XXII

LA ESQUIVABAN. A su paso retrocedían, si posible era, y si no pegábanse a la pared, medrosas. Tampoco Marcela les miraba, porque intuyó el recelo en torno suyo. No era ya hostilidad, ni encono, que temor era, preguntándose Marcela, irritada, por qué la temerían.

—Y déjalas que piensen, que no vante a quitar de penas, las raposas. Pero si serán brutas —con perdón de la cara de Dios— que no puedo talmente ni nombrarte, Celiña. Si digo «la señora» o «el ama», vuélvense, y te hacen la cruz con los dedos. Conmigo ya, fuerónseles las ganas de parolar…

Un ambiente calmo, tenso y temeroso abatió a La Sagreira, como en los días de bochornoso calor que preceden tormenta.

—Y no me contades que no es meiga la Marcela —decretó Rosalía—. ¡Se casar con el amo, una rapaza que no sabe mismamente su nombre! Allevaba razón el Juan, que ya lo dijo que mucho males traería y trújoles.

—Tanto como males…

—Tanto… Si te semeja cosa de ley que el amo case con una de nosotras, y que haga de ama.

—¿Hubiérate gustado hacer de ama, Rosalía? —preguntó una de las mozas, con malicia.

—Así se te aparezca la Peregrina y te coma la lengua. Ni de ama, ni de amo. Pero que el señorito ya no estade para casorio.

—¿Probástelo? —rió la burlona.

Hubo que separarlas, enzarzadas por los pelos, rabiosas, pero a partir de entonces huían de Marcela, y si la divisaban, o cerraban los ojos, o veíase en ellos ese brillo medroso de las aldeanas cuando escuchan cuentos de brujas y consejas.

Marcela gustaba de hacer correrías por el jardín, llegándose hasta la fraga. En los maizales, deteníase a ver cómo segaban las panojas, y se le iban las manos en el deseo de ayudarles; era más que afán de trabajo: era un impulso físico irrazonado, de estrujar los trojes, los rubios trojes, aún sucios de tierra. Un silencio forzado se hacía al acercarse Marcela: hubo un tiempo en que la espantaban, a empellones, mas ahora espantaba ella, sin quererlo. Enredábanse, torpes, las manos, y el sudor perlaba la frente de las más jóvenes.

Acababa siempre por sentarse junto al pozo, con un cestillo de labor, para repasar las ropas de la colada. Porque algo tenían que hacer sus activos dedos, en algo tenía que ocuparse, procurando engañar aquel desasosiego que la consumía. A veces, Ermitas, cansada ya de arrastrar los pies por la casa, y de afanarse en brillar los encerados muebles, sentábase junto a ella, ayudándola en su faena. La nariz, con el paso de los años, encorvándose como el pico de un ave de presa, tocaba casi el labio superior. Mascullaba siempre algo, no se sabía qué, y velaba sus ojos una membranita blanquecina tornándolos opacos. Los sarmentosos dedos que fueron hacendosos y ágiles, eran ahora torpes y temblones:

—Trae acá, Ermitas, te tardo yo menos en hacerlo todo, que tú, en prepararlo.

—Tardas… ¡Ay! Que también yo tardaba, cuando tenía tus años. Pero ahora pésanme las piernas como no pesaban cuando te tenía más carne en ellas. Téngolas talmente como palos, y parécenme como troncos. Me tiemblan las manos como si tuviera el demonio en el cuerpo. Y esto no es lo peor; que lo peor es que no te veo, yalma. Téngole que arrimar mucho las cosas para verlas.

—¿Qué le hay ahora delante de aquel seto, veislo?

—Veo un bulto, un home, pero no te sé quién es porque lo vea. Te sé que es Manuel, el jardinero, porque no puede serle otro.

—Pues a mí vesme siempre de lejos.

—Te sé que eres tú, Celiña; no es lo mismo. Como te sé cuándo viene el amo; por el ruido que facen las botas, por algo, un aire que me da; diríase que lo huelo, como el «Chinto».

Marcela enrojeció, y bajó los ojos, olvidando que Ermitas ya no distinguía bien. Fastidiábale reconocer que también ella adivinaba a Álvaro; antes que Ermitas, antes que «Chinto». No necesitaba volver la cabeza: sabía que estaba allí, cerca, o, sin mirar, le seguía a caballo, recorriendo los campos.

Marcela anduvo todo el día ensimismada; al anochecer, en la estremecida oscuridad de la alcoba:

—No debes lavar en el pozo, Marcela —observó Álvaro.

—Pero Ermitas ya no le puede…

—Que lo hagan las otras, Dolores o Herminia.

