchaban, ¿qué necesidad tenían de comprender? El los obligó a ello al entregarlos al devenir, a la historia; en otros términos, al expulsarlos del eterno presente. Inocente o culpable, poco importa: mereció su castigo.
Primer celote de la ciencia, un moderno, en la peor acepción de la palabra, sus fanfarronadas y sus delirios anuncian los de muchos doctrinarios del siglo pasado: sólo sus sufrimientos nos consuelan de tanta extravagancia. El águila sí que comprendió, pues adivinó el porvenir y quiso ahorrarnos sus horrores. Pero el impulso estaba dado: los hombres ya habían tomado gusto a los manejos del seductor, quien, al moldearlos a su imagen, les enseñó a hurgar en las interioridades de la vida, a pesar de la prohibición de los dioses. Prometeo es el investigador de las indiscreciones y los delitos de la conciencia, es la conciencia de esa curiosidad asesina que nos impide hacer el juego al mundo: al idealizar el saber y el acto, acaso no arruinó, juntos, al ser y a la posibilidad de la edad de oro? Las tribulaciones a las que nos destinaba, sin valorar las suyas, iban a durar mucho más. Realizó a las mil maravillas su «programa», coherente como la fatalidad, y a contracorriente...; todo lo que nos predicó e impuso, primero se volteó, punto por punto, contra él, después contra nosotros. No se sacude impunemente al inconsciente original; aquellos que, siguiendo su ejemplo, lo hacen, sufren inexorablemente su suerte: son devorados, tienen su roca y su águila. Y el odio que les tienen es virulento porque en él se odian a sí mismos.
El paso a la edad de plata, luego a la de bronce y a la de hierro, marca el progreso de nuestro alejamiento de ese eterno presente cuyo simulacro ya sólo concebimos y con el que hemos dejado de tener una frontera común: ese presente pertenece a otro universo, se nos escapa, y somos tan indiferentes a él que ni siquiera alcanzamos a sospechar su naturaleza. No hay forma de apropiárnoslo: ¿realmente lo poseíamos antaño?, ¿y cómo retornar a él si nada nos restituye su imagen? Estamos para siempre frustrados, y si alguna vez nos aproximamos a él, el mérito corresponde a esos extremos de la saciedad y de la atonía en los que solo es una caricatura de sí mismo, parodia de incambiabilidad, devenir postrado, fijo en una avaricia intemporal, encorvado sobre un instante estéril, sobre un tesoro que lo empobrece, devenir espectral, desprovisto y no obstante colmado, puesto que se encuentra lleno de vacío. Los seres para quienes el éxtasis está prohibido no tienen apertura hacia sus orígenes sino a cambio de la extinción de su vitalidad, de la ausencia de todo atributo, de la sensación de infinidad hueca, de abismo despreciado, de espacio en plena inflación y de duración suplicante y nula.
Hay una eternidad verdadera, positiva, que se extiende más allá del tiempo; hay otra, negativa, falsa, que se sitúa más acá: es aquella en la que nos empobrecemos, lejos de la salvación, fuera del alcance de un redentor, y que nos libera de todo privándonos de todo. Destituido el universo, nos desgastamos en el espectáculo de nuestras propias apariencias. ¿Acaso se ha atrofiado el órgano que nos permitía percibir el fondo de nuestro ser?, ¿estamos para siempre reducidos a nuestras semejanzas? Aunque se enumeraran todos los males que padecen la carne y el espíritu, nada serían en comparación con el mal que proviene de la incapacidad para hacernos acordes con el eterno presente, o para robarle aunque sea sólo una parcela, y gozarla.
Caídos sin remedio en la eternidad negativa, en ese tiempo desperdigado que sólo se afirma por anulación, esencia reducida a una serie de destrucciones, suma de ambigüedades, plenitud cuyo principio reside en la nada, vivimos y morimos en cada uno de sus instantes sin saber cuándo existe, pues la verdad no existe jamás. A pesar de su precariedad, estamos tan apegados a ese tiempo que, para apartarnos de él, tendríamos que trastornar algo más que nuestros hábitos: tendría que ocurrir una lesión en el espíritu y una resquebrajadura en el yo, a través de las cuales pudiésemos entrever lo indestructible y acceder a ello, gracia otorgada únicamente a algunos réprobos como recompensa al hecho de haber consentido su propia ruina. El resto, la casi totalidad de los mortales, a pesar de confesarse incapaces de un sacrificio semejante, no renuncian a la búsqueda de otro tiempo; se encarnizan en esa búsqueda, pero buscando situar ese tiempo aquí abajo, según las recomendaciones de la utopía, que intenta conciliar el eterno presente y la historia, las delicias de la edad de oro y las ambiciones prometeicas, o, para recurrir a la terminología bíblica, rehacer el Edén con los métodos de la caída, permitiendo así al nuevo Adán reconocer las ventajas del antiguo. ¿Acaso no se pretende con eso replantear la Creación?
