AL ASOMBRADO ESTUPOR de los primeros días, a la renovada sorpresa de cada despertar oyendo el rebullir y el lloriqueo de la criatura, sucedió la costumbre: encajó el hijo dentro del diario vivir.
Mentira parecía que en un tiempo no ocupase lugar; ganaron las cosas todas un sentido antes oculto: el trabajo, la casa, los enseres, los campos y el bosque estremeciéronse, y desvelaron parte de su entraña. Álvaro nunca se había dado cuenta, como ahora, de la vida propia que tenían los muebles del pazo; las anchas y altas camas, rematadas por sierpes; los muebles macizos, encerados, de nobles líneas; la gran mesa del comedor que parecía trémula y expectante del nuevo comensal, que aseguraría, a su vez, la continuidad del dueño sentado ante ella, para yantar.
Los altos respaldos de las sillas semejaban erguirse, orgullosos: «Yo sostuve la espalda cansada de tu padre cuando volvía de la caza, y sobre mis brazos apoyó los suyos aquella dulce y pálida mujer que fue tu madre. De pequeño, tú brincaste sobre mi recio asiento, y yo me dejé volcar por ti, que a tu servicio estaba. Ahora, vendrá tu hijo…»
«Tu abuela, ésa sí que era una señora —le confiaba el amplio lecho—; acogiéndose a mi blandura parió hijos y más hijos, casi sin ayuda. Yo le brindaba los listones de mi cabecera para que se sujetase fuertemente en el esfuerzo. Dormía poco. Se levantaba a medianoche, con un candil, e inspeccionaba la casa al menor ruido. Don Enrique se parece a ella. Tu abuela también gustaba de beber. Reprendíale el señor, y entonces escondía la botella debajo de mi almohada. El marido era flaco, esmirriado, y cuando se acostaba junto a su mujer, desaparecía bajo su brazo. Él era muy pulido y aseado, y tu abuela se burlaba: “No te acerques, que hueles a jabón de olor.” Pero le quería, y se encelaba de él. Y él escribía en unos papeles blancos, dejando mucho espacio por los lados, y se sentaba a mi borde para releer lo escrito, a media voz. A mí me gustaba escucharle; decía cosas muy bonitas que yo no entendía, pero ¡sonaban tan bien! Si sentía venir a su mujer, aprisa ocultaba los papeles bajo la almohada. Yo reía en mi entraña, silenciosa, escondiendo los papeles que iban a juntarse con la botella. Alguna vez, cuando la señora, al verle adormilado, tanteaba con la mano, buscándola, tropezaba con los papeles de él. Por eso supe que llamábanse “versos” lo que escribía. “¡Miguel! —gritaba la señora, sacudiendo al dormido—. ¿No te da vergüenza?”… Restregándose los ojos, asustado, tu abuelo la miraba, y bajaba la vista, como un niño cogido en falta. “Versos… Eso es lo que haces en el despacho, mientras me dices que estás arreglando cuentas. ¡Cuentas voy a arreglarte a ti!”. Indignada, leía los versos, remedándole: “Blonda mociña, / camelia d’ouro…” Poníase roja, roja, que muchas veces creí que reventaba. Le agarraba por los pelos: “Blonda… Blonda. ¿Quién te es blonda, maldito?” “Pero, mujer, es figurado… Mujer, no es nadie.” “¿No es nadie? No es nadie, y le dices…” Desesperada, le zarandeaba: “¿No seré yo la blonda, verdad?”. Que nunca lo fui. Bruna, de moza, y ahora ya, antes de tiempo, cana, que me sacas canas tú, emporca-papeles.» El señor no se defendía, y me pienso, por algo que hablaban las criadas mientras me ponían sábanas blancas de hilo, que alguna razón llevaba la señora al enfadarse. La madre de este abuelo tuyo era roja, como tu mujer, y tenía los hijos rezando. Agarraba muchas estampas, y una imagen de madera tallada de Santa Ana que casi no podía con ella, y cuando venían los dolores, clamaba: «¡Santo Dios! ¡Santo fuerte! ¡Santo mortal!»… Yo sabía cuándo se acercaba la criatura por lo que subía de tono la plegaria.
