MARCELA no puede dormir. Por mucho que lo intente. Da vueltas y vueltas en la cama. «No hallo postura», piensa, pretendiendo engañarse. No es cuestión de postura. Marcela tiene un peso enorme sobre el pecho, un peso casi físico, que la abruma, cual si hubieran volcado sobre él todas las piedras del pozo. «¿Dónde estará?», se pregunta en su interior, inquieta. «¿Dónde estará?»
Al estupor de las primeras horas de la noche en el lecho, pendiente de sus pasos en el corredor, y sin oírlos, escuchando cómo el reloj, gravemente, regurgitante, la guiaba por el laberinto de aquel tiempo en sombra, concretándoselo, ha sucedido una inquietud que la carcome, que le roe el pensar: «Alárgase la noche más que nunca»… No es la noche, Marcela, la que se alarga; es tu impaciencia, tu ansia y aquel llanto del corazón, que, por íntimo pudor, estás reteniendo.
«No me estás bien de la cabeza. Tratar al amo como le tratas, tan bueno como te es.»
«¡Vete a merda!», vociferó Marcela, fuera de quicio, y pretendiendo acallar con sus gritos el temblor que sube por su garganta, humano vendaval que teme ver deshacerse en llanto. Pero Ermitas, encogiéndose más entre los pliegues de su mantón, sin protestar, se aparta. Desde el pasillo había oído las voces airadas y bruscas: irreconocible, la del amo, y desgarrada la de Marcela. Llega a tiempo de oír el insulto, casi vomitado por Marcela: «¡Viejo!»… Sintió tanto frío en pies y manos como cuando el médico decía de algún enfermo: «Ya no hay nada que hacer».
Vió al amo pararse, tal cual si le hubiesen clavado un cuchillo de monte en el costillar, y luego hizo un extraño gargoteo, sacudiendo la cabeza como un epiléptico, y se llevó otra vez las manos a los ojos, semejando que quisiera privarse de ver. Antes de que a Ermitas se le calentaran pies y manos y el vaivén interno cesara, pasó junto a ella, casi jadeando, casi echando espuma por la boca, y al extender Ermitas instintivamente los brazos, de un manotazo la apartó.
Marcela seguía junto a la mesa del despacho, roja, desgreñada, subiéndole y bajándole el pecho que parecía imposible llevara tanta prisa sin romperse, y el crío había optado por sentarse en el suelo, aún agarrado a las sayas maternales, y gritando como si lo sangraran. En aquel estupor que la invadía, Ermitas oyó los pasos del amo hacia la solana, y la voz destemplada:
—¡Daniel, el «Gallardo»!
—¿Con este tiempo va a salir el señor?
—¡El «Gallardo»!
—Caerá la brétema antes de una hora. Lleve cuidado.
Los cascos del caballo sobre los cantos mojados suenan menos que otras veces. Oyen el chirriar del portón al abrirse y cerrarle tras él. Marcela da un suspiro, como si vaciara de aire el pecho; aplacada su furia, igual que si tuviera mucho calor, y la soltaran un cubo de agua helada. Despejada aquella nube sanguinolenta que la encendía la vista. «No me estás bien de la cabeza. Tratar al amo como le tratas, tan bueno como te es», murmura, aterrada, Ermitas, cuando pasa Marcela junto a ella.
Marcela sale sin mirar al niño. Y hasta que se hace de noche anda por toda la casa, inventándose quehaceres, para engañar al tiempo, para ensordecerse y no oír al pensamiento suyo. Ahora, en la cama, el tiempo pasa despacio y amenazador. Cuantas más campanadas da el reloj, mayor la amenaza.
—Si lo sabía yo; si no fue culpa mía. Ende que le dio la vela del difunto en la cara…
No puede llorar, porque se lo impide el esfuerzo que hace, tensa, por no perder un ruido, aunque sea lejano, en el sendero. Le parece mentira haber gritado al amo, haberse descarado así. Él tenía gana de armarla hoy, se le veía claro. La llevó de brazo hasta la sacristía. Su mano, que apretaba crispada el codo de ella, la condujo por entre toda aquella gente que la miraban y se reían. De fijo, fue eso lo que le enfadó.