La idea de Vico de construir una «historia ideal» y de trazar su «círculo eterno» se encuentra, aplicada a la sociedad, en los sistemas utópicos cuyo propósito es resolver de una vez por todas la «cuestión social». De ahí su obsesión por lo definitivo y su impaciencia por instaurar el paraíso lo antes posible, en el futuro inmediato, especie de duración estacionaria, de Posible inmovilizado, falsificación del eterno presente. Dice Fourier: «Si anuncio con tanta seguridad la armonía universal como muy próxima, es porque la organización del Estado societario no exige más de dos años...». Confesión ingenua que, no obstante, traduce una profunda realidad. ¿Acaso emprenderíamos el menor proyecto sin la secreta certeza de que el absoluto depende de nosotros, de nuestras ideas y nuestros actos, y de que podemos asegurar su triunfo en un breve lapso? Quien se identifica completamente con algo se comporta como si diera por sentado el advenimiento de «la armonía universal» o se creyera promotor de ella. Actuar es anclarse en un futuro próximo, tan próximo que se vuelve casi tangible, es sentirse consustancial a él. No ocurre lo mismo con aquellos a quienes persigue el demonio de la postergación. «Lo que se puede útilmente diferir, se puede aún más útilmente abandonar», se repiten a la par que Epicteto, aunque su pasión por la postergación no proceda, como en el caso de los estoicos, de una consideración moral, sino de un temor casi metódico y de un hastío demasiado arraigado como para que no tome el sesgo de una disciplina o de un vicio. Si han proscrito el antes y el después, evacuado el hoy y el ayer, igualmente inhabitables, es porque les es más fácil vivir imaginariamente dentro de diez mil años que solazarse en lo inmediato y lo inminente. A lo largo de los años habrán pensado más en el tiempo en sí que en el tiempo objetivo, más en la indefinición que en lo eficaz, en el fin del mundo que en el final de una jornada. No conociendo momentos o lugares privilegiados ni en la duración ni en la extensión, los postergadores van de desfallecimiento en desfallecimiento, e incluso cuando esta progresión les está prohibida, se detienen, miran hacia todas partes, interrogan al horizonte: no hay más horizonte...
Entonces es cuando sienten, no ya el vértigo, sino el pánico, un pánico tan fuerte que anula sus pasos y les impide huir. Son excluidos. Son excluidos, proscritos fuera del tiempo, ajenos al ritmo que empuja a la turba, víctimas de una voluntad anémica y lúcida que se debate consigo misma, y se escucha a sí misma sin cesar. Querer, literalmente, es ignorar que se quiere, es rehusar detenerse en el fenómeno de la voluntad. El hombre de acción no mide sus impulsos ni sus móviles, ni mucho menos consulta sus reflejos: los obedece sin pensarlo, sin estorbarlos. No es el acto en sí mismo lo que interesa, sino el fin, la intención del acto; de la misma manera lo retendrá el objeto y no el mecanismo de la voluntad. En lucha contra el mundo, busca en él lo definitivo o intenta introducírselo, de inmediato o dentro de dos años... Manifestarse es dejarse cegar por cualquier forma de perfección: incluso el movimiento como tal contiene un ingrediente utópico. Hasta respirar sería un suplicio sin el recuerdo o el presentimiento del paraíso, objeto supremo —y no obstante inconsciente— de nuestros deseos, esencia no formulada de nuestra memoria y de nuestra espera. Los modernos, incapaces de discernir en el fondo de su naturaleza y demasiado apresurados para poder extraerlo de ella, han proyectado el paraíso hacia el futuro, y ello constituye un escorzo de todas sus ilusiones descrito por el epígrafe del diario de Saint-Simon, Le Producteur: «La edad de oro, que una ciega tradición situó en el