XXXI

DON FRANCISCO es muy joven, demasiado joven para saber dominarse.

—¿Y qué? ¿No está Marcela? —pregunta el sacerdote.

Don Francisco ha tenido un pequeño sobresalto, volviendo los ojos hacia la silla del rincón.

—Marchó a Cora, a pasar la tarde con los primos.

—Hizo bien, tan joven como es, siempre aquí metida. No es sano —dice el médico.

Entra Ermitas arrastrando los pies, tan tiesos que mentira parece que avancen. El reúma la balda, pero el rostro no ha envejecido más, quizá porque ya no es posible. Se arrugó antes de tiempo, quedándosele la piel como una badana seca, y aunque pasen inviernos sobre ella la badana resiste.

—Siempre acurrunchada allí —bisbisea, señalando el rincón, en su no perdido afán de mediar en todas las conversaciones.

Los leños arden en la chimenea. Chascan: a don Francisco le parece que se ríen de él. Procura hablar, y se vuelve hacia Álvaro: las llamas ponen luces rojas en los cristales de sus gafas: «Cuidado», semejan decirle, «¡Peligro!».

¿Qué se escapará a la mirada del pensador, enclavado en su butaca? Ve el gesto nervioso de las manos del juez, adivina su desconcierto, escucha su risa extemporánea. Desnudo de pasiones, le compadece: sí, demasiado joven…

Pero hay que hablar, amigo, discurrir sobre cosas indiferentes, no dar pábulo a que los otros puedan notar tu chasco, y comprendan la causa. Hay que ser hombre; ahora, es la ocasión de demostrarlo. No cuando balancea uno un pie, luciendo los calcetines, o escuchando la propia, engolada voz que cuenta cosas truculentas, para leer horror en los ojos verdes. No cuando uno hace un amplio y estudiado gesto con las manos, sonriendo como si se excusara, de las conquistas que don Mariano le atribuye.

Hoy, si estuvieran aquí, ni Alvariño ni Marcela hallarían blanda la voz de Álvaro: encierra un toque de atención, «¡Alerta!», igual que el sonido gutural de aviso o de llamada de los barqueros, al cruzar la ría.

Álvaro lleva la conversación, obligando a don Francisco a intervenir en ella. Cuando se levantan para marcharse, crujen los leños y no ve uno los ojos de Álvaro, tras el brillar de los cristales. Don Francisco, abochornado, va pasillo adelante, sintiéndose en ridículo. Ha palpado la hombría de Álvaro, y sabe, siente, que le ha trasteado, que le ha manejado. Se encabrita: «Para lo que le sirve».

Llueve, y como no está el coche, don Francisco se guarece bajo el amplio paraguas de don Antonio. El médico, en cambio, presume de que a él la lluvia le gusta.

—Menuda broma, llevarnos el coche. Yo, en estas condiciones, no subo más —protesta el juez, rabioso, en cuanto pierden de vista el portón que se cierra tras ellos.

—También es natural —media don Antonio— no es vida la que lleva esa muchacha.

—Demasiado buena para ella —remacha la voz sorda, colérica.

Don Antonio, pegados como van bajo un mismo paraguas, vuelve un poco la cabeza, sorprendido:

—No hay que hacer caso a cuentos. Marcela es como el pan, la conozco desde que nació.

Don Francisco, súbitamente, tiene gana de abrazarle. «Es como el pan», se repite a sí mismo. Y de pronto, sabe que el parecido es exacto: buena como el pan, simple como el pan, necesaria como el pan…

Riendo, agarra del brazo al sacerdote.

—Así vamos mejor.

A don Antonio le gusta que le quieran, y marcha, todo orondo, de su brazo. El médico camina delante de ellos. Aunque a oscuras, no necesita luz para bajar las corredoiras aquellas: conoce todas las piedras, todos los vericuetos, sabe cuando tiene que alzar el brazo para apartar una rama.

Bajo los árboles, gotea la lluvia. ¡Qué olor, el de los árboles mojados!

—Echarse a un lado, que viene un coche —avisa don Mariano.

