Quien no haya conocido la tentación de ser el primero en la ciudad, no comprenderá el juego de la política, de la voluntad de someter a los otros para convertirlos en objetos, ni adivinará cuáles son los elementos que conforman el arte del desprecio. Raros son los que no hayan sentido, en menor o mayor grado, la sed de poder que nos es natural; pero, si nos fijamos bien, esta sed adquiere todas las características de un estado enfermizo del que sólo nos curamos por accidente o gracias a una mutación interior como la que se operó en Carlos V cuando, al abdicar en Bruselas, en la cumbre de la gloria, enseñó al mundo que el exceso de agobio podía suscitar escenas tan admirables como el exceso de valentía. Pero, rareza o maravilla, la renuncia —desafió a nuestras constancias, a nuestra identidad— sólo sobreviene en momentos excepcionales, caso límite que colma al filósofo y desconcierta al historiador.
Examínate en el instante en que la ambición te atenaza, cuando ya es fiebre; después diseca tus «accesos». Comprobarás que están precedidos por síntomas curiosos, por un calorcillo especial que no dejará de seducirte ni de alarmarte. Intoxicado de porvenir por haber abusado de la esperanza, te sentirás súbitamente responsable del presente y del futuro en el corazón de la duración, cargada de tus estremecimientos, y en cuyo seno, agente de una anarquía universal, sueñas estallar. Atento a los acontecimientos de tu cerebro y a las vicisitudes de tu sangre, embebido en tu perturbación, espías y adoras sus signos. Si la locura política —fuente de trastornos y de malestares sin igual— ahoga, por una parte, la inteligencia, por otra favorece los instintos y te sumerge en un caos saludable. La idea del bien, y sobre todo del mal, que te figuras llevar a cabo, te regocijará y exaltará; y será tal el tour deforce, el prodigio de tus achaques, que ellos te convertirán en dueño de todos y de todo.
Sentirás a tu alrededor una perturbación análoga en los que estén carcomidos por la misma pasión. Y mientras la padezcan serán irreconocibles, presas de una embriaguez distinta a todas las demás. Todo cambiará en ellos, hasta el timbre de su voz. La ambición es una droga que convierte al que le es adicto en un demente potencial. Quien no haya observado esos estigmas —ese aire de animal trastornado, esos rasgos inquietos y como animados por un éxtasis sórdido— ni en sí mismo ni en ningún otro, permanecerá ajeno a los maleficios y a los beneficios del Poder, infierno tónico, síntesis de veneno y de panacea.
Imagina ahora el proceso inverso: la fiebre desaparece y te sientes otra vez desencantado, normal en exceso. No más ambiciones, no más posibilidades, pues, de ser algo o alguien; la nada en persona, el vacío encarnado: glándulas y entrañas clarividentes, huesos desengañados, un cuerpo invadido por la lucidez, puro en sí mismo, fuera de juego, fuera del tiempo, sujeto a un yo congelado en un saber total sin conocimientos. ¿Dónde encontrar el instante que se escapó?, ¿quién te lo devolverá? Por todas partes, frenética o embrujada, hay una muchedumbre de anormales a quienes la razón ha abandonado y vienen a refugiarse cerca de ti, el único que comprendió todo, espectador absoluto, perdido entre los engañados, reacio para siempre a la farsa unánime. Como el intervalo que te separa de los otros no deja de agrandarse, llegas a preguntarte si no habrás percibido una realidad desconocida para los demás. Revelación ínfima o capital, su contenido permanecerá oscuro para ti. De lo único que estarás seguro es de tu ascensión hacia un equilibrio insospechado, promoción de un espíritu que se ha apartado de la complicidad con otro. Indebidamente sensato, más ponderado que todos los sabios, así aparecerás ante ti mismo. Y si acaso todavía te asemejas a los locos que te rodean, sentirás, no obstante, que una insignificancia te distinguirá de ellos para siempre; esta sensación, o esta ilusión, hace que, aunque ejecutes los mismos actos que ellos, no les imprimas ni el mismo ímpetu ni la misma convicción. Hacer trampas será para ti una cuestión de honor y la única manera de vencer tus «accesos» o de impedir su retorno. Si para ello has tenido necesidad de una revelación, o de un hundimiento, deducirás que los que no han atravesado por una crisis similar se abismarán cada vez más en las extravagancias inherentes a nuestra raza.