pasado, está ante nosotros». Por ello es importante apresurar su advenimiento, instaurarlo para la eternidad, según una escatología que surge, no de la ansiedad, sino de la exaltación y de la euforia, de una avidez de felicidad sospechosa y casi mórbida. El revolucionario piensa que el cambio que él prepara será el último; lo mismo pensamos todos en la esfera de nuestras actividades: el último es la obsesión del ser vivo. Nos agitamos porque creemos que nos corresponde dar término a la historia, cerrarla, porque la creemos nuestro dominio, al igual que «la verdad», que saldrá finalmente de su reserva para revelarse a nosotros. El error será del dominio de los otros; sólo nosotros habremos comprendido. Triunfar sobre nuestros semejantes, después sobre Dios, querer recomponer su obra, corregir sus imperfecciones: quien no lo intenta, quien no piensa que ése es su deber, renuncia, ya sea por sensatez o por falta de energía, a su propio destino. Prometeo quiso hacer las cosas mejor que Zeus; demiurgos improvisados, nosotros también queremos hacerlo mejor que Dios, infligirle la humillación de un paraíso superior al suyo, suprimir lo irreparable, o, para utilizar un término de la jerga de Proudhon, «desfatalizar» el mundo. En su designio general, la utopía es un sueño cosmogónico al nivel de la historia.
No se erigirá el paraíso aquí abajo mientras los hombres estén marcados por el Pecado; se trata, pues, de sustraerlos a él, de liberarlos. Los sistemas que a ello se han abocado participan de un pelagianismo más o menos disfrazado. Sabemos que Pelagio (un celta, un ingenuo), al negar los efectos de la caída, quitaba a la prevaricación de Adán todo poder de afectar a la posteridad. Según él, nuestro primer ancestro vivió un drama estrictamente personal, padeció una desgracia que sólo le atañía a él, sin conocer de ninguna manera el placer de legarnos sus taras y sus desgracias. Nacidos buenos y libres, no hay en nosotros ninguna huella de una corrupción original.
Difícilmente imaginamos doctrina más generosa y más falsa; es una herejía de tipo utópico, fecunda por sus mismas exageraciones, por su absurdo rico en perspectivas. Y no porque los autores de utopías se hayan inspirado en ella directamente; pero no se negará que existe en el pensamiento moderno, hostil al agustinismo y al jansenismo, toda una corriente pelagiana —el idólatra del progreso y de las ideologías revolucionarias sería su conclusión— según la cual formaríamos una masa de elegidos virtuales, emancipados del pecado original, modelables a placer, predestinados al bien, susceptibles a todas las perfecciones. El manifiesto de Robert Owen nos promete un sistema propio para crear «un nuevo espíritu y una nueva voluntad en todo el género humano, y para conducir a cada uno, a través de una necesidad irresistible a tornarse consecuente, racional, sano de juicio y de comportamiento».
Pelagio, como sus lejanos discípulos, parte de una visión ferozmente optimista de nuestra naturaleza. Pero de ninguna manera está comprobado que la voluntad sea buena; incluso lo que sí es seguro es que de ninguna manera lo ha sido, ni la nueva ni la antigua. Sólo los hombres de disposición deficiente son espontáneamente buenos; los otros lo son a costa de grandes esfuerzos que los amargan. Siendo el mal inseparable del acto, resulta que nuestras empresas se dirigen necesariamente contra alguien o contra alguna cosa; en última instancia, contra nosotros mismos. Pero de ordinario, insistimos, nuestra voluntad no quiere más que a expensas de los demás. Lejos de ser más o menos unos elegidos, somos más o menos unos réprobos. ¿Quieres construir una sociedad en la que los hombres no se dañen unos a otros? Haz participar sólo a los abúlicos.
