ÁLVARO, AHORA, cuando Marcela marcha a Cora, vive pendiente de la llegada de los tres amigos. Si falta el juez ya no pregunta: «¿Y don Francisco?», porque ya sabe dónde está. Se lo dijo don Mariaano, simplemente.
—Don Francisco nos hace rabona, que se divierte más en Cora que con nosotros. Claro, la juventud…
Inútil rebelarse. Álvaro mismo les ha abierto la puerta; Álvaro mismo empujó a Marcela para que se ausentara. ¿Cómo no contó con la astucia de aquel hombre que sabe lo que quiere?
Álvaro no pierde la serenidad en medio de aquel dolor lancinante que taladra. No duda de Marcela. Sabe que es leal; porque lo es —lo ha sido siempre— en su querencia hacia la casa, hacia los campos donde vivió. Lucía le contó que en Las Puentes buscaba a La Sagreira con la vista. Pueden sorprenderla en su simplicidad o en aquel ímpetu de su sangre moza; pero, a sabiendas, Marcela nunca emprenderá un camino torcido, ni se doblará al engaño. «Soy para ella como la cama donde duerme, como los cipreses ante los balcones, o el paisaje que ha visto desde que nació.» Marcela no sería desleal a su tierra ni a sus árboles. Él es tierra y árbol, para Marcela. Marcela languideció, y se le tomó terrosa la piel, cuando estuvo en Lugo, en el colegio. Álvaro, que sabe todo esto, se siente orgulloso de ella.
Pero he aquí que cuando la tiene en casa, junto a él, comienza a cavilar. La ve cambiada; incluso físicamente, más plena, más suave. No le parece Marcela. Tiene un aplomo nuevo. Como ya no pasan el día entero juntos, hay siempre algo de qué hablar; él pregunta, y Marcela contesta. Cuenta las cosas a su modo, con su voz obscura y cantante, de aquella manera ingenua que antes le irritaba y ahora le emociona. Sufre por ella cuando la ve con la vista perdida, obsesionada. ¿En qué piensa? ¿Qué palabras se repite?
—¿Y tu marido? —ha preguntado tía Lucía, buscando sus ojos. Y los de tía Lucía eran fríos, reprochadores.
Marcela los ve aún; la persiguen. ¿Qué reprocha tía Lucía?
—¡Pobre Álvaro! Qué invierno tan largo para él.
—Él quiere que venga —dice Marcela, con voz atragantada.
Huye de la mirada del juez, posada sobre ella como la garra de un gavilán.
—A estas horas está siempre acompañado —explica Lucía, generosamente.
—¿Lo está? —pregunta el juez.
Marcela levanta la cabeza y le mira. ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo si él no lo supiera! La insidia de la pregunta se le clava en el pecho; quiere revolverse bajo aquellas pupilas sarcásticas:
—Bien lo sabe —dice, retándole con la vista—. Don Antonio y don Mariano suben allí todas las tardes.
«Y antes también usted», tiene ganas de gritarle. Don Francisco hace con la mano aquel gesto vago y ampuloso que ella conoce tan bien, y que hoy le semeja aborrecible.
—Don Antonio anda con la Novena, me parece…
Los ojos de doña Lucía miran a Marcela como si hubiese querido mentirles. Marcela desea levantarse gritando su verdad. Pero, ¿qué se han pensado? Está aquí porque él quiere; ella no ha pedido venir. Y dice la verdad. Si don Antonio tiene ahora Novena, no es culpa suya.
Le gustaría abofetear al juez, cuya sonrisa triunfa; el juez que va metiendo, con sus palabras reticentes y su sonrisa turbia, la sensación de que ha obrado mal, de que es inútil, que algo malo ya está hecho. La sonrisa también parece decir: «¿Ves? No es tan terrible, después de todo.»
Don Francisco toma el vaso y bebe parsimoniosamente.
—Con esta epidemia de gripe, poco podrá subir don Mariano a La Sagreira.
Marcela siente que se ha hundido, y que desde allí abajo es difícil subir. Los ojos de tía Lucía son duros e implacables. Lucía parece abochornada, y desvía los suyos, molesta.
—Él quiere que venga —repite de nuevo, estrujando sus manos. Ninguna otra cosa puede argumentar.
Brava, desearía plantarse frente a don Francisco y zarandearle. Siente como si la hubiera dejado desnuda a los ojos de todos.
