XXX

DON FRANCISCO se promete que ha de subir poco a La Sagreira. No es por nada, sino que tiene tanto trabajo, y el ambiente allí es tan sofocante.

Le atosiga la imagen del tullido, con su canosa cabeza y la ancha, despejada frente. Le incomoda el mirar, recto y pensativo, de los ojos azules que parecen observarlo todo, y perdonarlo todo.

Don Francisco no necesita perdones de nadie, ni falsas comprensiones.

Ha de espaciar sus visitas, porque no puede perder su tiempo en obras de misericordia. Tiene que trabajar de firme, y disponer de días libres para bajar a la ciudad a hacerse ver. Porque si se queda allí le olvidarán. ¡Eh, amigos, que existo!…

Hay que invitar y favorecer a los que pueden convenirle, y dejarse invitar por los que, a su vez, eterna rueda, esperan de él algo.

Sonríe, y busca entre los papeles de su mesa de trabajo una carta que le halaga. Viene de Madrid; pide determinado favor en determinada causa, y deja entrever un sinfín de posibilidades para el joven juez.

Acerca a la luz portátil el pliego de papel, pasa el dedo para comprobar el timbrado en relieve del membrete oficial. Bien. Habrá que contestar en tono doliente, encareciendo el favor que se pide, no prometiendo nada, acumulando obstáculos. Que el otro suelte prenda, y entonces…

Don Francisco vive en un pisito que ha alquilado en el centro del pueblo, camino de la iglesia. De recién llegado se alojó en el hotel, pero pronto comprendió que aquello no le servía. Eran obsequiosos y se comía bien; las ropas estaban limpias y le entraba el desayuno una criada fornida, de carnes prietas, que se movía con desgarro.

Había que andar con mucho tiento; en su puesto no podía arriesgarse a dar escándalo, ni liarse en aventuras dentro de casa. Bien servida iba la criada si se imaginaba que era fácil de atrapar aquel señorito atildado, que alineaba sobre la repisa de cristal, encima del lavabo, frascos y tarros que olían como la mejorana.

Don Francisco, medio incorporado en el lecho, apoyado sobre las almohadas, fumando el primer cigarrillo del día, no miraba a la mujer que se acercaba con el desayuno. Acostumbrada al trato confianzudo de los viajantes de comercio y traficantes de ganado que solían parar allí, la criada se picaba en el juego. Apoyábase fuertemente con la bandeja al posarla sobré la cama. Don Francisco, a solas, rezongaba, burlón y nervioso, anotando que cada día desabrochaba más la bata de percal, y al inclinarse para servirle, mostraba los senos, desparramados, maduros como los quesos del país.

Cortó por lo sano, y buscó un pisito, tomando para su servicio una mujer de edad, fea como un trasno, y a quien las carnes abundantes y fofas, y el grisáceo cabello conferían aspecto respetable. Esta decisión le valió fama de serio entre los hombres, y de inaccesible entre las mujeres.

Enloquecieron por él. Don Francisco fingía no enterarse de nada, retirándose, aburrido, si al asomarse a su ventana, divisaba en el mirador vecino una muchacha, sonrojada al verle.

Nadie le conoció aventuras. Nadie pudo decir: «A mi…»

Una o dos veces por semana, en verano con más frecuencia, desaparecía en viajes que duraban un día o dos, volviendo a reaparecer más serio, más estudiado.

Una mañana, camino de su despacho, tropezó con la criada del hotel. Llevaba sobre la cabeza una cesta con verduras. Don Francisco, la mañana aquella, estaba de buen humor, y le bailaba la sangre en el cuerpo.

—Buenos días —abordó a la muchacha, tras mirar a un lado y otro, cerciorándose de que estaban solos—. ¿Vienes de la compra?

La mujer se puso roja, y le contestó rápida, con descaro:

—Vengo. ¿Qué quiérede comprar?… ¿Faldas?

Se echó a reír; una risa vulgar y nerviosa que la hacía temblar toda.

—¡Lástima! —pensó don Francisco, sorbiendo con la vista aquel temblor.

Prosiguió su camino, no sin escuchar las palabras procaces con que la mujer se vengaba:

—¿Pa qué llevade calzones?

—¡Lástima! —volvió a repetirse don Francisco, hincándose las uñas en las palmas.