¿Se dan cuenta de la simetría? Para transformarse en un hombre político, es decir, para adquirir el corte de un tirano, es necesario un trastorno mental; para dejar de serlo, se impone otro trastorno: ¿no se tratará, en el fondo, de una metamorfosis de nuestro delirio de grandeza? Pasar de la voluntad de ser el primero en la ciudad a la de ser el último en ella, es cambiar, mediante una mutación del orgullo, una locura dinámica por una locura estática, un género de enfermedad tan insólito que la renuncia que lo precede, y que tiene que ver más con el ascetismo que con la política, no forma parte de nuestros propósitos.
Desde hace siglos, el apetito de poder se ha dispersado en múltiples tiranías pequeñas y grandes que han hecho estragos aquí y allá, y parecería que ha llegado el momento en que el apetito de poder deba por fin concentrarse para culminar en una sola tiranía, expresión de esta sed que ha devorado y devora el globo, término de todos nuestros sueños de poder, coronación de todas nuestras esperas y de nuestras aberraciones. El rebaño humano disperso será reunido bajo el cuidado de un pastor despiadado, especie de monstruo planetario ante el cual las naciones se postrarán en un estupor cercano al éxtasis. Una vez arrodillado el universo, un importante capítulo de la historia será clausurado. Luego empezará la dislocación del nuevo reino, y el retorno al desorden primitivo, a la vieja anarquía; los odios y los vicios ahogados resurgirán, y, con ellos, los tiranos menores de ciclos ya muertos. Después de la gran esclavitud, una esclavitud cualquiera. Pero al cabo de una servidumbre monumental, los que hayan sobrevivido estarán orgullosos de su vergüenza y de su miedo, y, víctimas fuera de lo común, ensalzarán su recuerdo.
Durero es mi profeta. Mientras más contemplo el desfile de los siglos, más me convenzo de que la única imagen susceptible de revelarme su sentido es la de los Caballeros del Apocalipsis. Los tiempos sólo avanzan atropellando, aplastando a las muchedumbres: tanto los débiles como los fuertes perecerán, incluso esos caballeros, salvo uno. Es por él, por su terrible fama, por quien han padecido y aullado las edades. Lo veo crecer en el horizonte, percibo ya nuestros gemidos, hasta escucho nuestros gritos. Y la noche que descienda sobre nuestros huesos no nos traerá paz, como se la trajo al salmista, sino el espanto.
Si se la juzga a través de los tiranos que ha producido, nuestra época será todo lo que se quiera salvo mediocre. Para encontrar tiranos similares habría que remontarse al Imperio romano o a las invasiones mongólicas. Más que a Stalin, es a Hitler a quien corresponde el mérito de haber impuesto la tónica del siglo. Es importante, no tanto por sí mismo, como por lo que anuncia, esbozo de nuestro futuro, heraldo de un sombrío acontecimiento y de una histeria cósmica, precursor de ese déspota a escala continental que logrará la unificación del mundo gracias a la ciencia, destinada, no a liberarnos, sino a esclavizarnos. Esto, que ya se supo anteriormente, se sabrá de nuevo algún día. Nacimos para existir, no para conocer; para ser, no para afirmarnos. El saber, habiendo estimulado e irritado nuestro apetito de poder, nos conducirá inexorablemente hacia nuestra perdición. El Génesis percibió, mejor que nuestros sueños y sistemas, nuestra condición humana.
Lo que tenemos aprendido por cuenta propia, cualesquiera de los conocimientos extraídos de nosotros mismos, tendremos que expiarlos mediante un extra de desequilibrio. Fruto de un desorden íntimo, de una enfermedad definida o difusa, de un trastorno en la raíz de nuestra existencia, el saber altera la economía del ser. Cada cual debe pagar por la mínima alteración que pueda provocar en un universo creado para la indiferencia y el estancamiento; tarde o temprano se arrepentirá de no haberlo dejado intacto. Esto es cierto en cuanto al conocimiento y más cierto aún por lo que a la ambición se refiere, pues arrogarse derechos sobre otro trae consigo consecuencias más graves y más inmediatas que el hurgar en el misterio o simplemente en la materia. Uno empieza por hacer temblar a los otros, pero los otros terminan por comunicamos sus terrores. Por eso también los tiranos viven en el espanto. Y el terror que conocerá nuestro futuro amo estará sin duda realzado por una dicha tan siniestra como nunca nadie ha experimentado, a la medida del solitario por excelencia, erguido frente a toda la Humanidad, semejante a un dios reinando en el espanto, en un pánico omnipotente, sin principio ni fin, acumulando la acrimonia de un Prometeo y el descomedimiento de un Jehová, escándalo para la imaginación y para el pensamiento, reto a la mitología y a la teología.
