MARCELA no sabe a quién volverse. Desde que Lucía marchó, a los pocos días de sucedido el accidente, comprende que el mundo se ha partido en dos: en uno viven las demás gentes, e incluso Álvaro, su marido. En el otro, abrupto y descarnado como la Capelada, vive ella sola, aislada de todo contacto humano. Pasos torpes se precipitan si Marcela se acerca; caras hoscas y espantadas se esconden. Marcela ignora, porque ni hablarla quieren, que entre ellas, las sirvientas del pazo la llaman «la meiga», y cuando lo dicen, miran furtivamente a un lado y otro, y hacen la Cruz. Rosalía escupe tres veces en una misma dirección al oír la palabra medrosa: «la meiga».
Si el cuarto donde duerme Marcela con el amo fuera la cueva de una raposa, no pasarían más miedo al acercarse. Atisban desde el pasillo: «Eh, Ermitas, éntrele el caldo al señor»… Porque sólo Ermitas sale y entra allí sin miedo, que ella no teme más que al pecado. Eso dice, y debe ser verdad. Atiende a Álvaro con solicitud, mitad infantil, mitad materna, y no ha vuelto a cruzar palabra con Marcela. No por miedo, no. No cree que le echara el mal de ojo y por eso se estrellara el amo, pero sabe que si Marcela no le hubiese exasperado, lanzándole en cara palabras amargas, Álvaro no hubiera salido la tarde aquella. Por fas o por nefas, resulta Marcela responsable de la catástrofe. El silencio entre ellas ha ido enfriándose; no es aluvión de agua ya: es hielo, sólido e infranqueable muro de hielo que ningún sol licuefacerá. Tras ese muro se parapeta la fidelidad de Ermitas a los dueños de La Sagreira, llámense Álvaro, Miguel o Enrique. Detrás de aquella barrera se esconde Marcela, hermética, ya no lastimera, ya no implorante. Los labios se aprietan como una herida que no acabase de cicatrizar, los ojos distantes se pierden en la lejanía, igual que si estuviera ausente o alelada.
No quiere vagar por la casa, porque sigue escociéndole, aunque no lo confiese, el terror aldeano que la circunda; ni se pierde entre los vericuetos de mirtos, o en el espesor umbrío de la fraga, pues teme los ojos con que el Juan la miró, y nunca podrá olvidar el gesto de menosprecio de los hombres que trajeron a su marido. El Juan la llamó perra; los demás lo pensaron; lo llevaban grabado en las pupilas.
Marcela, pues, no sale del círculo en que se mueve Álvaro; de momento la alcoba. Él, que ya poco puede valerse por sí, sirve aún para que su sombra ampare a Marcela. Allí no se atreverán a insultarla; delante de él no la humillarán. Marcela no reflexiona en este contrasentido, ni en la grandeza de alma del paralítico, patente ahora que la carne no cuenta, impotente y maltrecha.
Marcela sabe ya, se lo explicó Joaquín, que Álvaro es hombre acabado. Pero, ¿sirve, realmente, esta palabra para definir el noble espíritu que alienta en la mirada apacible? ¿Puede llamarse «acabado» al cuerpo que mantiene, vivas aún, las manos próceras, temblonas, y ya abultadas las venas en el dorso?
Rota la columna dorsal, de cintura para abajo Álvaro no siente el cuerpo: no existe ya. Pasada esa línea de muerte que se le abraza al talle, Álvaro vive.
Siguieron a la atroz caída unos días de congestión. A las llamadas de Joaquín acudieron desde la ciudad médicos en consulta. Dictaminaron: «Si sale de ésta, quedará paralítico de medio cuerpo abajo.»
Joaquín pensó que era la más llevadera de las parálisis. Libre el ejercicio de las manos, despejado el pensamiento y el habla. Suspiró.
Con brusca camaradería se encargó de comunicar a su primo el resultado de la caída. No recuerda bien cómo lo hizo, embrollándose con las palabras. Desde el principio los ojos de Álvaro se le hincaron en los suyos, escudriñándole, extrayéndole cuanto quería callar.