En el pueblo aquel todo eran complicaciones; había que ser ladino para soslayarlas.

Don Francisco se asomó al mirador: era, también, un pueblo hermoso, no cabía duda.

Entre estudios y planes poco tiempo había concedido a la imaginación. Sentíase hoy triste, extrañamente triste y desasosegado. ¡Qué bien olía la tierra, en la noche pasada! Olvidaba con demasiada frecuencia que era joven. ¡Qué hermoso tenía que ser tenderse en los prados, a los lados de la corredoira, abanicado por aquellos fragantes árboles, y boca arriba, distendido el cuerpo, dejar que las estrellas cabrillearan sobre él…

Y buscarlas luego en el pozo de unos ojos fríos y verdosos, como el azogue de un espejo, rezumante de humedad…

Se sonrojó. Estaba solo y se sonrojó. Nada le importaba Marcela, mas bien la despreciaba, pero hubo de reconocer que poseía una gracia animal, un no sé qué, espontáneo y salvaje, que gustaba.

Don Francisco no podía menos de imaginársela, entregada a un viejo, satisfaciendo a un viejo. Porque, para la soberbia de sus veintiocho años, Álvaro era un viejo ya. Había observado que el matrimonio apenas se hablaba. ¿Por qué y cómo casó Álvaro con Marcela?

Cada vez lo comprendía menos. Tan fácil como hubiera sido…

A fin de cuentas, allá ellos. Que resolvieran sus vidas a su antojo y que siguieran subiendo a visitarles don Mariano y el cura, porque él, lamentándolo, no tenía tiempo para perder en tertulia de enfermos.

Cuando, a la tarde, don Mariano dio dos golpes con la aldaba en el portal, don Francisco, instintivamente, alargó la mano hacia el perchero, se puso la gabardina y una boina, y bajó.

—Había pensado hoy no ir con ustedes; tengo mucho que hacer.

—Hombre, ¡a estas horas! —persuadía don Antonio.

Se encaminaban ya hacia la salida del pueblo, como todas las tardes.

—Para lo que van a agradecerle que se mate a trabajar —refunfuñó el médico.

—Además, don Álvaro nos agradece tanto que vayamos.

—Sí, hay que pensar un poco en los demás…

—Y qué, ¿no admira usted hoy la ría? —se burló don Mariano.

El juez sonrió, como excusándose de una flaqueza.

Continuaron, pues, subiendo a La Sagreira. Se echó encima el invierno, despiadado y crudo. Al atardecer, montaban en el coche de Andrés, y resguardados dentro, se dirigían al pazo.

Traspuesto el portón, se bajaban al pie de las escalerillas, subiéndolas aprisa, por no mojarse, y protegerse del frío o del vendaval.

Don Mariano iba a cuerpo: cambió el traje «fresquillo», como él lo llamaba, por uno de paño gordo, y se jactaba de su recia fortaleza que no padecía el frío. Don Antonio vistió un balandrán raído, abrigándose con una bufanda de lana negra, que le servía de tapabocas. Llevaba un paraguas de cachaba, que no soltaba hasta la primavera, lloviese o no. Y el juez sacó a relucir un gabán gris, con trabilla detrás, y si chuzaba lo cambiaba por una gabardina.

Don Antonio usaba gruesas botas claveteadas, y unos chanclos que apestaban a goma. El médico, botas de elástico sobre calcetines de lana. Don Francisco, zapatos marrones, de piel de ternera, con la suela cosida, abotinados, dejando ver los calcetines, rayados en vivos colores, entonados con sus corbatas.

Marcela comenzó a desentumecerse. Sin darse cuenta de ello estaba pendiente de la llegada de los tres amigos, que en un principio tanto la importunaba.

Era como si otra vida, que ella ignorase, llegara con ellos. Cada uno tenía algo que contar; maestros en humanidades, médico, juez y cura, sin proponérselo, filosofaban. Marcela no perdía ripio.

Por comparación, apreció que don Francisco era pulido y fino, y cuidaba del vestir. Se avergonzó de su propia desidia. Álvaro también fue siempre limpio, pero con otra clase de limpieza: no se preocupaba de los trajes, y de hecho siempre vestía el mismo, que, cuando comenzaba a gastarse, lo heredaba alguno de los sirvientes, y él se encargaba otro. Llevaba camisas blancas, y corbatas oscuras.

