Empleamos la mayor parte de nuestras vigilias en despedazar con el pensamiento a nuestros enemigos, en arrancarles los ojos y las entrañas, en presionar y vaciar sus venas, en pisotear y machacar cada uno de sus órganos, dejándoles únicamente, por lástima, el placer de su esqueleto. Hecha esta concesión, nos tranquilizamos y, hartos de fatiga, caemos en el sueño. Reposo bien ganado después de tan minucioso encarnizamiento. Debemos, por otra parte, recuperar fuerzas para poder recomenzar a la noche siguiente, para emprender una tarea que descorazonaría a un Hércules carnicero. Decididamente, tener enemigos no es una sinecura.
El programa de nuestras noches sería menos pesado si, durante el día, pudiésemos dar libre curso a nuestros malos instintos. Para alcanzar no tanto la felicidad como el equilibrio, tendríamos que liquidar a una buena parte de nuestros semejantes, practicar cotidianamente la masacre tal como lo hacían nuestros afortunados y lejanos ancestros. No tan afortunados, se nos objetará, pues la baja densidad demográfica de la época de las cavernas no les permitía descuartizarse todo el tiempo. De acuerdo. Pero tenían compensaciones, estaban mejor provistos que nosotros: yendo a cazar a cualquier hora del día, lanzándose sobre las bestias salvajes, era a sus congéneres a quienes abatían. Familiarizados con la sangre, podían fácilmente apaciguar su frenesí; no tenían ninguna necesidad ni de disimular ni de diferir sus impulsos asesinos, mientras que nosotros estamos condenados a vigilar y a refrenar nuestra ferocidad, a dejarla sufrir y gemir, pues nos vemos sujetos a la necesidad de retardar nuestras venganzas o de renunciar a ellas.
No vengarse es encadenarse a la idea del perdón, es hundirse en ella, es tornarse impuro a causa del odio que se le ahoga a uno dentro. El enemigo perdonado nos obsesiona y nos perturba, sobre todo cuando hemos decidido no detestarlo. De todas maneras sólo le perdonamos de verdad si hemos contribuido o asistido a su caída, si nos ofrece el espectáculo de un fin ignominioso, o si, suprema reconciliación, contemplamos su cadáver. Rara dicha por cierto, y vale más no contar con ella. Pues el enemigo nunca está por tierra, siempre se encuentra de pie y triunfante. Su primera cualidad es la de levantarse frente a nosotros y oponer a nuestras tímidas risas burlonas su abierto sarcasmo.
Nada nos hace más desgraciados que la obligación de resistir a la llamada de nuestros profundos orígenes primitivos. Los resultados son esos tormentos de civilizado reducido a la sonrisa, uncido a la cortesía y a la duplicidad, incapaz de anular al adversario, salvo con la intención, abocado a la calumnia y, desesperado por matar, lo hace únicamente gracias a la virtud de las palabras, ese puñal invisible. Los caminos de la crueldad son diversos. Al sustituir la jungla, la conversación permite a nuestra bestialidad gastarse sin perjuicio inmediato para nuestros semejantes. Si, por el capricho de un poder maléfico, perdiéramos el uso de la palabra, nadie se encontraría ya a salvo. Hemos logrado pasar al dominio de nuestros pensamientos la necesidad del asesinato inscrita en nuestra sangre: sólo esta acrobacia explica la posibilidad, y la permanencia, de la sociedad. ¿Habrá que concluir que logramos triunfar sobre nuestra corrupción nativa, sobre nuestros talentos homicidas? Eso sería desconocer las capacidades del verbo y exagerar sus posibilidades. La crueldad que hemos heredado, que está a nuestra disposición, no se deja domar tan fácilmente; mientras no nos entreguemos a ella por completo, y no la agotemos, se conservará en lo más secreto y no nos emanciparemos de ella. El asesino típico medita su crimen, lo prepara, lo cumple, y, al cumplirlo, se libera por un tiempo de sus impulsos; en cambio, el que no mata porque no puede matar, aunque tenga deseos de hacerlo, el asesino irrealizado, veleidoso y elegíaco de la matanza, comete mentalmente un sinnúmero de crímenes, y se atormenta y sufre mucho más que el otro, puesto que arrastra la nostalgia de todas las abominaciones que no pudo perpetrar. De la misma manera aquel que no osa vengarse envenena sus días, maldice sus escrúpulos y ese acto contra natura que es el perdón. Sin duda la venganza no siempre es dulce: una vez llevada a cabo, nos sentimos inferiores a la víctima, nos enredamos en las sutilezas del remordimiento; la venganza también tiene su ponzoña, aunque esté más cerca de nuestra naturaleza, de lo que experimentamos, de nuestra propia ley; también es más sana que la magnanimidad. Las Furias tenían la fama de ser anteriores a los dioses, a Júpiter inclusive. La Venganza es anterior a la Divinidad. Es la máxima intuición de la mitología antigua.
