En cualquier gran ciudad donde el azar me lleva, me sorprende que no se desaten levantamientos diarios, masacres, una carnicería sin nombre, un desorden de fin de mundo. ¿Cómo, en un espacio tan reducido, pueden coexistir tantos hombres sin destruirse, sin odiarse mortalmente? A decir verdad se odian, pero no están a la altura de su odio. Esta mediocridad, esta impotencia, salva a la sociedad, asegura su duración y su estabilidad. De tiempo en tiempo se produce una sacudida que nuestros instintos aprovechan; después, continuamos mirándonos a los ojos como si nada hubiera ocurrido y cohabitamos sin interdestazarnos demasiado visiblemente. Todo retorna al orden, a la calma de la ferocidad, tan temible, en última instancia, como el caos que la había interrumpido.
Pero todavía me sorprende más que, siendo la sociedad lo que es, algunos se hayan esforzado en concebir otra, diferente. ¿De dónde puede provenir tanta ingenuidad o tanta locura? Si la pregunta es normal y trivial, la curiosidad, por el contrario, que me lleva a hacerla le impide ser maligna.
En busca de nuevas pruebas, y en el preciso instante en que estaba a punto de desesperarme, se me ocurrió meterme en la literatura utópica, consultar sus «obras maestras», impregnarme de ellas, revolcarme en ellas. Para mi gran satisfacción encontré con qué colmar mi deseo de penitencia, mi apetito de mortificación. Pasar algunos meses haciendo el censo de los sueños de un futuro mejor, de una sociedad «ideal», consumiendo lo ilegible, ¡qué ganga! Me apresuro a agregar que esta literatura repugnante es rica en enseñanzas y que, frecuentándola, no se pierde del todo el tiempo. Desde el principio se distingue el papel (fecundo o funesto, no importa) que desempeña, en el origen de los acontecimientos, no la felicidad, sino la idea de felicidad, idea que explica por qué, ya que la edad de hierro es coextensiva de la historia, cada época se dedica a divagar sobre la edad de oro. Si se pusiera fin a tales divagaciones, sobrevendría un estancamiento total. Sólo actuamos bajo la fascinación de lo imposible: esto significa que una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de abocarse a ella, está amenazada de esclerosis y de ruina. La sensatez, a la que nada fascina, recomienda la felicidad dada, existente; el hombre la rechaza, y ese mero rechazo hace de él un animal histórico, es decir, un aficionado a la felicidad imaginada.
«Pronto será el fin de todo; y habrá un nuevo cielo y una nueva tierra», leemos en el libro del Apocalipsis. Si eliminamos el cielo y conservamos sólo la «nueva tierra», tendremos el secreto y la fórmula de los sistemas utópicos; para mayor precisión quizá habría que sustituir «ciudad» por «tierra»; pero eso no es más que un detalle; lo que cuenta es la perspectiva de un nuevo acontecimiento, la fiebre de una espera esencial, parusía degradada, modernizada, de la cual surgen esos sistemas tan queridos por los desheredados. Efectivamente, la miseria es la gran auxiliar del utopista, la materia sobre la cual trabaja, la sustancia con que nutre sus pensamientos, la providencia de sus obsesiones. Sin ella estaría desocupado, pero ella lo ocupa, lo atrae o le molesta, según sea rico o pobre; por otra parte, ella no puede prescindir de él, tiene necesidad de ese teórico, de ese ferviente de futuro, sobre todo porque ella misma, meditación interminable sobre la posibilidad de escapar de su propio presente, no soportaría su desolación sin la obsesión de otra tierra. ¿Lo dudan ustedes? Es porque no han degustado la indigencia absoluta. Si se consigue, se ve que mientras más desprovisto está uno, más gasta el tiempo y la energía en querer, con el pensamiento, reformarlo todo, inútilmente. Y no pienso únicamente en las instituciones, creación del hombre (a éstas se las condenará sin apelación), sino en los objetos, en todos los objetos por insignificantes que sean. Al no poder aceptarlos tal cual son, se les querrá imponer las propias leyes y los propios caprichos, se querrá desempeñar a sus expensas el papel de legislador o de tirano, y aun se querrá intervenir en la vida de los elementos para modificar su fisonomía y su estructura. El aire es irritante: ¡que cambie! Y también la piedra. Y el vegetal, y el hombre. Más allá de las bases del ser, se querrá descender hasta el fundamento del caos para apoderarse de él y establecerse ahí. Cuando no se tiene un céntimo en la bolsa, uno se agita, se extravía y sueña con poseerlo todo, y ese todo, mientras dura el frenesí, se posee en efecto: uno iguala a Dios, pero nadie, ni siquiera él, se da cuenta, ni siquiera uno mismo. El delirio de los indigentes es generador de acontecimientos, fuente de historia: una turba de enfebrecidos que quieren otro mundo, aquí abajo y para pronto. Son ellos los que inspiran las utopías, es a causa de ellos que se escriben. Pero recordemos que utopía significa ninguna parte.