Tras los monstruos acantonados en una ciudad, en un reino o en un imperio, es natural que aparezcan otros más poderosos en pro del desastre, de la liquidación de las naciones y de nuestras libertades. La Historia, marco donde realizamos lo contrario a nuestras aspiraciones, donde las desfiguramos sin cesar, no es, evidentemente, de esencia angélica. Al considerarla, sólo concebimos un deseo: promover la agrura a la dignidad de una gnosis.
Todos los hombres son más o menos envidiosos; los políticos lo son completamente. Uno se vuelve envidioso en la medida en que ya no soporta a nadie ni al lado ni arriba. Embarcarse en cualquier empresa, incluso en la más insignificante, es pactar con la envidia, prerrogativa suprema de los seres vivos, ley y resorte de las acciones. Si la envidia te abandona eres sólo un insecto, una nada, una sombra. Y un enfermo. Mientras que si ella te sostiene, remedia los debilitamientos del orgullo, vigila tus intereses, triunfa contra la apatía, opera más de un milagro. ¿No es acaso extraño que ninguna terapia ni ninguna moral hayan preconizado los beneficios de la envidia que —mucho más caritativa que la providencia— precede nuestros pasos para dirigirlos? ¡Ay de aquel que la ignora, la hace a un lado o la escamotea! Elude de un golpe las consecuencias del pecado original, de la necesidad de actuar, de crear y de destruir. Incapaz de sentir celos de los otros, ¿qué busca entre ellos? Un destino de despojo le acecha. Para salvarlo, habría que obligarle a tomar como modelo a los tiranos, a sacar provecho de sus exigencias y de sus fechorías. De ellos, y no de los sabios, es de quien aprenderá cómo retomar el gusto a las cosas, cómo vivir, cómo degradarse. Que regrese al pecado, que se reintegre a la caída si quiere participar también en el envilecimiento general, en esa euforia de la condenación en la que están sumergidas las criaturas. ¿Lo conseguirá? Nada menos probable, pues de los tiranos sólo imita la soledad. Tengamos compasión de él, piedad de un miserable que, al no dignarse a alimentar sus vicios ni a rivalizar con nadie, permanece más acá de sí mismo y por debajo de todos.
Si las acciones son fruto de la envidia, entenderemos por qué la lucha política, en su última expresión, se reduce a cálculos y a maniobras apropiadas para asegurar la eliminación de nuestros émulos o de nuestros enemigos. ¿Quieres dar en el clavo? Hay que empezar por liquidar a los que, desde el momento en que piensan con arreglo a tus categorías y a tus prejuicios y han recorrido a tu lado el mismo camino, sueñan necesariamente en suplantarte o en abatirte. Son tus rivales más peligrosos; limítate a ellos, los otros pueden esperar. Si me adueñara del poder, mi primera ocupación sería la de hacer desaparecer a todos mis amigos. Proceder de otra manera es malvender el oficio, desacreditar la tiranía. Hitler, muy competente en la materia, dio pruebas de sabiduría al deshacerse de Roehm, el único hombre a quien tuteaba, y de buena parte de sus primeros compañeros. Stalin, por su parte, no hizo menos, y de ello dan testimonio los procesos de Moscú.
Mientras un conquistador triunfa, mientras avanza, puede permitirse cualquier delito; la opinión lo absuelve; pero en cuanto la fortuna lo abandone, el menor error se volverá contra él. Todo depende del momento en el que se mata: el crimen en plena gloria consolida la autoridad, por el miedo sagrado que inspira. El arte de hacerse temer y respetar equivale al sentido de la oportunidad. Mussolini, el típico déspota torpe y desafortunado, se tornó cruel cuando su fracaso era ya manifiesto y su prestigio se había opacado: algunos meses de venganzas inoportunas anularon la labor de veinte años. Napoleón fue más perspicaz: si hubiera hecho ejecutar al duque de Enghien un poco más tarde, después de la campaña de Rusia por ejemplo, hubiera quedado como verdugo; mientras que ahora ese asesinato aparece en su vida como una mancha y nada más.