¿Por qué no estuvo callada? Por una vez que alzaba la voz, ¡pobriño!
Cuanto mayor es el silencio y más pasan las horas, implacables, más se ablanda Marcela. ¡Llamarle viejo! ¡Pero si no lo es! Todo lo más se encorva ahora algo, y el cabello tiénele blanco ya, pero le caneó de siempre, que ella no le recuerda sino así. Tiene, en cambio, ojos de niño, o quizá se lo parezca, porque los de Alvariño son de un color igual. Verdad es que se pasa tiempo y tiempo leyendo o apuntando cosas en sus cuadernos, pero también es cierto que a obscuras, en su alcoba, sus manos y su aliento son dulces y confortantes. Y un hijo le dio, luego no es viejo, se razona, ingenuamente, Marcela. ¡Pobre! Desde su embarazo duerme en una cama estrecha, supletoria, que puso cabe a la suya, por no molestarla. Ni uno ni otro se atrevieron a prescindir de ella, pasado el trance. Marcela se vuelve hacia el lecho de él, y de saberlo vacío un inmenso desamparo la estremece. Mañana hará ella el cuarto, y cuando no esté delante pedirá a Ermitas que le ayude a subir la yacija al desván. Así comprenderá que está arrepentida de lo de esta tarde. Pero, ¿volverá Álvaro? Oyó contar tantas veces de hombres que se cansaban de sus mujeres, y marchaban y nunca más sabíase de ellos. Rosalía, sin ir más lejos, allí estaba, vieja ya, y sin su hombre, emigrado a la Argentina, y eso que Ermitas dijo que había sido una moza de empuje, y ella alcanzaba aún a recordarla bien plantada y frescachona. ¿Volvería? El reloj dio las tres…
Volvería, porque suyo era aquello, el reloj, la casa, el hijo, los sirvientes.
Humildemente discurrió Marcela que, aunque no fuera por ella, Álvaro volvería. Cuando lo hiciera, no estaría la cama estrecha allí…
Sonrió tímidamente a una presencia invisible y tranquilizada con tal seguridad, cerró los ojos.
Parecíale que no llevaba ni un cuarto de hora dormida, cuando un extraño alerta la despertó. Se incorporó en el lecho. Era insufrible: no podía resistirlo; algo la apretaba tanto en los ijares que respiraba alocadamente, con temor a perder el aliento. Un silencio abrumador la rodeaba. Pese a él, supo de manera cierta que algo estaba sucediendo, cerniéndose sobre ella, espantoso, inaferrable. Impotente… Impotente… Nada podía hacer por impedirlo.
Ignoraba cuál era el golpe y de dónde venía. «De Álvaro», pensó. Y por primera vez le llamó por su nombre.
Aprisa, como si hubiese oído una llamada, remota y débil, como si hubiere llegado hasta su oído el estertor de un alma en pena, se tiró de la cama, y a tientas fue a encender la luz.
Los hechos se precipitaron. Rompióse la congoja, y le pareció que mil estrellitas bailaban ante sus ojos. No era delirio, no, de su mente enfebrecida; no era engaño de sus oídos. Ahora llegaban voces desde el camino, palabras precipitadas que no le alcanzaban, como sierpes que le acecharan antes de morderla. No chirrió el portón, y, sin embargo, habían entrado. ¿Quiénes? No sabía, pero eran muchos los pasos.
Con las manos apretadas sobre el pecho para que no se le escapara el palpitar, aguzó los sentidos.
¿Cómo no había chirriado el portón?… ¿Quién lo abriera antes?
Ladró el «Chinto». Más que ladrar, aulló, lloró, como lloran los perros, lastimeramente. Marcela se taponó los oídos: «Estoyme muriendo.»
