Ten longas e brancas barbas,
olios de doce mirar,
olios gazos, leonados,
verdes com auga do mar.
ÁLVARO SE DETIENE, sonríe; Marcela tiene los ojos de Gafeiros de Mormaltán.
¡Qué ajena ella, que con tanto recelo observa lo que escribe, al pensamiento que hace sonreír a Álvaro! Sonríe, también, porque ha terminado su ruta. ¡Temió tanto no verla acabada!… Y ahora lo está.
En su obra, Álvaro determina claramente los múltiples caminos que llevaban a Santiago; cuenta todas las leyendas con ellos relacionados, todos los milagros, todas las muertes que acaecieron. Apura cuanta información existe, cuanto romance lo cantó. Toda su vida fue senda por la que anduvo, camino de Santiago. Senda su alma. Y con la pluma recorrió las vías aquellas, pernoctó en sus posadas, escuchó, perdido en las compactas filas de romeros, el cantar de sus juglares al hacer alto en el camino. En las orillas del río Cea, junto a Sahagún, vio los fresnos que, según la leyenda, eran las lanzas florecidas de los caballeros de Carlomagno, caídos allí, y que allí murieron. Adivinó el paso de quienes iban, en nombre de otros, a cumplir un voto o promesa.
Él había llegado, por fin, al Monte del Gozo, y había llegado como los peregrinos de los primeros siglos, con una piedra a cuestas. Aquéllos la cogían en Castañeda, para dejarla en Arzúa, donde las almacenaban para erigir la Catedral. Él, durante cerca de sesenta años, había elaborado aquella roca viva que era su libro, trasnochando por él, privándose de esparcimiento por él… «Herru Santiagu, Grot Sanctiagu!, Eultreia, euseseia.»
En las noches silentes, muchas veces, contemplando la ría, imaginábase el río Lavacolla, donde los peregrinos se lavaban y preparaban sus ropas para entrar en Compostela. Exaltado, veía lucir las antorchas iluminando a la gente acampada. Sonaban las canciones de gesta entre el tañer de cítaras, tímpanos y flautas. Algunos llorarían su dolor o su pecado; otros rezaban salmos, que se mecían con las hojas en el viento. «Herru Santiagu. ¡Eultreia!»
Álvaro sabe que, sentado horas y horas ante su mesa de trabajo, su espalda se ha encorvado más de prisa. No importa… No importa: allí está la obra. Allí está el hijo. ¡Ay, qué flaco es el corazón humano! —lava tus ropas en el río, peregrino—; porque, a veces, Álvaro piensa que todo lo diera por una caricia de Marcela. Suda. El camino es largo; un campo sin estrellas…
La risa de Marcela para él, la sensual, obscura risa de Marcela que nunca, nunca le regaló. Él la escuchaba cuando era rapaza, y reía, cabe al pozo. Entonces, volvió la espalda —desnúdate de tus ropas, peregrino— y marchó a Compostela. A seguir la Vía. Ahora le llega también, cuando Marcela piensa que Álvaro no mira. Oye, y se le enciende la sangre. Marcela brinda aquella risa al hijo. Sabe que si él aparece —alguna vez lo intentó— como un romero que tendiera la mano, ella le negaría la limosna.
Álvaro no sabe pedir, no ha pedido nunca, y se embaraza con las palabras. Es lento cuando habla, y para requerir de amores a una moza hay que saber hablar fogosa e imperativamente. Eso piensa Álvaro. Por lo demás, tan hecho a la soledad durante toda su vida, le cuesta expansionarse, y Marcela cree que es desvío. Nunca una palabra gozosa, un impulso de novedad o de grito, o de clamar, abriendo los brazos: «¡Dios, qué bueno es vivir!»… Y Marcela cavila que no siempre es bueno vivir. Como las bestias cansinas hace todos los días lo mismo; no le gusta variar de costumbres. Ha abandonado sus largas correrías por el jardín, hasta el campo o la fraga. Marcela, ahora, ciñe sus pasos a los pasos del hijo: a los pasos torpes, inseguros, que el hijo comienza a afirmar sobre la tierra. Entre Erinuas y ella lo llevan bajo la parra. El niño tiene las piernas gordezuelas, rollizas, y coloradas las pantorrillas de niño aldeano. Poco le cuesta mantenerse sobre tan firme base.