¿Y de dónde serían esas ciudades que el mal no toca, donde se bendice el trabajo y nadie teme a la muerte? En ellas nos vemos constreñidos a una felicidad hecha de idilios geométricos, de éxtasis reglamentados, de mil maravillas atosigantes: así se presenta necesariamente el espectáculo de un mundo perfecto, de un mundo fabricado. Con una minuciosidad risible nos describe Campanella a los solares exentos de «gota, reumatismo, catarros, ciática, cólicos, hidropesía, flatulencias...». Todo abunda en la Ciudad del Sol «porque cada cual se esmera en distinguirse en lo que hace. El jefe que preside cada cosa es llamado rey... Mujeres y hombres, divididos en grupos, se entregan al trabajo sin infringir jamás las órdenes de sus reyes, y sin mostrarse nunca fatigados como lo haríamos nosotros. Consideran a sus jefes como a padres o a hermanos mayores». Boberías similares se encuentran en todas las obras del género, sobre todo en las de Cabet, Fourier o Morris, desprovistos de esa pizca de aspereza, tan necesaria en las obras, literarias u otras.
Para concebir una verdadera utopía, para esbozar, con convicción, el panorama de la sociedad ideal, hace falta una cierta dosis de ingenuidad, hasta de tontería, que, demasiado aparente, termina por exasperar al lector. Las únicas utopías legibles son las falsas, las que, escritas por juego, diversión o misantropía, prefiguran o evocan los Viajes de Gulliver, biblia del hombre desengañado, quintaesencia de visiones no quiméricas, utopía sin esperanza. Merced a sus sarcasmos, Swift desestupidizó un género hasta casi anularlo.
¿Es más fácil confeccionar una utopía que un apocalipsis? Una y otro tienen sus principios y sus tópicos. La primera, cuyos lugares comunes están más de acuerdo con nuestros instintos profundos, ha dado lugar a una literatura mucho más abundante que el segundo. No a todo el mundo le es dado calcular una catástrofe cósmica ni amar el lenguaje y la manera como se le anuncia y proclama. Pero aquel que admite la idea y la aplaude, leerá en los Evangelios, con el arrebato del vicio, los giros y frases hechas que se hicieron famosos en Patmos: «se oscurecerá el cielo, la luna no dará su luz, los astros caerán... todas las tribus de la tierra se lamentarán... no terminará esta generación y todas estas cosas ocurrirán». Este presentimiento de lo insólito, de un acontecimiento capital, esta espera crucial, puede transformarse en ilusión, y entonces aparecerá la esperanza de un paraíso sobre la tierra, o en otra parte; o se transformará en ansiedad, y será la visión de un Peor ideal, de un cataclismo voluptuosamente temido.