En realidad no tenemos opción más que entre una enferma voluntad o una mala voluntad; la primera, excelente por estar golpeada, inmovilizada, por ser ineficaz; la otra, dañina, es decir movilizadora, investida de un principio dinámico: la misma que mantiene la fiebre del devenir y suscita los acontecimientos. Y ésta es la voluntad que habría que quitarle al hombre si se piensa en una edad de oro. Pero sería tanto como despojarlo de su ser, cuyo secreto reside en esa propensión a dañar, sin la cual no sabríamos imaginarlo. Reacio a su felicidad y a la de los demás, actúa como si deseara la instauración de una sociedad ideal; pero si ésta llegara a realizarse, se ahogaría en ella, pues los inconvenientes de la saciedad son incomparablemente más grandes que los de la miseria. El hombre ama la tensión, el perpetuo encaminarse: ¿hacia dónde iría en el interior de la perfección? Inepto para el eterno presente, teme cada vez más a su monotonía, escollo del paraíso en su doble forma: religiosa y utópica. ¿No sería la historia en última instancia el resultado de nuestro temor al aburrimiento, ese temor que nos hará siempre amar lo picante y lo novedoso del desastre, y preferir cualquier desgracia al estancamiento? La obsesión por lo inédito es el principio destructor de nuestra salvación. Nos encaminamos hacia el infierno en la medida en que nos alejamos de la vida vegetativa cuya pasividad debería constituir la clave de todo, la respuesta suprema a todas nuestras interrogaciones; pero el horror que nos inspira ha hecho de nosotros esa horda de civilizados, de monstruos omniscientes ignorantes de lo esencial. Consumirse en cámara lenta, respirar sin más, padecer dignamente la injusticia de ser, sustraerse a la espera, a la opresión de la esperanza, buscar un término medio entre la carroña y el aliento: estamos demasiado corruptos y demasiado jadeantes como para lograrlo. Decididamente nada nos reconciliará con el aburrimiento. Para que nuestra rebelión en su contra fuera menor, deberíamos, a través de alguna ayuda de arriba, conocer una plenitud sin acontecimientos, la voluptuosidad del instante variable, el deleite de lo idéntico. Pero una gracia así es tan contraría a nuestra naturaleza que nos hace dichosos no recibirla. Encadenados a la diversidad, sacamos de ella ese cúmulo constante de sinsabores y de conflictos tan necesarios para nuestros instintos. Desembarazados de preocupaciones y de impedimentos, estaríamos entregados a nosotros mismos, y el vértigo que nos produciría nos tornaría mil veces peores de lo que ya lo hace nuestra esclavitud.
Este aspecto de nuestra decadencia escapó a los anarquistas, últimos pelagianos, quienes tuvieron, no obstante, la superioridad sobre sus antecesores de rechazar, por su culto a la libertad, todas las ciudades, empezando por las «ideales», y de sustituirlas por una nueva variedad de quimeras, más brillantes y más improbables que las antiguas. Si se rebelan contra el Estado pidiendo su supresión, es porque en él ven un obstáculo para el ejercicio de la voluntad fundamentalmente buena; ahora bien, precisamente porque la voluntad es mala nació el Estado, y si desapareciera, ella se complacería sin restricción alguna en el mal. Eso no impide que la idea anarquista de aniquilar toda autoridad sea una de las más hermosas que jamás se hayan concebido. Y no se deplorará lo bastante que se haya extinguido la raza de quienes quisieron realizarla. Pero quizá debieron borrarse y ausentarse de un siglo como el nuestro, tan presuroso por invalidar sus teorías y sus previsiones. Ellos anunciaban la era del individuo, pero el individuo llega a su fin; anunciaban el eclipse del Estado: nunca el Estado fue tan fuerte ni tan interventivo; anunciaban la edad de la igualdad: lo que llegó fue la edad del terror. Todo va degradándose. Hasta nuestros atentados, comparados con los de los anarquistas, han bajado de calidad: los que de cuando en cuando se realizan carecen de ese trasfondo de absoluto que redimía los de aquellos, ejecutados siempre con tanto cuidado y tanto brío. No hay ahora quien trabaje a bombazos por el establecimiento de la «armonía universal», ficción capital de la que ya nada esperamos... ¿Qué podríamos esperar, por otra parte, en los extremos de la edad de hierro a la que hemos llegado? El sentimiento que en ella predomina es el desengaño, resultado de nuestros sueños estropeados. Y si nosotros mismos no tenemos el recurso de creer en las virtudes de la destrucción, es porque, anarquistas desahuciados, hemos comprendido su urgencia y su inutilidad.