Un silencio tan denso, que parecía que alguien hubiese entrado —una extraña forma, helada y muda—. Sucedió a sus palabras. Silencio. Tan hondo y tan extenso como un mar.
De pronto, cuando entontecido de callar, ahogándose de opresión, Joaquín pensaba quién rompería aquel silencio, Álvaro preguntó:
—¿Podré escribir?
—Podrás.
—¿No me irá a más?
—No creo. No es enfermedad; es un accidente.
—¿Podré sentarme?
—Tendrán que sentarte. Una butaca con ruedas…
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
El detalle trivial promovió la explosión. Una butaca con ruedas… Lo que quedaba de vida, viejo, inútil, en una butaca con ruedas. Se atragantaba con la risa:
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Parecía que gritaba; hacía daño oírle.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Joaquín apretaba una mano contra otra, y con un seco ruidito triscaba los dedos.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Torcíase la boca, temblando espasmódicamente; se humedecieron las comisuras de los ojos. Joaquín, rápido, cargó una jeringuilla.
—¿Ves? No puedo defenderme. Me pinchas, me traen, me llevan… ¡Ja! ¡Ja! —protestaba el tullido, entrecortadamente.
Angustiado, esperó Joaquín la calma ficticia de la inyección.
Cuando fue a salir, creyéndole dormido, removiéronse las manos de Álvaro sobre el embozo, y entreabriendo los párpados que tanto le pesaban, con voz pastosa, trabada, murmuró:
—Gracias.
A Joaquín le abrumaba andar; le pesaban los ojos del enfermo siguiendo sus movimientos hasta la puerta.
Fué aquel ataque de risa —¿o de llanto?— la única violencia de Álvaro. Nadie supo qué pensamientos fraguaron la noche y él, pero a la mañana siguiente le halló Lucía sereno, reposado, y de pronto, aunque la sonreía, le dio la sensación de que Álvaro se había marchado, que no estaba allí. No se alteró su rostro cuando entró el hijo de la mano de Ermitas.
—Alvariño —dijo—, tienes que aprender a empujar el sillón de papá.
—¡Levántate! ¡Levántate! —forcejeaba el niño, tirando de las sábanas.
Álvaro sonreía, complacido, acariciando la rubia cabecita.
—¡Rapaz!
¿Qué importaba su enfermedad, la quietud, la invalidez? Alvariño allí, sano, rollizo, vigor en potencia. Todo estaba hecho: la obra, el hijo. El movimiento, para él; el correr sobre las robustas piernas, para él; para él ceñirse al caballo —no al «Gallardo», por Dios—, galopando por las corredoiras del monte, y cargar la escopeta, y apuntar la caza…
¡Lástima! Hubiese gustado de enseñar al hijo cómo se caza, porque hoy cundía el afeminamiento hasta en eso… Sonrió. Con los años iba volviéndose como el tío Enrique; a él también, de rapaz, el tío Enrique le decía que se cazaba mejor en los tiempos suyos.
Álvaro supo que, a lomos de la noche, había cabalgado su último camino. Con el alba comenzó a mirar las cosas desde un ángulo nuevo y lejano. Vió al mundo pequeño, muy pequeño, y a los hombres ridículos, gesticulando. Como si desde la cumbre de la Capelada mirara hacia abajo, donde ellos estaban.
La vida era implacable, justiciera y terrible, no la muerte. ¿Existía la muerte?… Existía la vida, enseñoreándolo todo. Uno creía que vivía; uno creía que marchaba por la vida: absurdo. La vida marchaba por uno, le cogía, le atravesaba, pasaba. Y uno se dejaba coger, pasar y atravesar, traer y llevar, sacando la cabeza, ridiculamente presuntuosa: «Yo hago. Yo digo. Yo soy.»
A unos, la vida los lanzaba a un estercolero; a otros, los levantaba sobre los demás. Todos, todos iguales, a fin de cuentas; cuando la vida dejaba de pasar, todos iguales.