Don Francisco aprieta más el brazo del sacerdote. Pasa, sorteando los baches, el coche de Andrés. En la oscuridad no se ve a los ocupantes. Allí debe ir Marcela, quieta y absorta, como siempre, con el hijo medio dormido.

—¡Sin salpicar! —grita el médico, bromeando.

El coche, al pasar, les ha puesto perdidos de barro.

—Ahí va Marcela —comenta don Antonio.

Don Francisco calla. Inútilmente ahínca los ojos en las ventanillas para ver si puede llegar a distinguir algo.

Tampoco Marcela les ha reconocido claramente; vio unas sombras moviéndose, y se figuró:

—Ahí van.

Cuando marchaba a Cora, lamentó perderse la tertulia a que se había acostumbrado. Le parecía mentira ausentarse de la casa. Pero luego han pasado las horas sin sentir, hablando con Lucía. Y ella necesitaba por una vez, hablar. Son tantos los días de silencio, callando siempre, callando a todos. Con Lucía hablar es fácil.

Marcela ha llorado, también. No supo exactamente por qué: quizá porque Lucía es tierna.

Largo rato, sentada ante la camilla, en la galería, ha escuchado lo que Lucía contaba: la llegada de Dorila, acompañada del marido, cuando la muerte del padre.

—¡Si vieses qué buenazo! Anda tras ella como si no supiera moverse solo. Me quedé pasmada al ver a Dorila. ¿Te acuerdas que era esbelta? Ni las fotografías pudieron darme idea de cómo está: desdoblada, enorme. Guapetona de cara, y aquella piel tan blanca que tenía, como requemada. Se le han puesto los ojos lánguidos: nunca los tuvo de soltera. Y se ha vuelto calmosa como su marido, no me parecía mi hermana. Se ponía pieles hasta para andar por casa. Mamá le apilaba mantas y más mantas para que no se nos enfriase por las noches. Se quejaba del frío y de la lluvia. Estuvieron poco tiempo, de barco a barco. Al venir, decían que era por una temporada larga, pero, claro, les tiraban los hijos.

Marcela vio los retratos de aquellos niños.

—Cuando se fueron, Dorila lloraba y nosotros también.

Lucía no explicó que, al volverse su madre para entrar en casa, suspiró, y se cruzó su mirada con la de ella. Ambas, sin atreverse a confesárselo, se sentían más cómodas.

—¿Te acuerdas, Celiña, en Las Puentes? Yo te contaba que a Dorila le gustaba Álvaro. ¡Quién me había de decir que sería tu marido!

Y Marcela se echó a llorar.

—Pero, mujer… ¿Qué te pasa, mujer?

Trató de consolarla, asustada por aquel dolor. Mar cela lloraba con un lamento repetido:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —como si el quejarse fuera liberándola de un peso.

—¿No creerás que hubo nada entre Dorila y Álvaro? —se sobresaltó Lucía.

Marcela niega con la cabeza.

—Álvaro, bien lo sabes, sólo te quiso a ti.

Marcela se seca los ojos. Alza el rostro, mira a Lucía de hito en hito:

—Álvaro casó conmigo, porque Tula muriera.

Lucía se llevó la mano a la boca para no gritar. Le parece mentira lo que ha escuchado.

—Pero, Marcela, Marcela…

Lo que va a decir semeja una traición a Tula, pero sabe que es la verdad y no puede mentir, ni por compasión hacia su hermana.

(Tula, ¿nos escuchas?)

Por deseo de su madre, yace su cuerpo en la capilla del jardín, al pie del altar de Santa Ana. Tan cerca, y tan lejos… Quizá Tula adivinó desde allí, la pasión de Álvaro, quizá la mañana aquella que se perdió en la fraga, las hojas de los eucaliptus, al moverse, vinieron a contarle que se había dormido bajo su sombra. Quizá, entonces, Tula, con aquel gesto petrificado de sus manos juntas, ha rogado por él. ¿Le vio entrar en su cuarto y acodarse en la ventana?… Quizá.

Y llegado el momento de darse toda, fue su mismo espíritu el que le dijo: «No me has amado nunca».