Cogiendo un abrigo posado sobre la silla —sin darse cuenta de que es un abrigo de él— se lo echó sobre el camisón. Tiritando de horror, lo mismo que si una mano maléfica la forzara guiándola hacia una catástrofe presentida, Marcela avanza por el corredor, mientras el grupo sube hablando quedo, en tono de oración, las escalerillas de la solana.
Arrastran los pasos. ¿Qué sucede? ¿Por qué suben como si arrastraran carga?
El «¡ay!», enloquecido, de Marcela, se estrella contra los que ascienden despacio, mirando con cuidado dónde ponen los pies, atentos al del fardo humano que sostienen. Se estrella el «¡ay!», y se paran todos. Luego salvan los dos escalones que les separan del patinillo de la solana, deteniéndose allí. La miran ahora, joven sombra aterrada, que a ellos, justicieros, se les antoja fuerza ciega del mal, roja como el instinto, como el pecado que la trajo al mundo. La miran, y no con temor, ni servilmente, sino con desprecio, con; asco, y apartan la cabeza.
Divídese el grupo, en que los de delante protegen a los otros, tanteando el camino. Y Marcela tiene que adivinar que aquél que traen, amparándole, es su marido, Álvaro, el señor de la Sagreira; enfangado, él que reprochara al hijo el enfangarse, bamboleante el cuerpo, sujeto por debajo de los brazos que rodean el cuello del Juan y de Daniel. La cabeza va de un lado a otro:
—Muerto… Muerto —bisbisea Marcela, sin salir de su doloroso estupor.
Comienza a acudir el personal de la casa, apresuradamente, a medio vestir, desabrochadas las chambras que mal cubren marchitas desnudeces, al aire el torso de los mozos que sólo tuvieron tiempo a ponerse el calzón.
Los ojos del Juan, brillantes de escarnio, devoran el rostro de Marcela. Los demás, rígidos, son jueces que la observan. «¿Por qué míranme así? ¿Por qué?», se desespera Marcela.
No sabe a quién volverse. Ermitas… Pero Ermitas se ha derrumbado a los pies del amo, y llora igual que el «Chinto», con un llanto animal tan terrible, que un escalofrío recorre a todos.
—Non está morto, muller —musita Daniel, empujándola suavemente con el pie.
La primera palabra buena, de alivio, no ha sido para ella. Marcela se estremece: «Non está morto.» ¡Pronto! ¡Pronto! Que lo lleven a la cama; que venga el médico; que el mundo entero se remueva para cuidar al amo.
Habla:
—Al cuarto. Portadlo al cuarto.
La miran, como si fuese increíble que ella pudiese hablar; todos los ojos la reprochan que no esté callada, hundida la cabeza en el barro, escondiendo su vergüenza.
Se reanuda la lenta procesión que avanza; masa parda de trajes campesinos llenando el pasillo, camino de la alcoba. Marcela se hace a un lado para que pase el grupo; al cruzar ante ella el Juan la mide, desvergonzadamente, con la vista. Tuerce la boca belfa, desdentada, y por una comisura, abyecto, le lanza la palabra:
—¡Perra!
Marcela, que siente en las carnes el afán de sufrir por redimirse del dolor, acepta la palabra que la castiga. Mendiga de su pena, desea arrastrarse de rodillas, ofrecer el rostro joven y demudado para que lo pisoteen. Sin poder llorar, sólo con aquel ¡ay! en que cuajó su angustia, contempla, hasta que parecen salírsele los ojos de su órbita, el cuerpo que acarrean los sirvientes, desarticulado, arrastrando los pies sin movimiento, con ruido uniforme, cual si movieran de un sitio a otro un objeto pesado, empujándole. La cabeza le cae sobre el pecho, y no ha podido verle bien la cara. Los pantalones vienen sucios de barro hasta media pierna. Marcela puede palpar el respeto de todos hacia el amo, ahora que él no ve, ahora que él no escucha.
Lloran las mujeres a gritos, ensalzándole:
—Tan bueno como le es, a él fue a tocarle.