»Yo recibí a tu hijo cuando nació. Fué lo único mullido que le acogió para que no se dañase, y sobre mí vivió su primera hora en el mundo. Algún día el hijo de tu hijo llorará desde mis colchones.
»Podría hablarte también, ya que hablo de nacer, de que fui la amiga postrera de todos los tuyos, y no te faltará mi descanso cuando llegue tu hora. Unos y otras, rígidos, quietos, sobre mí se enfriaron. Cuando ya los regazos humanos negábanles acogida, yo les cedía el mío, y velaba aquel postrer dormir. Durante muchos días, luego, no me usaban, y yo seguía con el recuerdo aquél, abatida por el peso que descansaba en mí, que según sucedían las horas iba haciéndose de plomo. Quien más pesó fue tu abuelo; tan flaco como parecía, pero tenía mucho hueso.»
De repente supo Álvaro el porqué de conservar las cosas, los muebles en que uno ha vivido. ¡Qué hermoso pensar: moriré y mi hijo ocupará mi sitio a la mesa, y el hijo de mi hijo! Quizá algún día, cuando haya llegado a la perfecta hombría, entienda, como yo hoy, el lenguaje oculto de las cosas inanimadas. Pero, ¿eran realmente inanimadas? Ahora, cuando se quedaba trabajando en el despacho o en el comedor, oía, a ratos —como un saludo, como un gemido, o como una voz que dijera: «Alerta»— el crujido de la madera, esos mil pequeños ruidos de las cómodas y los estantes. Álvaro se sentía misteriosamente acompañado.
A veces —y una que le sorprendió Marcela, aterrada, huyó, pensando que chocheaba— hablaba también Álvaro, dirigiéndose a las colmadas estanterías de libros: «Amigos…» Pasaba amorosamente la mano pollos lomos de doradas filigranas, o por las tapas de amarillento pergamino. Allí, a la mesa del despacho, habíase sentado su abuelo, el que hacía versos. Algún atardecer, quizá, secretamente visitado por la moza rubia, «camelia d’ouro». ¡Cuántas cosas callaban, inescrutables!… Y pensó en Marcela.
Marcela tenía algo de aquel remoto misterio en su rostro quieto, insondable. Quizá la había amado por ello, porque sin darse cuenta era prolongación de cuantas cosas le rodeaban, siendo su cuerpo como un joven pino, como las lomas que divisaba en lontananza sus pechos, como las uvas antes de madurar sus ojos. De las uvas se hacía el vino, y también embriagaban los ojos de Marcela. El vino que le daba a beber era amargo, al principio, y enfriaba la boca, pero obligaba, una vez gustado, a libar más y más, y al fin la boca ardía. Tenía la voz de Marcela un sonido cálido, grave; así sonaba el viento entre las hojas de los árboles. Cuando contestaba brusca, le recordaba el batir de las olas en días de tronada contra las rocas de la isla de San Vicente. De joven, le gustaba mucho pasar el día en la isla. Si el mar estaba en calma se bañaba, y si no, contemplaba, sentado sobre las viejas ruinas, cómo lamía y mordía, a dentelladas, con sus blancos labios de espuma; la isla se resistía, impávida. Supo que había amado a Marcela antes de que naciera.
Volvió a su trabajo. Y volvió con una gran serenidad, con aquella sensación de plenitud y equilibrio que naciera en él con la vida del hijo. Dejaría tras sí la obra aquella, por si él faltaba, que el hijo la leyera, aprendiendo de letra de su padre el amor a su Galicia secular.
Quería escribirla toda de su puño y letra, como si se vaciase las venas del alma.