—¡Pequerrechiño! —suspira Ermitas. Y se suena largamente.
Marcela, de pronto, está pesarosa de que el hijo ande. Ya no queda perneando en su regazo, o agarrado firmemente a su hombro, arañándola, como quien se acoda en la proa de un barco que sabe suya; el hijo se le escapa, gatea por el suelo, se apoya en una piedra o en un talud. Ya está; se ha puesto en pie. Marcela tiene ganas de taparse los ojos con las manos para no verle… Aquel palmo de hombre sobre la tierra tiene un hondo significado. Álvaro, en cambio, se anega en una extraña dulzura cuando así le contempla.
—¿Qué miras, hijo mío? Risueño, aquel niño gozoso señala con el dedo las hormigas, o la mariposa con alas de arco iris, o pretende agarrar una abeja, libando sobre una flor.
—¡Quieto, Alvariño! —grita Marcela, descompuesta—, y con la prenda que está cosiendo sacude al insecto, lo mata.
—No la mates, Marcela. Deja a la abeja.
—¿Y luego, si le pica?
—No le pica si él no la hostiga. Y si le pica, aprenderá a no hacerlo.
Indignada, Marcela pretende coger en brazos al crío, que se defiende. Álvaro comprueba, una vez más, que tiene el don de irritar a Marcela. Suspira. Un gran desánimo le invade. Todo su afán se centra ahora en hacer del hijo un hombre robusto, sano de espíritu y de cuerpo. En un principio temió que heredara su misantropía, o el silencio y la esquivez de Marcela. No ha sido así; loado sea Dios. Es alegre y retozón, por todo ríe, con esa risa que suena a gorjeo; palmotea con sus manos sobre el balde del agua, cuando lo dejan al lado del pozo; se cuelga despiadadamente de las orejas del «Chinto».
El «Chinto», en su instintiva lealtad, adivina que aquel remedo de hombre es amo también, y se deja atormentar por su pequeño torturador, que lo mismo se le abraza al cuello, que le araña el morro.
Álvaro agradece al «Chinto» la expresión resignada con que sufre los juegos del niño, y se enternece al observar el cariño que el can demuestra a la criatura. Antes, nunca se apartaba de su lado; ahora, de pronto, parte, raudo, brincando, con alegres ladridos. Ha visto al niño. «Formalidad, “Chinto”, formalidad. Que ya no te corresponden esas volteretas, propias de un perro pequeño y juguetón.» Pero también «Chinto» se rejuvenece con la vida que empieza. «Hay que vigilar al hijo, “Chinto”».
Y el «Chinto», con su finísimo olfato, percibe una materia igual, una sangre igual, un como fluir del cuerpo, ya traspuesta la madurez, del amo, hacia aquella carne rosada y fragante, que encubre tiernos huesecillos.
El «Chinto» también quiere a Marcela, mansamente. Él no puede explicar a Álvaro las caricias que, de rapaza, Marcela le hacía a escondidas, y cuantas veces apoyó la cabeza contra su morro, buscando el calor del compañero silencioso y fiel. ¡Ay, si él pudiese hablar!
Por eso se acerca a Marcela y posa su hocico sobre el halda de la mujer. La mano ruda y tibia le acaricia. Los ojos del can siguen la mirada de Marcela, perdida en aquel brote de hombre que se empina solo, que se le escapa. Marcela presiente que algún día Alvariño no la necesitará; Marcela sabe que no podrá vivir sin el titubeo incierto de las manitas buscando en su garganta, o de los ojos celestes, riendo cuando la miran. No se parece a ellos el hijo, tan decidido y vivaz; si ve un agujero, mete el pie, y sólo cuando se ha picado varias veces con los tojos aprende que aquel dorado matorral florecido daña.