En sus principios, la edad de oro cuenta con el apoyo de los sufrimientos, y de alguna manera se afirma en ellos; pero mientras más se agravan éstos, más se aleja ella y más se apega a sí misma. Cómplice antaño de los sistemas utópicos, el sufrimiento se erige hoy contra ellos, en quienes ve un peligro mortal para la conservación de sus propias congojas, de encantos recién descubiertos. A través del personaje de Memorias del subsuelo, apela al caos, se rebela contra la razón, contra el «dos más dos suman cuatro», contra el «palacio de cristal» réplica del Falansterio.
Quien ha rozado el infierno, la desgracia planificada, encontrará su terrible paralelo en la ciudad ideal, lugar de felicidad para todos, y que resulta repugnante para quien mucho ha sufrido: Dostoievski se mostró hostil a ella hasta la intolerancia. Con la edad fue rechazándola radicalmente más y más en oposición a las ideas fourieristas de su juventud, y no perdonándose el haberlas enarbolado como propias, se vengó en sus héroes, caricaturas sobrehumanas de sus primeras ilusiones. Lo que en ellos detestaba, eran sus antiguas equivocaciones, las concesiones que había hecho a la utopía, algunos de cuyos temas, no obstante, iban a obsesionarlo: cuando, con el gran Inquisidor, divide a la humanidad en un rebaño feliz y una minoría devastada, clarividente, que asume sus destinos, o cuando, con Pedro Verjovenski, quiere hacer de Stavroguin el jefe espiritual de la ciudad futura, un soberano pontífice revolucionario y ateo, ¿acaso no se inspira en el «sacerdocio» que los saintsimonianos situaban por encima de los «productores», o en el proyecto de Enfantin de hacer del propio Saint-Simon el papa de la nueva religión? Dostoievski identifica el catolicismo con el «socialismo» según una óptica en la que se advierte una mezcla eminentemente eslava de método y de delirio. En relación a Occidente, todo en Rusia está un grado más arriba: el escepticismo se convierte en nihilismo, la hipótesis en dogma, la idea en icono. Shigalev no profiere más necedades que Cabet; no obstante, pone en ello un encarnizamiento que no se encuentra en su modelo francés. «Ustedes no tienen obsesiones, sólo nosotros las tenemos aún», parecen decir los rusos a los occidentales por boca de Dostoievski, el obseso por excelencia, afiliado, como todos sus personajes, a un solo sueño: el de la edad de oro sin la cual, nos asegura, «los pueblos no quieren vivir y ni siquiera pueden morir». El no espera su realización en la historia, por el contrario, teme su advenimiento, sin con ello ser «reaccionario», pues ataca el «progreso» no en nombre del orden, sino del capricho, del derecho al capricho. Después de haber rechazado el paraíso por llegar, ¿va a salvar el otro, al antiguo, al inmemorial? Hará de ello el tema de un sueño que atribuirá sucesivamente a Stavroguin, a Versilov y al «hombre ridículo».
«Hay en el museo de Dresde un cuadro de Claude Lorrain que figura en el catálogo bajo el título de Asis y Galatea... Ese es el cuadro que vi en sueños, no como un cuadro, sino como una realidad. Era, al igual que en el cuadro, un rincón del archipiélago griego, y yo había retrocedido tres mil años. Olas azules y acariciadoras, islas y rocas, riberas florecientes; a lo lejos un panorama encantador, la llamarada del sol poniente... Era la cuna de la humanidad... Los hombres se despertaban y se dormían felices e inocentes; los bosques resonaban con sus alegres canciones, el excedente de sus fuerzas se gastaba en el amor, en la alegría ingenua. Y yo lo sentía conociendo el inmenso porvenir que les aguardaba y que ni siquiera sospechaban, y mi corazón temblaba al pensarlo» (Los demonios).