Él había visto muertos —¿no sería mejor decir: no vivos?—, a señores y a aldeanos, a niños, y a carcamales, que eran puro esqueleto ya. Todas las caras se enfriaban lo mismo; toda la podredumbre humana hedía lo mismo. La vida, a última hora, segaba orgullos, nivelaba distancias, cercenaba poderes, como el tumbaloureiro a los árboles que crecían espontáneamente en las corredoiras y congostras. Pasaba el viento y abatía la altiva gracia del laurel, desparramando, sacudiendo las hojas fragantes.
Pasaba la vida y machacaba las frentes.
Todos iguales, desnudos de vanidad, tiritando en su descarnada nudez los que sólo de soberbia se vistieron. ¿Qué importaba, pues, que Marcela fuese aldeana o no, burda o no, amarga o cruel?
Álvaro olvidó, más que perdonó, el incidente pasado. Nada de aquello tenía importancia ya.
No forzaba a la mujer para que le hablase para no turbarla. «No me quería. No me quiso nunca. Se casó por estulta, por pasiva. No supo negarse.»
Tampoco le dolía. Aceptó su parte en la prueba que les alcanzaba. No había sido leal con Marcela; debió buscar el fondo de su alma primitiva, atraérsela. Conquistarla, no tomarla. Bien; no había remedio. Se le antojaba todo complicado y confuso; mejor era no removerlo. Le dolía la presencia, hosca y muda, de la joven en el rincón del cuarto. «¿Por qué no sale?» Nada le pregunta, porque ahora que sabe el daño irremediable que las palabras causan, ha aprendido a temerlas.
Lo más duro comenzó cuando necesitó de ella por primera vez. Bochornoso. Agradece que Marcela casi no le mira.
El día que entraron en su cuarto la butaca con ruedas, Álvaro sintió que le crujían los huesos quietos. Procuró sonreír:
—Ha quedado muy bien.
Marcela la mira con ojos agrandados.
¿Por qué la miras así, Marcela? ¿Qué ves en ella que te horroriza? ¿Por qué te llevas las manos a la boca?
«Así Dios castigara al que se lo merece», masculla Ermitas, mientras le ayudan a sentarse. Junto al rostro de Marcela, el rostro del enfermo tiene un color amarillento, desangrado. A Marcela le parece un hombre distinto al que se acostó. Marcela tiene gana de llorar, y teme marearse cuando inclina su busto poderoso al que se agarra el marido. Aprieta los labios hasta casi hacerse sangre.
—Cuidadito, Marcela, ¡despacio!
Marcela sabe que ambos lloran por dentro.
Y luego, la costumbre endulza el trago; Álvaro pasa el día entero en el comedor, sentado en su butacón, frente a la chimenea. Porque le sobra tiempo, comienza a redactar un índice minucioso de cuantos textos le sirvieron de información para sus libros.
En los atardeceres, y en los días fríos, el hijo juega, sentado sobre la alfombra. Hace a su padre partícipe de sus maravillosos descubrimientos en el jardín. Porque ve al padre enfermo se crece él. Álvaro se estremece cuando contempla al hombre en ciernes, cargado con los libros que le pide: «Mira, hijo, encima de la mesa, un libro grande…» Las dos manecitas aprietan el volumen que rebasa el pecho infantil. «Pesa mucho, ¿sabes?…»
Álvaro podría decirle que sabe muchas cosas más de las que nunca sospechó. Por ejemplo: que un libro pesa.
Álvaro ya no sufre los desdenes de Marcela, ni le grita la carne cuando ella se acerca con su limpio olor. Calma y dulzura. Una dulzura tranquila, enervada, un poco melancólica, como su ternura. Porque Álvaro no ha dejado de amar a su mujer; sólo que siente más ansia de protección hacia ella que hacia el hijo. Marcela es la equivocada —¡grandísima tonta!—, la humillada por la vida. ¡Tan fácil como pudo ser, a poco que hubiera puesto de su parte!… «Mea culpa… Mea culpa», reconoce Álvaro. Ve la vida de Marcela como un pozo estancado, como una calleja murada. ¿Y qué otra cosa cabría hacer para liberarla?
