XXXII

—¿Y, QUÉ, SIEMPRE TRABAJANDO? —pregunta don Antonio, al par que acerca sus manos a la chimenea—. Brrr… ¡Qué frío!

—No está usted mal aquí, calentito en su manta, al lado del fuego —el médico hoy tiene la punta de la nariz morada. No se sienta.

—Gracias —dice a Marcela, que le acerca una silla—. Pero, con tu permiso, voy a entrar en calor.

Entrar en calor, para don Mariano, consiste en pasear impaciente, de arriba abajo del comedor, sacudiendo los pies contra el suelo, y frotándose las manos.

—El fuego es un vicio. Se acostumbra uno a él, y luego…

Álvaro piensa que ahora tiene frío siempre, como si no le circulara la sangre. Desde la caída, no ha vuelto a sentir calor. Boqueaba la primavera cuando el accidente, pasaron verano y otoño, y ya en lo más crudo del invierno apenas nota la diferencia. Sus manos están siempre heladas, y ha tenido que hacerse a usar mitones. Además, el no sentir las piernas causa frío.

El cura ha extendido los pies hacia la chimenea.

—Pues yo, la verdad, mientras pueda pasar calor… Hoy, como había llovido tanto, se metían las ruedas en el fango, que creí que no llegábamos.

Don Francisco dejó en el vestíbulo su gabardina. Sentado al lado del sacerdote parece recién lavado, en contraste con las raídas ropas, y la barba de un día de don Antonio. Porque, cuando hace frío, don Antonio no se afeita.

—Qué exagerados son ustedes —dice el juez. Se repantiga en su asiento, y sonríe.

—Usted puede sonreír, que yo tampoco a sus años tenía frío.

Álvaro desearía que se callase don Antonio.

—Es como Marcela; ahí la tienen ustedes, con manga corta.

—No hay mejor calentador que la sangre joven —remata don Mariano.

Marcela se ha puesto colorada. Don Francisco la mira y ella no sabe qué hacer con sus manos. Por disimular su rubor se aparta de la mesa en que se apoyaba, y se acerca al aparador, prepara vasos sobre la bandeja de plata, baja de un estante la jarra tripuda, de blanca loza.

—A mí, en taza —pide don Mariano—. Que el vino del Ribero hay que tomarlo en taza.

—Y sabe mejor en jarra que en botella —apostilla el juez.

Marcela se acerca con su bandeja, la posa al borde de la mesa. ¡Qué tontería! ¿Por qué le temblará tanto el pulso?

Don Francisco, cuando coge su taza, no la mira. Está molesto, porque desde que Marcela ha tomado la costumbre de pasarse la tarde en Cora le roe la desazón: «¿Estará? ¿No estará?». La duda le espolea, el temor a no hallarla le enardece. «Subiría igualmente si no estuviese ella», se dice a sí mismo, a solas, en su casa. Pero, si al llegar ve la silla vacía, y que Marcela no está, le parece que la mirada de Álvaro se ríe de él.

«Está loco, dejar a su mujer sola, por esos caminos.»

Sabe lo que es desesperarse mientras oye la rutinaria conversación de los otros. Procura siempre alargarla por dar tiempo a oír en el portalón la bocina del coche, llamando.

Al subir, uno de los días, se clarea con el doctor:

—Yo creo que podemos estar allá hasta que llegue su mujer, y así nos baja el coche a la vuelta, ¿no le parece?

—Es verdad —observa don Mariano.

El juez ha calculado mal: sabe que a don Mariano le gusta tomar en todo la iniciativa, y ha contado con ello. Pero don Mariano, por una vez le brinda la idea:

—Me decía don Francisco… —dice, inclinándose hacia el paralítico.

Don Francisco vuelve su rostro hacia las llamas; no sabe que así Álvaro lee mejor en él.

—… podíamos esperar a Marcela para aprovechar el coche.

Álvaro mira el rostro del hombre, huidizo. Contempla la ingenua, interrogante expresión de don Mariano.

—Como ustedes quieran.

Pasado el mal momento, don Francisco se alegra. Ahora puede permitirse el lujo de fingir indiferencia los días que Marcela está; adivina los ojos claros que, como la paloma al señuelo, vienen a sus gestos, caen en él. Don Francisco echa el cuerpo hacia atrás, cruza las piernas, fuma, y tras el humo parapeta sus ojos agudos, entrecerrados. Marcela, aunque no lo distingue, sabe que la está mirando. Cuando se marcha, queda en el cuarto el olor dulzón de sus cigarrillos. Ermitas manotea.

—¡Jesús, y qué manera de fumar! Ponen el cuarto como la taberna. Con su permiso, voyle a abrir la ventana.