Versilov, a su vez, tendrá el mismo sueño que Stavroguin, con la diferencia de que ese sol poniente se le aparecerá de pronto, no como el del principio, sino como el del final de «la humanidad europea». En El adolescente ese cuadro se ensombrece un poco, y totalmente en El sueño de un hombre ridículo. La edad de oro y sus estereotipos se presentan aquí con mayor minuciosidad y más ardor que en los sueños anteriores: una visión de Claude Lorrain comentada por un Hesiodo sármata. Estamos en una tierra «anterior a la mácula del pecado original». Los hombres vivían en ella «en una especie de amoroso fervor universal y recíproco», tenían hijos pero sin conocer los horrores ni de la voluptuosidad ni del parto, erraban a través de los bosques cantando himnos, y, sumergidos en el éxtasis perpetuo, ignoraban los celos, la cólera, las enfermedades, etc. Todo esto sigue siendo convencional. Afortunadamente para nosotros, su felicidad, que parecía eterna, se revelará precaria: «el hombre ridículo» llegó y los pervirtió a todos. Con la aparición del mal, las convenciones desaparecen, el cuadro se anima. «Como una enfermedad infecciosa, un átomo de peste capaz de contaminar todo un imperio, así contaminé con mi presencia una tierra de delicias inocente hasta mi llegada. Aprendieron a mentir, se complacieron en la mentira y aprendieron la belleza de la mentira. Quizás todo eso empezó inocentemente, por simple broma, por coquetería, corno una especie de juego agradable, y quizá efectivamente por medio de un átomo, pero ese átomo de mentira se insinuó en sus corazones y les pareció amable. Poco después nació la voluptuosidad: la voluptuosidad engendró los celos, los celos la crueldad... Ay, no sé, no me acuerdo ya, pero pronto, muy pronto, la sangre saltó como primera salpicadura: se sorprendieron, se asustaron, comenzaron a alejarse los unos de los otros, a separarse. Se formaron alianzas entre ellos, pero dirigidas contra otros. Reproches y recriminaciones se dejaron escuchar. Aprendieron lo que es la vergüenza y de ella hicieron una virtud. El sentimiento del honor nació en ellos y cada alianza blandió su estandarte. Se pusieron a maltratar a los animales, y éstos se alejaron, hostiles, hacia el fondo de los bosques. Una era de luchas se abrió en favor del particularismo, del individualismo, de la personalidad, de la distinción entre lo propio y lo ajeno. Hubo diversidad de lenguas. Aprendieron la tristeza y amaron la tristeza; aspiraron al sufrimiento y dijeron que la verdad sólo se adquiere a través de él. Y la ciencia hizo su aparición entre ellos. Malvados, fue entonces cuando empezaron a hablar de fraternidad y de humanidad comprendiendo la idea de ellas. Criminales, fue entonces cuando inventaron la justicia y dictaron códigos completos para conservarla; luego, para asegurar el respeto de esos códigos, instituyeron la guillotina. Ya no conservaron más que un vago recuerdo de lo que habían perdido, incluso no quisieron creer que antaño hubiesen sido felices e inocentes. No dejaban de burlarse de la posibilidad de su antigua felicidad, que consideraban un sueño» (Diario de un escritor).
Pero hay algo peor: iban a descubrir que la conciencia de la vida es superior a la propia vida que el conocimiento de las «leyes de la felicidad» es superior a la felicidad. A partir de entonces estuvieron perdidos; al apartarlos de sí mismos merced a la obra demoníaca de la ciencia, al expulsarlos del eterno presente en la historia, «el hombre ridículo» reeditó los errores y las locuras de Prometeo.
Una vez perpetrado su crimen, helo ahí que predica, instigado por el remordimiento, una cruzada para la reconquista de ese mundo de delicias que arruinó. Se aventura en ella sin creérselo realmente. Tampoco el autor, al menos ésa es nuestra impresión: después de haber rechazado las fórmulas del Porvenir, no retorna a su obsesión preferida, la felicidad inmemorial, más que para desmenuzar su inconsistencia y su fantasmagoría. Aterrado por su descubrimiento, intenta atenuar los efectos, reanimar sus ilusiones, salvar, aunque sólo sea como idea, su sueño más caro. No lo conseguirá, lo sabe tan bien como nosotros, y apenas desnaturalizamos su pensamiento al afirmar que concluye con la doble imposibilidad del paraíso.
Finalmente, acaso no es revelador que, para describir el paisaje idílico de las tres versiones del sueño, haya recurrido a Claude Lorrain, de quien Nietzsche amaba, como Dostoievski, los sosos encantamientos? (¡Qué abismo presupone una predilección tan desconcertante!) Pero a partir del momento en que se trata de pintar la disgregación de la felicidad original, el decorado y los vértigos de la caída, ya no copia a nadie, se inspiró en sí mismo, aparta toda sugerencia extraña; incluso deja de imaginar y de soñar, ve. Se reencuentra en su elemento, en el corazón de la edad de hierro por amor a la cual habían combatido «el palacio de cristal» y sacrificado el Edén.