Se acercaba a los sesenta años; no los temía, ni le amedrentaban. Entraría en ellos con la noble calma de quien los espera. Debíaselo a Marcela. Recordaba la íntima depresión que le abatiera la vez que se miró al espejo, escrutándose, hacía años ya. Entonces, sin mujer, sin hijo, se desplomó sobre él todo el peso de su esterilidad, de su vida inútil. Ahora, gracias a ella, sabía de aquel avizorar las emociones de otro ser, conocía el significado del verbo «perpetuarse», que, quizá, fuera el más bello que al humano incumbe vivificar.
Álvaro, desde la ventana de su despacho, contemplaba el grupo que componían Marcela y Alvariño junto al pozo. Ermitas les acompañaba siempre. Esforzábase en hacer de niñera, medio ciega, vieja, insegura sobre sus pies; pero tomara a ofensa que otra cuidase de la criatura. Ella fue ama del padre, y atendía ahora al hijo con tanto afán que enternecía verla. Tácitamente, sin concertarse entre ellos, Marcela y Álvaro fingieron confiarle el cuidado que ansiaba, pendiente la madre de no dejarla a solas cuando se trataba de subir escaleras o de dormir al crío, porque sabía cuando las fuerzas de Ermitas flaqueaban.
Una tarde, después de comer, hallóla adormecida, en pie, bamboleándose, con el niño en brazos. Marcela no gritó. Empavorecida fue acercándose despacio, por temor a despertarla y que con el sobresalto dejase caer a la criatura.
—Celiña, Marcelina… —gimió la vieja, avergonzada— que no dormía. Que érame solamente que pesábanme los ojos, y como el sol los daña…
—Dormías, Ermitas —reprendía, enojada, la joven madre—. No te fiaré más al crío.
Sentíase temerosa de cualquier mal que pudiera sobrevenir al hijo. Ella, que nada poseyó, sabía suyo, agarrado ferozmente a sus entrañas, aquel cachorrillo humano, fuerte y vivaz. Pisaba con más fuerza, tras contemplar el cuerpo desnudo de su hijo cuando le bañaba. ¡Qué rollizas las piernas! Cuadrada la espalda, y bien plantada la cabeza sobre el cuello infantil. Tenía los ojos vivos, del mismo color azul que los del padre. Morena la piel, por el sol del campo, los ojos semejaban más claros aún, como canicas de un cristal celeste. Marcela jugaba con su varoncito, y le mordisqueaba en la carne frutal. Alvariño chillaba a pulmón pleno, alborotando la vieja casa; todo en ella parecía sonreír al escucharle.
Las sirvientes, desde la larcira, bromeaban:
—Come berra o neno. Ten fortes os pulmós.
Y era una risa sana, cariñosa, y ya con matiz de respeto hacia el cachorro del amo. Extraña solidaridad: adoraron al niño desde el día primero; se asomaban a verle en el jardín.
—¡Miña xoya! —gritaban, querenciosas. El niño gorjeaba una risa hacia donde venía la voz, y con la risa aquella se ganaba los corazones.
Procuraban festejarle cuando no estaba Marcela; por la madre no pasaban. Era como si Marcela hubiese sido solamente un vehículo, poco deseado, para traerles aquel niño tierno y alegre.
—Y con tal que no nos le einmeigue —suspiró Dolores.
Ducha por la larga experiencia, Ermitas entraba a menudo en la lareira con el niño en brazos. Sentábase junto al lar. Allí venían todos a disputársele, haciéndole fiestas. Alvariño pasaba de una a otra, tirando con fuerza de las greñas que caían sobre los rostros rudos, o dándoles cachaditas en las mejillas.
—Ten forza o ladrón.
Y si metía la manita por los escotes de las chambras, grandes risotadas le coreaban:
—Pronto buscades a teta, churrusqueiro.