—Seméjase al señor, el neno —observa Ermitas—. Mismamente la cara del su padre.
Y Marcela se enorgullece. Sienta al hijo sobre su cabeza como antes sostenía la sella. Alvariño ríe con alborozo, y gusta de que su madre le lleve así.
Coronada por aquella humanidad en flor, Marcela entra en la casa, y se hace la remolona ante el pasillo que lleva a la lareira; quiere que la vean, aunque ella no mire. Oye decir:
—¡Calcadiño al amo! —Honra a o seu pai…
Y una tufarada de soberbia la hace erguirse más y más.
Álvaro la abrazaría, la estrecharía hasta incrustarla en él, cuando la ve avanzar con el hiño lanzando cortos grititos de placer. Se bambolean los pechos al compás de su recio andar, y el gesto de los brazos levantados para sujetar fuertemente al hijo la endereza. Aquélla es su mujer, la madre de su hijo: él los abarcaría juntos en un mismo abrazo.
Marcela lleva su lozana carga, y todo en ella clama:
—Vedle, es mi hijo… El hijo del amo. Se parece a su padre.
—¡Más! ¡Más! —grita el niño, jinete de la roja cabeza enhiesta.
—¿Cómo vas descalza, Marcela?
—Asiéntome mejor.
—Se te ponen los pies asquerosos, mujer.
Marcela, airada, baja al niño. ¡Qué afán de complicar las cosas!
Álvaro piensa que hablar con ella es difícil, cada vez más difícil. Las palabras blandas se estrellan contra Marcela. Quizá fuera mejor tratarla con mano dura; pero él no sirve para esto. Ha oído preciarse a los labriegos de lo mainas que se tornan las mujeres en cuanto las castigan. Se admiró, muchas veces, del trato que daban a sus hembras; ellas sachaban y conducían los bueyes al arado, curvadas de sol a sol sobre la tierra, o requemadas por el lar, y cuando la noche llegaba, pobres fardos humanos, aún tenían voluntad para reír al hombre que volvía, la mayor parte de las veces, de gastarse los cuartos en la taberna.
Envejecían antes de tiempo, se agostaban pronto.
Recordaba a una vieja que viera en el camino despiojando a una niña.
Pablo le había dicho: «¿Ve aquella vieja, señor? Parece talmente abuela de la niña.» «¿No lo es?» «No, que es la madre.»
Álvaro la miró de hito en hito, buscando un indicio cualquiera de juventud en la cara arrugada, o en el reseco cuerpo encorvado.
—Le fue bien guapa, señor. Íbale de costurera a las casas cuando moza, y daba gusto verla. Pero casó con Roque, el de Lama, que tenía unas leiras, y púsola a trabajarlas, y le vinieron malas cosechas, y tuvo que emplearse a jornal. Y como donde no hay pan, hay penas, pues… lo de siempre: aborrecióse el Roque de su mujer, que con el sol siempre de cara, y el agua sobre el cuerpo, no pareciera la misma que cortejara.
Y como plañía porque supo que se enredara con la Manoela, casi la deslomó. Y la pobre túvole que aguantar, que pariera seis hijos de él. Dicen que el Roque pasaba meses sin ir junto de ella, pero cuando se presentaba y se le arrejuntaba, querencioso, la mujer se derretía. ¡Pobre!
La mendiga les miraba, suspicaz, adivinando que hablaban de ella.
—Quitábala todos los cuartos que metiera en la media, y una vez gastóselos todos en mercar unos pendientes para la Manoela.
Álvaro tendió una moneda. La chiquilla acercóse a cogerla y besó la limosna.
—Dios vos garde.