Los que, o por falta de ocasión o por impotencia, no han reaccionado ante las maniobras de sus enemigos, llevan en su rostro los estigmas de cóleras ocultas, las huellas de la afrenta y del oprobio, el deshonor de haber perdonado. Los bofetones que no dieron se voltean contra ellos y regresan en masa a golpear su cara y a ilustrar su cobardía. Perdidos y obsesos, replegados sobre su vergüenza, saturados de amargura, rebeldes con los demás y consigo mismos, tan inhibidos como prontos a estallar, se diría que hacen un esfuerzo sobrehumano por apartar de sí una amenaza de convulsión. Mientras más grande es su impaciencia, mejor deben disfrazarla, y cuando no lo consiguen y explotan, inútilmente, estúpidamente, caen en el ridículo, al igual que aquellos que han acumulado demasiada bilis y demasiado silencio y pierden en el momento decisivo toda su contención ante sus enemigos y se muestran indignos de ellos. Su fracaso hará crecer aún más su rencor, y cada experiencia, por insignificante que sea, equivaldrá a un nuevo suplemento de hiel.
No nos ablandamos, no nos hacemos buenos si no es destruyendo lo mejor de nuestra naturaleza, sometiendo el cuerpo a la disciplina de la anemia, y el espíritu a la del olvido. Mientras guardemos aunque sea una sombra de memoria, el perdón será una lucha con los instintos, una agresión contra el propio yo. Nuestras villanías nos ponen de acuerdo con nosotros mismos, aseguran nuestra continuidad, nos ligan a nuestro pasado y excitan nuestros poderes de evocación; de la misma manera, sólo tenemos imaginación cuando nos encontramos en espera de la desgracia de los demás, en los transportes del hartazgo, en esa disposición que nos empuja, si no a cometer infamias, al menos a soñarlas. ¿Cómo podría ser de otra forma en un planeta donde la carne se propaga con la impudicia de un azote? Hacia donde uno se dirija, tropieza con lo humano, odiosa ubicuidad que nos hunde en el estupor y la rebeldía, en una estupidez fogosa. Antes, cuando el espacio se encontraba menos abarrotado, menos infestado de hombres, unas sectas, indudablemente inspiradas por una fuerza benéfica, preconizaban y practicaban la castración; por una infernal paradoja desaparecieron en el momento preciso en el que su doctrina hubiera sido más oportuna y saludable que nunca. Maniáticos de la procreación, bípedos con rostros desmonetizados, hemos perdido todo atractivo los unos para los otros, y únicamente sobre una tierra semidesierta, poblada a lo más de algunos millones de habitantes, nuestras fisonomías podrían volver a encontrar su antiguo prestigio. La multiplicación de nuestros semejantes linda con lo inmundo; el deber de amarlos, con la impertinencia. Esto no impide que todos nuestros pensamientos estén contaminados por la presencia de lo humano, que huelan a humano y que no consigan desembarazarse de ello. ¿Qué verdad pueden alcanzar, a qué revelación pueden elevarse, si esta pestilencia asfixia el espíritu y lo vuelve impropio para pensar en otra cosa que no sea ese animal pernicioso y fétido de cuyas emanaciones está contaminado? Aquel que es demasiado débil para declarar la guerra al hombre, nunca debería olvidarse, en sus momentos de fervor, de rogar por el advenimiento de un segundo diluvio, más radical que el primero.
El conocimiento arruina el amor: a medida que penetramos en nuestros secretos detestamos a nuestros semejantes, precisamente porque se nos asemejan. Cuando ya no se tienen más ilusiones sobre uno mismo, no se tienen tampoco sobre los demás; la innombrable, que se intuye por introspección, se extiende, por una legítima generalización, al resto de los mortales, y al descubrirlos depravados en su esencia, uno no se equivoca al imputarles todos los vicios. Curiosamente, la mayoría de los mortales se revelan ineptos o renuentes a rastrear los vicios, a comprobarlos en sí mismos o en los demás. Es fácil hacer el mal: todo el mundo lo consigue; asumirlo explícitamente, reconocer su inexorable realidad es, en cambio, una insólita hazaña. En la práctica, cualquiera puede rivalizar con el diablo; en teoría no ocurre lo mismo. Cometer horrores y concebir el horror son dos actos irreductibles uno con respecto al otro: nada en común entre el cinismo vivido y el cinismo abstracto. Desconfiemos de los que se suscriben a una filosofía tranquilizadora, los que creen en el Bien y lo erigen en ídolo; no habrían llegado a eso si, inclinados honestamente sobre sí mismos, hubieran sondeado sus profundidades o sus miasmas: pero aquellos pocos que tuvieron la indiscreción o la desgracia de sumergirse hasta las profundidades de su ser, saben a qué atenerse con respecto al hombre: no podrán ya amarlo, pues no se aman más a sí mismos, aunque están, a la vez —y ése es su castigo—, más apegados a su yo que antes...
Para poder conservar la fe en nosotros y en los demás, y no percibir el carácter ilusorio, la nulidad de todo acto, la naturaleza nos ha hecho opacos a nosotros mismos, sujetos a una ceguera que genera el mundo y lo gobierna. Si lleváramos a cabo una investigación exhaustiva de nosotros mismos, el asco nos paralizaría y condenaría a una existencia sin provecho. La incompatibilidad entre el acto y el conocimiento de uno mismo parece habérsele escapado a Sócrates; sin esto, en su calidad de pedagogo, de cómplice del hombre, ¿se hubiera atrevido a adoptar el lema del oráculo con todos los abismos de renuncia que supone y a los que invita?