El aire frío acuchilla; todo lo limpia el aire. Álvaro pone la mano sobre los cuadernos y los papeles de la mesita a su lado, para que no vuelen. Marcela coloca las sillas en su sitio; aspira despacio, fuertemente, aquel olor que la adormece y que se va.

«¿Qué te pasa, Marcela?», desearía preguntar Álvaro. Tenerla allí, apoyada en sus rodillas, levantar su cabeza y mirarla a los ojos, hasta el fondo. «¿Qué te pasa?»… Siente como si fuera más blanda. Muchas veces, ahora, encuentra sus ojos pensativos mirándole. «¿Qué quieres saber, Marcela?»

Marcela piensa que él no la observa, y maquinalmente se acerca a la chimenea. Se sienta en la silla en que don Francisco se sentó. Con la mano como perdida, como si no se diera cuenta de lo que hace, palpa el brazo de madera de la butaca; pasan los dedos arriba y abajo, abajo y arriba.

Encuentra los ojos de su marido y se sobresalta. Vuelve en sí, se pone en movimiento; un movimiento brusco y febril. Emprende, sin duda para engañar a la vitalidad que la agobia, inútiles trabajos. Una de las veces, desde el comedor, Álvaro escuchó el ruido de los muebles de la sala, corridos de un lado a otro. Hasta él llegaron los pasos de ella y el chirriar de los goznes de las ventanas al abrirse. Luego se puso a cantar. Su canto era como una explosión, y escucharla una agonía. Cuando llegó el aturuxo, sintió Álvaro que se le quemaba la sangre en el loco deseo de levantarse para acudir a aquella llamada de mujer. Subía el grito agudo, terrible, no se sabía si de alegría o de dolor; ¡las dos cosas se parecen tanto!

Quedó aplanado, deshecho. Nada podía hacer por defenderla. Puede uno defender a quien quiere de las causas externas, pero de sí mismas, no.

—Le noto a usted alterado. Hay que cuidarse, hombre —reprende, afectuoso, don Mariano.

El médico, de cuando en cuando, se empeña en tomarle la tensión. Sube con la caja negra del aparato, y, quieras que no, le obliga a quitarse la chaqueta y enrolla la goma sobre el brazo, donde se abultan las venas.

A Marcela le da miedo y no mira. Don Francisco sigue la oscilación de la aguja, intentando descifrar; hay una leve sonrisa de superioridad en su rostro. Álvaro la ve; siente vergüenza por la piel rugosa de su brazo, por aquel bíceps que fue un día poderoso, y que ahora es delgado y flácido. Se sobrepone.

—¿Cómo va esto, don Mariano? ¿Me muero o no me muero?

—Muy alta la tensión. Poco líquido, nada de carne, vida tranquila…

Álvaro sonríe, con dolorosa ironía:

—¡Más tranquila!

—En tiempos de nuestros padres no había estas cosas, y la gente vivía muchos más años —comenta el sacerdote—. Y comían y bebían que daba gusto verlos.

—Sí, y luego decían que se morían del cólico miserere —refunfuña el médico.

Don Francisco, cuando Marcela no está, charla con el oído al acecho de la bocina llamando en el portón.

—Nos vamos pronto, no sea que se nos escape Andrés.

Álvaro podría decirle por qué se va. Se va porque así encuentra sola a Marcela, lejos de sus ojos. Se va, porque así se cruza con ella subiendo la escalera, y se detiene a saludarla, o la ayuda a bajar del coche al pie de la solana; él lo lee luego en el rostro encendido.

Marcela, la primera vez que, abierta la portezuela, vio la mano del juez tendida, se hizo atrás.

—¿Baja usted? —preguntó don Francisco.

Cubría con su cuerpo la portezuela, y Marcela sólo alcanzaba a distinguir medio cuerpo de sus dos acompañantes. Y los ojos duros, ardientes y rencorosos que la miran. Marcela se sofocó. Mientras subía, con la respiración agitada, don Francisco se acomodó en el coche, donde aún quedaba su calor. Escucha apenas la conversación durante el camino. Tampoco piensa. Un torbellino de deseos le arrastra. «Prudencia», se recomienda a sí mismo. Los árboles que pasan, las congostras que sortean, los tumbos que da el coche, todo vertiginoso y violento. Vuelve a ver el pecho que sube y baja precipitadamente, el rubor que invade hasta el escote…

—¿Decía usted, don Antonio?

Marcela huye y anhela el momento aquel. Va a menudo a Cora, y a la vuelta, desde el crucero, le parece que se ahoga. Daniel abre el portón. «Quiero subir sin que me vean; no quiero verles», se repite. Sin embargo, siempre tropieza con ellos saliendo de la solana, cediéndola el paso. Don Francisco deja que los otros la saluden primero y vayan bajando.

—Buenas noches —dice el juez.

Ve el rostro turbado, y sonríe.

