AHORA, cuando Álvaro despierta por la noche, sobresaltado por el lloro infantil, se afianza en su primera sensación de plenitud. Fué lo primero que sintió al saberse padre. Plenitud. Meta alcanzada. Continuidad. ¿Cómo explicarlo?
Allí estaba aquel ser peloncillo, lechoso y arrugado, y era su hijo. No sabía por qué, en un principio, al casarse, no había admitido la posibilidad, tan justificada, de tener descendencia. Quizá porque le pareciese demasiado pedir, alcanzar, ya doblada la madurez, aquel fruto de su propia sangre.
Pasados los primeros meses, Marcela llevó bien su embarazo. Una o dos veces que él quiso reprenderla cariñosamente, temiendo por ella al verla moverse demasiado, desistió de su empeño ante su mirada terne y lejana. Sin embargo, no era así siempre. En ocasiones, desde el despacho, la atisbaba, sentada junto al pozo, con un cesto rebosante de finos y blancos lienzos, cosiendo, en compañía de Ermitas, prendas muy pequeñas, destinadas al hijo que aguardaba. Generalmente, hablaba Ermitas, observando Álvaro que aquel callar de su mujer era un callar sereno, como henchido de fecundidad. Los dedos hacendosos se detenían; Marcela daba un suspiro hondo y miraba, por encima delos mirtos y los campos, más allá de la ría, hacia el horizonte. Un ligero fruncimiento en la comisura de su boca plasmaba un aire de sonrisa en toda ella; ¡qué hermosa su mujer en la expectación!
Le dolía no compartirla con ella, porque también él estaba ansioso, menos tranquilo que Marcela, asediado por repentinos temores. Pensaba que aquello llegaba demasiado tarde, cuando había perdido la inconsciencia de años más mozos. Pero, ¿había tenido alguna vez tal inconsciencia?… No; él nunca fuera joven. Podría serlo ahora, y no lo era. Quizá, cuando el niño naciese… Con su infancia podría él reverdecer sus años. Quizá…
Siguió vigilante y enamorado, los largos meses de embarazo, sin sospechar Marcela la atención tierna con que la cuidaba. Atento, por la noche se inclinaba sobre el cercano lecho para escuchar la respiración de ella. Los últimos meses fue más angustiosa, y Marcela daba vueltas y vueltas en la cama, sin hallar postura.
—¿Te pasa algo, Marcela?
—Nada.
Álvaro participaba de aquella grávida vigilia. Se acongojaba por ella. Mandó venir a Joaquín para que reconociese su estado general, y aconsejara quién podría atenderla mejor. Llegó acompañado por Lucía, permaneciendo tres días en el pazo. Marcela se sorprendió a sí misma ante el tono de camaradería que espontáneamente adoptó con los primos de su maridó. Bromeaba, reía con ellos, y mantuvo largas y ensoñadoras conversaciones con Lucía.
A Lucía se le llenaron de lágrimas los ojos cuando la vio venir a su encuentro, redonda ya y protuberante la curva del vientre, abultado el seno, andando despacio y cuidadosa, con las piernas separadas. La agonía de su propia esterilidad acuchilló su corazón, y Marcela no supo que las lágrimas con que mojaban sus mejillas no eran de emoción cariñosa, sino de íntima desolación. Nadie, hasta ahora, le hizo palpar su propio vacío de un modo tan tangible. Dorila tenía hijos, pero sabía de ella y de ellos y de su fastuosa vida por las cartas llegadas desde Cuba, y las fotos enviadas a los abuelos. Desde aquellas cartulinas, una Dorila pequeña y dos varoncitos, sonreían, con sonrisa forzada, al objetivo del fotógrafo. A Lucía no le semejaban reales.
—Mira, hija, las fotos que manda tu hermana de los niños.