—No quieren.

—¿Cómo, no quieren? —repuso Álvaro.

—No la mi ropa, señor.

¡Qué humilde la voz en la noche!

—Tu ropa, Marcela, y todo lo tuyo. Y si ellas no quieren, se toma otras…

Marcela sintió coraje. Si él no la hubiese defendido tanto, si él no se hubiese casado con ella, quizá la querrían más. Se cargó con su inquina.

Sirviéndole. Toda la vida sirviéndole: ¿de qué valían los nombres? ¿Criada? ¿Mujer? ¿Qué diferencia había?… Como si le hiciese favor, y Ermitas siempre con el cuento de que diera gracias a Dios, y a la Santiña, por su suerte. Que se las diera ella, diaño, que no veía en qué favorecióla el amo. Su criada fue y su criada era, ¿qué más daba? Llevaban razón las otras, en no querer servirla. ¿A santo de qué iban a trabajar para ella?

Nunca se había quejado de su trabajo, nunca le pidió ayuda, ni anduvo con remilgos por quehacer de más o menos.

Se arreglaba el señorito para que cuanto hacía pareciese un favor. Un favor no mandarla al asilo, y ¿de qué le estorbaba una criatura sin exigencias en un pazo tan grande? Si la vio apenas, y sobras en la cocina hubo hasta para los pobres del camino. Un favor defenderla… ¿No tendría ya su idea cuando la defendió? Que no Je hacen las cosas porque sí, los señores, y si dan, es porque tienen de más, y si atienden es porque les sobra. ¿Sabía él, acaso, si estaban enfermos o no, tristes o no, cansados o no? Siempre en su despacho con sus libros, y ellas abajo, en la cocina con sus penas: Marcela se sentía más cerca de los de la cocina que del amo. Cierto que no la querían, pero tampoco andaban con disimulos o arrumacos. Cada cual con su idea. En cambio, los señores…

Recordó la altiva y fría mirada de Dorila, que la hizo sentirse miserable y desharrapada, y la compasiva mirada de las gemelas. ¿Compasión, por qué? Nació de la Matuxa como ellas de su madre, sin buscarlo, y más fornida era que ellas, y para más servía. Quiso recordar la mirada de la señorita Tula y no pudo: centró su esfuerzo en rememorarla, pero el rostro, indeciso, desleíase en las sombras del cuarto, y los ojos, al acercar a ellos el recuerdo, se esfumaban. Cuando pensaba en Tula le parecía ver las rosas en el vaso, sobre el bargueño de su cuarto. Allí, tantos meses en cama, le acompañó el señorito. ¿La quiso?

Tuvo ganas de llorar, y apretó los labios. En ondas, llegaba a sus oídos el eco de unas palabras escuchadas en aquel tiempo: «Qué bueno fuiste en recogerla», dijo doña Lucía.

—Madre de Dios, danme ganas de reír…

Ya cobró su pago. Olía a viejo, y la tenía para su servicio. Al menor esfuerzo sudaba, y ella tenía ganas de escapar, librándose de aquel sudor, y correr a la mar, y que el agua impetuosa borrase aquel estigma humano.

En el amanecer, Álvaro, a veces, la contemplaba durmiendo, y era cuando más cercana la sentía. Extraño suceso. En cuanto abría los párpados, y se inclinaba sobre aquellos ojos, fríos como la escarcha, invadíale la agonía de quien se sabe solo cabe a otro. En cambio, ajena a su observación, sin tirantez, dormida, desvelábase un poco el hermetismo del rostro. Era más ella cuando dormía. Pero, ¿ocultaba algo su hosco semblante? ¿No sería idea suya que tras aquel, a veces, rencoroso mirar, disimulara una pena? Estaba equivocado: era vacía y necia, como buena aldea na, y sólo poseía aquella sana hermosura de cachorra. Despreciábase a sí mismo. Hay seres que viven sin inquietudes, ni ideas: Marcela era uno de ellos, y si contestaba arisca, es porque no tenía que contestar, y su desesperante silencio, no era prueba de alejamiento, sino de vaciedad. Lo único que poseía a la vista estaba: en sueños, estirábase la rapaza, frunciendo los carnosos labios… Un sordo aguijón estimulaba su deseo, y a veces mordía la pulpa de aquella boca ácida, como todo lo demasiado nuevo. Marcela, bruscamente despierta, ni siquiera le miraba, ni pronunciaba palabra alguna de protesta: «Mansa como una vaca», pensaba, desesperado, Álvaro. Y la amaba.