Nada. Aguardar. Y alzar los ojos hacia el rubio Peregrino, capitán sobre blanco corcel.
Álvaro observa que Marcela apenas se dirige al hijo. «Está ausente. ¿No habrá tomado en serio lo que le dije?… El niño no tiene culpa, el niño no debe pagar.»
Estos y otros pensamientos remueve Álvaro junto al fuego, cuando descansa de escribir.
Caídas las manos en el regazo, Marcela permanece horas y horas inactiva, con expresión de idiota.
«Habrá que llevarla a San Andrés para el año —piensa Ermitas—. A que le quiten el demo, que no otra cosa tiene.»
Álvaro, preocupado, ha consultado al médico.
—Le pasará. Ya reaccionará —contestó don Mariano—. Hay que esperar la crisis; a veces son lentas. Fué una impresión tan grande…
Todas las tardes suben don Antonio, y el médico, y el juez. Las primeras semanas estuvo la casa siempre llena de gente que venían a saber de él, a condolerse. Luego, poco a poco, fue quedando reducido el grupo a una tertulia que se hizo habitual: don Francisco, el joven juez, recientemente destinado a Santa Marta, el médico, y don Antonio, el cura.
En La Sagreira se servía buen vino, y cumplidas lonchas de jamón, con un pan de bolla que daba gloria verle. Parte por eso, parte por compasión, y también por darse aires en el pueblo, donde, al fin y al cabo, seguía siendo Álvaro el señor principal, trasladaron el médico y don Francisco su tertulia del café, sobre la carretera, al amplio y confortable comedor de La Sagreira.
La primera tarde fueron acompañando a don Antonio. Después lo hicieron costumbre.
Si llovía, subían en el coche de alquiler, el de Andrés, usado siempre por los del pazo en sus desplazamientos, y si no iban dando un paseo, que el caminar abría el apetito, a la ida, y a la vuelta ayudaba a bajar lo comido, en espera de la cena.
Álvaro se habituó a aquellas horas de charla y compañía, y si se retrasaban consultaba el reloj. Luego, oía más que hablaba, y la conversación aquella era un runrún que adormecía su pensar. Así no cavilaba todo el tiempo sobre lo mismo. Así, también, Marcela se veía obligada a salir de su retraimiento para atender a los recién llegados. Le alegraba aquella diversión por Marcela.
Marcela extendía el mantel, preparaba los platos y los vasos, e iba acercando sillas y butacas en torno al sillón de su marido.
Luego, volvía a su rincón, y miraba con los ojos vacíos de expresión hacia las llamas, u observaba sus reflejos en los rostros de los visitantes; el fuego hacía brillar la lustrosa sotana de don Antonio, que se sentaba siempre pegado a la chimenea, extendiendo hacia las llamas los zapatones claveteados, tantas veces chorreantes de humedad. Al remangarse la sotana se le veía el borde de los pantalones. Marcela se extrañó; pensaba que los curas sólo usaban faldas.
El médico, apoplético, tras libar a grandes tragos, se quejaba del calor. «Yo, con su permiso», decía todas las tardes. Y se aflojaba la corbata. Sudaba el rostro congestionado, y la calva brillaba como si la encerasen. A poco indefectiblemente, se la cubría con un pañuelo. Don Francisco, moreno y enjuto el rostro, sentábase casi con remilgo en el borde de la silla. Vestía con amaneramiento, rebuscadas las llamativas corbatas, de grueso nudo. Tenía una voz campanuda, sonora, y cuando él hablaba no había más remedio que escucharle, porque acallaba a todos. Quería, según él, situarse bien desde el principio, presumiendo de tratar sólo a gente de viso.
Sacaba los cigarrillos rubios de una petaca de alpaca, y golpeaba la boca del cigarro contra el brazo del sillón. Marcela, acostumbrada al olor del tabaco negro que fumó siempre Álvaro, y a las bastas picaduras de los sirvientes, adjudicó a don Francisco aquel olor dulzón a miel y a maderas exóticas.