Y Lucía, curiosa, buscaba en sí misma una emoción familiar mientras contemplaba aquellos tres niños, montando en bicicleta por un camino lleno de sol, o sentados en una mecedora —apretados para formar un grupo— en el patio de la villa que Dorila tenía en El Vedado. A veces, los padres se retrataban con ellos. Él, en mangas de camisa, gordo y bonachón, con una chaqueta blanca que caía, lacia, como sudorosa, sobre sus costados. Si Dorila estaba en el grupo, él miraba, indefectiblemente, hacia ella, adivinándose el gesto pueril con que ahuecaba el estómago, procurando disimular su voluminoso vientre. Dorila había engordado.
A Lucía le costaba reconocer a su alta y cimbreña hermana en aquella señora guapetona, entrada en carnes, con un abanico en las manos, y un aire entre dominante y dormido en el rostro. «Se aplatanó», pensaba.
Aquellos cinco seres se le antojaba que no vivían fuera de sus noticias o sus fotos, y al contestar a sus cartas, muchas veces le daba la sensación de que las remitía al vacío.
Para Lucía, fue Marcela la primera mujer de su intimidad que le echó en cara, con su fecundidad, la esterilidad propia. En la bondad de su corazón no cupo envidia, y así su cariño hacia Marcela adquirió un nuevo tinte, de respeto y como inferioridad. Esto las igualó.
Marcela lo sintió así, sin explicárselo, resultándole fácil tratarla como a una hermana, confiarse con ella. Lucía, mientras la escuchaba ayudábale a preparar las ropas que faltaban, llevándose parte de ellas para coserlas en Cora. De tanto mirar ávidamente hacia el seno de la muchacha, se posesionó de él, sintiendo suya la vida allí encerrada.
—Celiña, quiero ser yo la madrina del niño, ¿quieres?
Marcela sonrió, dejándose querer. No podía ser otra; siempre lo había pensado así.
—Joaquín será el padrino, como si fuésemos sus segundos padres.
Pero cuando, extrañada ante la frialdad con que se tratan sus primos, o al observar el mutismo en que Marcela se sume cuando aparece Álvaro, intenta indagar las relaciones de aquel matrimonio, o reprender a Marcela, se estrella ante el hosco silencio de la joven. Así, pues, ¿cómo viven Álvaro y Marcela? Cualquiera que los viese pensaría que no están en la misma habitación, ni bajo el mismo techo, tan distantes parecen uno de otro. A la pura y recta imaginación de Lucía todo se complica. No se hablan casi, o si Álvaro pregunta, contesta su mujer por monosílabos, tajante, y sin embargo…
Sabe que admira a Marcela, que Marcela la impone. Aquel remoto misterio qué ella se imaginó en su rostro, cuando rapaza, sigue siendo misterio, ahora que es mujer, en el fondo de sus ojos fríos y quietos.
Lucía se siente excitada y atormentada cuando, de noche, en su habitación, en el amplio lecho matrimonial que comparte con su marido en este pazo de La Sagreira, quiere imaginarse la intimidad de Marcela y Álvaro:
—Joaquín, ¿tú crees que, cuando están solos, los primos se hablarán?
—Mujer, algo han de decirse.
—¿Tú crees que se quieren?
Joaquín mece en sus brazos el suave y estremecido cuerpo de su mujer.
—Álvaro está loco por ella.
—¿Sí? ¿En qué lo has notado?
Joaquín ríe y la besa. Pero Lucía le aparta, cariñosamente, porque quiere saber más:
—¿En qué lo notas, Joaquín?
—Está pendiente de ella todo el tiempo.
—Pero si casi no la mira…
—Sí que la mira. Cuando os levantáis de la mesa la sigue con los ojos, y se queda como dormido mirándola. A veces parece desesperado…
—Pero, ¿por qué, Joaquín?
—Debe saber que Marcela no le quiere.
—¡Eso no es verdad! —protesta Lucía, defendiendo a su amiga.
—Bueno, hija; pues yo no quisiera que me quisieses como ella a Álvaro.
—Le quiere, Joaquín; pero no le ha perdido el respeto.
—Se pone inaguantable.
Lucía se acalora:
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Tan cariñosa como es contigo!