Si, en caso extremo, se puede gobernar sin crímenes, no se puede, en cambio, hacerlo sin injusticias. Se trata, no obstante, de dosificar unos y otras, de cometerlos únicamente por intermitencias. Para que se te perdonen, tienes que saber fingir la cólera o la locura, dar la impresión de ser sanguinario por inadvertencia, tramar combinaciones terribles sin perder tu aspecto de bonachón. El poder absoluto no es cosa fácil: sólo se distinguen los farsantes o los asesinos de gran talla. No hay nada más admirable humanamente y más lamentable históricamente que un tirano desmoralizado por sus escrúpulos.
«¿Y el pueblo?», se preguntarán. El pensador o el historiador que emplea esta palabra sin ironía se desacredita. El «pueblo» se sabe ya a qué está destinado: a sufrir los acontecimientos y las fantasías de los gobernantes, prestándose a designios que lo invalidan y lo abruman. Cualquier experiencia política, por «avanzada» que sea, se desarrolla a sus expensas, se dirige contra él: el pueblo lleva los estigmas de la esclavitud por decreto divino o diabólico. Es inútil apiadarse de él: su causa no tiene apelación. Naciones e imperios se forman por su complacencia en las iniquidades de las que es objeto. No hay jefe de Estado ni conquistador que no lo desprecie, pero acepta este desprecio y vive de él. Si el pueblo dejara de ser endeble o víctima, si flaqueara ante su destino, la sociedad se desvanecería, y con ella la Historia. No seamos demasiado optimistas: nada en el pueblo permite considerar una eventualidad tan hermosa. Tal como es, representa una invitación al despotismo. Soporta sus pruebas, a veces las solicita, y sólo se rebela contra ellas para ir hacia otras nuevas, más atroces que las anteriores. Siendo la revolución su único lujo, se precipita hacia ella, no tanto para obtener algunos beneficios o mejorar su suerte, como para adquirir también su derecho a la insolencia, ventaja que le consuela de sus decepciones habituales, pero que pierde tan pronto como son abolidos los privilegios del desorden. Como ningún régimen le asegura su salvación, el pueblo se amolda a todos y a ninguno. Y desde el Diluvio hasta el Juicio Final, a lo único a que puede aspirar es a cumplir honestamente con su misión de vencido.
Volviendo a nuestros amigos, además de la razón mencionada para hacerlos desaparecer, hay otra: conocen demasiado nuestros límites y nuestros defectos (a eso se reduce la amistad y a nada más) como para hacerse ilusiones respecto a nuestros méritos. Hostiles, además, a que nos promovamos al rango de ídolos —para lo cual estaríamos muy dispuestos—, encargados de salvaguardar nuestra mediocridad, nuestras dimensiones reales, desinflan el mito que nos gustaría crear, nos fijan en nuestra medida exacta y denuncian la falsa imagen de nosotros mismos. Y cuando nos dispensan algunos elogios, llevan tantos sobreentendidos y sutilezas, que sus alabanzas, de tan circunspectas, equivalen a un insulto. Lo que ellos desean en secreto es nuestro derrumbe, nuestra humillación y nuestra ruina. Al asimilar nuestro éxito con la usurpación, reservan toda su clarividencia para examinar nuestros pensamientos y nuestros gestos y delatar su vacío, y sólo son clementes cuando ya estamos de bajada. Se muestran tan solícitos ante el espectáculo de nuestra caída, que hasta nos aman, se enternecen con nuestras miserias y dejan las suyas para compartir las nuestras y nutrirse de ellas. Durante nuestro ascenso nos escrutaban sin piedad, eran objetivos: ahora pueden permitirse el lujo de vernos distintos a lo que somos y perdonarnos los antiguos éxitos, persuadidos de que ya no tendremos otros. Y tal es su debilidad por nosotros, que gastan la mayor parte de su tiempo inclinados sobre nuestras deformidades y extasiados ante nuestras carencias. El gran error de César fue no desconfiar de los suyos, de aquellos que, observándolo de cerca, no podían admitir su ascendencia divina, y rehusaron deificarlo; en cambio el pueblo sí lo consintió, pues el pueblo lo acepta todo. Si se hubiera desembarazado de ellos, en vez de una muerte sin pompa hubiese conocido una apoteosis prolongada, soberbia delicuescencia a la medida de un verdadero dios. A pesar de su sagacidad, tenía simplezas: ignoraba que nuestros íntimos son los peores enemigos de nuestra estatua.