También Álvaro lo ve cuando ella entra; con el butacón ladeado, de espaldas a la puerta, tendría que volverse un poco para divisarla en el umbral, pero la llama siempre:

—¡Marcela!

Marcela siente una pena muy grande, y no sabe cómo librarse de ella. No sabe a qué obedece, pero sabe que la tiene allí, pesándole en el corazón. Y por eso Marcela va a Cora, y charla con Lucía, y ríe hasta llenársele de lágrimas los ojos, y Lucía se inquieta. Por eso, para olvidarla, inventa quehaceres en la casa, y huye de quedarse quieta, sentada frente a su marido, porque si le mira le sube un dolor sordo, un llorar sin lágrimas. Por eso, quizá, Marcela busca la ansiedad que despierta en ella la sonrisa del juez, aquel vértigo repentino de saberse mirada por sus ojos. Marcela, a solas, ha llegado a pensar: «Si yo me hubiese casado con un hombre así, un hombre como éste.» Y cuando quiere imaginarse cómo hubiera sido, se encuentra con que está recordando los días primeros de su boda, y no es don Francisco, es Álvaro quien se acerca en la penumbra de la habitación, es Álvaro quien da vueltas y vueltas por el cuarto. «Voy a salir, Marcela, ¿vienes?» Y se le salta el corazón porque cree escuchar el ruidito que hada con la llave en la cerradura al volver. Ella había quedado como muerta, sentada en una silla, cuando marchó, y le parecía que estaba sola y perdida. Pero, precedido por el rumor de la llave, divisaba en la puerta la corpulencia del amo, y el corazón volvía a su sitio, y la calma renacía. ¿Cómo la amaría un hombre más joven? Son los brazos de Álvaro los que se figura de nuevo rodeándola, estrechándola. Y Álvaro que la mira, que la observa, ve los labios entreabiertos, la respiración jadeante. Santo Dios, ¿en qué piensa Marcela?…

Él, que no temió su rudeza, teme su suavidad. «Antes me rechazaba, o me toleraba, porque me consideraba como un hombre.» Ahora diera cuantos años le quedan por verla de nuevo erguida, desafiante, hirviente de vida, a la defensiva. Esto se ha acabado, todo ha terminado para él.

Ahora sólo queda una mujer, bruscamente piadosa, que le trae y le lleva; que no le concede la limosna de rebelarse, quizá por una íntima sensación de culpabilidad. Álvaro, a veces, ha tenido ganas de hablar claro. «Mujer, ¿de qué te culpas?… La noche aquella salí como ciego, porque, de quedarme creo, sí, que te hubiese golpeado, que hubiese aporreado tu boca que me hacía tanto daño. Cogí el caballo como quien se tira al mar. No le sujetaba; me dejaba llevar por él, espoleándole. “¡Hop, hop, hop!” Le clavaba las botas en los ijares, le golpeaba la barriga. “¡Hop, hop!” El “Gallardo” no está acostumbrado a que le castigue, y comenzó a revolverse; se resbalaba sobre los cantos aún mojados. Me di cuenta del peligro cuando empezó a espantarse, mordiendo el bocado. Pero nada podía contenerme: “¡Hop, hop!” Vagamente me di cuenta del peligro: “Me voy a matar. Dios, hoy me mato… ¡Hop, hop!”… No podía detenerme; era más fuerte que yo.»

¿Qué ocurriría si él hablase así? ¿Puede hacerlo? ¿Es estrictamente verdad que así sucedió todo? No está seguro. Tampoco los árboles, cuando los derriba el tumbaloureiro, saben si ellos se ofrecieron para que les abatiera, si no opusieron suficiente resistencia, si se emborracharon con el ímpetu del vendaval.

La única verdad es ésta: el no hace responsable a Marcela; él no culpa a Marcela.

Pero Marcela lo ignora.

—A ver si subes un día a ver a tu primo —ha oído decir a tía Lucía.

—Ahora tengo siempre tanto trabajo —responde Jorge—. ¿Qué dice Marcela de él?

—Que está bien. ¡Qué entiende ella!

—No sé cómo vive.

—¿Y qué quieres que haga, hijo?… Resignarse.

—Cualquier cosa —masculla Jorge.

Marcela, que «no entiende», ha comprendido, sin embargo, perfectamente la intención. «Cualquier cosa», ¿por qué?… La tiene a ella, tiene al hijo, tiene a la casa. Aviados quedaban si faltara el amo. No más horrores. Marcela aparta el pelo de su cara como si apartara una pesadilla. Al llegar a La Sagreira miró a Álvaro; tuvo ganas de arrodillarse, de juntar las manos y orar. ¿A quién? Quizá a él mismo.

Él no hará «cualquier cosa»; él no es como su primo, que si le quitan de trabajar en el campo y de montar a caballo, no sabría qué hacer. Álvaro —Marcela lo sabe—, está por encima de los demás, de todos. Álvaro escribe. Obscuramente sube en ella el respeto supersticioso de los campesinos hacia la palabra escrita.