«...y de su boca sale una espada aguda para golpear a las naciones.» Convencionalismos del horror, fórmulas sin duda. San Juan cayó en ellos desde el momento en que optó por ese espléndido galimatías, desfile de hundimientos preferible finalmente, a las descripciones de islas y de ciudades donde una felicidad impersonal sofoca y la «armonía universal» aprisiona y tritura. Los sueños de la utopía se han realizado en su mayor parte, pero con un espíritu muy distinto a como fueron concebidos; lo que para la utopía era perfección, para nosotros resultó tara; sus quimeras son nuestras desgracias. El tipo de sociedad que la utopía imagina con tono lírico, nos parece intolerable. Júzguese si no en esta muestra del Viaje a Icaria: «Dos mil quinientas jóvenes mujeres (modistas) trabajan en un taller, unas sentadas, otras de pie, casi todas encantadoras... La costumbre que tiene cada obrera de hacer la misma cosa duplica la rapidez del trabajo, a la que se suma la perfección. Los más elegantes tocados nacen por miles cada mañana de entre las manos de sus bellas creadoras...». Tan enormes elucubraciones denotan debilidad mental o mal gusto. Y sin embargo Cabet, materialmente hablando, vio bien, sólo que se equivocó en lo esencial. Sin ninguna noción del intervalo que separa ser y producir (no existimos, en el pleno sentido de la palabra, sino fuera de lo que hacemos, más allá de nuestros actos), no podía descubrir la fatalidad que conlleva cualquier forma de trabajo: artesanal, industrial u otro. Lo que más impresiona en los escritos utópicos es la ausencia de olfato, de instinto psicológico: los personajes son autómatas, ficciones o símbolos, ninguno es verdadero, ninguno sobrepasa su condición de fantoche, de idea perdida en medio de un universo sin referencias. Incluso los niños son irreconocibles. En el «estado societario» de Fourier, son tan puros que hasta ignoran la tentación de robar, de «tomar una manzana de un árbol». Y un niño que no roba no es un niño. ¿Qué sentido tiene formar una sociedad de marionetas? Recomiendo la descripción del Falansterio como el más eficaz de los vomitivos.
Situado en las antípodas de La Rochefoucauld, los inventores de utopías son moralistas que sólo perciben en nosotros desinterés, apetito de sacrificio, olvido de sí. Exangües, perfectos y nulos, azotados por el Bien, desprovistos de pecados y de vicios, sin espesor ni contorno, sin iniciación a la existencia, al arte de avergonzarse de sí mismos, de variar sus vergüenzas y sus suplicios, no sospechan siquiera el placer que nos inspira el abatimiento de nuestros semejantes, la impaciencia con la que anticipamos y seguimos su caída. Esta impaciencia y este placer pueden, a veces, provenir de una curiosidad y no comportar nada de diabólico. Mientras un ser asciende, prospera, avanza, no se sabe quién es, pues su ascensión lo aleja de sí mismo, le quita realidad, y entonces él no es. De igual manera, no se conoce uno a sí mismo más que a partir del momento en que empieza a decaer, cuando el éxito, al nivel de los intereses humanos, se revela imposible: derrota clarividente gracias a la cual tomamos posesión de nuestro propio ser y nos desolidarizamos del entumecimiento universal. Para aprehender mejor la propia derrota, o la del prójimo, hay que pasar por el mal, y, si es necesario, hundirse en él: ¿y cómo conseguirlo en esas ciudades y en esas islas de donde el mal se encuentra excluido por principio y por razón de Estado? Ahí las tinieblas están prohibidas, sólo la luz es admitida. Ninguna huella de dualismo: la utopía es por esencia antimaniquea. Hostil a la anomalía, a lo deforme, a lo irregular, tiende al afianzamiento de lo homogéneo, de lo típico, de la repetición y de la ortodoxia. Pero la vida es ruptura, herejía, abolición de las normas de la materia. Y el hombre, en relación a la vida, es herejía en segundo grado, victoria de lo individual, del capricho, aparición aberrante, animal cismático que la sociedad —suma de monstruos adormecidos— pretende enderezar por el camino recto. Herético por excelencia, una vez despierto el monstruo, soledad encarnada, infracción al orden universal, éste se complace en su excepcionalidad, se aísla en sus privilegios onerosos, y es siendo duración como paga lo que gana sobre sus «semejantes»: mientras más se distinga de ellos, más frágil y peligroso será, pues es a costa de su longevidad como perturba la paz de los demás y como se crea, en el seno de la ciudad, un estatuto de indeseable.