El niño, como los jilgueros cuando oyen música cantan más y mejor, con aquel regocijo se regocijaba. A veces, perneando, pugnaba por zafarse de algún brazo. Chillaba. Temiendo que Marcela le oyese, Ermitas le mecía. Tenía fuerza el barbián, y se veían y se deseaban para sofocar su llorar agudo. Una vez, Rosalía, no sabiendo cómo acallarle, en la punta de la cuchara de madera dióle a probar el tinto del Ribero. Cayó el líquido al gaznate infantil, que parecía que se atragantase. Dió Alvariño un respingo, y tendió el hociquito con gesto de mamar. Grandes carcajadas aplaudieron la hazaña.
—Trae acá, Rosalía —se impuso Ermitas, aunque se le caía la baba—. Que no me estás en ti.
—Estoyme… Estoyme. Que una poca de tinto levanta un home…
Mal les diera engañar a Marcela. Con su olfato de aldeana husmeó el entuerto.
—Este hijo mío huéleme al lar.
Acercó más las narices.
—¡Diantre! Juraría que cheira a tinto.
El crío rebullía, inquieto.
—Olerá —confesó, por fin, Ermitas, compungida— porque le entré un momento, que tenía un recado para la Rosalía.
—¡Mala centella os coma! —se enfureció Marcela—. No quiero que me lo toquen esas lobas, ni que lo vean. ¡Si ya decía yo!
—Jesús, Marceliña, que andas virándote el ánima, y no te son malas, no; te son brutas, fuera el alma, y el que no entiende es como el que no ve. Mejor será que te quieran al hijo que no que te lo espanten…
—Espantarían —rió, despreciativa—. Espantarían… —Después, enfurecida—: Sácate de ahí; no te me pongas delante…
Sentíase burlada sólo al pensar en su hijo entre los brazos que a ella la rechazaron, o besado por las bocas que propagaron calumnias contra su madre. Aquello era lo suyo, el hijo, su revancha, y no se la cedía a nadie.
Como notase que el niño lloraba sin cejar y rebullía sin encontrar acomodo, alarmóse Marcela. Buscando el motivo de su desasosiego, quiso aflojar sus ropas, topando, sorprendida, con un bulto seco. Desvistió a la criatura, y por un momento quedóse sin comprender, con aquella hoja yerta entre los dedos. Notó que encerraba algo. Se le erizaron los cabellos. Con pavorosa calma lo desenvolvió, pero sabía ya lo que guardaba. Apretó los puños.
—¡Ermitas! —bramó por fin—. ¡Ermitas!
No apareció la vieja a la primera, como acostumbraba, sino que se hizo llamar varias veces.
—¡Ermitas! —gritaba Marcela—. ¡Ermitas!
Acudió la vieja.
—¿Qué manda la señora? —preguntó con cierto retintín.
—Esto —contestó la madre, fulgurantes los ojos.
Ermitas se santiguó, y púsose a temblar como si la peste les acechara.
Marcela, blandiendo en la mano la hoja abierta con aquel huesecillo amarillento, se lo acercó a la cara.
—Cuitado —suspiró la vieja. Y la miró implorante.
—Son como las bestias, fuera el alma…
—El conjuro… Pusiéronle el conjuro a mi hijo contra mí, ¿no es eso? Di, Ermitas.
—No te sé, mal pocada.
Abrazóse Marcela al hijo medio desnudo, y le balanceaba al compás de su gemido.
—¡Ay!… ¡Ay!… ¡Ay!
Lloraba con alaridos. Daba miedo verla. Al reclamo de su salvaje llamada acudió el marido:
—¿Qué pasa, mujer? ¿Qué pasa?
Marcela señaló, en el borde de la mesa, la hoja de caléndula con el diente de lobo.
—¿Qué pasa? —preguntaba Álvaro.
—El conjuro —bisbiseó Ermitas.
Álvaro, de un manotazo, lo hizo rodar. Sonrió.
—No te pongas así, Marcela. Es una hoja, una hoja cualquiera solamente. Y el diente es de perro, seguro. ¿Quién trajo esto aquí?
—Pusiéronselo al neno en la lareira. Embaucáronme, señor, que no lo vi.
Marcela no separaba la vista de la hoja en el suelo.
—¿Quién lo puso?
—No le sé.