Claro, pero don Francisco era joven…

La primera vez que Marcela pensó esto se ruborizó. Detúvose en seco, con la butaca que empujaba entre sus manos.

—¿Qué pasa, Marcela? —interrogó su marido, viendo que se detenía.

Marcela empujó de nuevo el sillón, y continuó, camino de la alcoba, perdida en el tumulto de un pensar nuevo. Don Francisco era joven: hasta ahora no se había dado cuenta de ello. No tenía canas en los aladares, andaba resuelto y estirado, hablaba con la voz engolada, y era esbelto. Marcela, procurando recordar sus ojos, tropezó con los de Álvaro, interrogantes. Se perdió en sus dudas, porque los ojos de Álvaro eran casi candorosos, a fuerza de limpios y serenos, como si no tuvieran edad, o se hubieran quedado en los años niños. En cambio, los ojos del juez parecían más viejos, más gastados.

Álvaro sorprendió la sonrisa que rizaba la comisura de la boca de Marcela, que reía de su descubrimiento. Los ojos de don Francisco eran sagaces, astutos, y algunas tardes las ojeras le daban un aire fatigado y marchito.

Sin embargo, todos decían que era un rapaz. También de ella habían dicho que era demasiado rapaza para casarse.

Silenciosamente, como todas las noches, entró Daniel tras ellos en la alcoba, y cogiendo al señor en sus fuertes brazos, lo trasladó a la cama.

—¿Cómo va todo, Daniel? —pregunto, también, como siempre, Álvaro.

Marcela sintió que la cabeza le daba vueltas. Se acercó a la ventana. Todos, todos los días lo mismo, lloviera o hiciese sol: todos los días levantarse y traer el desayuno a su marido, y ayudarle a auparse en las almohadas, tenderle las gafas, poner a su alcance el breviario. Tras el aseo, desayunar ella también, escuchar al hijo jugando con el padre, saltando sobre su cama:

—Bájate, que vas a hacerle daño.

—Déjale.

Y luego lavar al crío, y vestirle, y ocuparse de él.

Marcela, desde la discusión aquella, quiere distanciarse de su hijo. ¿No dicen que no sirve para educarle?

Pero aquel desgarrón de la carne que sintió el día de traerle al mundo, y que se repite siempre que le ve, tras la ausencia de la noche, le impide llevar a cabo su propósito. Le parece, cuando le ve cada mañana, en pijama, saludable y risueño, con la lozanía de su recién despertar, que vuelve a nacer de nuevo para ella.

A escondidas del padre le besa, con hambre, con avidez, le hinca los dientes en las tiernas carnes. El chiquillo la teme. De un tiempo acá huye de ella, porque recela los apretones que le da, empeñándose en retenerle junto a sí cuando él quiere marcharse al jardín, a jugar con la tierra.

(Padre es más comprensivo, padre sabe que puede hacer cosas como las personas mayores, padre no se impacienta cuando le pregunta, ni le cierra la boca con besos mordedores.)

Alvariño, para siempre, conservará la imagen que ahora ve, y con los años irá ganando grandeza a sus ojos filiales la estoica y bondadosa figura del padre enfermo.

Si muge el viento y se santiguan en la lareira, Alvariño escapa a refugiarse contra su padre: la voz blanda apacigua.

Alvariño, a veces, entra un rato en el comedor, al atardecer, y saluda a los visitantes. Acarician al crío, juegan con él. Álvaro sonríe, porque su hijo es despierto y sabe lo que quiere. El niño, entre los tres amigos, prefiere al médico: Don Mariano trae bolitas de menta contra los catarros; don Mariano hace nacer, con las manos, extrañas sombras en la pared: un cisne, un barco, un perro ladrando.

El juez, que es joven, debería entender mejor a los niños, pero en cambio pone cara de dómine, y afecta un habla especial. Marcela tiene gana de reír al observar los ojos, redondos y abiertos, con que Alvariño le observa, pero no ríe cuando don Antonio dirige a su hijo las mismas palabras que a ella le dirigió, sobre el Niño Jesús y el Ángel de la Guarda. Le duele recordar su propia imagen con el delantalito de percal azul, y, sobre el velo de Lucía, oprimiéndole las sienes, la coronita de rosas blancas… ¿Cuánto tiempo hace de eso?… ¿Sucedió alguna vez? ¿Lo ha soñado?