Impasible, acostada sobre la piedra, supo que otra se lo llevaba. En el jardín, sin reparar en la ventana abierta de la capilla, lo comentaba doña Lucía: «¡No puede ser! ¡No puede ser!»… Y una de las mozas, cargada con un haz de hierba, pasó riéndose: «O primo dos señores casa con una come nosoutras».

¡Dejad dormir en paz a la que duerme!

—Álvaro nunca quiso a Tula.

—Quiso, sí —terquea Marcela.

—¿Por qué lo piensas? ¿Porque venía aquí, tarde tras tarde, mientras estuvo enferma?… ¿Porque le regalaba libros?

Marcela se muerde los labios.

—¿No comprendes que le daba pena?…

Le ha dolido decirlo, como si su hermana estuviese allí, y le matase su ilusión.

Álvaro se pregunta por qué Marcela le mirará esta noche con tanta fijeza, y como si indagara algo. Está triste: junto a su butaca tiene la mesita, con su libro encima y el cuaderno donde va apuntando, minuciosamente, todos los textos consultados. Pero esta noche ha trabajado poco. En la esquina, a la derecha de la chimenea, le parece ver a don Francisco —don Francisco no apea el don, que le sirve de contrapeso a sus pocos años—, moreno, nervioso, triscando los dedos. Álvaro lee en el otro la misma pasión que a él le consumió. Tiene miedo: «Las aguas mansas»…

Tras la calculadora apariencia del juez, adivina el ímpetu: «Son los peores».

Es como si viera una garza, en los arenales, y al cazador que la apunta: teme por la garza.

De un tiempo acá ha sorprendido a Marcela sonrojándose, sin motivo, Ahora mismo, ¿qué remueve las aguas de sus ojos? Los ve turbios, como si una mano o un viento los agitara. Contesta a sus preguntas, y vibra en su voz un matiz nuevo:

—Jorge llegara así que me iba yo. Van todos de negro, la señora también.

—¿Qué te contó tía Lucía?

—Llevóse al niño, no estuvo conmigo.

—¿Y Miguel? ¿Le viste?

—No le vi, que no vive allí.

¿Por qué le mirará hoy mientras habla?

—Casó con la Saruca y fuese a vivir con ella, que nunca le convencieran de llevarla para la casa. Los hijos sí que los tiene la señora, díjome Lucía que don Enrique lo mandara, y jugaron con el nuestro, aunque son mayores.

Álvaro siente una gran pena; una casa deshecha, nunca será lo que era. Esos hijos, venidos tarde a ella, ¿comprenderán lo que significa? Casi se alegra de estar condenado a aquel sillón, y no enterarse de cómo cambian las cosas y las personas. La última vez que estuvo en Cora fue acompañando al derribado corpachón de don Enrique. A la vuelta del cementerio, aún olía la casa a cera, a flores, y estaba entornada la puerta de su cuarto. Se alegra de no volver allá.

Marcela, por detrás, se acerca a su butaca. Con brusca destreza, la empuja, la conduce, llevándole hacia la alcoba. Para llegar hay que atravesar el largo pasillo. Álvaro apoya la cabeza en el respaldo: nunca, como hoy, ha sentido la humillación de necesitar de ella.

Marcela le lleva. «Dios mío, ¿para qué vivo? ¿Por qué prolongarlo?»… Las ruedecitas de goma chirrían blandamente sobre la madera encerada. «El hijo, sí, ¿cómo ha dicho Marcela?… ¡El nuestro!» Entra Daniel, le coge en brazos. Álvaro adivina el gesto: «¡Aúu…!», como cuando tiran, a peso, al carro, los haces de trigo. Pero él no es trigo, ¿qué más quisiera?… Hoja seca, ramallada.

—Buenas noches, señor.

Daniel se aleja. Oye el ruido de sus pesadas botas, subiendo la escalera… Daniel anda, Daniel tiene unos pies enormes que le sostienen, y unas piernas musculosas que le llevan adonde quiere.

Marcela ha apagado la luz.

—Voyle a entornar más las contras, que llueve.

—¡Deja que llueva! Deja… Es lo único que consuela.

Adivina la sombra de Marcela cerca de la ventana, envuelta en su flojo camisolón.

Álvaro, desde niño, no había llorado.