MARCELA SE OBSERVA detenidamente en el espejo. ¡Madre de Dios, qué cara! Tiene las mejillas tirantes, lacias, y en los ojos esa vaga expresión de debilidad de los convalecientes. Ella, tan activa antes, siente ganas de dormir a todas horas; arrastra el cuerpo como si le pesara; sólo se encuentra a gusto cuando, con las ventanas entornadas, reposa sobre la cama, en un estado de seminconsciencia que la amodorra.
Pero no gusta de acostarse durante el día en el cuarto que comparte con el amo; por eso ahora es usual verla subir las escaleras, camino del otro piso, y desaparecer tras la puerta del cuarto de Ermitas. Aquel cuarto, donde ella durmió de niña, la acoge; a Marcela, no sabría explicar por qué, le parece que hay allí, invisibles, unos amorosos brazos que la envuelven ya desde la entrada. En el ambiente quieto de la modesta alcoba sabe que está en su centro.
Se tiende sobre la cama, cierra los ojos. ¡Qué bien se encuentra! Sin pensar en nada, sin preocuparse por nada. Flotan, en el espacio obscurecido y fosforescente que voluntariamente crea, figuras y palabras no concretas; son voces extrañas, muy lejanas, como si se acercaran a ella y fueran distanciándose, perdiéndose. De cuando en cuando se le reseca la garganta en una náusea, y tiene que pasar de prisa la saliva, dos o tres veces. Huye de su cuerpo y de su espíritu en aquella quietud forzada, aquel cerrar los párpados, aquel dejarse traer y llevar por el ensueño febril que la adormece.
Desde la tarde de la vendimia, Marcela no es la misma. Un asco físico que sube de sus entrañas le impide tragar bocado. Álvaro no se da cuenta de la íntima razón de todo esto; piensa que Marcela está enfurruñada y quiere prolongar su enfado. Procura ser paciente, y, si en la obscuridad busca el tibio calor de Marcela, desiste de su empeño, porque adivina el gesto dócil, y el mohín asqueado. ¿Olvidará Marcela sus palabras, y el brusco ademán con que la zarandeó?
Ignora que las mujeres tienen memoria de arena cuando de desplantes de macho se trata; aún dolidas por la brutalidad, yérguelas el orgullo —nunca confesado— ante tan primitiva reacción de hombre, encelado por su hembra. De estas escenas queda sólo un bravo y apasionado regusto. En su bondad, Álvaro hace penitencia por un furor que ya no se le reprocha, y se castiga a sí mismo, privándose de su mujer, por tratar de conseguir un perdón que nunca llega, porque nunca lo precisó.
Ermitas, sigilosamente, entra en su cuarto, donde Marcela descansa.
—¡Celiña! —llama bajito, por si está dormida.
Marcela se tira de la cama. La cabeza se le va.
—¿Y quién te manda botarte de la cama como si fueras tola? Te se sube la sangre para la cabeza.
—Pensé que venías a llamarme.
—No vengo.
Ermitas observa a Marcela, la escruta, tan de cerca y persistentemente, que Marcela huye de su mirada.
—Vengo a te preguntar, Celiña, cómo me estás tan desmedrada. Tengo un aquel de verte todo el día tumbada…
—Ya pasará, Ermitas.
—Pasará… Pasará… ¿Piensas que pasará, Celiña?
Es tan grave, solemne y sincero el gesto, y el tono de voz de la vieja que, de pronto, Marcela se deshace en lágrimas. Se encoge, hecha un ovillo, entre los resecos, huesudos brazos, y llora desesperadamente.
—Llora, Marcela, que estoyme figurando lo que te pasa, y sólo de figurármelo entranme ganas de llorar también.
—Ermitas, ¿estás segura?…
—¿Yo? —ríe ahora la vieja—, si no me lo estás tú, mala cosa, Celiña. Dime…
Acerca la ganchuda nariz a la oreja de la muchacha, y allí silabea, casi mascullándolas, unas preguntas. Marcela contesta haciendo sí y no con la cabeza hundida contra el escuálido busto. Al comprenderlo, Ermitas comienza a acunar a la rapaza con rápido balanceo, y ríe, y dice palabras entrecortadas, mientras las lágrimas le corren por las mejillas. Marcela alza el rostro, y, aún hipando, observa estupefacta a Ermitas.
—No. No te me desarrimes… Un neno, Marceliña, un neno, que inda dame pena pensar que vayas tú a lo parir. Ellos, bribones…
—No grites, Ermitas.