Don Francisco, ahora, da pequeños golpecitos con la cuchara sobre el plato. Ya está. Marcela se debate con sus palabras. ¿Qué puede decir? ¿Que ella no sabía que su marido, por las tardes, estaba solo? ¿Quién se lo creería? Y si no lo sabe, es su culpa, dirán. Álvaro pregunta siempre a Marcela; Marcela nunca a Álvaro. Así ignora lo que con él se relaciona. Pero esto no puede explicarse, no puede decirse.
Marcela, pálida y con los ojos brillantes, aguanta el golpe. No se marchará ni un minuto antes que los otros días; ella no ha hecho nada malo. No se irá.
En esto piensa Marcela con la vista perdida. En esto y en que duda si darse por enterada. ¿Qué puede preguntar a su marido? Y si él no lo ha dicho, si ni siquiera ha rozado nada sobre su soledad, ¿no será, quizá, que desea estar solo? Álvaro ve a Marcela erguirse, y enderezar el pecho. Los ojos tienen reflejos de acero. ¿Qué ha decidido Marcela? Marcela irá hoy, por última vez a Cora, pero irá. Si dejase de ir creerían que la han avergonzado con sus palabras, que estaba enterada de todo y quería engañarles. Irá, hoy que les consta que lo sabe, para que se enteren bien que no fue su intención mentir, y que cumple, yendo, un deseo de Álvaro. Desafiará los ojos censores de tía Lucía, los apesadumbrados de Lucía, los calculadores y triunfantes del juez. «¿Ves? Tu marido está solo y tú estás aquí. No sabías que estaba solo y no te importaba. Lo que no se sabe, Marcela, no duele.»
Marcela va. Álvaro, sentado junto a la chimenea la mira partir. ¡Dios, qué agonía! Ve las pupilas chispeantes como pedernales, y el aire de empuje de la mujer. ¿Qué emprende Marcela? ¿Dónde va Marcela? «¡Espera!», desea gritar. Humillarse, rendirse, sujetar por los brazos la mujer que se va. Hace un esfuerzo sobrehumano. Aferra las manos sobre las asas del butacón y quiere erguirse, ponerse en pie, defender lo que es suyo. Apela a todas sus fuerzas. «¡Dios mío!» Las venas del cuello se hinchan, se abultan, como cuerdas nudosas. Tiembla la barbilla. «Espera…» Aprieta la mandíbula. Ve rojo. Bailan las llamas ante él, disgregándose en mil centellas.
Álvaro se echa atrás en el butacón. Marcela se ha ido. Aspira fuerte el aire para saturarse de aquel olor que siempre amó en Marcela.
No ha servido de nada su voluntad; quiso levantarse y no ha podido. Ahora jadea, y le zumban los oídos y las sienes. De prisa, de prisa, bailan las centellas, que poco a poco empiezan a borrarse, lo mismo que si una bruma, la bruma que tantas veces contempló sobre la ría en el atardecer, flotase ante la chimenea. Se tuerce la boca en una risa dolorosa; centró toda su alma, toda su fortaleza en levantarse; siente como si algo, a impulsos de ese esfuerzo, se hubiera roto en él, fluyera, y, sin embargo, sólo consiguió ver sus manos temblando sobre el butacón, y este ahogo que le impide respirar bien. Calma. Hay que tener calma. Su cabeza se hace líquida, siente como una lava de sangre, cálida, precipitándose cuerpo abajo. Quiere llevarse la mano a los ojos para restregárselos. «Es imposible que la bruma haya entrado en el cuarto con la ventana cerrada.» ¿Por qué su mano no le obedece?… ¡Cuánto pesan sus manos!
Desde la bruma, perdido en la bruma, oye un aullar lastimero. «El “Chinto”», piensa, débilmente.
Y quiere sonreír.
La bruma no ha entrado en el cuarto. No ha podido entrar porque la tarde hoy es dura y descarnada, y el aire helado que sopla sobre las cosas las desnuda de misterio. Marcela no siente el frío porque está acostumbrada al aire libre. Dentro del coche se defiende uno bien. En Cora todos meten los pies bajo la camilla menos Marcela. Al verla aparecer, firme y resuelta, han quedado sorprendidos. Sorprendidos todos, exceptuando a don Francisco. Marcela adivina lo que piensa tía Lucía, lo que se le escapa de los labios y lucha por retener.