—¿Te acuerdas, Marcela, cuando yo te enseñaba el Catecismo?

Parece que don Antonio sale al encuentro de su meditar. Marcela enrojece, porque todos los ojos se han vuelto hacia ella. Los de don Francisco parecen burlarse.

—Me acuerdo, sí, señor.

Por la noche, antes de acostarse, Marcela se vuelve al gran espejo del armario. Quiere observarse, pero en la luna encuentra los ojos asombrados de Álvaro. Había olvidado que, desde la cama, podía verla. Bruscamente se vuelve, apaga la luz y se desnuda. Álvaro escucha el rumor de la ropa, al caer, y el batir de los dedos, al doblarla. Después, cruje la tela metálica.

Marcela duerme poco. ¿Por qué tienen que reírse de ella? ¿Por qué siempre, por muy atrás que recuerde, no han hecho sino compadecerla o burlarse?

—Marcela —en la oscuridad, la voz de Álvaro, partiendo del cuerpo quieto, la sobrecoge—. ¿Por qué no vas, un día de estos a ver a Lucía?

—¿Con el niño? —pregunta Marcela, asombrada.

—Con el niño, sí —se sacrifica Álvaro.

Marcela calla. No tiene deseos de ausentarse, le parece que su puesto está allí, junto al sillón de su marido inválido, pero no sabe cómo decirlo. Por otra parte, ¿no será que Álvaro, al fin, se ha cansado de ella? ¿O que también como ella antes, se siente abrumado por la monotonía del vivir?

—Iré, si lo quiere.

Al oírla tan mansa, Álvaro suspira, aliviado. Es casi como un quejido que se deshace en sonrisa: sólo la sombra de la noche sabe de ella.

—Puedes coger el coche de Andrés, y pasas el día allá, de cuando en cuando. No es vida para una mujer joven…

Marcela piensa, de pronto, que no se ha dado cuenta de cómo pasó el verano y el otoño. En la primavera pasada murió don Enrique, y desde entonces, dentro de casa, con la lumbre encendida en pleno estío, los días se han ido sin notarlos. Ella estaba habituada a andar, a sentarse el día entero al aire libre, y por eso, quizá, ha sentido antes opresión, angustia. También Álvaro andaba… «Ay», tiene gana de gritar Marcela. Ahora recuerda cuántas veces le viera por la fraga, caminando despacio, empujando las hojas con el bastón. La imagen de un hombre fuerte y joven viene a ella: encuentra, en la noche, al amo que se inclinaba por la ventana del despacho cuando ella era muy pequeña: «Cuidado, que va a caerse». Él no tuvo a nadie cerca que avisara: «Cuidado, que se cae». Le ve sin canas, con la cara curtida del sol, inclinándose sobre los surcos: «Sacha más, que tan a flor de tierra no prende». Y cuando ella, mocosa de ocho años, iba, mandada por Ermitas, a ver si necesitaba algo, o a cerrar las ventanas en los días de viento. ¡Cuánto miedo pasaba por los pasillos! Y luego le semejaba milagro, ver al amo de pie, frente a la ventana, mientras el tumbaloureiro amenazaba tirar la casa. Tantas noches con Ermitas, pendiente de los relinchos del «Gallardo» —¡el demonio se lo lleve!— que anunciaban la llegada del amo.

—¿Y luego, quién subirá a los otros, si les llevo el coche?

—¿Qué importa? —porfía Álvaro.

—Habrá que esperar al buen tiempo.

—Mujer, en el coche…

Marcela sabe que Ermitas fruncirá los labios, que las criadas dirán en la cocina: «Con el marido enfermo tira para el monte, como la madre». Compadecerán al señor: «¡Cuitado!», y ella no quiere que compadezcan al amo, a su marido.

—Puédole ir la tarde solo, entremientras los otros le acompañan.

Álvaro se avergüenza, tiene gana de hundir la cabeza en la almohada, de pedirla perdón.

—Gracias, Marcela —le diría.

Pero ambos callan