EL TERROR a las ánimas afinca en el alma de todos los aldeanos. En la colecta de las Parroquias, aprisa, revuelven aflojando la faltriquera, para depositar la moneda que, a buena hora, de no mediar el temor a lo sobrenatural, soltarían. Pasa el chiquillo, revestido con un alba arrugada sobre la deslucida sotanilla. Descarado y socarrón mueve el platillo, canturreando con acompañamiento del sonido de las monedas: «Pra as ánimas benditas.» Las manos se empujan por llegar antes. Don Antonio ha desistido de pedir para el culto y clero, o para los pobres de la parroquia, porque entonces continúan impávidos sus feligreses, mirando para el altar, como si, absortos en sus oraciones, no oyeran al monaguillo que les reclama. Por eso, avezado al fin en el conocimiento de aquellos lugareños, don Antonio ha dado la consigna: «Para las ánimas»… Sólo el nombre causa pavor, y se miran unas a otras, deseosas de que el momento pase. Sueltan la moneda aprisa, aprisa, no sea que las ánimas se venguen, y con ellas la Santa Compaña…
Ermitas besa la moneda antes de ofrendarla; así apacigua el alma a que va destinada.
—Marcela, ¿llevas un patacón?
Marcela lo lleva y a su vez lo deposita también. Han bajado a la Parroquia del pueblo, donde se celebra un funeral por don Enrique. Marcela, tapada la cabeza con un pañolón negro, se apresura subiendo las gradas que llevan a ella, sin volver la cara hacia el grupo de gente que en la plaza del mercado curiosean. ¡Dios, si Santa Marta parece tan grande como Lugo! Marcela y Ermitas dejan las abarcas a la puerta, que no es respetuoso entrar así en la casa del Señor, gritando los pasos. Se arrodillan en los bancos del altar lateral de la derecha. Hay mucha gente en el templo; gente del campo y señores de la villa. Marcela mira al sesgo, medio oculta por su pañolón. Va toda de negro, con su limpia bata de percal, tiesa de puro planchada. Negro el pañuelo sobre su cabeza. Entre las señoritas de mantilla destacan los vivos colorines de los pañuelos aldeanos, atados en la nuca. Los más son de color maíz, si la moza es joven, y si no lo es, obscuro, en seda brillante, con flores color de tierra. Algunas han abandonado un momento su puesto en el mercado, y llenan el ámbito de un olor espeso a ganado.
Marcela siente la sangre en la cabeza cuando ve avanzar a su marido, enlutado, acompañado de dos o tres señores más. «Débente ser el señor alcalde y el señor juez», musita Ermitas a su oído. Uno es muy joven, y pasa entre la gente haciendo que no mira, pavoneándose. El otro, poco más o menos de la edad de Álvaro, le cede siempre el paso, deferente. El amo sigue siendo el amo allí, entre tantas personas, y a Marcela le extrañaría si le dijesen que 110 es suya la iglesia parroquial. Al ver su serenidad y el aplomo con que se arrodilla el primero de todos, justo detrás de un bulto negro muy grande, que debe tapar una caja, Marcela pierde parte de su temor. Porque desde que ha muerto don Enrique, Marcela vive atemorizada, y duerme poco de noche. Si va al atardecer por los pasillos teme ver salir de cualquier alacena, o del fondo de un armario, la corpulenta silueta del difunto. «Ningún mal le hice», se razona. Pero no puede evitar aquel temblor que la sacude en cuanto la noche alienta su hálito de sombra sobre la casa. Sólo se tranquiliza al escuchar los pasos de su marido, o al verle acostarse, respirando apacible y pausado junto a ella.
Cuando entró hoy en la parroquia —cuyas torres tantas veces contemplara desde La Sagreira— se dijo que ya se lo figuraba ella, que algo tenía que suceder con aquel muerto. ¿Le tapaban debajo de aquel paño negro?… ¡Cómo había menguado! Porque don Enrique parecía más alto de pie sobre la tierra. Pero, ¿no dijera el amo que lo enterraran el jueves? ¿Y luego?…
—Ermitas, ¿y luego, no enterraron a don Enrique?
—Enterraron.
Ermitas rió sigilosamente, observando las pupilas engrandecidas, fijas sobre el túmulo.