Mientras se posee una voluntad propia y se apega uno a ella (es el reproche que se le ha hecho a Lucifer), la venganza es un imperativo, una necesidad orgánica que define al universo de la diversidad, del «yo», y que no tiene ningún sentido en el universo de la identidad. Si fuese cierto que «es en el Uno donde respiramos» (Plotino), ¿de quién nos vengaríamos ahí donde toda diferencia desaparece y donde comulgamos con lo indiscernible y perdemos nuestros contornos? De hecho respiramos en lo múltiple; nuestro reino es el del «yo» y no hay salvación a través del «yo». Existir es condescender con la sensación, o sea con la afirmación de uno mismo: de ahí se deriva el no saber (con su consecuencia directa: la venganza), principio de fantasmagoría, fuente de peregrinación sobre la tierra. Mientras más pretendemos apartarnos de nuestro yo, más nos hundimos en él. De nada nos sirve hacerlo estallar: en el mismo momento en que creemos haberlo conseguido, se muestra más seguro que nunca; todo lo que ponemos en juego para arruinarlo sólo consigue aumentar su fuerza y su solidez, y es tal su vigor y su perversidad que se dilata mejor en el sufrimiento que en el gozo. Si esto ocurre con el yo, lo mismo sucede, y con mayor razón, con los actos. Cuando nos creemos liberados de ellos, estamos más anclados que nunca: incluso degradados a meros simulacros, los actos tienen poder sobre nosotros y nos esclavizan. Y si llevamos a cabo alguna empresa, ya sea por persuasión o a la fuerza, terminamos siempre por adherirnos a ella, por convertirnos en sus esclavos o en sus engañados. Nadie se mueve sin afiliarse a lo múltiple, a las apariencias, al «yo». Actuar es delinquir contra el absoluto.
La soberanía del acto viene, hay que decirlo sin rodeos, de nuestros vicios, que contienen un mayor contingente de existencia que las virtudes. Si nos adherimos a la causa de la vida, y particularmente a la de la historia, los vicios se revelan útiles en grado superlativo: ¿acaso no es gracias a ellos que nos apegamos a las cosas y desempeñamos un buen papel? Inseparables de nuestra condición, sólo el fantoche no los tiene. Querer boicotear a los vicios es conspirar contra uno mismo, es soltar las armas en pleno combate, es desacreditarse a los ojos del prójimo o quedarse siempre vacío. El avaro merece que se le envidie, no a causa de su dinero, sino justamente por su avaricia, que es su verdadero tesoro. Al fijar al individuo en un sector de lo real, al implantarlo en él, el vicio, que nada hace a la ligera, lo ocupa, lo profundiza, le da una justificación, lo desvía de lo vago. El valor práctico de las manías, de los desajustes y de las aberraciones no necesita ya demostración. En la medida en que nos acantonamos en este mundo, en lo inmediato, donde las voluntades se enfrentan, donde hace estragos el apetito de ser el primero, un pequeño vicio es más eficaz que una gran virtud. La dimensión política de los seres (entiendo por política la coronación de lo biológico) salvaguarda el reino de los actos, el reino de las abyecciones dinámicas. Conocernos es identificar el móvil sórdido de nuestros gestos, lo inconfesable inscrito en nuestra sustancia, la suma de miserias patentes o clandestinas de las que depende nuestra eficacia. Todo lo que emana de las zonas inferiores de nuestra naturaleza está investido de fuerza, todo lo que viene de abajo estimula: producimos y rendimos más por celos y rapacidad que por nobleza o desinterés. La esterilidad sólo acecha a los que no se dignan a mantener y a divulgar sus taras. Cualquiera que sea el sector en que nos ocupemos, para triunfar en él tenemos que cultivar el lado insaciable de nuestro carácter, consentir nuestras inclinaciones al fanatismo, a la intolerancia y a la venganza. Nada más sospechoso que la fecundidad. Si buscas la pureza, si pretendes una transparencia interior, rechaza sin tardanza tus talentos, salta del circuito de los actos, sitúate fuera de lo humano, renuncia, para emplear la jerga piadosa, a la «conversación de las criaturas»...
Los grandes dones, lejos de excluir los grandes defectos, los llaman y los refuerzan. Cuando los santos se acusan de tal o cual pecado, hay que creerles bajo palabra. El mismo interés que muestran por los sufrimientos ajenos atestigua contra ellos. Su piedad, la piedad en general, ¿qué es si no el vicio de la bondad? Obtiene su eficacia del mal principio que recela, y por ello goza con los sufrimientos de los otros, saborea su veneno, se precipita sobre todos los males que percibe o presiente, sueña con el infierno como si fuera una tierra prometida, lo postula, no puede prescindir de él, y, si la piedad no es destructiva por si misma, se aprovecha, no obstante, de todo lo que destruye. Extrema desviación de la bondad, termina por ser su negación, mucho más entre los santos que entre nosotros. Para convencerse, basta leer sus Vidas y contemplar la voracidad con la que se precipitan sobre nuestros pecados, la nostalgia que tienen por la caída fulgurante o el remordimiento interminable, su exasperación ante la mediocridad de nuestras infamias y su pesar al no tener que atormentarse más por nuestra salvación.