En una república, paraíso de la debilidad, el hombre político es un tiranuelo que se somete a las leyes; pero una personalidad fuerte no las respeta, es decir, sólo respeta aquellas que ha dictado. Experta en lo incalificable, ve en el ultimátum el honor y la cima de su carrera. Estar en condiciones de lanzar uno, o varios, indica con certeza una voluptuosidad junto a la cual todas las demás son remilgos. No concibo que se pueda ambicionar la dirección de cualquier negocio si no se aspira a esta provocación sin paralelo, la más insolente que exista, y más execrable aún que la agresión que comúnmente la sigue. «¿De cuántos ultimátum es culpable?», debería ser lo que uno se preguntara de un jefe de Estado. ¿Que no tiene ninguno en su haber? La historia lo desdeña, ella, que sólo se anima en los capítulos que hablan de lo horrible y que se aburre en los de la tolerancia y el liberalismo, régimen en el que los temperamentos se hacen añicos y los más virulentos tienen aspecto de conspiradores apaciguados.
Compadezco a quienes nunca han tenido ningún sueño de dominación desmesurada, ni han sentido en ellos arremolinarse los tiempos. ¡Ah! aquella época cuando Ahriman era mi príncipe y mi dios, cuando, insaciado de barbarie, escuchaba en mí el reventar de las hordas suscitando dulces catástrofes. De nada me vale zozobrar ahora en la modestia; todavía conservo una cierta debilidad por los tiranos, a quienes prefiero siempre, antes que a los redentores y a los profetas. Y los prefiero porque no se esconden tras las fórmulas, porque su prestigio es equívoco y su sed autodestructiva, mientras que los otros, redentores y profetas, poseídos por una ambición sin límites disfrazan los objetivos con preceptos engañosos, se alejan del ciudadano para reinar en las conciencias para apoderarse de ellas, implantarse en ellas y crear estragos durables sin tener que enfrentarse a reproches, merecidos, no obstante, de indiscreción o de sadismo. Junto al poder de un Buda, de un Jesús o de un Mahoma, ¿qué vale el de los conquistadores? ¡Renuncia a la idea de la gloria si no tienes la tentación de fundar una religión! Y aunque en este sector los puestos ya estén ocupados, los hombres no se resignan tan pronto: ¿no son acaso los jefes de secta fundadores de religión en segundo grado? Teniendo en cuenta la eficacia Calvino y Lutero, por haber desencadenado conflictos que aún ahora no se resuelven, eclipsan a Carlos V o a Felipe II. El cesarismo espiritual es más refinado y más rico en trastornos que el cesarismo propiamente dicho: si quieres dejar un nombre, antes lígalo a una iglesia que a un imperio. Tendrás así neófitos apegados a tu suerte y a tus chifladuras, fieles que podrás salvar o maltratar a placer.
Los jefes de una secta no retroceden ante nada, pues incluso sus escrúpulos forman parte de su táctica. Pero sin llegar hasta las sectas —caso límite—, querer simplemente instituir una orden religiosa es mejor, en el plano de la ambición, que regentar una ciudad o asegurarse una conquista por medio de las armas. Insinuarse en los espíritus, hacerse dueño de sus secretos, despojarlos en cierta forma de sí mismos, de su unidad, quitarles hasta el privilegio, que se dice inviolable, del «fuero interno», ¿qué tirano, qué conquistador ha aspirado a tanto? Siempre será más sutil la estrategia religiosa, y más sospechosa, que la estrategia política. Que se comparen los Ejercicios espirituales, tan astutos bajo su aspecto desenfadado, con la franqueza desnuda de El Príncipe, y se medirá la distancia que separa las astucias del confesionario de las astucias de una chancillería o de un trono.