Pablo se volvió al amo:
—Empezó a encanecer y ya no la tomaban para faenas duras, y día llegó que si llamaba a la puerta de un pazo, decíanla que no había trabajo para ella. Echóse a pedir por los caminos. Hasta que un día va y se presenta el Roque, y llorara tanto al verla así, y pidióla perdón con tanto sentimiento, que ella le perdonó. Enteróse por otras que la Manoela lo plantara por un señor de la ciudad, que la tuvo «cuerpiño, onde te pondré». Y enfurecióse la mujer con la Manoela por despreciar al su hombre… Debió darle al Roque lo último que la quedaba, que así que pariera a la hija que el señorito ha socorrido, amaneció reseca y vieja. Que le son el diablo, las mujeres, y gustan de sentir las manos en los cueros.
Álvaro aparta el pensamiento. Ese trato está bien para las campesinas y de sus hombres, pero no de él a su mujer. Marcela es como es; cabe rechazarla o aceptarla, pero pretender que cambie su modo de ser, sería como querer torcer el cauce a la ría. Él la acepta, y la quiere. Casi diría que se enorgullece de quererla, contra viento y marea. Pero, si no ha de conseguirla por las buenas, se despreciaría y la despreciaría si respondiese a las malas.
Comprende cuánto Marcela significa para él a los pocos días, cuando le llaman de Cora con urgencia porque don Enrique se muere.
Marcela no ha querido acompañarle, alegando el pretexto del hijo.
—Hombre —protesta Lucía—, pudo traer al ahijado, con lo que yo le quiero.
Álvaro, inmediatamente, apoyó a su mujer:
—En una casa con un enfermo grave…
Cuatro días tarda en morir don Enrique. El viejo león, derrotado, sacude aun sus melenas antes de descansar. Con la voz enronquecida, entrecortada, todavía tiene fuerza para rebelarse:
—¡Trueno, no me deis más potingues!
—Pero si es sólo leche, Enrique.
—Mientes, ¡trueno!; ni que fuera tonto.
Y de un manotazo lo vuelca sobre la falda de doña Lucía. Con paciente bondad, doña Lucía lo seca, sin mirarle, porque sabe —le conoce tan bien— que ahora tendrá una mirada de niño pesaroso bajo sus hirsutas cejas.
—¿Otra vez caldo? —protesta aún la víspera de su muerte.
Quiere hacer bronca la voz y ya no puede.
—Es muy bueno; lo hice yo misma. Y no lleva medicina, Enrique.
—¡Calditos a mí! —barbota, malhumorado.
Cuando vio llegar a Álvaro se encaró con él:
—¿Qué? ¿Vienes a verme reventar? Pues te he de hacer volver más veces. Que tengo aún fuerzas para llevaros a todos por delante.
Álvaro, apiadado, besa con respeto la mano que se crispa, rebelde, sobre el embozo de las sabanas.
Toda una etapa de su vida está acabando allí, con aquel viejo de barbas encrespadas y agudos ojillos penetrantes. Se siente unido a él, rama de un mismo tronco.
—¿Y Alvariño? ¿Cómo va el nieto?
Don Enrique llama nieto a su hijo, y esto place a Álvaro.
—Hecho un hombre. Ya lo traeré otra vez para que le veas.
Don Enrique le mira fijo, fijo, y Álvaro se siente incómodo ante aquella mirada.
—Ahí tienes a ésos. Podrían aprender de ti, ¡trueno!
Señala con la mano a Jorge y a Miguel. Jorge, serio, se acerca a la madre. Miguel se muerde los labios. Tiene los ojos rojos de tanto llorar. Ante el lecho de su padre siente cuánto se le escapa con la vida aquella, y daría cualquier cosa por complacerle; todo el viejo rencor ha desaparecido.
Las dos mujeres, como siempre, serenas y tranquilas, entran y salen del cuarto, atendiendo a todo. Cada vez que la silueta de doña Lucía se perfila en la puerta, parece relajarse la tensión.