Se inclinó sobre su mujer. El pecho se levantaba, agitado; se mordía los labios.
—No te pongas así, no puede ser, Marcela. Son unas ignorantes y han querido hacer bien.
Marcela le miraba como si no diese crédito a sus oídos.
—Quieren al niño, y a su manera han querido prevenirle de mal.
—¿De qué mal? —gritó la mujer, poniéndose en pie, blanca de coraje—. ¿De qué mal han de le prevenir?… ¿De su madre? Sólo entonces midió Álvaro el alcance de la ofensa. Puso una mano sobre el hombro de ella.
—Mujer… Mujer… No habrá sido esa la intención.
Pero Marcela, rechazando bruscamente su apoyo, con sonrisa acerba, le miró de arriba abajo, de abajo arriba. Le dio la espalda.
Nunca confesará que Álvaro, con sola su presencia, la ha confortado. Quizá tampoco pensó en ello. Pero así es. Ya está de nuevo en pie, firme y batalladora. Si supiera lo que es remordimiento, sabría que le remuerde la fría, hostil mirada que ha dirigido a su marido, midiéndole. Porque si cupieran medidas del alma, él tendría la talla mayor, y ella lo sabe. Lo sabe con coraje. Pero lo sabe. Y si alguien se lo discutiera, Marcela lo proclamaría a gritos.
Así es Marcela. Así vive Marcela, tiranizada entre un sentimiento y otro, una verdad y otra, un querer y no querer. Álvaro es suyo, su hombre, cuerpo de su cuerpo. Esta realidad se le ha adentrado en las venas, y serpentea a lo largo de ellas, y las venas bullen. Ha sucedido desde que tiene, palpitante sobre su seno, al hijo de él.
Porque el hijo de Marcela, el hijo que Marcela sufrió, estoica, para no compartir ni con el aire su grito de posesión, el varón que acarreó nueve meses largos, succionándole vida de sus propias entrañas, tiene los ojos de Álvaro. Marcela sabe que Álvaro, de pequeño, tuvo aquellos ojos azules, radiantes, reflejando toda la gloria del cielo o del mar.
Recuerda, a retazos, cosas que en un tiempo Ermitas le contara: «Era él pequeño, con unos faldones muy largos… La señora jugaba con el hijo sobre la cama… “Que no se ha de morir, señora. Que ha de vivir y verá al hijo criado”… El pobriño jugaba siempre solo. Por eso se aborreció de jugar y tornóse tan seriecito que nunca niño pareciera. Sentábase sobre los feixes de hierba, con un libro de estampas en la mano, y en invierno, sobre la alfombra del comedor. Allí me estaba horas y horas. “Ermitas, ¿qué es esto?” Y mostrábame estampas con unos señores muy rarísimos, que nunca supe quiénes fueran. «¿Y yo que te sé?» «¿Sabrá papá?» «Sabrá»… El señor explicábalo todo, que no sé cómo hacía, y el señorito, pobriño, creóme que poco le entendía, que el señor platicaba como si el neno fuese home ya.
»Puédote decir que lo que estiraba sabíase por los libros que leía. Primero, de santos. Luego, de cuentos. Luego, de estudios; nunca parara de leer.
»Un día, muerto ya el señor, fuése a la ciudad y tardó días en volver. Cuando lo hizo, y yo sentí su caballo en el patio de atrás, corrí por verle. ¡Santa Comba sea bendita! ¡Parecíame otro! Tanto le cambiaban los cristales sobre la nariz. Él reía, viendo mí cara. Yo le dije: “Y ya tiene lo que sacó de tanto leer y leer. Mancóle Dios por gastarse los ojos en papeles, cuando tan galanos se los dio para mirar a las mozas.” Él riendo, pero con cara triste, puso el dedo sobre la boca y dijo: «Chist. Chist.» Y yo avergoncéme de atreverme con él, pero tanto tiempo anduvo colgado de mis sayas, que no me hacía a darle trato. «¿Por qué lloras, Ermitas?» «Llórole los ojos, señorito.»… Nunca me parecieron ya los mismos. ¡Si tú supieses cómo brillaban enantes! De neno, como floreciñas del campo, y de rapaz, como si estuvieras mirando para el mar un día de mucho sol. Luego ya era como… ¿cómo explicarte? Parecíame que puso un portiño de cristal que le separaba de mí; como se pone el cielo con el orvallo.