Por muy alto que nos elevemos, permanecemos prisioneros de nuestra naturaleza, de nuestra caída original. Los hombres con grandes designios, o simplemente talentosos, son monstruos, soberbios y horribles, que hacen el efecto de estar meditando algún crimen tremendo; en realidad preparan su obra... trabajan taimadamente en ella, como malhechores: ¿acaso no tienen que abatir a todos aquellos que siguen el mismo camino que ellos? Nos agitamos y producimos para aplastar a los seres o al Ser, a los rivales o al Rival. A cualquier nivel los espíritus se hacen la guerra, se complacen y se revuelcan en el desafío; los mismos santos se entreatacan y excluyen, como lo hacen, por otra parte, los dioses, según lo prueban sus perpetuos pleitos, azote de todos los Olimpos. Aquel que aborda el mismo dominio o el mismo problema que nosotros, que atenta contra nuestra originalidad, contra nuestros privilegios, contra la integridad de nuestra existencia, nos despoja de nuestras quimeras y de nuestras oportunidades. El deber de derribarlo, de arrasarlo, o al menos de vilipendiarlo, adquiere la forma de una misión, de una fatalidad. Sólo nos es agradable aquel que se abstiene, que no se manifiesta para nada; eso mientras no vaya a convertirse en modelo: el sabio reconocido excita y legitima la envidia. Incluso un vago, si se distingue en su vagancia y brilla, corre el riesgo de deshonrarse: atrae demasiado la atención sobre sí... Lo ideal seria una desaparición bien dosificada. Nadie lo consigue.
Sólo se adquiere la gloria en detrimento de los demás, de aquellos que también la buscan; hasta la reputación se obtiene al precio de innombrables injusticias. Aquel que ha salido del anonimato, o que hace el intento por salir, prueba que ha eliminado todo escrúpulo de su vida, que ha triunfado sobre su conciencia, si es que alguna vez la tuvo. Renunciar al nombre es condenarse a la inactividad; apegarse a él es degradarse. ¿Hay que rezar o escribir plegarias?, ¿existir o expresarse? Lo cierto es que el principio de expansión, inmanente a nuestra naturaleza, nos hace mirar los méritos de otro como una usurpación de los nuestros, como una continua provocación. Si la gloria nos está prohibida o nos es inaccesible, acusamos a aquellos que la han alcanzado porque pensamos que la han obtenido robándonosla: nos correspondía por derecho, nos pertenecía, y sin las maquinaciones de esos usurpadores hubiese sido nuestra. «Mucho más que la propiedad, la gloria es un robo»: letanía del amargado y, hasta cierto punto, de todos nosotros. La voluptuosidad de ser desconocido o incomprendido es rara; no obstante, si bien se mira, ¿no equivale acaso al orgullo de haber triunfado sobre las vanidades y los honores, sobre el deseo de un renombre inhabitual, al orgullo de una celebridad sin público? Lo cual constituye la forma suprema, el summum, del apetito de gloria.
La palabra no es demasiado fuerte: se trata de un apetito que hunde sus raíces en nuestros sentidos y que responde a una necesidad fisiológica, a un grito de las entrañas. Para apartarnos de él y vencerlo, deberíamos meditar en nuestra insignificancia hasta adquirir el sentimiento vivo de ella, sin ninguna voluptuosidad, pues la certeza de no ser nada conduce, si no se tiene cuidado, a la complacencia y al orgullo: no se percibe la propia nada, no se detiene uno en ella, sin apegársele sensualmente... Hay cierto placer en denunciar encarnizadamente la fragilidad de la felicidad; de la misma forma, cuando se profesa desdén por la gloria, no se ignora, con eso, el deseo de obtenerla, se la adora incluso al proclamar su inanidad. Deseo odioso sin duda, pero inherente a nuestra organización; para extirparlo, habría que consagrar la carne y el espíritu a la petrificación, rivalizar en apatía con el mineral, olvidar después a los demás evacuarlos de nuestra conciencia, pues su simple presencia radiante y satisfecha despierta a nuestro mal genio, quien nos ordena barrerlos y salir de nuestra oscuridad a pesar de su brillo.
Detestamos a aquellos que han «escogido» vivir en la misma época que nosotros, que corren a nuestro lado, que estorban nuestros pasos o nos dejan atrás. En términos más claros: todo contemporáneo es odioso. Nos resignamos a la superioridad de un muerto, nunca a la de un vivo cuya misma existencia constituye un reproche y una acusación, una invitación a los vértigos de la modestia. Que tantos semejantes nos sobrepasen es una evidencia insostenible que esquivamos arrogándonos, por astucia instintiva o desesperada, todos los talentos y atribuyéndonos la ventaja de ser únicos. Nos asfixiamos cerca de nuestros émulos o de nuestros modelos: ¡qué alivio frente a sus tumbas!
Incluso el discípulo sólo respira y se emancipa con la muerte del maestro. Mientras somos, invocamos con nuestros deseos la ruina de aquellos que nos eclipsan con sus dones, con sus trabajos o sus hazañas, y espiamos con avidez, con febrilidad, sus últimos momentos. Fulano se eleva, en nuestro sector, por encima de nosotros y es razón suficiente para que deseemos vernos libres de él: ¿cómo perdonarle la admiración que nos inspira? Que se borre, que se aleje, que reviente al fin para que podamos venerarlo sin desgarramiento ni acrimonia, para que cese nuestro martirio.