Puesto que una voz tan autorizada nos instruyó sobre la fragilidad de la antigua edad de oro y sobre la nulidad del futuro, forzoso nos es sacar las consecuencias y no dejarnos embaucar por las divagaciones de Hesiodo ni por las de Prometeo, y menos aún por la síntesis que de ellas han intentado las utopías. La armonía, universal o no, no existió ni existirá jamás. En cuanto a la justicia, para creerla posible, para imaginarla simplemente, habría que gozar de un don de ceguera sobrenatural, de una elección desacostumbrada, de una gracia divina reforzada por una gracia diabólica, y contar, además, con un esfuerzo de generosidad del cielo y del infierno, esfuerzo, a decir verdad, altamente improbable, tanto de un lado como del otro. Según el testimonio de Karl Barth, no podríamos «guardar siquiera un hálito de vida si en lo más profundo de nuestro ser no existiera esta certeza: Dios es justo». Hay quienes, no obstante, viven sin conocer esta certeza, sin nunca haberla conocido. ¿Cuál es su secreto?, y, sabiendo lo que saben, ¿merced a qué milagro siguen respirando?
Por muy despiadados que sean nuestros rechazos, no destruimos del todo los objetos de nuestra nostalgia: nuestros sueños sobreviven a nuestros despertares y a nuestros análisis. De nada vale dejar de creer en la realidad geográfica del paraíso o en sus diversas figuraciones, de todas maneras reside en nosotros como un dato supremo, como una dimensión de nuestro yo original; de lo que se trata ahora es de descubrirlo ahí. Cuando lo conseguimos, entramos en esa gloria que los teólogos llaman esencial; pero no es a Dios a quien vemos cara a cara, sino al eterno presente, conquistado por encima del devenir y de la misma eternidad... ¡Qué importa ya entonces la historia! Ella no es el asiento del ser sino su ausencia, el no de toda cosa, la ruptura de lo viviente consigo mismo; y no estando constituidos por la misma sustancia que ella, nos negamos a cooperar en sus convulsiones. Está libre para aplastarnos, tocará únicamente nuestras apariencias y nuestras impurezas, esos restos de tiempo que siempre arrastramos, símbolos de fracaso, marcas de esclavitud.
El remedio para nuestros males hay que buscarlo en nosotros mismos, en el principio intemporal de nuestra naturaleza. Si la irrealidad de un principio tal se demostrara, estaríamos perdidos sin remedio. ¿Qué prueba, qué demostración podría prevalecer contra la persuasión íntima, apasionada, de que una parte de nosotros escapa a la duración, y contra la irrupción de esos instantes en los que Dios es superfluo con una claridad surgida de nuestros confines, beatitud que nos proyecta fuera de nosotros mismos, conmoción exterior al universo? No más pasado, no más futuro; los siglos se desvanecen, la materia abdica, las tinieblas se agotan: la muerte parece ridícula y ridícula la vida. Y esa conmoción, aunque sólo la hubiésemos sentido una vez, nos bastaría para conformarnos con nuestras vergüenzas y miserias, cuya recompensa son sin duda. Es como si el tiempo en su totalidad hubiese venido a visitarnos, una última vez, antes de desaparecer... Inútil remontarse después hacia el antiguo paraíso o correr hacia el futuro: uno es inaccesible, el otro irrealizable. Lo que importa, por el contrario, es interiorizar la nostalgia o la espera, necesariamente frustradas cuando se vuelven hacia el exterior, y obligarlas a discernir o a crear en nosotros la dicha por la que, respectivamente, sentimos o nostalgia o esperanza. No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos, y como en el yo del yo; todavía falta, para encontrarlo ahí, que hayamos recorndo todos los paraísos, los acaecidos y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo, escrutado y rechazado después con la pericia de la decepción.
Se dirá que cambiamos un fantasma por otro que las fábulas de la edad de oro son tan válidas como el eterno presente con el que soñamos, y que el yo original, fundamento de nuestras esperanzas, evoca el vacío y a él se reducirá finalmente. Puede ser. ¿Pero acaso un vacío que otorga la plenitud no contiene más realidad que la que posee toda la historia en su conjunto?