—¿Cuándo os vais a dormir? ¿O es que no pensáis hacerlo? —pregunta, receloso, el enfermo.
—Es temprano —responde Jorge—. Más tarde.
Tres o cuatro horas después:
—¿Pero cuándo os vais a dormir, o es que no pensáis hacerlo?
Se turnan.
Sólo doña Lucía está siempre allí, sentada al lado de la cama.
En la madrugada del día tercero se arrodilla. Don Enrique cierra los párpados. Los abre al rato, y mira de refilón a la mujer arrodillada que mueve los labios. Le tiemblan los suyos. Procura serenarse. Por fin:
—¿Qué haces ahí, Lucía?… ¿Qué murmuras?
—Rezo, Enrique.
—No estoy muriéndome aún; no quiero rezos. Ve a rezar a otro sitio.
Ha querido erguirse, presumiendo de fuerzas, pero cae hacia atrás, cedido el espinazo. Doña Lucía ha cogido en el aire la mano que se alzaba con falsa ira, la oprime, la conforta. Y todos contemplan la tragedia de aquella mano varonil, que se rinde, por fin, a la mano más fuerte, más serena, de quien fue compañera de una vida. Aquella mano que se resiste parece un halcón, herido de muerte, que se revolviera en los últimos aletazos antes de descansar.
De los ojos, ya vagos, cae un solo lagrimón, tan espeso como una gota de sangre. Los hijos y Álvaro salen del cuarto huyendo de la senda que sigue aquella lágrima por los surcos del rostro.
Jorge, lívido, se asoma a la ventana, frente al Sor. Joaquín dice:
—Vamos a avisar a don Antonio.
Álvaro le ve alejarse, acogiendo con su brazo el cuerpo de Lucía, sacudido de sollozos. Miguel también llora. Desgarradoramente, apoyando la cabeza en la camilla, se deja llevar de aquel dolor que le anonada, que le remuerde, que se le hace intolerable.
En el umbral del cuarto del enfermo se asoma doña Lucía. Álvaro queda mudo ante su aspecto; crecida, derecha, con un rictus en la boca de quien se niega al llanto. Álvaro la admira, porque sabe que ha ganado la batalla.
Después, el día transcurrió en un ambiente irreal, entre la llegada de don Antonio, la confesión de don Enrique y la imposición de los Sagrados Óleos, que presenciaron la familia y toda la servidumbre. Don Enrique comienza a debilitarse.
Todo el tiempo que dura la Santa Unción tiene la mano perdida en la de su esposa, que contesta en voz alta, voz serena, apenas trémula; casi la misma voz con que, ruborosa, en sus años jóvenes, dijera: «Sí. Lo acepto. Sí. Me otorgo.» Ahora, doña Lucía podría repetir las palabras aquellas mantenidas durante toda una vida sin flaquear.
Una ternura infinita, vergonzosa y arrepentida, flota en las últimas miradas de don Enrique a la sufrida mujer que fue su esposa. Hasta la madrugada dura la agonía de aquel corpachón que lucha por vivir.
Habla ya poco don Enrique, y con gran esfuerzo. Por un retorno a su íntima manera de ser, habla sólo en gallego.
—¡Miguel! —llama, una de las veces.
El hijo se postra ante su lecho. Don Enrique ve los ojos hinchados de llorar, y tiene todavía una mueca de impaciencia. Doña Lucía pone la mano del hijo en la del padre.
—La Saruca… podes casar con ela.
Miguel, tontamente, ciego de pena, se defiende:
—No. Ya no. No, padre…
Don Enrique sacude la cabeza.
—Ya lo hará, Enrique, no te apures. Hará lo que tú quieras.
—… Espere a que morra eu… Luego… Luego.
Miguel se desespera.
—Y os nenos… Leva os nenos a casa… Que traballen a nosa terra.