—Sempre a os mellores.
—¡Quebróse as pernas!
—¡San Andresiño bendito!
A Marcela se le antoja que el silencio abrumador sigue aplastando al pazo. Sin embargo, entre el aullar de los perros, contagiados del «Chinto», el gritar de las mujeres y el ir y venir de los hombres, la casa toda es un sollozo desgarrador, casi una blasfemia.
Oye el ruido del motor del coche, que marcha con Dolores en busca del médico.
—Ve a Cora, a por el señorito Joaquín. Explica…
Los ojos la huyen. Daniel, extrañamente amo de la situación, refuerza la orden:
—Ve a Cora.
Dentro del cuarto, alrededor de la cama en que ella durmió, deshechas y revueltas aún las ropas, plañen las mujeres. Marcela quisiera esconderse de los ojos del Juan, mirando alternativamente a ella y a la cama intocada, pequeña. Mueve los hombros como si los sacudiera la risa, pero la boca desdentada no ríe.
—Afuera as mulleres, que aquí sobran.
Marcela se rebela. Salen todas, y permanece allí, junto al armario, sin despegar la vista del cuerpo que desnudan con cuidado. Un quejido suave, inconsciente, se le escapa a Álvaro. Se queja… Se queja…
Marcela se pondría de rodillas.
Vuelve en sí el amo, pero vuelve conservando una extraña vaguedad en su mirada.
—¿Non ten outros cristales? —pregunta Daniel, casi sin mirarla, volviéndose hacia ella.
Marcela, contenta de ser útil, busca en la mesilla y se los tiende. Ahora con las gafas, recobra su marido algo de su habitual aspecto.
—Quebrólas en la caída —explica Daniel a los demás— o perdiólas. Cuando llegamos junto a él no las tenía.
Marcela pregunta débilmente:
—¿Cómo fue?
Nadie la contesta. Cuatro horas largas transcurren sin que ella sepa lo sucedido. Fué apuntando el día, verdoso y blanquecino, y por la ventana abierta se coló en la casa. Embotado el movimiento, Marcela, acurrucada junto al armario, no se movió para apagar la luz, que perdió su fuerza, y se torno fúnebre, como el pabilo de una vela ovalada al confundirse con la claridad mañanera. Precisóse en la lejanía la mole inmensa de la Capelada, al fondo, y el molino sobre el castro a la derecha, y la torre de la iglesia. Todo fue al principio, para las miradas somnolientas y enervadas por la espera, sombras imprecisas, siluetadas poco a poco por una línea espesa, neblinosa. Y la luz fue quitándole el velo a la noche y despojó de umbría los contornos.
En el cuarto de Álvaro se asomaban las gentes a la puerta, sin atreverse a entrar desde que el amo ha vuelto en sí, y se queja débilmente. Toda la labor marcha retrasada; los desayunos no se han servido.
—Non teño a cabeciña pra eso. Coller un bocado, e a leite a quen lle guste queimada que a tome, que olvidóseme que estaba al fuego.
Hablaban bisbiseando, aguzando el oído hacia el portón, pendientes del rodar del coche en la corredoira.
—Tarda el doctor.
—Muller, hora y media pra alá, tárdanse bien a Cora, hora y media pra acá… Pensa que le hubo de despertar, de seguro.
—Fueron con el alba.
—Fueron. Serían las cinco —precisa Daniel— cuando le trujimos, pero mientras le portamos al lecho y bajara un vecino a caballo para avisar a Andrés pasaría bien una hora de más.
—Pasaría.
Muere la conversación. Se miran unos a otros, con los rostros lívidos por el madrugón y el susto. Marcela no se mueve de su sitio junto al armario. Está deseosa de servir para algo, pero teme que Álvaro la vea y la eche del cuarto, tan enfadado como marchó. ¿Se tiraría a intento del caballo? Marcela se escalofría. Vuélvese, lastimera, hacia Ermitas. Pero Ermitas no la ha mirado ni una vez siquiera; finge ignorarla o quizá la ignora; fija su vista, casi sin pestañear en el cuerpo derrumbado del señorito Álvaro.