—¿Te piensas que le tienen allá? ¡Tola! Eso te es una figuración.
El color vuelve a las mejillas jóvenes.
—¿Qué hay debajo?
—Nada. Me pienso que haber no te habrá nada. Lo ponen así, como quien dice, para que se sepa que es misa de ánima.
Marcela observa a su marido. Dos o tres veces ha vuelto él disimuladamente la cabeza a un sitio y otro. Por si la busca, Marcela se esconde más en su pañolón.
Cirios altos, muy altos, más altos que Alvariño, rodean el túmulo. Su vacilante resplandor finge sombras y oquedades en el rostro de Álvaro. Marcela tiene el corazón encogido, y un deseo fuertísimo de acercarse y separarle de un manotazo:
—Quiteday… Que puede darle el aire del difunto. Pero no se atreve. Que termine pronto la misa, y los cantos, y la música. Se acuerda del colegio, de la Hermana Josefa, de las monjitas que se levantaban y se sentaban con rumor de largas faldas. Pero ahora no se amodorra; ahora no permanece adormecida entre el tililar de las velas y de los salmos solemnes. Quiere, inconscientemente, proteger al que está allá, más cerca del bulto que es una figuración del difunto, apartarle de aquel ambiente maligno de muerte. «Para las ánimas», canta, gangoso y burlón, el acólito. No: Marcela no necesita que Ermitas la empuje para dejar su patacón; Marcela compraría con cuanto tiene la gratitud del difunto don Enrique. Pero, ¿qué posée Marcela? «La Sagreira es de él; mis cosas mercólas él. El hijo… Un hijo no se vende, ¿verdad que no, ánima bendita?» Marcela bisbisea un fantástico diálogo. ¿Y lo daría a cambio de aquel mal aire que ella teme para su marido? No lo sabe. No lo sabe. Cierra los ojos.
—¿Estás mala, Marcela?
No; Marcela no está enferma, y aunque lo estuviese aguantaría aquí hasta no poder más, hasta que salga su marido de aquella iglesia a la que nunca jamás piensa volver. Irá luego a pedir perdón a San Miguel bendito en la capilla.
Con un cacharro brillante, que recuerda el mortero que tiene Álvaro en el despacho, se acerca ahora don Antonio, con dos acólitos, al túmulo. Sacude dos o tres veces el bastoncito en el aire ¡Amén! También don Antonio se lo figuró, ¿veislo?, y ahora está espantando el espíritu malo. Ve caer unas gotas de agua. A lo mejor aquellas como lágrimas sobre el paño negro dejarán tranquilo a don Enrique. Marcela no quiere confesarse que teme que don Enrique se impaciente, porque ella le conoció, y oyó hablar de él a Lucía, y no tenía trágalas para estar casi una hora quieto, y que le cantaran, y que le soltaran agua encima. No le gustaba el agua, presumía de ello. «Don Antonio debería saberlo», piensa Marcela.
Por fin se apiña la gente a la salida. Marcela busca sus abarcas, y cuando agacha un poco el cuerpo para calzarlas, ve ante sí a su marido. La mira quieto, y muy serio. Se acerca. La gente que le rodea se separa un poco:
—¿Vuelves a casa, Marcela?
—Vuelvo.
—¿Saludaste a don Antonio?
Marcela aprieta el nudo de su pañuelo. Sin mirar, adivina las risitas ahogadas, y el gesto que quiere ignorarla de las señoras que esperan en el atrio para dar el pésame a Álvaro.
—Ven conmigo a saludar a don Antonio.
Marcela quisiera que la tierra se abriese. Una mano la lleva, la conduce hasta la sacristía. Al pasar de nuevo cerca del túmulo da un respingo. Álvaro casi ni la mira. Habla con don Antonio y le pide que suba con ellos a La Sagreira. Marcela quiere marcharse. Se inclina para besar la mano del sacerdote posada un momento sobre el pañuelo de algodón. Luego, don Antonio, que todo lo comprende, mira a Álvaro y se cruzan sus miradas. Disgustada la del marido, apaciguadora la del sacerdote.
—Voy con ustedes.