Mientras más se exaspera el apetito de poder en los jefes espirituales, más se preocupan, no sin razón, en frenarlo en los demás. Cualquiera de nosotros, abandonado a sí mismo, ocuparía el espacio y hasta el aire y se consideraría su propietario. Una sociedad que se estimara perfecta, debería poner de moda, o hacer obligatoria, la camisa de fuerza, pues el hombre sólo se mueve para hacer el mal. Las religiones, al afanarse por curarlo de la obsesión del poder y por dar una dirección no política a sus aspiraciones, se unen a los regímenes de autoridad, ya que, como ellos, aunque con otros métodos, quieren domarlo, sojuzgar su naturaleza, su megalomanía nata. Lo que consolidó las religiones, lo que hasta ahora las hizo triunfar sobre nuestras inclinaciones, es decir, el elemento ascético, es justamente lo que ha dejado de tener poder sobre nosotros. Una liberación peligrosa tenia que ser el resultado; ingobernables bajo todos los aspectos, plenamente emancipados, desembarazados de nuestras cadenas y de nuestras supersticiones, estamos maduros para los remedios del terror. Quien aspira a la libertad completa, sólo la consigue para retornar al punto de partida, a su servidumbre original. De ahí la vulnerabilidad de las sociedades evolucionadas, masas amorfas, sin ídolos ni ideales, peligrosamente desprovistas de fanatismo, de lazos orgánicos, y tan desamparadas en medio de sus caprichos o de sus convulsiones que aceptan —y es el único sueño del que son capaces— la seguridad y los dogmas del yugo. Incapaces de asumir por más tiempo la responsabilidad de sus destinos, conspiran, mucho más que las sociedades rústicas, en pro del advenimiento del despotismo, para que éste las libere de los últimos resabios de un apetito de poder rendido, vacío e inútilmente obsesivo.
Un mundo sin tiranos sería tan aburrido como un jardín zoológico sin hienas. El amo que aguardamos aterrados será precisamente un aficionado a la podredumbre, en cuya presencia todos pareceremos carroñas. ¡Que venga a husmearnos, que se revuelque en nuestras exhalaciones! Un nuevo olor planea ya sobre el universo.
Para no ceder a la tentación política, hay que vigilarse a cada momento. Pero, ¿cómo conseguirlo en un régimen democrático en el que el vicio esencial es permitirle a cualquiera aspirar al poder y dar libre curso a sus ambiciones? De ello resulta una enorme abundancia de fanfarrones, de agitadores sin destino, de locos sin importancia que la fatalidad ha rehusado marcar, incapaces de verdadero frenesí, tan inadecuados para el triunfo como para el hundimiento. Sin embargo, es su nulidad lo que permite y asegura nuestras libertades amenazadas por las personalidades excepcionales. Una república que se respete debería trastocarse ante la aparición de un gran hombre y proscribirlo de su seno, o impedir al menos que se cree una leyenda a su alrededor. ¿La idea le repugna? Será que, deslumbrada por su azote, no cree más ni en sus instituciones ni en sus razones de ser. Se enreda en sus leyes, y esas leyes, que protegen a su enemigo, la disponen y la comprometen a la dimisión. Sucumbiendo bajo los excesos de su tolerancia, tiene miramientos con un adversario que no le guardará a ella ninguna consideración, autoriza los mitos que la socavan y la destrozan y se deja enredar en las suavidades de su verdugo. ¿Merece subsistir cuando sus mismos principios la invitan a desaparecer? Paradoja trágica de la libertad: los mediocres, que son los únicos que hacen posible su ejercicio, no sabrían garantizar su duración. Lo debemos todo a su insignificancia y perdemos todo a causa de ella. De esta manera se encuentran siempre por debajo de su misión. Esta es la mediocridad que yo aborrecía cuando amaba sin reserva a los tiranos, de quienes nunca se dirá suficientemente —al contrario de su caricatura (todo demócrata es un tirano de opereta)— que tienen un destino, incluso demasiado destino. Y si yo les rendía culto es porque, teniendo instinto de mando, no se rebajan ni al diálogo ni a los argumentos: ordenan, decretan, sin dignarse a justificar sus actos; de ahí su cinismo, cinismo que yo ponía por encima de todos los vicios y de todas las virtudes, marca de superioridad, hasta de nobleza, que a mis ojos los aislaba de los mortales. No pudiendo hacerme digno de ellos por la acción, esperaba alcanzarlos a través de la palabra, de la práctica del sofisma y de la enormidad: ser tan odioso con los medios del espíritu como lo eran ellos