Ermitas ya no llora, no le sobra tiempo para llorar ni compadecer a nadie, pendiente del menor gesto, del más mínimo movimiento de su amo.
Álvaro gime débilmente, inconscientemente. De cuando en cuando entreabre los ojos y los pasea por la habitación. Ermitas se inclina:
—¿Máncale algo?
Su viejo corazón gotea por dentro, porque los ojos que ella conoce tan bien —los vio abrirse a la vida— miran ahora con aquella misma inseguridad de los primeros días suyos sobre la tierra. «Inda no ve, man que te mire», pensaba entonces Ermitas, enterneciéndose ante la criatura indefensa. «Inda no ve, man que te mire», suspira ahora. Quisiera coger del brazo a Marcela y obligarla a mirar hacia los desvaídos ojos que no ven, y machacarle las palabras en la cabeza: «¿Veislo? Por tu culpa, Marcela.»
Una sorda batalla la ha desgarrado cuando entró, una vez el amo en cama, viéndose dividida entre su rencor y su cólera, y una avergonzada piedad por Marcela al observar las miradas de desprecio y el aislamiento en que la dejaron. Al fin y al cabo, «le es el padre de su hijo». Pero entre su ternura sofocada por Marcela, y su vieja lealtad al amo, puede ésta sobre aquélla. «No me lastima el verla faltada por todos. No me lastima», se repite. Y mira, y mira al amo por no compadecer a la joven, hecha un ovillo, quieta, pavorosa, encogida en aquel rincón. No quiere verla. No la ve. Ella también ha sido insultada. También lleva, candente, una palabra que le ha cruzado el rostro. El«¡Perra!» del Juan llegó hasta Ermitas, malhiriéndola. «Hásmelo de pagar», se promete.
Así pasan las horas; cuatro horas mortales, que tienen la ciega y bárbara fuerza de una avalancha que les separase. Ahora están las dos en riberas distintas, aunque mirándose en una misma corriente. Las dos quisieran gritarse, desde su ribera, verdades que se lleva el viento: «¿Cómo me eres tan mala, Celiña?» «¡Ayúdame!»
Cada hora que pasa les distancia más. Endurece el corazón de la joven: «Faltóme cuando la precisé.» Revuelve el corazón de la vieja: «¡Que aprenda! ¡Que aprenda!»
Cuando oyen la bocina del coche se sobresaltan. A Marcela le late el cerebro, le golpea la sangre en los oídos. Teme perder, ella también, el sentido, al escuchar la voz angustiada de Lucía, desde la solana. Entumecida, no puede moverse. Sale Ermitas y queda ella un minuto sola en el cuarto, mirando el rápido movimiento de las sábanas subiendo y bajando a compás de la respiración desigual de su marido. De aquel subir y bajar pende ahora la vida de Marcela; ¡que no se detenga, por Dios!
Un momento pierde de vista el tictac humano, y como en sueños entrevé la figura de Lucía, inclinándose sobre Álvaro. «No querrá verme», se dice Marcela, y se encoge más. Pero la voz alterada de Lucía desmiente su pensamiento:
—¿Y Marcela?
—No debe saber nada aún, no le han dicho nada.
Marcela se deja besar, avergonzada, escondiendo la cabeza.
—Ven, que ahora quedará Joaquín con él.
La voz compasiva, consuela. Marcela se aferra desesperadamente a Lucía.
—Estás helada. Tienes que tomar algo caliente. ¡Jesús! ¡Jesús!, ¿cómo fue?
«¿Cómo fue?», se pregunta Marcela. Y Ermitas lo explica:
—Despertóse el Juan, que duerme cerca de los establos, con el relincho del «Gallardo». Una y otra, y otra vez. Alzóse, que parecíale que no venía el relincho del portón, del lado de allá del portón. El Juan no sabía que saliera el amo muy de tarde…
La voz se endurece, reprochando.