Intentó, varias veces, razonar con ella: pena perdida. Encerrábase en su mutismo, como quien cubre sus desnudeces con una capa; y él llegaba a dudar si teniéndola delante, existía. Necesitaba asirla para convencerse. El silencio de ella no era un silencio rumoroso, sino denso y desolador: Álvaro sentía el pavor al vacío que había detrás de aquel silencio. Se agarraba a su pasión para no caer en la nada.

Marcela no le hablaba casi nunca directamente, evitando el tuteo, al que le costaba acostumbrarse. Al principio, esta resistencia hizo sonreír a Álvaro, con piedad. Ahora le enojaba lo indecible. Había intentado discutir con Marcela:

—¿No llamas de tú a Ermitas? Y también se lo llamaste a Lucía, cuando estabas en Las Puentes… ¿Eh? Contesta, Marcela.

—Llamaba…

—A ver, prueba a llamarme.

Irritada, Marcela palidecía:

—No me sale.

—No seas terca, Marcela, como de pequeña, cuando me traías la bandeja con el café. Ponías esa misma cara…

—No le tengo otra.

Apretaba los labios.

—Tienes, que te he visto reír con Ermitas, cuando coses al lado del pozo. Ven acá, mujer, ¿no comprendes que es ridículo que me llames «el amo» o «el señor»?

La asía por los brazos:

—Contesta de una vez. ¿Por qué no me contestas?

—No le sé.

Procuraba serenarse:

—Escucha, me dejas besarte, y eso es más que llamarme de tú. Entonces, ¿por qué no quieres?

¿Qué había en la mirada de Marcela? ¿Escarnio?…

Álvaro, lentamente, como beodo, se levantaba y salía del cuarto. Ella, escuchando el arrastrar de sus pies, como si le pesara el cuerpo, rezongaba. Luego, acercábase a la ventana, poniendo las palmas contra las mejillas, porque las sentía ardientes. Al pasar ante la abierta puerta del despacho divisaba la maciza silueta de Álvaro, inclinado sobre los libros, con la pluma en la mano. Escribía más que nunca, permanecía más horas que nunca en su despacho. Sólo al atardecer, cuando el orvallo le calaba el alma, iba en busca de la oscuridad de su alcoba, y llamaba a Marcela. Sentía aquella llovizna trabajando en su espíritu, aflojándole. De tal melancolía sólo se libraba en aquel simulacro de muerte con la vida.

Llegó el otoño, y con él comenzaron a gravitar los dorados racimos en la parra.

—Buena cosecha este año, mi señor, podránle empezar ya pronto.

Y llegó el día de estrujar la uva, y probar el mosto. Trabajaban en silencio los hombres de la finca, tirando los racimos a los lagares, mirando de soslayo hacia Marcela, que metía las manos en los cestones, lanzándolos también.

Pero los mozos tomados a sueldo para la cosecha, descalzos sobre la uva, mientras la machacaban con el pisón, reían entre ellos, al compás del rítmico gesto de sus forzudas manos, y las membrudas piernas descalzas. Sofocados por el movimiento, caldeados por aquel espeso olor ácido, flaquearon los ánimos, y Álvaro adivinó, más que comprendió las miradas, lascivas, enervantes, que los mozos aquellos detenían sobre su mujer. Debatíase, en silencio, entre el deseo de alejarla de allí, y el temor de enfadarla, cuando vio que Marcela, frotando un pie contra otro, mandaba despedidas las zapatillas que calzaba, y desnudos los pies, alzó la mano para separar una greña que caía sobre su acalorado rostro. Nadie dijo una palabra, pero los pies mozos estrujaron con más rabia y más de prisa los racimos.

Álvaro, resuelto, se acercó á Marcela que se inclinaba sobre el cestón:

—Marcela…

Se le quedó mirando sorprendida, arrugando las cejas.

—Vámonos a casa, Marcela.

Alzándose de hombros, Marcela quiso continuar su trabajo.

—Marcela, ¿me has oído?…

La cogió por un brazo.

—¡Quiteday!… —bramó la moza, sentándole cara. Álvaro sintió que se le hinchaban las venas del cuello, y que veía rojo. Turbio y rojo el rostro de Marcela, rojos y turbios los mozallones de pie, estrujando, como si pusiesen remoquete irónico y lúgubre con el sonsonete de sus pies, a la palabra de Marcela.

Álvaro quiso matarla, y con férrea mano tiró de ella hacia fuera. Una de las sirvientas abrió la puerta angosta, y una redentora bocanada de viento fresco les azotó el rostro. Marcela se estremeció, como si volviera en sí.