—No grito, yalma. Dime, ¿estás contenta?
—Estoy —las lágrimas se le enfrían en la cara.
—Un neno, un hijo del amo; un amo… ¡Bendita sea la Santiña!
Ermitas sigue en su lloriqueo, y en su incesante acunar a Marcela, como si agitara un botafumeiro para aspirar, ansiosa, el incienso de la maternidad que trasciende, sube, empapa el cuarto de un hálito nuevo, un rebullir de vida, una fecundidad densa. Ella, la estéril, estrecha febrilmente el cuerpo grávido y, enardecida, palpa el vientre que oculta el fruto humano. Seméjale, tan estrecha a sí la tiene, que participa de aquella secreta vida engendrada en las entrañas de la que como a hija quiso, y toda su fallida maternidad se goza con dolor, que es la más alta forma de gozar, adivinando en el caliente misterio de la hembra una cabecita pelona, unas manos tiernas de sonrosadas palmas, que ella, Ermitas, tendrá entre sus sarmentosas manos, y cubrirá de besos con su boca.
—¿Dijísteselo al amo?
El aire encogido de Marcela contestó por ella.
—Debes se lo decir, Marcela.
—Espera…
Ermitas sonríe, tras sorberse las lágrimas. Le parece bien esta cortedad, que ella achaca a pudor. Se desprende de la joven.
—¿Bajas a comer, Marcela?
Pero a Marcela, al ponerse en pie, seméjale que el suelo oscila. Se recuesta de nuevo, abatida.
—Estáte ahí, hasta que te se pase…
—¿Qué le dirás al señorito, Ermitas?
—Diré que no vas a comer, que te duele la tripa, dispensando.
Coloca una palangana cerca del lecho y se aleja.
Desde la puerta mira de nuevo, en la penumbra de la habitación, hacia la cama. Destaca, blanco, el rostro de Marcela, sobre la blanca almohada.
A Ermitas le rebulle la noticia en el cuerpo. Se lanza a servir al señorito igual que quien se lanza en la torre de la iglesia a tocar las campanas. Cambia los platos con tanto brío, gesticula tan marcadamente que Álvaro fija en ella la vista, sorprendido. Ha preguntado por Marcela al no verla a la mesa. La voz de la vieja fue mitad risa y mitad palabras:
—No anda bien de la tripa, dispensando.
—¿No es nada de cuidado?
Hubiera deseado ir junto a ella. ¿Para qué? Conoce de antemano su pasiva expresión. Calla.
Pero ahora, la inusitada conducta de Ermitas, forzándole a mirarla, hace que encuentre el eco de las palabras con que le contestó:
—No le es grave, señor; pero le es de cuidado…
Detiene la mano que alargaba hacia el vaso de tinto. ¿Qué tiene Marcela?
La intencionada frase le persigue. ¿Qué urden las dos mujeres?
—¿Dónde está mi mujer, Ermitas?
Nunca le ha hablado el amo de esta manera, tan serio, y plantándole los ojos en la cara, de suerte que le es imposible huir de aquel sondeo. Ermitas esconde las manos en el delantal. Refunfuña, y pretende volverse a coger un plato.
—Ermitas —insiste Álvaro, evitando la maniobra de ella—, ¿dónde está mi mujer?
Por un momento, ante el desconcierto de la vieja, un lampo de temor le invade. ¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede a espaldas suyas? Marcela está tan extraña, de un tiempo acá… Es la primera vez que refiriéndose a ella con Ermitas, la llama «mi mujer». Y en la gravedad con que lo dice, y en la serena autoridad de estas dos palabras, reconoce Ermitas el derecho de él.
—Está en el mi cuarto, señor; como no se encuentra…
—¿Por qué en tu cuarto?
—Como le andaba mala, prefirió irse al mi cuarto, por no apurar al señor.
—Pero, ¿tan mala está?
Álvaro se levanta, rápido, empujando tras sí la silla. Se dirige hacia las escaleras. A Ermitas le cuesta seguirle, se embarulla, sin saber qué partido tomar:
—Señorito Álvaro, que ahora débele estar durmiendo, que cuando la dejé cerrábansele los ojos de puro sueño.
Álvaro no la atiende. Va ya por el pasillo.
—Señorito Álvaro —Ermitas se retuerce las manos—, que yo hícele promesa de no decirle nada.
Quieto, Álvaro se vuelve lentamente:
—¿No decir nada de qué, Ermitas?