—Es cierto. Pero en cuanto ve a su marido se hace la interesante. ¿Qué te pasa, Lucía?
Lucía se aparta de su marido, enfadada. No, Marcela no se hace la interesante. Ella no sabe por qué se porta así con Álvaro; pero sabe, sí, de manera cierta, que no es por darse aires. Le consta que Marcela es verdadera y sencilla. Lo podría jurar.
Marcela desprecia un poco el cuidado físico con que la rodean. Alza los hombros si adivina el gesto de su marido, previniendo una imaginaria caída. Aunque ha perdido su recio y cadencioso andar, se sabe segura sobre sus fuertes piernas. Le gusta moverse poco. Una gran desgana por todo le invade. Siente una confusa vergüenza de que su hijo sea hijo del amo también; si tropieza con alguna de las sirvientes por los corredores, se hacen a un lado para dejarla pasar, y ella desearía pararse o retroceder, escondiendo su abultado seno a aquellos ojos malignos.
Si alguno de los hombres de la finca viene al despacho del señor, el rubor abrasa sus mejillas; baja los ojos, porque a través de la socarrona y disimulada mirada que adivina, seméjale que conocieron los momentos de su intimidad con el amo.
Ninguno ha vuelto a hablar con ella desde que se casó. Algunos saludan al pasar, estrictamente, y siempre apartando de ella la vista, como si estuviera tarada. Marcela, a veces, tiene ganas de gritar. Cuando no están delante, en su lenta imaginación se monta contra ellos, y querría tener el valor suficiente para presentarse en la lareira, o marchar, decidida, a los maizales y plantándose frente a todos con su talle fecundo, decir a gritos, jactándose: «Estoy esperando un hijo, ¿oís? Un hijo del amo. Vuestro amo…» Y a través de aquel grito que nunca formula, se venga de tantos desplantes y humillaciones sufridos; suyo será, de su carne, el que un día les mande, y ante quien, un día, curven las espaldas.
Desde que se sabe encinta ha perdido su antigua solidaridad con las gentes de la cocina; instintivamente, y ella no se da cuenta, se halla ya junto al amo, ha ascendido un escalón social sin advertirlo.
Pide las cosas en vez de servírselas ella misma, y no se recata de fruncir el ceño si algo marcha mal, o el trabajo no le parece bien cumplido. Ley de vida, vigila, sin saberlo, un mayor rendimiento de cuanto al hijo pertenecerá. No lo razona, no habla de ello; pero Álvaro, que la observa, advierte que algo se funde en Marcela; un prejuicio desaparece, se aleja.
Ahora, cuando él llama, si tardan en acudir, Marcela contrae las cejas, y si cree que no la escuchan, reprende:
—¿No oísteis que el amo llamaba?
Álvaro no quiere decir nada que quiebre este cordón humano que les une.
Al aproximarse la fecha, Lucía acudió a La Sagreira para permanecer allí hasta que llegase el momento. Fué en el atardecer. Volvía Álvaro de la fraga, tras señalar los árboles para la tala, cuando en el pasillo obscuro se dio de manos a boca con las criadas, en grupo, cuchicheando.
—¿Qué hacéis aquí?
Presintió el motivo y no esperó respuesta. De su cuarto salía la Rula; Álvaro se alarmó. ¿Qué pintaba en todo aquello la vieja curandera?
—¿Qué haces aquí?
—Señor —terció Ermitas, asomándose al oírle—, que ya estamos con los dolores.
Álvaro se detuvo. Sudaba frío.
—¿Avisasteis al médico? ¿Quién está con ella?
—La señorita Lucía, la Rula y yo. Como avisar, no le avisamos, porque…
Lucía le detuvo en el umbral, firme y cariñosamente.
—No entres ahora, Álvaro; déjala tranquila.
—Pero, Lucía, quiero saber cómo está. ¿Y el médico? ¿No llegará a tiempo?