—Con una tarde así, dejar a tu marido solo.
—¡Pobre Álvaro! —se deduce también del gesto piadoso de Lucía.
—¿Tú, Marcela? —pregunta Joaquín.
Y en aquel, «¿Tú, Marcela?» hay el desprecio que quiere hacerse notar.
Solamente don Francisco no parece sorprendido, y le daña más la sonrisa acogedora de él que las palabras o los pensamientos de los otros.
Don Francisco sonríe. «Estás aquí. Sabes que está solo y estás aquí. Por algo se empieza.» Marcela, ahora, comprende que su soberbia la ha equivocado. Lo dice la sonrisa vencedora del juez.
No agacha la cabeza. Con la saliva amarga se sienta a la camilla. Lucía habla de prisa, jovialmente, para disimular la fría acogida. Su madre se va. Con cuidado dobla la labor, envuelve el bastidor, y sale.
Marcela sabe que si quedara sola con Lucía podría explicarse, pero con Joaquín y don Francisco delante, no. ¿Y qué puede decir? ¿Cómo culpar al juez? ¿Qué culpa tiene?
Marcela, hirviente de un furor contenido, le mira. Don Francisco siente el espoleo de su mirada. Don Francisco, suavemente, contesta a Lucía, y entre los dos la tensión va cediendo, pese al obstinado silencio de Marcela, pese al gesto agrio de Joaquín.
—Ve a buscar a mamá para merendar —dice Lucía a su marido. Joaquín adivina lo que pasa por el bondadoso corazón de su mujer; hay que compadecer a Marcela; no se puede juzgar sin más ni más y, sobre todo, pensemos lo que pensemos, no hay por qué dar, tres cuartos al pregonero. Y el pregonero, hoy, se llama don Francisco.
—Un día de estos volveré a La Sagreira —dice don Francisco.
¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué le importa a ella? El mal ya está hecho; en Cora, tampoco la quieren. No llorará delante de él, aunque lágrimas ardientes de humillación, de rabia, le arrasan el pecho. Si él va a La Sagreira, ella saldrá del cuarto.
¡La Sagreira! ¿Por qué salió de allí? ¿Cómo se dejó convencer a abandonar el arrimo de Álvaro, que es el único sitio seguro del mundo?
A Marcela se le antoja ver a su marido junto a la chimenea, leyendo o mirando hacia el fuego. «Desde mañana yo también», se promete. No le importa ya que piensen si es mentirosa o no, si ha querido engañar o no, si abandonó o no a su marido. Lo que importa es estar allí, cerca del fuego, viéndole pasar las hojas de su libro, o distraído, o jugando con el hijo, o acariciando al can. Aquello es vida. Su vida. Y ya no la encuentra ni monótona ni árida.
—Voy por mamá y Joaquín. No sé lo que les pasa —disculpa Lucía, apurada.
Marcela no tiene tiempo a darse cuenta de que ha quedado sola con don Francisco. No ha oído lo que ha dicho Lucía. Sabe que hay que hacer algo, decir: «Lucía, no». Instintivamente se vuelve hacia el juez, y desde su asombro siente unas manos ardientes en su talle, y precipitada, hambrienta, una boca sobre ella. Se levanta, le empuja. La boca se aplasta contra su garganta. Marcela lo rechaza. Con un desplante de hembra, forzuda y aldeana, lo rechaza con fuerza tal que don Francisco se tambalea. Asqueada se lleva la mano a la garganta. La verdad cuesta en adentrársele. «Me ha besado. Me ha besado…»
No se da cuenta de que el juez, humillado y lívido, se acerca de nuevo.
Marcela se lleva las dos manos a la frente:
—¡Ay! —grita.
Es un grito terrible y desgarrador.
Lucía acude, asustada.
—¿Qué pasa? Marcela, ¿qué te pasa? ¿Dónde vas?
Sale en pos de aquella mujer alocada, que corre con la cabeza entre las manos. Ni se ha fijado en el juez:
—Se ha vuelto loca. Detenedla; se ha vuelto loca.
—¡Ay! ¡Ay!… ¡Ay! —grita Marcela, como en un paroxismo.
Andrés abre la portezuela del coche.
—¿Qué le pasa? ¿Se ha puesto enferma?