El pueblo tendrá comentario para muchos días con aquel grupo que se acerca al atrio. El amo de La Sagreira, el señorito Álvaro, a quien siempre, cada uno en su clase, todos han servido, y los padres y abuelos de ellos al padre y abuelo de él, don Antonio, el cura, apagando las críticas con su campechana presencia, y la artesana que casó con el amo. Tanto oyeron hablar de ella, tanto murmuraron todos de su boda, buscándole motivos ocultos o vergonzosos, y ahora ahí la tienen: ésta es la moza aldeana que enamoró al señorito.
Las señoras que soñaron con Álvaro para sus hijas, muerden la sonrisa irónica que apunta: «No la querría para criada… Presentarse en zuecas, y con pañuelo a la cabeza. ¿Para qué tendrá el dinero Álvaro?»
Los hombres, desvergonzadamente, quieren sopesar lo que disimula la tiesa bata de percal y las medias de lana, porque ningún otro misterio admiten en la unión aquella. Y las mujeres del pueblo, las que como ella son, se apartan: «Está ameigada»… Don Antonio, con el rabillo del ojo, todo lo ve y todo lo comprende. Respeta a Álvaro y su fría cólera. Entra con ellos en el coche, que les volverá a La Sagreira.
Marcela, una vez más, irrita a su marido. Humildemente, se zafa de subir. Álvaro la apremia:
—Entra, mujer.
Y el cura adivina que muerde las palabras.
Pero ella sin hablar, sostiene la portezuela, para que pase Álvaro primero. Sólo cuando don Antonio tiende la mano: «Ven aquí, a mi lado, Marcela», y ve los labios blancos de su marido, Marcela se aturulla, y se introduce en el coche. Va rígida, junto a don Antonio, arrebujado el rostro en el pañolón. No ve las miradas malévolas y burlonas, pero don Antonio las adivina y, sonriente, se vuelve a ella y le pregunta por el niño. Álvaro no habla. Le duele tanto la actitud de la gente como el mediar del párroco. Y siente que un poso de ira se amontona en él.
Marcela, en el pazo, es de nuevo Marcela, la moza aldeana, recia y arrogante. Pierde aquella servil y azarada humildad de cuando se vio rodeada de señoras, en el atrio de la iglesia. Sin embargo, hoy anda como recelosa, consciente de que algo se le achaca, aunque ignore el qué.
Camina cabizbaja, interrogándose en qué obró mal. Sabe que Álvaro está disgustado con ella. Recuerda su propia confusión y azoramiento al verse objeto de pública curiosidad. La miraban. Igual que miraba ella a los gitanos, si llamaban a la puerta de La Sagreira, o cuando de niña miraba a Yago, el viejo de luengas barbas.
—Ermitas, ¿qué será de Yago?
Ermitas vacila un momento antes de responder, porque también ella andaba perdida en los vericuetos del pensar.
—Moriría… No sé.
—Pero antes créome recordar que venía muchas veces, y andaba siempre de cuchicheo contigo.
—Venía… y conmigo no andaba de nada… Sólo que como le eran largas las barbas y no las mojaba, se le atiesaban junto a la boca, y hablaba más despacio.
Ríe Marcela. Ermitas se ha puesto colorada. ¿No creerá Ermitas que ella supone qué…?
—¿Enamoróse de ti, Ermitas?
—¡Coitado! Tuvo una hija rubia como la flor del tojo. Murióle. Y gustábale venir por acá, por verte crecer.
Las pupilas de Marcela se dilatan. Un mohín de asco frunce los labios.
—No te es lo que piensas, que era ya viejo cuando la Matuxa te tuvo. Le acordabas a la su rapaza, y luego siempre le hubo o un plato de papas para el pobre, o una cunea con caldo. Un invierno dejó de venir. Pasados los meses, pregunté a uno y otro. No supieron darme razón. Moriría solo, en el monte y se lo comerían las bestias, dispensando. O tan seco y rugoso como te era, confundirían su carroña con algún árbol de esos con nudos. O marcharía a otra Parroquia…
—Tan viejo ya.
—Tau viejo… ¡No creo que marchase a otra parroquia! ¡Paz a su ánima!
Ermitas se santigua, de prisa, y besa el pulgar y el índice cruzados.
Marcela no, porque ya no teme. Le parece que han dejado bien enterrado al difunto, y ahora se ríe de su pavor, mientras observaba al amo a la luz de los blandones.