—Jesús, ¡qué hombres! —Lucía sonríe, cansada, por apaciguarle—. No vendrá el médico por ahora; no lo quiere Marcela. Dice que si viene se tranca en el cuarto…
—Pero no se la puede hacer caso.
—Dice que ella no necesitó de médico para nacer.
Álvaro, anonadado, se sienta en el diván a la entrada de la alcoba.
No sabe cuánto tiempo pasa. Estorba. Ermitas, tan respetuosa, menea la cabeza, reprobadora, como aconsejando que se largue de allí. La Rula sale y entra con aires de importancia, y le habla igual que si tuviese diez años:
—Non arredrarse, pobriño, non arredrarse. Que ya corona…
Lucía, de tarde en tarde, muy de tarde en tarde, pone su cariñosa mano sobre su hombro.
—Todo va bien.
—¿Y Marcela? ¿Cómo lo lleva?
—Muy bien. Ya ves, no se la siente.
Él escucha, a través de la puerta, la voz cascada de la Rula:
—Grita, muller, grita; que eso ayuda.
Pero Marcela no grita. Un gran pavor le invade: el silencio de Marcela. Marcela siempre, siempre silenciosa. El silencio que él amaba en ella, y que a veces le irrita, y que ahora le aterra. Se encuentra rezando; no sabe a quién, ni qué palabras dice, pero sabe que está rezando como si se le escapara la vida. El sudor rezuma de su frente. Condenada, ¿por qué no habrá querido médico? ¡Él estaría tan tranquilo!… Quiso tenerlo como las aldeanas. ¿Y ahora?…
Un momento de silencio absoluto, y de pronto, cuando menos lo espera, cuando, obsesionado por el peligro de Marcela ha olvidado que venía un hijo, un vagido primero, y luego, un lloro agudo, rompen aquella tensión insostenible. Esconde la cabeza en sus manos. Oye risas y palabras precipitadas. La voz de Lucía grita, desde dentro:
—Un niño, Álvaro. Varón…
Álvaro desearía marcharse a la fraga, andar y andar, entre los árboles corpulentos, oliendo a la tierra. No sabe por qué.
Se asoma Lucía. Trae algo envuelto en un mantón.
—Tu hijo, Álvaro.
Lucía tiene los ojos y la voz empapados en lágrimas. Casi diría que tiembla el niño en sus manos. Álvaro mira aquel ser congestionado y tan pequeño, que parpadea sobre sus ojos, aún cegatos. No le besa. Tiene ganas de caminar.
—Es hermosísimo, Álvaro; también la Rula lo dice, que no vio otro más hermoso.
A Álvaro le parece desmedrado y extraño, pero no dice nada.
Cuando entra en la alcoba, el deseo de aspirar aire puro le enloquece de ansia.
Marcela descansa en el lecho, tranquila, con aquel frunce en la comisura de la boca que le da un aire de sonrisa. Álvaro se inclina. La besa en la frente. ¿Por qué ha dicho: «Gracias»?… Es lo único que ha salido de sus labios.
Ahora está contento de que no haya venido médico alguno, y le complace la decisión de su mujer. Marcela no le mira, ni mira tampoco al niño que Lucía arropa en la cuna. Parece distante, y como regustando algo que le place; Álvaro se aleja, y refugia aquella dolorosa felicidad, aquella extraña sensación de juventud y vigor, en el bosque en sombras.
Llueve. Un orvallo menudo va calando su ropa. No le importa. Marcha con la cabeza descubierta, y deja que el agua empape su cuerpo. Se sienta al pie de un árbol corpulento, sobre una pequeña loma de hierba.
Las finas gotas de la llovizna se deslizan entre la enramada, caen con un leve ruidito sobre la tierra; es un latido manso, uniforme y vital. Tac, tac, tac… Como si el gran corazón de la Naturaleza palpitase.
Álvaro procura recordar todo lo que ha oído o leído sobre la paternidad: «Un hijo es… Un hijo es…»
Tac, tac, tac…
Se siente vacío, terriblemente vacío, y se extraña.