»Y ende que puso el portiño dile tratamiento… Piénsome que en esta vida todos los quereres fuertes te llevan algo. Dicen que las mozas el corazón… o el sentido, según la que toque; los libros le llevaron los ojos; dejáronle solamente la vista, porque de aquellos ojos galanos podía enamorarse una garrida moza y pedirle que mirara siempre para ella, y entonces, ¿cómo iba de leerlos?»
Marcela sabe, pues, que por esta galería del pazo, mirando hacia los campos, se asomaron unas pupilas transparentes y radiantes como las de su hijo. «Jugaba siempre solo…» Marcela apretaba desesperadamente contra sí el cuerpo menudo, y besaba con furor los sedosos párpados.
Creía ver a su marido, de niño, formalito, pasando páginas de cuentos, yendo a su padre —se le imaginaba con barba blanca, como don Enrique— y apuntando con un dedo infantil y curioso las páginas ilustradas.
Y luego, el día que volvió de la ciudad, ya mozo, perdido el brillo de su mirar. Ahora, cuando Álvaro se acercaba a ella, en la penumbra de la alcoba, ella, anhelante, aguardaba el momento en que se quitaba las gafas. Podía más que los libros, sí. Los había vencido. Para amarla a ella sobraban los cristales. Nadie ya, sino Marcela, le veía con los ojos desnudos. Álvaro no supo descifrar, en la media luz del alba, aquella mirada fija, fija y devoradora, de Marcela.
Marcela vuelve de los pensamientos en que ha estado perdida, tras medir a su marido con la vista. Contempla cómo Álvaro sale de la galería y siente agarrotado el corazón. La maciza silueta de Álvaro se encorva ya un poco hacia delante. La poderosa espalda rinde su tributo a la edad. ¿Qué extraña dignidad rodea a Álvaro, que cuanto más avanza su decadencia física, más crece a los ojos de Marcela?
Él siempre fue ancho de huesos, y de miembros sólidos. No era alto; si Marcela usase tacones, como las señoritas, le sacaría un palmo. Sin embargo, da siempre la sensación de erguido. Erguido siempre, incluso ahora que comienza a inclinarse hacia la tierra, que empieza a sentir la llamada de la madre tierra. Álvaro encorva sus espaldas cuando el hijo aprende a enderezar las suyas. «Todos los quereres fuertes te llevan algo.»
Marcela, locamente, piensa que ella daría su recia lomba y la de su hijo, por aquella tan noble, que busca y busca, el hoyo que la sumirá. «¿Daría?… Estoy tola. ¿A mí qué me importa?»… Huye de aquella zozobra que la aturde. «¿A mí que me importa? ¿Qué me importa?», se repite a sí misma.
La oropéndola canta. «¿A mí qué me importa?»…
Canta, canta, pájaro de oro; rima el péndulo de tu canto con el tictac de un corazón, de un corazón loco y rebelde que late tan a descompás que va a perder su sereno pálpito. Pero tú, devuélvele el ritmo perdido: tictac, tictac. Canta, oropéndola… Y cuando cantes, silba. Que tu leve y gracioso silbido, si llega a Marcela, le traerá el eco de una risa burlona y benévola. «¡Te importa!… ¡Te importa!», dirá el silbo del pájaro de oro. Al oírle, una mano infantil se tenderá hacia el hermano pájaro, y una garganta niña imitará el gorjeo, con una nota humana. Luego Alvariño llora.
—¿Por qué lloras, di?… Di… Este hijo mío que nada le consuela… No sé por qué me llora…
Llora, Marcela, porque quiere el pájaro.