Si el que se eleva tuviera un poco de astucia, en lugar de agradecernos la gran debilidad que sentimos por él, nos trataría mal, nos acusaría de impostura, nos apartaría con asco o conmiseración. Demasiado lleno de sí mismo, sin ninguna experiencia en el calvario de la admiración, ni de los movimientos contradictorios que provoca en nosotros, apenas sí sospecha que al ponerlo en un pedestal hemos consentido en rebajarnos y que pagará por ello: ¿podremos olvidar jamás el golpe que, a su pesar, es cierto, asestó a la dulce ilusión de nuestra singularidad y de nuestro valor? Habiendo cometido la imprudencia o el abuso de dejarse adorar demasiado tiempo, tiene que sufrir las consecuencias: por el decreto de nuestra lasitud, de verdadero dios se ha convertido en dios falso, se ha reducido a ser el arrepentimiento de haber ocupado indebidamente nuestras horas. Quizá sólo lo hemos venerado con la esperanza de poder vengarnos algún día. Si nos place postrarnos, nos place más aún renegar de aquellos ante quienes nos hemos rebajado. Cualquier trabajo de zapa exalta, confiere energía; de ahí la urgencia, la infalibilidad práctica de los sentimientos viles. La envidia, que hace de un poltrón un temerario, de un aborto un tigre, fustiga los nervios, enciende la sangre, comunica al cuerpo un escalofrío que le impide amilanarse, otorga al rostro más anodino una expresión de ardor concentrado; sin ella no habría acontecimientos, ni siquiera mundo; la envidia ha hecho al hombre posible, le ha permitido hacerse un nombre, acceder a la grandeza por la caída por esa rebelión contra la gloria anónima del paraíso, donde no encontraba acomodo, al igual que el ángel caído, su inspirador y su modelo. Todo lo que respira, todo lo que se mueve, da testimonio de la mácula original. Asociados para siempre a la efervescencia de Satán, patrón del Tiempo, apenas distinto de Dios, puesto que sólo es su faz visible, somos presa de ese genio de la sedición que nos hace cumplir con nuestra tarea de seres vivientes excitándonos los unos contra los otros en un combate deplorable, sin duda, pero fortificador: salimos de la torpeza, nos animamos, cada vez que, triunfando sobre nuestros móviles nobles, tomamos conciencia de nuestro papel de destructores.
La admiración, por el contrario, a fuerza de desgastar nuestra sustancia, nos deprime y nos desmoraliza a la larga; nos volvemos contra el admirado, culpable de habernos infligido la carga de elevarnos a su nivel. Que no se asombre si nuestros impulsos hacia él sufren retrocesos, ni si procedemos de vez en cuando a la revisión de nuestros arrebatos. Nuestro instinto de conservación nos llama al orden, al deber para con nosotros mismos, nos obliga a reponernos. No dejamos de estimar o de echar incienso a fulano o a mengano porque sus méritos se encuentren en entredicho, sino porque no podemos realzarnos más que a sus expensas. Sin haberse desecado, nuestra capacidad de admiración atraviesa una crisis durante la cual, entregados a los encantos y furores de la apostasía, hacemos el recuento de nuestros ídolos para repudiarlos y destrozarlos por turno, y este frenesí de iconoclasta, despreciable en sí mismo, no deja por ello de ser el factor que pone nuestras facultades en movimiento.
El resentimiento, móvil vulgar, es decir eficaz, de la inspiración, triunfa en el arte y en la filosofía: pensar es vengarse con astucia, es saber disfrazar las negruras y velar los malos instintos. Si juzgamos por lo que excluye y rechaza, un sistema evoca un ajuste de cuentas hábilmente llevado. Implacables, los filósofos son unos «duros», como los poetas, como todos aquellos que tienen algo que decir. Si los suaves y los tibios no dejan huella, no es por falta de profundidad o de clarividencia, sino por falta de agresividad, lo cual, no obstante, no implica una vitalidad intacta. En conflicto con el mundo, el pensador es a menudo un debilucho, un raquítico, más virulento mientras más siente su inferioridad biológica y sufre por ello. Mientras más sea rechazado por la vida, más tratará de dominarla y subyugarla, sin conseguirlo. Bastante desheredado como para perseguir la dicha, pero demasiado orgulloso para encontrarla o resignarse, tan real como irreal, tan temible como impotente, el pensador se asemeja a una mezcla de fiera y de fantasma, a un furioso que viviera metafóricamente.
Un rencor bien firme, bien vigilante, puede constituir por sí mismo el armazón de un individuo: la debilidad de carácter procede la mayor parte de las veces de una memoria desfalleciente. No olvidar la injuria es uno de los secretos del éxito, un arte que poseen sin excepción los hombres de convicciones fuertes, pues toda convicción está constituida principalmente de odio y, en segundo lugar solamente, de amor. Las perplejidades, por el contrario, son el lote de aquel que, incapaz precisamente de amar y de odiar, no puede optar por nada, ni siquiera por sus contradicciones. Si quiere afirmarse, sacudir su apatía, tener un papel, que se invente enemigos y a ellos se aferre, que despierte su crueldad adormecida o el recuerdo de ultrajes imprudentemente despreciados. Para dar el menor paso hacia adelante se requiere un mínimo de bajeza, incluso para subsistir. Que nadie desdeñe sus recursos de indignación si quiere «perseverar en el ser». El rencor conserva; si, además, uno sabe mantenerlo, cuidarlo, se evita la pereza y el ablandamiento. Se debería sentir rencor incluso contra las cosas: ¿qué mejor estrategia para remojarse en su contacto, para abrirse a lo real y rebajarse con provecho? Desprovisto de toda carga vital, un sentimiento puro es una contradicción en sus términos, una imposibilidad, una ficción. Así pues no existe, aunque se lo busque en el dominio de la religión, donde se supone que prospera. No se puede existir, ni mucho menos rezar, sin dar su parte al demonio. Más a menudo nos apegamos a Dios para vengarnos de la vida, para castigarla y manifestarle que podemos prescindir de ella, que hemos encontrado algo mejor, y también nos apegamos a él por horror a los hombres, como medida de represión contra ellos, por el deseo de hacerles comprender que, teniendo nuestros intereses en otra parte, su sociedad no nos es indispensable, y que si nos rebajamos ante El es para no tener que arrastrarnos ante ellos. Sin ese elemento mezquino, turbio, taimado, nuestro fervor carecería de energía y quizá no podría ni esbozarse.