Abre las ventanas. Que entre bien el aire, el aliento de la Naturaleza, que reanima, que vivifica, y se lleve lejos aquel ambiente sepulcral, aquella obscura voz que le ha hablado al oído. ¿Por qué temer? El día es fresco y violento: fuertes ramalazos de viento arremolinan las hojas caídas de los árboles, en el jardín. El cielo tiene una nube color de plomo, que descargará pronto: «Vendrá bien el agua para la siembra», piensa Marcela. Con el chiquillo en brazos se asoma a la terraza. Quiere ver, desde allí, la iglesia de los Dominicos. ¡Cuánto miedo pasó! No sabe por qué le semeja la iglesia una presencia quieta y amenazadora. Dirige los ojos a la ría. Comienza el duelo entre ría y viento. El agua se pone del color de la nube, y el aíre puede más que ella. Varón sobre sus lomos, enarca su tersa superficie.
—Vámonos dentro, Alvariño, que me temo…
Mientras cierra con fuerza las puertas de cristales, escucha ya el silbido hondo del tumbaloureiro, subiendo por la garganta de la ría, que se defiende y jadea, pero que se entregará, opulenta y embravecida, a la arrolladora pasión del cierzo, a sus dos brazos fríos, helados de tormenta. Por los aguillones, en la desembocadura de la ría al mar, se cuela en tromba el encelado viento; sube, garganta arriba, a desposarse con la ría dormida. Se estremece la ría: «¡No! ¡No! ¡No!…» Y el viento pelea con el fragante laurel que la perfuma, el laurel que la ciñe como un requiebro a su hermosura. Puede más el más fuerte, amante de unas horas. Devastador y fiero, la hace suya.
Y nadie reconocería el agua, mansa y tranquila, en aquellas olas negras como el odio, que se desparraman sobre las riberas, que sacuden los helechos, que gritan desesperadamente su ultraje.
—No podrá marchar mientras dure la tempestad, don Antonio.
—Pasará pronto, esperemos.
Sentados en el despacho, el párroco y Álvaro contemplan, a través de la ventana cerrada, los estragos del tumbaloureiro.
—Aquella lancha, van a tragársela las olas…
Parece una hoja abarquillada, abandonada. Loca, salta de una ola a otra, se hunde en el seno que ambas forman.
—¡Lástima! —suspira don Antonio—. ¡Lancha perdida! ¡Y tanta falta como hará!
—Poca previsión, también, no sacarla a tierra.
—Se echa encima tan de pronto, el tumbaloureiro.
Cras… Casi con un quejido humano, cae un laurel en tierra.
—Abatido.
Álvaro siente un sabor amargo en la saliva. Si no estuviera don Antonio, abriría la ventana, para embriagarse con el ventarrón sobre su rostro, despojándole de blanduras el cuerpo. Así, a través de los cristales, aquel espectáculo grandioso y salvaje excita sus nervios.
Durante tres horas gime el viento. Cerradas fuertemente todas las fallebas, recogidos los animales en el establo, se oye entre el ulular del vendaval, los relinchos nerviosos, los querenciosos mugidos de las bestias. Marcela ha encendido una vela ante la imagen del Apóstol, sobre la repisa de la chimenea: «Guarda pan, guarda trigo, guarda gente de peligro», murmura, medrosa. El niño corretea por el comedor, juega con el Chinto, sopla en la oreja del perro, y apretando los labios, hace: «Uh… Uh…», imitando al ruido del vendaval. A Marcela, en este momento, le ataca los nervios: «Salte de ahí, cativo»…
Don Antonio y Álvaro, en el despacho, beben sendos vasos de tinto. Don Antonio piensa que debe decir algo a Álvaro: no hay que hacer a Marcela responsable, Marcela no tiene culpa…; pero el tono de voz distante y enervado del marido, impide toda confidencia. Suspira: «Cada oveja con su pareja»… Ya está palpando los resultados. Y no es culpa de la moza: lo que era es. Pero que no es lo mismo tenerla para el yantar y el yacer, que llevarla a su lado por el mundo, por ese sector del mundo que a él le corresponde y a ella no. De seguro, que ella no hizo a intento el calzarse las zuecas y presentarse de pañolón y medias de lana: creyó que eso era lo mejor, o quizá ni lo pensó siquiera.