Don Francisco contaba procesos y causas por él vistos, sucesos, a veces terroríficos, que a Marcela espeluznaban. Le gustaría taparse las orejas con las manos, no oírle. Con cierto tonillo de superioridad, mirándose a las bien recortadas uñas, relataba los fallos que dictó. El médico le halagaba. Don Francisco, entonces, sonreía, enseñando unos dientes afilados, carniceros.
—Con ese juez, casi mozo, débenle andar buenas las sentencias —refunfuñaba Ermitas. Marcela, en la sonrisa de su marido adivinó un tono de aquiescencia.
De cuando en cuando don Francisco dejaba de venir. El médico aprovechaba para criticarle un poco.
—Se da unos aires, tan rapaz como es. Tiene que tomar muchas sopas todavía para saber.
—Listo es —defendía Álvaro—. Y sabe lo que se trae entre manos.
—Sabe —terciaba don Antonio—. Y como me parece ambiciosillo… en el mejor sentido, entiéndanme… le veremos lejos.
—Así va el mundo —apostillaba el doctor.
Él llevaba tantos y tantos años de médico en aquel pueblo, enfangándose por las corredoiras, privado de sueño noches y noches, atendiendo lo mismo a un moribundo, que a un tífico, que a una parturienta, siempre con el maletín negro de casa en casa. A veces, avisado cuando ya nada podía. «¿Por qué no me llamasteis antes?» No necesitaba preguntar más. Con ira, rompía los cacharros con ungüentos que olían a hierbas. «¿Y por qué no le cura la Rula, eh? ¿Por qué no seguís con ella?»… Avergonzados, bajaban la cabeza.
Tantos años sin cobrar al pobre, recibiendo de tarde en tarde una gallina o unos quesos, cobrando poco al rico que, si lo era, quería pagarse el postín de un médico de la ciudad, total para llegar a viejo con los codos gastados y rodilleras en los pantalones. A veces barbotaba casi una blasfemia, a punto de reventarle el congestionado rostro, pero si en aquel momento llegaba un aviso: «Que si puede venir por mi madre, que le está muy maliña.» «¿Dónde vive tu madre?» «Alá», apuntaba el chaval, en vaga dirección lejana. «¿Cuánto hay de aquí a allá?» «A carreiriña do can», contestábanle confiadamente.
¡La carreiriña de un can, mal haya! Conocía ya el significado; lo mismo podía estar a la vuelta de la esquina que andar kilómetros y kilómetros hasta llegar, y cuando llegaba, un can parecía, resoplando, seguido por el mensajero que cargaba el maletín.
Y a pesar de tantas vueltas y revueltas, de tanto subir y bajar y no parar nunca, el médico redondeaba cada vez más su vientre, y la papada crecía bajo su barbilla. De comer no le faltaba, entre regalos de unos y otros, y de beber tampoco. En todas las casas le ofrecían un trago, y él, ¡pobre!, estaba tan cansado que bebía para reponer fuerzas.
Don Mariano consideraba injusto que aquel joven presumido, seguro de sí, estuviese a su altura, y le predijesen que llegaría lejos. A saber… También a él se lo dijeron, cuando instaló su consulta, aún incipiente la barba y el bigote. También, con orgullo, su madre le auguró: «Serás famoso.» Y él, devorado por aquella vocación de remediar el dolor donde lo hallara, lanzábase, monte arriba o carretera adelante, no como ahora, embarullándose con los propios pasos, sino elástico y ágil, casi a saltos, y oyendo el ruidito de los instrumentos que, al chocar dentro del maletín, le alegraban el corazón.
No engañó a nadie. No estafó a nadie. Nunca firmó papeletas por firmar, recetando ampollas de agua, o polvos inofensivos. Dijo la verdad, desnuda y noble. Y a veces actuó como cirujano, estremeciéndose de respeto ante la carne humana desgarrada, o los miembros dolientes. Pasaron los años. «No se moviera… No conociera a nadie…»
Pero, ¿se trataba de valer o de conocer?