«Nuestras esperanzas acerca del estado futuro de la especie humana pueden reducirse a tres puntos importantes: la abolición de la desigualdad entre las naciones, el progreso de la igualdad en un mismo pueblo y, finalmente, el perfeccionamiento del hombre» (Condorcet).
Apegada a la descripción de ciudades reales, la historia, que se la mire por donde se la mire corrobora el fracaso, y no el cumplimiento, de nuestras esperanzas, no ratifica ninguna de esas previsiones. Para un Tácito no existe una Roma ideal.
Al abolir lo irracional y lo irreparable, la utopía se opone también a la tragedia, paroxismo y quintaesencia de la historia. Cualquier conflicto desaparecería en una ciudad perfecta; las voluntades serían estranguladas, apaciguadas y milagrosamente convergentes; reinaría únicamente la unidad, sin el ingrediente del azar o de la contradicción. La utopía es una mezcla de racionalismo pueril y de angelidad secularizada.
Estamos ahogados en el mal. No es que todos nuestros actos sean malos, pero cuando cometemos algunos buenos sufrimos por haber contrarrestado nuestros movimientos espontáneos: la práctica de la virtud se reduce a un ejercicio de penitencia, al aprendizaje de la maceración. Satán, ángel caído transformado en demiurgo, comisionado a la Creación, se levanta contra Dios y se rebela aquí abajo más a gusto y con más poder que El; lejos de ser un usurpador, es nuestro maestro, soberano legítimo que estaría por encima del Altísimo si el universo estuviese reducido al hombre. Tengamos, pues, el valor de reconocer de quién dependemos.
Cerrado desde hacía cinco mil años, el Paraíso se abrió de nuevo, según San Juan Crisóstomo, cuando Cristo expiraba; el ladrón pudo penetrar, seguido por Adán, repatriado por fin, y de un número restringido de justos que vegetaban en los infiernos esperando «la hora de la redención».
Todo hace creer que se encuentra otra vez bajo llave, y que así permanecerá por mucho tiempo. Nadie puede forzar la entrada: los privilegiados que ahí gozan, han levantado barricadas, a partir de un sistema cuyas maravillas pudieron observar en la tierra. Ese paraíso tiene toda la apariencia de ser verdadero: en lo más profundo de nuestras depresiones soñamos con él y en él querríamos disolvernos. Un impulso súbito nos empuja y nos hunde ahí: ¿queremos recobrar en un instante lo que perdimos desde siempre y reparar de pronto el error de haber nacido? Nada desvela mejor el sentido metafísico de la nostalgia como su imposibilidad para coincidir con algún momento del tiempo; por eso busca consuelo en un pasado lejano, inmemorial, refractario a los siglos y anterior al devenir. El mal que esa nostalgia padece —efecto de una ruptura que se remonta a los inicios— le impide proyectar la edad de oro en el porvenir; la que naturalmente concibe es la antigua, la primordial; aspira a esa edad, no tanto para deleitarse en ella como para desaparecer, para depositar ahí el peso de la conciencia. Si retorna a las fuentes de los tiempos es para encontrar el verdadero paraíso, objeto de sus añoranzas. Por el contrario, la nostalgia de donde procede el paraíso de aquí abajo, estará justamente desprovista de la dimensión de la añoranza: nostalgia vuelta al revés, falseada y viciada, tendida hacia el futuro, obnubilada por el «progreso», réplica temporal, metamorfosis gesticulante del paraíso original. ¿Contagio? ¿Automatismo? Esta metamorfosis ha terminado por llevarse a cabo en cada uno de nosotros. Por gusto o por fuerza apostamos al futuro, hacemos de él una panacea, y, al asimilarlo al surgimiento de otro tiempo en el interior del tiempo mismo, lo consideramos como una duración inagotable y no obstante terminada, como una historia intemporal. Contradicción en los términos, inherente a la esperanza de un nuevo reino, de una victoria de lo insoluble en el seno del devenir. Nuestros sueños de un mundo mejor se fundan en una imposibilidad te6rica. ¿Qué hay de sorprendente, pues, si para justificarlos tenemos que recurrir a paradojas sólidas?