—… Abrió, y topóse con el «Gallardo», espumeando por la boca, sudorosos los lomos, terciada la montura. «Algo pasó», se dijo. Metióle en el establo, que el «Gallardo» atronaba a rebufidos. Despertó al Daniel. «El Gallardo» llegara con la silla torcida, sin nadie. ¿Quién lo montara? «¡Madre de Dios! (asustóse el Daniel), saquéselo al señor.» «¿Al señor? ¿Cuánto tiempo va?» «Ya anochecido.» Volvieron juntos a escudriñar la bestia, dispensando. No se atrevían ni a mirarse. Cogieron dos caballos de faena y salieron con un farol, despacito, mirándolo todo bien, y gritando el nombre del amo.
»Tiraron para el coro del monte. Y allí en aquella corredoira tan pina que baja, estábale volcado, boca abajo, hecho una perdición. Quisieron auparle al caballo; no podían; escurrírseles. Fué el Daniel a llamar a unos vecinos, allá cerca. Y entre todos le subieron y trujáronle acá.
Lucía estrecha fuertemente el brazo de Marcela.
—Reanímate, Celiña. Si sólo es que se rompió las piernas, tienes marido para rato.
Las palabras misericordiosas ablandan la horrible pena. Marcela, por fin, solloza, golpeándose la cabeza contra la mesa del comedor.
—Fué culpa mía… Fué… —se desespera. Lucía le acaricia el cabello, confundido sobre la roja caoba.
—No digas tonterías, mujer. No fue culpa de nadie. ¿Chinchaste tú al caballo para que lo volcara?… No, ¿verdad? Entonces…
—…
—Fué la mano de Dios.
Marcela se estremece. ¡Qué lista es Lucía! Piensa como ella, lo mismo que ella: fue un aire, el aire que le cogió en la iglesia cuando le dio la vela en la cara.
Lucía, de cuando en cuando, se acerca de puntillas a la habitación para saber noticias del enfermo. Tarda mucho en salir Joaquín.
Cuando lo hace, su aspecto reflexivo sobrecoge a las dos mujeres. Está de pie, en el umbral del comedor, enjugándose las manos con una toalla.
—¿Habrá que enyesarle? —pregunta Lucía.
Joaquín calla y se seca las manos. No saben que ve en ellas, que tantas vueltas las da.
Marcela ha metido sus dedos en la boca y los muerde.
—No —asegura, por fin muy quedo—, no habrá que enyesarle.
Estas palabras no tranquilizan, porque algo existe, latente, sin decir.
—Debió castigar al «Gallardo» —murmura a media voz—, y como no está acostumbrado, se revolvió. Tan mojado hoy el suelo; si donde cayó había piedras resbaladizas…
—Bien; pero, ¿qué tiene?
—Se rompió la espina.
Joaquín seca y seca las manos sin levantar los ojos. Lucía aprieta el brazo de Marcela y le deja señalados los dedos. Sólo Marcela no comprende, o comprende vagamente.
—¿Vivirá? —articula con voz ronca.
Joaquín no aclara su pensamiento: más le valiera…
—Vivirá, Marcela.
Marcela suspira, aliviada. No alcanza a comprender las miradas preocupadas y tristes de los primos. Se levanta. Vacilante se dirige a la alcoba.
—Ahora descansa. Le puse una inyección; el dolor le hizo perder el sentido.
Marcela avanza a bandazos, como si estuviera bebida. Antes de alcanzar la puerta de su alcoba, antes de dejarse caer con todo su peso sobre la cama estrecha, le llega la voz de Daniel, una voz lejana que explica algo: «Disputó con él, y desgracióle.»
Más tarde recordará que a un lado del pasillo se aplastaba Dolores, apretando la cabeza contra la pared, y extendida una mano hacia ella, con el pulgar y el índice cruzados. Marcela seminconsciente escucha el bisbiseo:
—San Silvestre, Santa Comba, ¡meigas fora!