Va abombándose la frente, cérea, y las barbas blancas ya no se encrespan; fluviales, descansan sobre el embozo. Los pómulos se marcan, agudos, y se hunden los ojos. Los ojillos pequeños que ahora forman una cavidad grande, azulenca, buscan a Lucía que se acerca, sin lágrimas, e imitando a su madre, se hace fuerte. Un amago de sonrisa dilata la boca descolorida del enfermo:
—Bravo, rapaza. ¡Pena que no seas home!
Lucía le besa dulcemente, dulcemente.
Transcurren horas interminables, lentísimas. No saben cuándo comenzó el jadeo final. Como un coloso herido de muerte, se sacude, agarrándose al aliento que se le escapa. La mano de doña Lucía limpia de sudor la frente. Con los ojos ya idos, engarabitadas las manos, don Enrique susurra su palabra postrera, tan tenue, que sólo ella alcanza a comprenderla:
—¡Pombiña!
Así la llamaba en los primeros tiempos de su amor. Ahora, en los últimos, ha vuelto a hallar la palabra tierna, que se le adentra en e\ corazón, que duele y cauteriza.
Sabe que, pese a todo, ha sido un compañero bueno; sabe que él tenía razón cuando decía: «Te quiero más que a todas. Tú eres otra cosa, ¡trueno!» Ahora lo entiende. Sabe que, junto al cuerpo que se enfría, se enfría también toda su juventud, tantos recuerdos compartidos sólo con él; lo único que no se enfría es el amor, el recatado, sereno amor que la sostuvo siempre a su lado. Y aquella admiración pueril hacia él, porque era fuerte, y grande, y poderoso.
«Pombiña», decía también en los primeros años de matrimonio. Y cuando la abrazaba, entre maravillada y medrosa, ella temía oír crujir sus huesos en la férrea tenaza de sus brazos.
En la cama, el cuerpo de aquel hombretón, semeja un árbol abatido. Álvaro piensa en los altos eucaliptus que dominan el río; los eucaliptus que tío Enrique amó tanto, y que le sobreviven.
Queda con su tía hasta el entierro, aunque tiene una querencia que le desazona por volver a Marcela. Desea también ver a su hijo, y abrazarle apasionadamente. Sabe que está centrado en Marcela; ella y su hijo son ahora la familia, el hogar para él. En aquella casa donde tanto la añoró otras veces, la añora nuevamente ahora, y recrearse en su recuerdo es lo único que le distrae, que engaña al dolor hondo. Se da cuenta que ya no tiene el corazón allí; está procurando imaginarse qué harán en La Sagreira, y le parece como si traicionase al tío Enrique… Pero no; él sabe que, de todos, quizá fuera tío Enrique quien mejor lo entendiera.
—¡Adiós, meu amo! No le hubo outro mellor —gritaban las mujeres al paso del féretro, que conducía al cuerpo en busca de la tierra última.
El pueblo entero, y varias Parroquias vecinas acudieron al entierro. Llevaron la caja en hombros, hasta el cementerio de El Barquero, los mozos de la finca. Lloraban. También lloraban las mozas y las viejas al avanzar aquella caja enorme, negra como una barca envarada. Parecía a todos mentira no verle a caballo por el camino que tantas veces cabalgó, guiñando los ojos a las mozas, saludando, campechano, a los paisanos, y a veces, huyendo de alguna de aquellas que hoy, vieja ya, le veía marchar con pena y sin rencor.
Parecía mentira no ver levantarse bruscamente la tapa de la caja, y erguirse a don Enrique, gritando: «¿Adonde me lleváis, ¡trueno!, que yo hago lo que me da la gana?»…
Los curas, por delante, iban rezando sus preces; las mujeres gritaban su llorosa despedida, y hasta los niños seguían a trompicones aquel último paseo del señor.
Una perdiz, saltarina, asomándose en lo alto de una loma, quizá divisó la comitiva. Quedóse quieta. De haber podido, don Enrique hubiera gritado, volviéndose hacia ella: «¡Trueno! Esto es el colmo…».