Herido en su orgullo y en su honrado amor puro a la profesión, dando de lado a sus ambiciones primeras, se quedó allá.
—Creo que don Francisco parará poco en Santa Marta —seguía comentando don Antonio.
—Mejor fuera, quizá…
Y como los otros dos, sorprendidos, le mirasen:
—No tengo nada contra él —se defendía don Mariano—, pero trae a todo el mujerío revuelto.
Rieron los tres.
—Y se me antoja que éste no viene a casarse, que aspira a más.
—Hombre, tampoco puede decirse que comprometa a ninguna —aclaró el sacerdote.
—No compromete, pero aquí, fuera de los campesinos, hay tan poco hombre joven, y él se acicala tanto, y las hace tan poco caso… todo hay que decirlo…, que yo creo que, ¡hete ahí por qué les gusta! ¡Las mujeres!…
Cuando don Francisco volvía, después de estos cortos eclipses, hablaba con gran reserva de exceso de trabajo, visitas a la ciudad, quehaceres…
Hacía un gesto vago y ampuloso con la mano; cada uno podía pensar lo que quisiera a la sombra de aquel gesto.
Las primeras veces que acudió a La Sagreira se limitó a saludar a Marcela con una inclinación de cabeza, ni demasiado profunda, ni demasiado altiva. Conocía la historia de la moza y había estudiado bien la conducta a seguir: ni familiaridad, ni despego.
Saludaría al ama de La Sagreira, pero sin olvidar de dónde procedía. Habían llegado a él, sofocados entre risitas burlonas, los comentarios sobre la aparición de Marcela en los funerales de don Enrique. Se trazó, pues, una línea de conducta, y los primeros días, a intento, no se fijó en Marcela.
Según pasaron éstos, fue habituándose a aquella oyente silenciosa, agazapada en una esquina, que cuando se levantaba para servirles el vino, parecía un joven animal que se desperezase. Las llamas enrojecían las pantorrillas macizas, y al inclinarse con la jarra, subían, cabrilleando, a besarla el escote.
Don Francisco, ahora, pensaba que comprendía a Álvaro.
Instintivamente comenzó a hablar para los ojos claros, de par en par abiertos, escuchándole. Veía cómo se le erizaban las carnes si contaba cosas de crímenes o muertes. Y saberla sujeta, presa por sus palabras, le daba vértigo.
Maquinalmente, una tarde de aquellas, al ver a Marcela cogiendo una silla para acercársela, se la quitó de las manos. En el forcejeo por retenerla, se enredaron sus dedos con los de Marcela. Enrojeció. No la veía, ni a don Antonio a su lado, ni al marido delante del fuego.
Carraspeó. Quiso decir: «Perdón.» Pero ya Marcela se había vuelto, y buscaba algo en el aparador.
Don Francisco habló poco ese día. Cuando, ya anochecido, bajaron por la corredoira que conducía al pueblo, al pasar ante el crucero, don Antonio, como siempre, se descubrió. Luego, volvióse al juez:
—¿Sabe usted, don Francisco, que parece como si hubiese topado un alma del otro mundo? ¿Qué le pasa?
—Nada. ¡Tanto trabajo! —se disculpó.
Y enmendó con forzada locuacidad su anterior silencio.
Por los caminos fragantes, entre las matas olorosas, a la luz de unas estrellas que parecían, temblando, reírse de él, don Francisco —el frío, positivista, calculador don Francisco— marchaba como si descubriese aquel camino por vez primera, como si sólo para él, hoy, olieran la tierra mojada y los árboles.
Se detuvo de pronto, y mirando hacia la ría, que se adivinaba —sombra en la sombra—, abrió los brazos:
—¡Qué hermoso espectáculo!
Don Antonio, religiosamente, guardaba silencio.
—Pero, hombre de Dios, ¿nos va usted a resultar romántico? —preguntó, con ironía, el médico.