Mientras el cristianismo colmaba los espíritus, la utopía no podía seducirlos, pero en cuanto empezó a decepcionarlos buscó conquistarlos e instalarse en su lugar. Ya era ésa su intención en el Renacimiento, pero sólo iba a conseguirlo dos siglos más tarde, en una época de supersticiones «esclarecidas». Así nació el Porvenir, visión de una felicidad irrevocable, de un paraíso dirigido en el que no cabe el azar y la menor fantasía aparece como una herejía o una provocación. Hacer su descripción sería entrar en los detalles de lo inimaginable. La idea misma de una ciudad ideal es un sufrimiento para la razón, una empresa que honra al corazón y desacredita al intelecto. (¿Cómo pudo un Platón prestarse a ella? Me olvidaba que es el ancestro de todas esas aberraciones, retomadas y agravadas por Tomás Moro, el fundador de las ilusiones modernas.) Estructurar una sociedad en la que, según una etiqueta aterradora, nuestros actos están catalogados y reglamentados, en la que, a causa de una caridad llevada hasta la indecencia, se preocupan por nuestros más íntimos pensamientos, es transportar las congojas del infierno a la edad de oro, o crear, con la ayuda del diablo, una institución filantrópica. Solares, utópicos, armónicos: sus horribles nombres se parecen a su destino, pesadilla que también nos está reservada, puesto que nosotros mismos la hemos convertido en ideal.
De tanto pregonar las ventajas del trabajo, las utopías deberían tomar la contrapartida del Génesis. Particularmente en este punto, son la expresión de una humanidad tragada por el trabajo, orgullosa en su complacencia de las consecuencias de la caída, de las cuales la más grave es la obsesión del rendimiento. Llevamos con orgullo y ostentación los estigmas de una raza que adora «el sudor de la frente» y que hace de él un signo de nobleza, que se agita y sufre gozando; de ahí el horror que nos inspira, a nosotros los réprobos, el elegido que se niega a trabajar o a sobresalir en lo que sea. Sólo aquel que conserva el recuerdo de una felicidad inmemorial puede reprochar al elegido ese rechazo. Desorientado en medio de sus semejantes, es como ellos; y, sin embargo, no puede comunicarse con ellos; por donde mire, no se siente de aquí; todo le parece usurpación: incluso el hecho de llevar un nombre... Sus empresas fracasan, se embarca en ellas sin convicción: simulacros de los que lo aleja la imagen precisa de otro mundo. Una vez que el hombre se eliminó del paraíso, para no sufrir ni pensar más en él, obtuvo como compensación la facultad de querer, de tender hacia el acto, de abismarse en él con entusiasmo, con brío. Pero el abúlico, en su desapego, en su marasmo sobrenatural, para qué se esfuerza, para qué se entrega a objetivo alguno? Nada lo impulsa a salir de su ausencia. Y no obstante, tampoco él escapa enteramente a la maldición común: se agota en una nostalgia y gasta en ella más energía que la que nosotros ponemos en nuestras aventuras.
Cuando Cristo aseguró que «el reino de Dios» no era ni de «aquí» ni de «allá», sino de dentro de nosotros, condenaba por adelantado las construcciones utópicas para las cuales todo «reino» es necesariamente exterior, sin relación ninguna con nuestro yo profundo o nuestra salvación individual. Mientras más nos hayan marcado las utopías, más esperaremos nuestra salvación de fuera, del curso de las cosas o del de las colectividades. Así se configuró el Sentido de la historia cuya moda iba a suplantar a la del Progreso, sin agregarle nada nuevo. Había no obstante que hacer a un lado, no un concepto, sino una de sus traducciones verbales de las que se ha abusado. No nos renovaríamos en materia ideológica si no recurriéramos a los sinónimos.