—Esto no te lo perdono… Esto de hoy, Marcela…

Se descompuso ante su mirada el rostro encendido, amarilleando como la cera.

De un tirón se desprendió del brazo que la sujetaba, y apoyándose contra el muro del lagar, vuelta de espaldas, vomitó.

Asqueado y compadecido, desvió Álvaro la vista, y se pasó una mano por la frente. ¡Dios, unos minutos más y era capaz de cometer un disparate!

Oía las arcadas violentas a su lado.

—¿Te sientes mal?

Buscó a Ermitas, dejándola a su cuidado.

—No se apure, mi amo. Fuéle el olor del mosto, que siempre pasa, inda más con la calor que hoy le hace. La pobriña sintióse como borracha, y hay que no le tener cuenta, que no le estaba en, sí.

Tampoco él estaba en sí. ¡Llegar a sus años, siempre con dignidad, y perderla en un minuto, por una rapaza semejante! Pero en el fondo de su apaciguada cólera, balbuceaba aquella su ternura ante la indefensión y la rusticidad de su mujer. Se mareó como un rapaz que fuma su primer puro. Sonrió a solas. ¿Qué mal había en que la mirasen? ¿Dañaba a los manzanos que los hombres mirasen, arrobados, su blanca flor? ¿Podía, por eso, cortarse el manzano o castigarse al hombre? Debió proceder con más calma, más sereno, y la razón estaría de su parte; porque Marcela, si culpable fuese, lo era de aquella indómita terquedad de hacer faena como todas, de descalzarse, mostrando al agacharse la rolliza pierna y el contorno de las amplias ancas. Y como el amo casó con ella, a los ojos de todos más vedado aún el fruto, y mayor la curiosidad.

—¿Qué tendrade la rapaza, que así prendióle? Como guapa lo es, y como garrida. Non hay de pasar mal, el señorito…Esto lo había leído él en los ojos de todos.

Volvía a verla ante sí, jadeante, con los brazos sucios de mosto, oliendo toda ella a vino nuevo, desnudos los pies sobre las losas.

Marcela no cenó.

—Está con la barriga arregüelta, mi amo, dispensando. Mandela para la cama.

La cara de Ermitas espiaba el gesto del amo, entre recelosa y reprobadora.

Habíase disgustado con Marcela.

—Porque me eres aún como de nena, y no te puede ser. Y no me respetas al amo, que el señor Dios va a te castigar, Celiña. En desde que dijiste: «Quiteday»… quedéme mismamente como muerta, que cortóseme el respiro. ¡Contestar al señor talmente! Parecióme que no me eras la cativa que crióse conmigo. Hubiésente criado las puercas esas que no saben mismamente ni hablar, y hubiérate dicho que tú no llevabas parte; pero criéte yo, y la llevas.

Calló, preocupada por el macilento rostro de Marcela; la tapó bien, no se enfriara.

Una languidez enervante se apoderaba de la rapaza.

—Descansa, ahora, mi yalma, que mañana te encontrarás mejor.

Pero, ante el amo, Ermitas buscaba la ocasión de actuar de mediadora, de encajar alguna reflexión oportuna, porque a veces le daba miedo que el amo llegara a cansarse de Marcela.

No se le ocurría nada, y mascullaba cosas incomprensibles mientras cambiaba los platos, aturulladamente.

Despachó Álvaro pronto la cena, y ante el temor de Ermitas sacó con calma la pipa y púsose a fumar, sentado frente a la chimenea, como cuando soltero.

Renqueó ella por el cuarto, hurgó por los cajones del trinchero, pero a la postre tuvo que irse, anhelante e intrigada por ver el final de todo aquello. Subió despacio las escaleras, camino de su cuarto, tendiendo el oído por sí escuchaba las pisadas del amo hacia la alcoba. No pudo oírlas, porque, llorosa y cansada, se durmió en seguida, y fue tarde —alta ya la noche—, cuando Álvaro, sacudiendo aquel sopor que le abotargaba se dirigió a la habitación.

Una respiración igual, pausada, hacía más silente el cuarto. Se inclinó sobre ella. Notó un rictus acerbo en las comisuras de su boca, y la profundidad de las ojeras azuleando la cuna de sus ojos cerrados.

Había en su postura un no sé qué de abatimiento, o de debilidad.

Álvaro se acostó con un cuidado infinito, para no despertarla. No pudo dormir. Toda la noche, con el corazón encogido, sintió sobre su cuello el calorcillo suave, y a compás, de su aliento, como el cálido y húmedo vaho de los ternerillos cuando duermen junto a la madre.