Y si así lo creyó, creyera bien. Que él ha visto a muchas de estas artesanas queriéndoselas dar de señoritas, y causaba risa. Mira a Álvaro, dubitativamente. Está vuelto hacia la ventana, con el cuerpo derrumbado sobre el butacón. Ya han perdido sus ojos el brillo juvenil, y apunta la ancianidad en sus gestos más lentos, inseguros, en la manera de hablar, en la forma misma como descansa en su asiento, con el vientre vencido. Bien, ¡cómo anda el mundo! ¿Qué puede reprochar a Marcela? Con ojos de hombre, piensa que la rapaza dio cuanto le pidieron, trajo un hijo, y allí está, pasiva y silenciosa, quemando sus años jóvenes, sin ambiciones ni exigencias. A don Antonio le enterneció su gesto humilde, porque sabe que Marcela no lo es. Dios, ¡con lo fácil que sería con buena voluntad!… «Cada oveja con su pareja», se repite de nuevo. Está deseoso de que cese la tormenta para marcharse, porque el ambiente, hoy, en La Sagreira, no se presta a invitados.
Álvaro sabe que don Antonio piensa en ellos: lo lee en su desconcertado semblante, y en sus meneos de cabeza. Con lo que aborrece que se ocupen de él, y ahora, por culpa de Marcela… Desde que la vio venir en la iglesia, vestida como la más humilde de sus criadas, algo hierve en él, amenazador, algo se fragua, que si no lo desahoga, le asfixiará. Y don Antonio allí… Y el viento, dale y dale, obsesivo, con su lúgubre, penetrante lamento. Álvaro aprieta sus manos sobre sus rodillas, para que no vea el cura que los nudillos se le han puesto blancos.
Marcela tiene otra ropa. A Marcela, cuando se casó, le compró Lucía otra ropa, sin pretensiones, pero decorosa y sencilla.
Marcela, hoy, ¡desde hace tiempo ya!, ha querido humillarle. Se aferra a esta idea, que alimenta su encono. No puede más. Desde que se ha casado, ha sido el penitente de un amor. Con delicadeza y temor al principio, aguantando sus brusquedades, después. Siempre, siempre, disculpándola: «No tiene culpa». Pero, sí, sí, la tiene. La vida es imposible con esa tirantez, éstas reservas, este medir las palabras pronunciadas, o retener la caricia que quema.
—Parece que amaina, podré marcharme ya.
Álvaro no retiene al sacerdote. Quiere estar solo.
Y beber. Por vez primera quiere beber, beber, beber…En la solana, don Antonio se vuelve. Parece que va a decir algo. No, por Dios. ¡Consejos, no!
—Hasta mañana, don Antonio. ¿Vendrá usted a decir la misa en la capilla?
La palabra buena se hace aire.
—Vendré —contesta el sacerdote, cubriéndose con la teja. Baja aprisa las escalerillas para guarecerse del chaparrón dentro del coche. Porque el viento se ha resuelto en lluvia; agua furiosa, restallante y dura. Álvaro se refugia en su despacho. No se oye en la casa ruido alguno, ni siquiera el corretear del niño. Solamente, al pasar ante la puerta del comedor, el crepitar del fuego en la chimenea.
Álvaro quiere leer, pero no retiene lo leído; siente la cabeza hueca. En las páginas, indecisa, flota la imagen de una moza, anudado el pañuelo, sofocada de vergüenza, haciendo ruido con las zuecas al caminar. ¡Su mujer! Álvaro ríe con los labios blancos, y tritura las páginas entre sus dedos. Y aquellas risitas… Parece que trabaja en dañarse a sí misma Marcela, en ponerse en evidencia. El recuerdo de las miradas falsamente compasivas le encocora. «Habrán pensado que… La barragana del amo…» Escupe la palabra, cruelmente se regodea en ella: «La barragana… Como el tío Enrique.»
Ríe y bebe. Tiene un calor horrible. Después de la tormenta siempre pasa. Según va cesando la lluvia, parece que la tierra echa humo. Y él hoy se ahoga. Se afloja la corbata, abre un botón del cuello de la camisa. «La madre de mi hijo… Aquélla era la madre de mi hijo… Y algún día se lo echarán en cara… Pero esto se acabó. Se acabó.»