La vieja no puede más. Sea lo que Dios quiera. También Marcela, ¡qué afán de complicar las cosas!
—De eso, señor…
Le mira, medrosa y sonriente, señalando la puerta con la mano. Álvaro no comprende lo que quiere decir. Ante su mirada, seria e interrogante, Ermitas, llevada de su lealtad a él, y de su viejo cariño:
—Ay, señorito Álvaro, que oyóme la Santiña: ¡Marcela está preñada!
Nunca pensó que el amo reaccionara de tal forma, ni sospechó que pudiera alterarse tanto.
Tampoco Álvaro pudo jamás imaginar un sentimiento semejante; como un mazazo, como un golpe en el pecho, y una carrera loca, vertiginosa, de la sangre en sus venas. Sabe que está mirando a Ermitas con cara de aparecido, se da cuenta de que no puede moverse de allí. «Marcela está preñada»… La voz de la vieja se ha hecho misteriosa e insinuante al decirlo.
Ermitas, ahora, respira tranquila, porque el color ha vuelto al rostro de Álvaro. Algo impetuoso que no sabe si es alegría o furor, tanto se semejan, estalla dentro de él. Abre la puerta. Ermitas no se atreve a seguirle. Se acerca, rápido, a la cama. Marcela le ha sentido entrar y se incorpora en el lecho, mirándole con ojos de alucinada. En aquella semiobscuridad, sentado al borde de la cama estrecha, agarra fuertemente los dos brazos de su mujer, que le mira como si no supiera separar de él sus ojos. Es una mirada lastimera y temerosa. Las manos varoniles ciñen con fuerza los tibios brazos.
—¿Es verdad eso, Marcela?… ¿Es verdad?
—¿Lo qué? —balbuce Marcela.
Álvaro señala con su barbilla el vientre femenino.
—¿Estás embarazada, Marcela?
Marcela hace que sí con la cabeza, y continúa mirándole.
—No lo quise decir, por si no era…
Un sonido ronco, inarticulado, que no sabe si es grito o sollozo, y se encuentra sujeta por él, abrazada por él.
—Mujer… Mujer… ¿Cómo no me lo has dicho?… ¿Por qué, Marcela?
Ella tampoco imaginaba que Álvaro lo tomaría así. Siente que se estremece y todos sus vagos temores desaparecen. ¿Por qué temblará tanto?
No es precisamente temblor, es como si le palpitara todo el cuerpo.
—Tienes que perdonarme, Marcela, lo que te dije el día aquel. Y no estar más enfadada conmigo.
Marcela siente ganas de llorar, y una extraña blandura que la envuelve. Desearía que el amo, en vez del amo, fuese sólo su marido, tal cual ahora es, y que siguiese pasando así su mano, lenta y ardorosamente por su pelo, y sentir siempre el peso de su cuerpo, tan cerca, que piensa que nada malo puede sucederle. Pero que no la bese, porque está mareada y se le antoja que le falta respiración.
Es un momento único; un momento que les une sin ellos darse cuenta; un momento que está a punto, por fin, de fundirles, hombre y mujer, sin separaciones de clase, rencores ni incomprensiones.
Álvaro, sin querer, cancela el minuto que no volverá. Ve el gesto de náusea en los labios de ella, y el infinito cansancio que revela su postura. Se pregunta por qué le mira tan fijamente, con sus clarísimos ojos dilatados en la obscuridad, y no adivina cuánto Marcela le necesita hoy, y su obscuro rendimiento a él. Despacio, se aparta de ella.
Se pasa la mano por el pelo. Se interroga: «¿Tiene asco de mí? ¡Qué horror, Dios mío!»…
Marcela, desde lo hondo de su estupor, adivina el cambio. Ahora está su marido de pie junto al lecho. Como un juez. Cansada, por fin cierra los párpados. Sabe que está mirándola. No le importa. Tiene ganas de llorar; unas terribles ganas de llorar.
¿Por qué se ha levantado? ¿Por qué no le acaricia más el pelo?… Ella se encuentra tan débil. Y luego, el niño… Dentro de su laxitud le gustaría hablar del niño que espera, u oír hablar de él.
Álvaro piensa que Marcela se hace la dormida. Susurra:
—Marcela, cuando puedas, baja a nuestro cuarto. Ya haré que pongan otra cama.
Ella está quieta, quieta sobre la almohada. Oye los pasos que se alejan.
Rompe a llorar desgarradoramente. A solas, estrujando la almohada, increpa:
—¡Malo!… ¡Malo!… ¡Malo!…