Se diría que es a los enfermos a quienes compete revelarnos la irrealidad de los sentimientos puros, que ésa es su misión y el sentido de sus experiencias. Nada más natural, pues en ellos se concentran y exacerban las taras de nuestra raza. Después de haber peregrinado a través de las especies y luchado con más o menos éxito por imprimir su huella en ellas, la Enfermedad, cansada de su carrera, quiso sin duda aspirar al descanso, buscar a alguien en quien afirmar su supremacía en paz y que no se mostrase reacio a sus caprichos y a su despotismo, alguien con quien realmente pudiese contar. Tanteó a derecha e izquierda, fracasó muchas veces. Por fin encontró al hombre, si es que no fue ella quien lo creó. De esta suerte todos somos enfermos: los unos, virtuales, forman la masa de los sanos, especie de humanidad plácida, inofensiva; los otros, caracterizados, son los enfermos propiamente dichos, minoría cínica y apasionada. Dos categorías próximas en apariencia, irreconciliables de hecho: una considerable separación diferencia el dolor posible del dolor presente.
En vez de recriminarnos a nosotros mismos la fragilidad de nuestra complexión, hacemos responsables a los demás de la menor incomodidad incluso de una migraña; los acusamos de hacernos pagar por su salud, de mantenernos clavados en la cama para que ellos puedan moverse y agitarse a su gusto. Con qué voluptuosidad veríamos nuestro mal o nuestra indisposición propagarse, contagiarse alrededor y, si fuera posible, a la humanidad entera. Decepcionados en nuestro deseo, detestamos a todos, próximos y lejanos, abrigamos hacia ellos sentimientos exterminadores, deseamos que se vean más amenazados que nosotros, y que en la hora de la agonía una total anulación en común suene para el total de los vivientes. Sólo los grandes dolores, los dolores inolvidables, desligan del mundo; los otros, los mediocres, los peores moralmente, esclavizan porque remueven los bajos fondos del alma. Debemos desconfiar de los enfermos: tienen «carácter», saben explotar y afilar sus rencores. Un día un enfermo decidió no volver a estrechar la mano de un sano. Pero pronto descubrió que muchos de los que había creído sanos no estaban en el fondo ilesos. ¿Para qué entonces hacerse enemigos por sospechas apresuradas? Evidentemente, era más razonable que los demás, y tenía más escrúpulos que los de su ralea, pandilla frustrada, insaciable y profética, que debería ser aislada porque quiere trastocarlo todo para imponer su ley. Confiemos más bien las cosas a los normales, los únicos dispuestos a dejarlas tal cual: indiferentes al pasado y al porvenir, se limitan al presente y se instalan en él sin nostalgias ni esperanzas. Pero en cuanto la salud flaquea, ya sólo se piensa en el paraíso o en el infierno, en reformar: se quiere reparar lo irreparable, mejorar o demoler la sociedad que se torna insoportable porque uno no puede soportarse a sí mismo. Un hombre que sufre es un peligro público, un desequilibrado tanto más temible cuanto que debe la mayoría de las veces disimular su mal, fuente de su energía. No puede uno hacerse valer ni tener un papel sin la asistencia de algún achaque, y no existe dinamismo que no sea signo de miseria fisiológica o de estrago interno. Cuando se conoce el equilibrio, no se apasiona uno por nada, ni se apega uno a la vida, porque se es la vida; si el equilibrio se rompe, en vez de asimilarnos a las cosas, sólo pensamos en trastocarlas o en remodelarlas.
El orgullo emana de la tensión y de la fatiga de la conciencia, de la imposibilidad de existir ingenuamente. Ahora bien, los enfermos, nunca ingenuos, sustituyen el hecho por la idea falsa que se hacen de él, de manera que sus percepciones, y hasta sus reflejos, participan de un sistema de obsesiones hasta tal punto imperiosas que les es imposible no codificarlas e infligírselas a los demás, legisladores pérfidos y biliosos que se ocupan en hacer obligatorios sus males para golpear a aquellos que tienen el descaro de no compartirlos. Si los hombres sanos se muestran más complacientes, si no tienen ninguna razón para ser intratables, es porque ignoran las virtudes explosivas de la humillación. Quien la haya experimentado no la olvidará nunca, y no parará hasta que la traspase a una obra capaz de perpetuar sus congojas. Crear es legar los sufrimientos propios, es querer que los otros se sumerjan en ellos y los asuman, que se impregnen de ellos y los revivan. Eso es cierto en un poema y puede ser cierto en el cosmos. Sin la hipótesis de un dios enfebrecido, obsesionado, sujeto a convulsiones ebrio de epilepsia, no podríamos explicarnos este universo que en todo lleva las marcas de un babeo original. Y adivinamos la esencia de ese dios cuando nosotros mismos somos presa de un temblor similar al que él debió de sentir en los momentos en que se liaba a golpes con el caos. Pensamos en él con todo lo repugnante que nos resulta la forma y el buen sentido, con nuestras confusiones y nuestro delirio; nos acercamos a él mediante imploraciones que nos dislocan, pues nos resulta próximo cada vez que algo se rompe en nosotros, y de alguna forma también tenemos que liarnos con el caos. ¿Teología sumaria? Si contemplamos esta creación mal despachada, ¿cómo no recriminar a su autor?, ¿cómo, sobre todo, creerlo hábil o simplemente diestro? Cualquier otro dios hubiese dado pruebas de mayor competencia o de equilibrio: por donde se mire, no hay más que error y atolladero. Imposible absolverlo, pero imposible también no comprenderlo. Y lo entendemos por todo lo que en nosotros mismos es fragmentario, inacabado, mal hecho. Su empresa lleva los estigmas de lo provisorio, y, sin embargo, no fue tiempo lo que le faltó para hacerla bien. Para nuestra desgracia, estuvo inexplicablemente apresurado.