Por diversos que sean sus disfraces, la idea de perfectibilidad ha penetrado en nuestras costumbres: se adhiere a ella inclusive quien la pone en duda. Nadie quiere aceptar que la historia se desenvuelve sin más, independientemente de una dirección determinada, de un objetivo. «Finalidad tiene, hacia ella va, virtualmente ya la ha logrado», proclaman nuestros deseos y nuestras doctrinas. Mientras más cargada de promesas inmediatas esté una idea, más oportunidades tiene de triunfar. Ineptos para encontrar el «reino de Dios» en sí mismos, o, mejor dicho, demasiado astutos como para buscarlo ahí, los cristianos lo situaron en el devenir: pervirtieron una enseñanza con el fin de asegurar su éxito. Por otra parte, Cristo mismo mantuvo el equívoco; por un lado, y respondiendo a las insinuaciones de los fariseos, preconizaba un reino interior fuera del tiempo; por el otro, señalaba a sus discípulos que, estando cerca la salvación, ellos y la «generación presente» asistirían a la consumación de todas las cosas. Como comprendió que los humanos aceptan el martirio por una quimera, mas no por una verdad, llegó a un acuerdo con sus debilidades. Si hubiese actuado de otro modo su obra se hubiera visto comprometida. Pero lo que en Cristo era concesión o táctica, en los utopistas es postulado o pasión.
Un gran paso adelante fue dado el día en que los hombres comprendieron que, para mejor poder atormentarse unos a otros, necesitaban reunirse, organizarse en sociedad. Si creemos a las utopías, sólo lo han conseguido a medias; por eso ellas se proponen ayudarlos, ofrecerles un marco apropiado al ejercicio de una felicidad completa, exigiendo, a cambio, que renuncien a su libertad, o, si la conservan, que la utilicen únicamente para clamar su alegría en medio de los sufrimientos que se infligen a placer. Tal parece ser el destino de la solicitud infernal que las lleva hacia los hombres. En esas condiciones, cómo no imaginar una utopía a la inversa, una liquidación del ínfimo bien y del mal inmenso que atañen a la existencia de cualquier orden social? ¿Cómo poner término a un tan vasto conjunto de anomalías? Se necesitaría algo comparable al disolvente universal que los alquimistas buscaban y cuya eficacia se apreciara, no ya en los metales, sino sobre las instituciones. A la espera de que sea encontrada la fórmula, notemos de paso que la alquimia y la utopía, en sus partes positivas, se tocan al perseguir, en dominios heterogéneos, un sueño de transmutación parecido, si no idéntico: una, apegándose a lo irreductible en la naturaleza; la otra, a lo irreductible en la historia. El elixir de la vida y la ciudad ideal proceden de un mismo vicio del espíritu, o de una misma esperanza.
Al igual que una nación tiene necesidad de una idea insensata para que la guíe y le proponga fines inconmensurables en relación a sus capacidades reales, con el fin de distinguirse de las demás naciones y humillarlas y aplastarlas, o simplemente para adquirir una fisonomía única, de la misma manera una sociedad no evoluciona y no se afirma a menos que se le sugieran o inculquen ideales desproporcionados en relación a lo que es. La utopía llena en la vida de las colectividades la función asignada a la idea de misión en la vida de los pueblos. De las visiones mesiánicas o utópicas, las ideologías son el subproducto y algo así como su expresión vulgar.
En sí misma una ideología no es ni buena ni mala. Todo depende del momento en que se la adopta. El comunismo, por ejemplo, actúa sobre una nación viril como un estimulante; la impulsa hacia adelante y favorece su expansión; en una nación tambaleante, su influencia podría ser menos feliz. Ni verdadero ni falso, precipita procesos, y no es por su causa, sino a través suyo, como Rusia adquirió su vigor presente. ¿Será su papel el mismo una vez instalado en el resto de Europa? ¿Será un principio de renovación? Nos gustaría creerlo; en todo caso, la pregunta sólo conlleva una respuesta indirecta, arbitraria, inspirada en analogías de orden histórico. Piénsese en los efectos del cristianismo en sus inicios: constituyó un golpe fatal para la antigua sociedad, la paralizó y la extinguió; por el contrario, fue una bendición para los bárbaros, cuyos instintos se exasperaron a su contacto. Lejos de regenerar un mundo decrépito, sólo regeneró a los regenerados. De la misma manera, el comunismo constituirá, en lo inmediato, la salvación de aquellos que ya están salvados; no podrá traer una esperanza concreta a los moribundos, y mucho menos reanimar cadáveres.