¿Por qué piensan que Álvaro es un inútil, como ha oído decir a las criadas cuando alguien les pregunta por el mal del señor?… No está inútil para saber que es ella su mujer, para ser el amo de La Sagreira. Desde su sillón, manda fuerza su marido; allí vienen a rendirle cuentas los caseros, a pedirle que ordene techar sus casas, o que les perdone la renta. Al brazo de su butaca se apoya el hijo para hablarle, y entre los flecos de su manta vigila o duerme el «Chinto». Él es el amo; cuando vienen don Mariano, don Antonio y el juez, les sirve de su vino, les ofrece de sus viandas.

Y Marcela sabe, confusamente, que es más noble la mano que tiende que la mano que toma.

Ya puede don Francisco buscar su mirada, hablar en voz muy alta, reclamando su atención, pedir más vino para que ella lo sirva. Las palabras de Jorge han despertado un temor en Marcela, y aquel temor la invalida para todo lo demás. Álvaro siente, sin razonarlo, que Marcela se cobija junto a él como el «Chinto» en su manta. Sigue marchando a Cora, y antes de hacerlo, desde la puerta se vuelve, con una mirada entre suplicante y medrosa.

—Habrá que ir a Santa Marta a ver qué pasa con el pleito del Quintín —dice tía Lucía una tarde de aquellas.

—Ya fui —contesta Joaquín—. Francisco me aseguró que lo dieras por ganado.

—Tendremos que convidarle; siempre le estamos pidiendo favores.

Marcela se ha puesto roja. Pero ya no se sorprende el día que al llegar a Cora lo encuentra allí, sentado ante la camilla, únicamente desearía no haber venido.

Meriendan sentados en torno a la mesa redonda, y Marcela, asombrada, comprueba que don Francisco es diferente de como le creía. Bromea y ríe, se frota las manos, habla con Lucía en tono festivo, y Lucía le contesta, complacida. ¡Qué tonta ella, creyendo que sus ojos la buscaban, que sus palabras se las dirigía!

Don Francisco, hábilmente, lleva la conversación.

—¿Es su hermana? —pregunta, cogiendo un marco que contiene un retrato de Dorila en los años jóvenes. Dorila está sentada a la orilla del río, apoyándose en un brazo extendido.

—Es. ¡Entonces estaba tan guapa!

—También lo está ahora —defiende la madre—. Pero los años no pasan en balde.

—No se parece a usted.

—No; era muchísimo más guapa.

—Tiene un marido que es un pedazo de pan.

—¿Mayor que ella, no?

—Catorce años. Pero la ha hecho muy feliz. El hombre debe ser un poco mayor siempre, ¿no cree usted?

—Le diré…

La voz insinúa, sonriendo:

—En mi carrera he visto tantas cosas…

Don Francisco no ha mirado una sola vez a Marcela para no turbarla. Cuenta ahora, pausadamente, algunos casos de infelicidad conyugal, que terminan en tragedia. Don Francisco adorna sus relatos con comentarios personales. «Claro, él era un viejo y ella una muchacha… Me llamaron para levantar el cuerpo. ¡Tan joven!… Se le secaba la sangre y las moscas se le posaban encima. Yo las espanté porque me daba pena.»

Marcela siente que se le erizan las carnes; tiene miedo. Le parece escuchar las mismas consejas que la espantaban de niña, en la lareira.

¡Que se calle, por Dios!

—¡Jesús, qué cosas cuenta usted! —se escalofría doña Lucía.

—La vida, señora, la vida… Cada edad pide lo suyo.

Hasta muy tarde, ya en su casa, Marcela seguirá pensando en lo que ha oído: el cuerpo, casi núbil, de una muchacha, la navaja barbera clavada en la tetilla, y las moscas revoloteando sobre ella. Cree ver a don Francisco, enjuto y serio, espantando las moscas con la mano.

Por la noche, en la cama, se lleva la mano al pecho. Álvaro está quieto en la suya; no puede levantarse ni herirla aunque quisiera. ¿Pero, qué cosas va a imaginar?

La obscuridad le semeja un monstruo al acecho. Procura dormir.

No sabe que, en su sueño, se incorpora, jadea, grita como si la desollaran.

—Marcela, ¿qué te pasa?… ¡Despiértate, Marcela!

Álvaro ha encendido la luz, y Marcela se encuentra medio incorporada en el lecho, sin saber muy bien dónde está. Le mira con las pupilas dilatadas; aún tiembla en el aire su último grito.

—No sé qué me pasaba. Soñaba que…

—No pienses más en ello, Marcela. Duerme.

Marcela apoya su cabeza en la almohada y obedece a la voz apacible.