Por una legítima ingratitud, y para hacerle sentir nuestro mal humor, nos esmeramos —expertos en anti-Creación— en deteriorar su edificio, en hacer aún más miserable una obra comprometida ya desde sus inicios. Sin duda sería más elegante no meterse con ella, dejarla tal cual, no vengarnos en esa obra de las incapacidades de su Creador; pero como nos transmitió sus defectos, no tenemos por qué tener miramientos con El. Si, en última instancia, lo preferimos a los hombres, de todas maneras no es ajeno a nuestros malos humores. Quizá no hayamos concebido a Dios más que para regenerar y justificar nuestras rebeldías, para darles un objeto digno, para impedir que se extenúen y envilezcan realzándolas en el abuso vigorizante del sacrilegio, réplica a las seducciones y a los argumentos del descorazonamiento. Uno no acaba nunca con Dios. Tratarlo de tú a tú, como enemigo, es una impertinencia que fortifica, que estimula; y son dignos de lástima aquellos a quienes ya no irrita más. Qué suerte, en cambio, poder, desvergonzadamente, hacer recaer sobre El la responsabilidad de todas nuestras miserias, agobiarlo e injuriarlo, no perdonarlo en ningún momento, ni siquiera durante nuestras plegarias. Según testimonio de libros sagrados, también El siente rencor, cuyo monopolio no tenemos, pues la soledad, por absoluta que sea, no evita el sentirlo. Que incluso para un dios no sea bueno estar solo quiere decir: creemos el mundo para tener a quien atacar y en quien ejercitar nuestra inspiración y nuestras novatadas. Y cuando el mundo se evapore, quedará, hombre o dios, esta forma sutil de venganza: la venganza contra uno mismo, ocupación absorbente no destructiva puesto que prueba que se está vivo, que uno se adhiere a la vida, justamente a través de la autotortura.
El hosanna no entra en nuestros hábitos. Igualmente impuros, aunque de manera distinta, el principio divino y el principio diabólico son fáciles de concebir; los ángeles, por el contrario, se nos escapan. Y si no logramos imaginarlos, si descorazonan nuestra imaginación, es porque, contrariamente a Dios, al diablo y a todos nosotros, sólo ellos —cuando no son exterminadores— se expanden y prosperan sin el aguijón del rencor. Y también —¿hay que agregarlo?— sin el aguijón del halago, del que nosotros animales atareados, no podríamos prescindir. Dependemos, para actuar, de la opinión del prójimo, solicitamos, exigimos su homenaje, y perseguimos sin piedad a aquellos que emiten sobre nosotros un juicio matizado o incluso justo; y si tuviéramos los medios, los obligaríamos a emitir juicios exagerados, ridículos, desproporcionados en relación a nuestras aptitudes y a nuestros logros. El elogio mesurado nos parece una injusticia, la objetividad un reto, la reserva un insulto, y esperamos que el universo se postre a nuestros pies. Lo que buscamos, lo que solicitamos en la mirada de los demás, es la expresión servil, una admiración no disimulada hacia nuestros gestos y nuestras elucubraciones, la confesión de un ardor sin reservas, el éxtasis ante nuestra nada. Moralista de ocasión, psicólogo y parásito, el adulador conoce nuestra debilidad y la explota desvergonzadamente. Nuestra decadencia es tal que aceptamos sin enrojecer excesos, desbordamientos de admiración falsos y premeditados, pues preferimos las cortesías de la mentira a la requisitoria del silencio. La adulación, mezclada con nuestra fisiología, con nuestras vísceras, afecta nuestras glándulas, se asocia a nuestras secreciones y las estimula, apunta a nuestros sentimientos más innobles, es decir, los más profundos y los más naturales, suscita en nosotros una euforia de mala ley a la cual asistimos aterrados; tan aterrados como cuando contemplamos los efectos de la censura, efectos mucho más marcados puesto que socavan los fundamentos mismos de nuestro ser. Y como nadie atenta contra ellos impunemente, replicamos, ya sea golpeando sin tardanza, ya sea elaborando hiel, lo que equivale a una respuesta madurada. Para no reaccionar sería menester una metamorfosis, un cambio total, no únicamente de nuestras disposiciones sino también de nuestros órganos. Una operación de tal calibre no es inminente, por lo cual nos inclinamos favorablemente ante las mentiras de la adulación y la soberanía del rencor.