con los del poder, devastar por medio de la palabra, hacer estallar al verbo y con él al mundo, reventar con uno y con otro, hundirme finalmente bajo sus escombros. Ahora, chasqueado de esas extravagancias, de todo lo que daba realce a mis días, me pongo a soñar con una ciudad, maravilla de moderación, dirigida por un equipo de octogenarios un tanto chochos, de una amenidad maquinal, lo suficientemente lúcidos como para hacer buen uso de sus decrepitudes, exentos de deseos, de añoranzas, de dudas, y tan preocupados por el equilibrio general y el bien público que mirasen la sonrisa como un signo de depravación o de subversión. Y ahora es tal mi decadencia que hasta los demócratas me parecen demasiado ambiciosos y demasiado delirantes. Sería su cómplice, sin embargo, si su odio hacia la tiranía fuese puro; pero sólo la abominan porque los relega a su vida privada y los arrincona en su vacío. El único grado de grandeza que pueden alcanzar es el del fracaso. Liquidar les sienta bien, y cuando sobresalen en ello merecen nuestro respeto. En términos generales, para llevar un Estado a la ruina, hace falta una cierta práctica, disposiciones especiales, incluso talentos. Pero puede suceder que las circunstancias se presten a ello; la tarea entonces es más fácil, como lo prueba el ejemplo de los países en decadencia desprovistos de recursos interiores, presas de lo insoluble, de los desgarramientos, del juego de opiniones y de tendencias contradictorias. Tal fue el caso de la antigua Grecia. Y ya que hablamos de fracaso, el de Grecia fue perfecto: se diría que se esmeró en hacer de él un modelo para descorazonar a la posteridad. A partir del siglo II antes de Cristo —dilapidada su sustancia, tambaleantes sus ídolos, dividida su vida política entre el partido macedonio y el partido romano—, para resolver sus crisis y poner remedio a la maldición de sus libertades, Grecia tuvo que recurrir a la dominación extranjera, aceptar durante más de quinientos años el yugo de Roma, viéndose empujada a ello por el mismo grado de refinamiento y de gangrena a que había llegado. Reducido el politeísmo a un montón de fábulas, había perdido su genio religioso y, con él, su genio político, dos realidades indisolublemente ligadas: poner en tela de juicio a los dioses es poner en tela de juicio a la ciudad que presiden. Grecia no pudo sobrevivir a sus dioses, como tampoco pudo Roma sobrevivir a los suyos. Para comprobar que con su instinto religioso perdió su instinto político, bastará con mirar sus reacciones durante las guerras civiles: siempre del lado equivocado, aliándose a Pompeyo contra César, a Bruto contra Octavio y Antonio, a Antonio contra Octavio, uniéndose regularmente a la mala suerte como si en la continuidad del fracaso hubiera encontrado una garantía de estabilidad, el consuelo y la comodidad de lo irreparable. Las naciones cansadas de sus dioses, o de las que los dioses están hartos, mientras mejor legisladas estén, más riesgos corren de sucumbir. El ciudadano se pule a expensas de las instituciones; si deja de creer en ellas, no puede ya defenderlas. Cuando los romanos, al contacto con los griegos, terminaron por enmagrecer, es decir por debilitarse, los días de la república estaban contados. Se resignaron a la dictadura, quizá la llamaban en secreto: nada de Rubicón sin las complicaciones de una fatiga colectiva.
El principio de muerte, inherente a todos los regímenes, es más perceptible en las repúblicas que en las dictaduras: las primeras lo proclaman y lo exhiben, las segundas lo disimulan y lo niegan. Lo que no impide que estas últimas, gracias a sus métodos, lleguen a asegurarse una duración larga y sobre todo más consistente: solicitan, cultivan el acontecimiento, mientras que las otras lo dejan de lado, pues la libertad es un estado de ausencia susceptible de degenerar cuando los ciudadanos, agotados por la tarea de ser ellos mismos, sólo aspiran a humillarse y a dimitir, a satisfacer su nostalgia de servidumbre. No hay nada que aflija tanto como la extenuación y la ruina de una república: habría que hablar de ella en el tono de la elegía o del epigrama o, mejor aún, en el de L'Esprit des lois: «Cuando Sila quiso liberar a Roma, ya era tarde; sólo le quedaba un débil resto de virtud, y como siempre tuvo menos que eso, en vez de despertar bajo César, Tiberio, Cayo, Claudio, Nerón, Domiciano, se hizo más servil: todos los golpes fueron contra el tirano, ninguno contra la tiranía».