Él conoce la maldad de la gente. Olvidarán que es el hijo del señor; por dañarle dirán: «Es el hijo de la Marcela, el nieto de nadie»… «Tantos aires como se da, y su madre andaba de pañuelo a la cabeza»… ¿Qué culpa tiene el niño? Nadie tiene la culpa; o sí: él por casarse con ella, y ella, ella…
—¿Qué haces ahí, Alvariño? Entra.
No le ha oído llegar, y allí le tiene, reidor, atisbándole entre las junturas de la puerta.
Álvaro siente que la cabeza le arde, y en presencia del hijo, como si sus ojos se humedecieran. Se compadece de ambos.
—Ven, hijo.
Quiere levantarse, pero le pesa el cuerpo, y le mira acercarse, jugueteando a esconderse tras las sillas.
—Ven, hijo.
¡Qué descuido! El chiquillo viene descalzo, desnudas y enfangadas las piernas, casi amoratadas de frío. ¿Dónde se ha metido para ponerse así? ¿No habrá salido al jardín con este tiempo?
—Alvariño, ven acá —ordena la madre desde el umbral.
—¿Dónde ha estado el niño?
—…
—Contesta, ¿o es que no me oyes? —vuelve a preguntar, ya descompuesto, Álvaro— ¿dónde estuvo el niño para ponerse así?
Marcela no se atreve a hablar hoy a su marido. Porque casi, casi le cuesta reconocerle. Aflojado el cuello, sudorosa la frente, y aquellos ojos que se le clavan como si quisieran traspasarla.
—Contesta —vocifera Álvaro, intentando levantarse. Se apoya sobre el borde de la mesa. La cabeza se le va. La figura de Marcela se le desenfoca.
—Escapóse al jardín.
—Escapóse… Escapóse… ¿Ni para cuidarle sirves? ¿Qué haces en todo el día?
Se desata el temporal humano. Nada ni nadie podrá retener la avalancha que se acerca, que les arrollará.
—No le vi salir.
—Descalzo. Como si fuera el hijo de un gañán. ¿Por qué no lo mandaste así a la Parroquia también? Para que le vieran, mujer, junto contigo…
—Descalzóse sin verle yo.
Marcela ya no tiembla, ni quiere estar callada.
A ella no la grita nadie. Y menos delante del crío, que se agarra a sus sayas, gimoteando.
—Y no veo en qué le dañaría ser hijo de un gañán.
La voz de su casta trabajadora surge.
—Cállate, desgraciada. No sabes lo que dices. Mi hijo se criará como lo que es, ¿comprendes? Y puesto que tú no sirves para ello, buscaré quien lo haga.
Allí está la hembra, más fiera que la ría, más brava que la tormenta.
Han querido desgajarla de su tronco.
—Dou non le dera… Mal naciera quien me lo toque. Soile capaz de plantarle la forca en las tripas.
—Grosera… Bruta…, que hablas peor que la peor hablada.
—Hablo. ¿Con quién casó? ¿O no lo sabía? A casarse la Marcela, la hija de la Matuxa, y a lamerme las manos. Y a callar. Ahora canséme de callar, y hablo.
—Si no te cierro la boca yo.
—Cierre… cierre —jaqueaba desmelenada, excitándole—. Pero no me hará del hijo un marica, ni un comepapeles como su padre, que es para lo único que sirve. —Rió, implacable, despreciativa—. Que le es mío también, el hijo, que yo lo parí, ¿o no lo recuerda?, mientras el padre le estaba fuera, sin decir, ni hacer. Y si quita los zapatos, de su madre le viene. Que también yo los quitaba, y corría así, y nadie se amontonara tanto.
—Sierpe… Víbora… Así me agradeces… Así me pagas…
Sacudíala por un brazo.
—¿Pagarle qué? ¿No cobró el pago ya?…
La risa de ella le calentaba la sangre. Se la echaba al rostro, insultante, mordiente.
Apartándose de ella, Álvaro apretó las manos contra los ojos que le escocían.
—¿Pagarle?… —se revuelve, enfurecida Marcela—. ¿Pagarle?…
Y luego, como amontonando todas sus fuerzas, como descargándolas en una sola palabra, le escupe al rostro:
—¡Viejo!…