Reprimir la necesidad de venganza es querer desentenderse del tiempo, quitar a los acontecimientos la posibilidad de ocurrir, es pretender licenciar al mal, y, con él, a la acción. Pero el acto, avidez de atropello consustancial al ser, es una rabia sobre la que únicamente triunfamos en algunos momentos, en esos en los que, fatigados de atormentar a nuestros enemigos, los abandonamos a su suerte, los dejamos encharcarse y vegetar porque ya no los amamos lo suficiente como para encarnizarnos en su destrucción, en disecarlos, en hacerlos objeto de nuestras anatomías nocturnas. Sin embargo, la rabia nos asalta otra vez por poco que se reavive ese gusto por las apariencias, esa pasión por lo irrisorio que nos apega a la existencia. Incluso reducida a su mínima expresión, la vida se nutre de sí misma, tiende hacia el acrecentamiento del ser, quiere aumentarse sin ninguna razón, a través de un mecanismo deshonroso e irreprimible. Una misma sed devora al mosquito y al elefante; se hubiese creído que en el hombre se apagaría; pero vemos que no es así, y que incluso los achacosos la padecen con creciente intensidad. La capacidad de desistir constituye el único criterio del progreso espiritual: no es cuando las cosas nos abandonan, sino cuando nosotros las dejamos, cuando accedemos a la desnudez interior, a ese extremo en el que ya no nos afiliamos ni al mundo ni a nosotros mismos, extremo en el que victoria significa dimitir, renunciar con serenidad, sin pensar y, sobre todo, sin melancolía; pues la melancolía, por discretas y etéreas que sean las apariencias, implica un resentimiento: es una ensoñación cargada de acritud, una envidia disfrazada de languidez, un rencor vaporoso. Mientras nos encontramos sujetos a ella, no renunciamos a nada, nos atascamos en el «yo» sin por ello despegarnos de los demás, en quienes pensamos más, justamente por no haber logrado desprendernos de nosotros mismos. En el momento en que nos prometemos haber vencido la venganza, la sentimos impacientarse como nunca, lista para el ataque. Las ofensas «perdonadas» piden de pronto reparación, invaden nuestras vigilias y, lo que es más, nuestros sueños; se transforman en pesadillas, se hunden de tal manera en nuestros abismos que terminan por constituir su tejido. Si eso es lo que ocurre, ¿para qué interpretar la farsa de los sentimientos nobles, apostar por una aventura metafísica o dar por descontada la redención? Vengarse, aunque sólo sea en pensamiento, es situarse irremediablemente más acá del absoluto. Pues se trata del absoluto. No solamente las injurias «olvidadas» o soportadas en silencio, sino también las que hemos recogido, nos roen, nos hostigan, nos obsesionan hasta el fin de los días, y esa obsesión, que debería desacreditarnos ante nuestros propios ojos, por el contrario, nos halaga y nos torna belicosos. No perdonamos jamás a un ser vivo la menor vejación, una palabra, una mirada teñida de restricción. Y ni siquiera es cierto que se lo perdonemos después de su muerte. La imagen de su cadáver nos tranquiliza sin duda y nos fuerza a la indulgencia; pero en cuanto la imagen se borra y en nuestra memoria se recrudece su figura viva, nuestros viejos rencores resurgen fortalecidas, con todo ese cortejo de vergüenzas y de humillaciones que durarán tanto como nosotros, y cuyo recuerdo sería eterno si la eternidad nos correspondiera.
Puesto que todo nos hiere, ¿por qué no encerrarnos en el escepticismo y tratar de buscar en él un remedio a nuestras heridas? Sería otra suerte de engaño, pues la Duda no es más que un producto de nuestras irritaciones y agravios, y el instrumento que el descuartizado emplea para sufrir. Si demolemos las certezas, no es por escrúpulo teórico o por juego, sino por el furor de verlas desaparecer, por el deseo de que tampoco le pertenezcan a nadie puesto que no las poseemos más. Y la verdad, ¿con qué derecho la poseerían otros? ¿mediante qué injusticia se revelaría a aquellos que valen menos? ¿Penaron por ella?, ¿velaron para merecerla? Mientras que nosotros nos deslomamos en vano por alcanzar la verdad, resulta que otros se pavonean con ella como si les estuviese reservada por un designio de la providencia. La verdad, no obstante, no es su patrimonio, y para impedirles reivindicarla, los persuadimos de que, cuando creen tenerla, se trata en realidad de una ficción. Con el fin de poner al abrigo nuestra conciencia, nos esmeramos en descubrir en ellos ostentación y arrogancia, lo cual nos permite turbarlos sin remordimientos y, al inocularles nuestro estupor, tornarlos tan vulnerables e infelices como lo somos nosotros mismos. El escepticismo es el sadismo de las almas ulceradas.
Mientras más nos compadecemos de nuestras heridas, más las creemos inseparables de nuestra condición de esclavos. El máximo desapego que podemos pretender es el de mantenernos en una posición equidistante entre la venganza y el perdón, en medio de una hosquedad y una generosidad igualmente blandas y vacías, destinadas a neutralizarse entre sí. Pero no lograremos jamás despojar al viejo hombre de nosotros, aunque tuviésemos que llevar el horror de nosotros mismos hasta renunciar para siempre a ocupar un lugar en la jerarquía de los seres vivos.