—A casa. Vamos a casa —repite Marcela.
Lucía junta las manos y la ve marchar. ¿Qué ha pasado, Dios mío? Marcela no está bien de la cabeza.
—Vamos a casa. A casa —gime Marcela, sollozando por fin.
Llora. Hoy no llueve, pero ve al paisaje a través de sus lágrimas como lo vio en los días de aguacero. Gritar la desahogó; ahora comprende por qué gritan las madres en la aldea cuando mueren los suyos. Llorar la lavó; arrastró lo turbio que se removía en ella por dentro. Reblandecida por el llanto, como la tierra se ablanda con la lluvia, pensó, no ya con dolor, sino con gozo, en la casa a donde iba, en el hombre que la aguardaba. Se llevó la mano a la garganta.
«Me han besado aquí.» Le parecía lejano; aquello no había ocurrido unos momentos atrás.
Se lo diría a Álvaro; cabía callar y estarle cerca. Pero no; hoy hablaría. Quizá, cuando él la viese entrar lo comprendería ya. Tenía unos ojos que llegaban hasta el fondo. Unos ojos como los de Alvariño. ¿Hablaría o no? ¡Qué importaba! Todo había cambiado. Allí estaba su vida, y su vida no era sólo La Sagreira, y los campos, y el hijo, por mucho que supusieran. Su vida, y al pensarlo se quedó fría, como cuando oía las campanas, era Álvaro. ¿Cómo no lo había comprendido antes? «Meu home», murmuró con las manos apretadas. Según el coche traqueteaba, corredoira adelante, vio a Álvaro defendiéndola de los insultos del Juan, en el granero; a Álvaro cabalgando con ella hacia Cora, y separando las ramas para que no la dañasen. Álvaro, por las noches, cuando tenía miedo; Álvaro enfadándose en la vendimia porque los mozos la miraban. «Tenía celos.» Marcela rió entre sus lágrimas. «Tenía celos.» Luego, sonriendo tímidamente, como si él estuviera delante, pensó: «Yo también.» Celos de Tula. Celos del libro que tantas horas le llevaba. Celos de las palabras que no habían sido dichas. Luego, le quiero…
«Meu home», murmuró de nuevo, enternecida. Lo decía a media voz porque le llenaba la boca. ¿Qué pensaría Andrés?… Bah, ¡qué importaba!
Llegaron al crucero.
«Que no se haya dormido al calor de la lumbre. Porque tengo que decirle, que decirle…»
¿Cómo no lo vio antes? Quizá porque aquella mano que buscaba ahora, era también la que le daba el pan, y el techo y todo, como decía Ermitas. Que la mano que acaricie sea la mano que dé es duro. A lo menos, fue duro para ella. «El que no sabe es como el que no ve», recordó las palabras de Ermitas. Y ella había estado, hasta ahora, privada del ver.
Dieron vista al portón. Agudo, llegó el aullido del «Chinto»: «¡Vaya! Soltaron al can. Saben que le gusta dormir junto al amo.»
El «Chinto» aullaba, llamando.
Marcela, nerviosa, saltó del coche antes de que abrieran el portón, y empujó la puerta que en él se enmarcaba.
—Calla, «Chinto».
Subió de prisa las escalerillas, con el corazón palpitante. Desde la solana le dio en la nariz el olor a papel quemado.
—Álvaro está despierto, quemando papelotes.
Suspiró, satisfecha. Corrió, más que anduvo, hacia el comedor. En el umbral detúvose a tomar aliento, con un gesto triunfante.
«Qué humo tan negro. Quemarían leña verde.»
Miró hacia la chimenea. ¿Qué era aquello que ardía? ¡Dios santo!, ¿el libro de Álvaro?
Corrió hacia la lumbre. El libro, sí…
Rígida, sin volverse, recordó las palabras que oyera a su marido en Las Puentes: «Quiero a este libro más que a mi vida.» Fué cosa de un segundo: «Si el libro arde es que Álvaro ha muerto.»
Fué más que un pálpito, una seguridad, fría y cortante. Como si no fuera ella quien moviese sus propios miembros, se volvió hacia la butaca.
Vió la blanca cabeza caída sobre el pecho, y la mano izquierda colgando cerca de la mesita, volcada sobre el fuego. Debió empujarla en el último estertor.
Abatido el laurel.
Marcela gritó.