Después de haber denunciado los ridículos de la utopía, hablemos de sus méritos; y puesto que los hombres se las arreglan tan bien con el estado social sin distinguir apenas su mal inminente, hagamos como ellos, asociémonos a su inconsciencia.
Lo más loable en las utopías es el haber denunciado los daños que causa la propiedad, el horror que representa, las calamidades que provoca. Pequeño o grande, el propietario está mancillado, corrompido en su esencia: su corrupción recae sobre el menor objeto que toca o del que se apropia. Si se amenaza su fortuna, si se le despoja de ella, se verá obligado a una toma de conciencia de la que normalmente es incapaz. Para retomar una apariencia humana, para recuperar su «alma», es necesario que el propietario se vea arruinado y que consienta en su ruina. La revolución le ayudará. Al devolverlo a su desnudez primitiva, lo anula en lo inmediato y lo salva en lo absoluto, pues la salvación libera —interiormente, se entiende— a aquellos a quienes primero golpeó: se posesiona de ellos; los restituye como clase al darles su antigua dimensión y los devuelve a los valores que traicionaron. Pero incluso antes de tener el medio o la ocasión de golpearlos, la revolución mantiene en ellos un miedo saludable: perturba su sueño, alimenta sus pesadillas, y la pesadilla es el principio del despertar metafísico. Es, pues, en forma de agente de destrucción como revela su utilidad; aunque fuese nefasta, una cosa la redimirá siempre: sólo ella sabe qué clase de terror utilizar para sacudir a ese mundo de propietarios, el más atroz de los mundos posibles. Cualquier forma de posesión, y no temamos insistir en ello, degrada, envilece, halaga al monstruo adormecido que dormita en el fondo de cada uno de nosotros. Disponer aunque no fuese más que de una escoba, contar con cualquier cosa como bien propio, es participar en la indignidad general. ¡Qué orgullo descubrir que nada nos pertenece, qué revelación! Uno se consideraba el último de los hombres, y he aquí que, de pronto, sorprendido y como iluminado por la desposesión, ya no sufre, por el contrario, ella se convierte en un motivo de suficiencia. Y todo lo que se desea es estar tan desposeído como lo está un santo o un alienado.
Cuando se encuentra uno harto de los valores tradicionales, uno se orienta necesariamente hacia la ideología que los niega. Y seduce más por su fuerza de negación que por sus fórmulas positivas. Desear el trastrocamiento del orden social supone atravesar una crisis marcada más o menos por temas comunistas. Esto es tan cierto hoy como lo fue ayer y como lo será mañana. Todo sucede como si, después del Renacimiento, los espíritus hubiesen sido atraídos, en la superficie, por el liberalismo, y, en profundidad, por el comunismo, que, lejos de ser un producto circunstancial, un accidente histórico, es el heredero de los sistemas utópicos y el beneficiario de un largo trabajo subterráneo; primero capricho o cisma, adquiriría más tarde el carácter de un destino y de una ortodoxia. Hoy en día, las conciencias sólo pueden ejercitarse en dos formas de rebelión: comunista y anticomunista. Sin embargo, ¿cómo no percibir que el anticomunismo equivale a una fe rabiosa, horrorizada ante el porvenir del comunismo?
Cuando suena la hora de una ideología, todo ayuda a su éxito, sus enemigos inclusive; ni la polémica ni la policía podrán detener su expansión o retardar su triunfo; la ideología puede, y quiere, encarnarse; pero mientras mejor lo consiga, más se vaciará de su contenido ideal, extenuará sus recursos para, finalmente, al comprometer las promesas de salvación a su disposición, degenerar en habladuría o en espantapájaros.