Y es que, precisamente, uno puede llegar a tomarle gusto a la tiranía, pues sucede que el hombre prefiere pudrirse en el miedo antes que afrontar la angustia de ser él mismo. Generalizado el fenómeno, aparecen los césares: cómo recriminarles cuando responden a las exigencias de nuestra miseria y a las imploraciones de nuestra cobardía? En realidad, merecen ser admirados: corren hacia el asesinato, sueñan con él sin cesar, aceptan su horror y su ignominia, y le dedican todos sus pensamientos, hasta el punto de olvidarse del suicidio y del exilio, fórmulas menos espectaculares, aunque más dulces y agradables. Habiendo optado por lo más dócil, sólo pueden prosperar en tiempos inciertos, para mantener el caos o estrangularlo. La época propicia para su auge coincide con el fin de un ciclo de civilización. Esto es evidente para el mundo antiguo, y no lo será menos para el moderno, que va derecho hacia una tiranía no menos considerable que la que sojuzgaba los primeros siglos de nuestra era. La meditación más elemental sobre el proceso histórico dentro del cual constituimos el término, revela que el cesarismo será el modo según el cual se cumplirá el sacrificio de nuestras libertades. Si los continentes deben ser unificados, será por medio de la fuerza, y no de la persuasión; como el Imperio romano, el imperio futuro será forjado con la espada, y se establecerá con el concurso de todos, puesto que nuestros mismos terrores lo piden a gritos.
Si me dijeran que divago, respondería que es posible que me esté anticipando. Las fechas no importan. Los primeros cristianos esperaban el fin del mundo de un momento a otro; sólo se equivocaron por algunos milenios... Desde otro orden de espera, puedo equivocarme también; pero, en fin, no se sopesa ni se comprueba una visión, y la que yo tengo de la tiranía futura se me impone con una evidencia tan decisiva que me parecería deshonroso querer demostrar su fundamento. Es una certeza que participa tanto del escalofrío como del axioma. Y me adhiero a ella con el impulso de un agitador y la seguridad de un geómetra. No, ni divago ni me equivoco. Y ni siquiera podría decir, como Keats, que «el sentimiento de la sombra me invade». Es más bien una luz lo que me asalta, precisa e intolerable, que no me hace ver el fin del mundo —eso sí sería divagar— sino el de un estilo de civilización y el de una manera de ser. Para limitarme a lo inmediato, y más concretamente a Europa, me parece, con toda claridad, que la unidad no se logrará, como piensan algunos, por acuerdo y deliberación, sino por medio de la violencia, según las leyes que rigen la constitución de los imperios. Para que esas viejas naciones, enredadas en sus celos y en sus obsesiones provincianas, renuncien a ellas y se emancipen, hará falta que una mano de hierro las obligue, pues nunca consentirán por propia voluntad. Una vez esclavizadas, comulgando en la humillación y en la derrota, podrán entregarse a una obra supranacional bajo el ojo vigilante y malicioso de su nuevo amo. Su esclavitud será brillante, la cuidarán con diligencia y delicadeza, no sin gastar en el empeño los últimos restos de su genio. Pagarán caro el esplendor de su servidumbre.
Así, adelantándonos a los tiempos, Europa dará, como siempre, el ejemplo al mundo, y se hará célebre en su oficio de protagonista y de víctima. Su misión ha consistido en prefigurar las pruebas de los otros, en sufrir por ellos y antes que ellos, en ofrecerles sus propias convulsiones como modelo, para ahorrarles el trabajo de inventar convulsiones originales, personales. Mientras más se esforzaba por ellos, mientras más se atormentaba y agitaba, mejor vivían los otros como parásitos de sus congojas y herederos de sus rebeliones. Todavía, en el futuro, se volverán hacia ella hasta el día en que, agotada, ya sólo pueda legarles desechos.