La carrera reservada al comunismo depende de la rapidez con que gaste sus reservas de utopía. Mientras las posea, atraerá inevitablemente a todas las sociedades que no la hayan aún experimentado; retrocediendo aquí, avanzando allá, investido con virtudes que ninguna otra ideología contiene, el comunismo le dará la vuelta al mundo sustituyendo a las religiones difuntas o tambaleantes, y proponiendo por todas partes a las masas modernas un absoluto digno de su vacío.
Considerado en sí mismo, el comunismo aparece como la única realidad factible de adhesión por mínima que sea la ilusión que se tenga sobre el porvenir: he aquí por qué, en diversos grados, todos somos comunistas... ¿Pero no es acaso una especulación estéril juzgar una doctrina fuera de las anomalías inherentes a su realización práctica? El hombre contará siempre con el advenimiento de la justicia; para que triunfe renunciará a la libertad, que después añorará. Haga lo que haga, el callejón sin salida acecha sus actos y sus pensamientos, como si ése fuera, no su término, sino el punto de partida, la condición y la clave. No hay forma social nueva que esté en situación de salvaguardar las ventajas de la antigua: una suma más o menos igual de inconvenientes se encuentra en todos los tipos de sociedad. Equilibrio maldito, estancamiento sin remedio que padecen por igual los individuos y las colectividades. Las teorías no pueden hacer nada, pues el fondo de la historia es impermeable a las doctrinas que marcan su apariencia. La era cristiana fue algo muy diferente al cristianismo; la era comunista, a su vez, no sabría evocar al comunismo en tanto tal. No existe acontecimiento naturalmente cristiano ni naturalmente comunista.
Si la utopía era la ilusión hipostasiada, el comunismo, que va más lejos aún, será la ilusión decretada, impuesta: un reto a la omnipresencia del mal, un optimismo obligatorio. Se acomodará difícilmente en él quien, a fuerza de experiencias y de tentativas, vive en la ebriedad de la decepción, y quien, siguiendo el ejemplo del redactor del Génesis, se niega a asociar la edad de oro al futuro. Y no es que desprecie a los maniáticos del «progreso indefinido» y sus esfuerzos por hacer triunfar aquí abajo la justicia; pero aquél sabe, para su desgracia, que la justicia es una imposibilidad material, un grandioso sinsentido, de cuyo único ideal es posible afirmar con certeza que no se realizará jamás, y contra el cual la naturaleza y la sociedad parecen haber movilizado todas sus leyes.
Estos desacuerdos, estos conflictos, no pertenecen únicamente a un solitario. Con mayor o menor intensidad, también nosotros los sentimos: ¿acaso no deseamos la destrucción de esta sociedad conociendo, a la vez, los desengaños que nos reserva aquella que la reemplazará? Aunque fuese inútil una transformación total, una revolución sin fe es todo lo que todavía se puede esperar de una época en la que nadie tiene suficiente candor para ser un verdadero revolucionario. Cuando, presa del frenesí del intelecto, uno se entrega al del caos, se reacciona como un loco en posesión de sus facultades, loco superior a su locura; o como un dios que, en un acceso de rabia lúcida, se complaciera en pulverizar su obra y su ser.
Nuestros sueños de futuro son en adelante inseparables de nuestros temores. La literatura utópica, en sus inicios, se rebelaba contra la Edad Media, contra la alta estima que tenía al infierno, y contra el gusto que profesaba por las visiones de fin de mundo. Se diría que los sistemas tan tranquilizadores de Campanella y de Moro fueron concebidos con la sola finalidad de desacreditar a santa Hildegarda. Hoy en día, reconciliados con lo terrible, asistimos a una contaminación de la utopía por el apocalipsis: la «nueva tierra» que se nos anuncia afecta cada vez más la figura de un nuevo infierno. Pero a este infierno lo esperamos, nos obligamos incluso a precipitar su llegada. Los dos géneros, el utópico y el apocalíptico, que nos parecen tan disímiles, se interpenetran, uno influye en el otro para formar un tercero maravillosamente apto para reflejar la clase de realidad que nos amenaza y a la que, no obstante, diremos sí, un sí correcto y sin ilusión. Será nuestra manera de ser irreprochables ante la fatalidad.