XXI

MARCELA, ¿a dónde marchas tan temprano?

Marcela volvió los ojos, por la ventana abierta, hacia los cipreses que cabeceaban con el viento mañanero.

—Voyme al jardín un poco, si no le parece mal…

—No me parece mal —sonrió Álvaro, enternecido—. Pero sí me lo parece que me sigas tratando de usted; soy tu marido.

Indecisa, Marcela se volvió lentamente, y miró hacia la cama.

Era inútil; no podía acostumbrarse. Aquella semana transcurrida en Lugo se negó tercamente a salir de su habitación, porque hacerlo con el señorito Álvaro se le antojaba extraño. Ella no podía ir cabe al amo, como si fueran lo mismo: él había sido bueno y comprensivo, admitiendo la confusión de la muchacha, sin forzarla. Salía, un rato por las mañanas y otro por las tardes: deambulaba, con la cabeza hueca, o demasiado llena, que ambas cosas aturden, y el corazón pesado como el plomo. Momentos hubo en que el ambiente de la habitación le oprimía en forma tal que hubiérase puesto a gritar, de no salir.

Andaba, no sabía por dónde ni cómo; de pronto, una querencia extraña le zumbaba en las sienes, hormigueaba en él: con la misma prisa que salió tornaba ahora a la muchacha, y sabía, al meter la llave en la cerradura de aquel cuarto alquilado, que, el enjuiciarlo lo aprobara o no, la vida perdía sentido sin Marcela.

Era imposible el diálogo: Álvaro recordaba sus coloquios con Tula, riendo de una misma cosa, y, a media frase, completándola la mirada.

Tercamente se repetía a sí mismo que una y mil veces volvería a hacer lo mismo. Fumaba despacio, hundido en un sillón, contemplando cómo la oscuridad al precipitarse sobre el día iba desdibujando la taciturna silueta de Marcela. Sintió que algo fallaba desde un principio, y no sabiendo cómo abordarlo, prefirió no pensar, hundiéndose más y más en el abismo que les distanciaba. La ternura y la pasión habían llegado a ella como el agua del mar: rompiéronse al alcanzarla. Las rocas se horadan con más facilidad que su impávido mutismo. Álvaro recordó los días de su infancia, cuando gustaba, inclinado sobre la lancha, de mirar hacia el fondo del agua, tan cristalina que veías el fondo, a tu alcance, pero le dijeron que eran tantos los metros de profundidad que, si caía, perdería pie; también ahora perdía pie, y no lo ignoraba, más impedíale su dignidad pedir socorro a ella.

Marcela comprendió, oscuramente, que el señorito Álvaro sufría. Entablaba diferentes temas de conversación que pudieran interesar a la muchacha; Marcela, cohibida, contestaba con monosílabos. Entonces Álvaro, levantándose, comenzaba a pasear por la habitación. Descolgaba el sombrero. Decía:

—Salgo un momento, Marcela. ¿Quieres venir conmigo?

Marcela sacudía la cabeza.

Él, a veces, se acercaba, y ella creía asfixiarse: no se hurtaba. Marcela pensaba por qué la miraría así, con aquella triste expresión de duda. Instintivamente, supo adivinar los estados de ánimo de su marido leyendo en su mirada: encendíase, paulatinamente, como si algo avivara un fuego oculto, enrojeciendo los azules, desvaídos ojos. Marcela se escalofriaba. Luego, aquellos ojos vagaban por el cuarto, se perdían en la blancura del techo. ¿Qué veía en el techo, tanto tiempo abstraído?… Al volverlos a ella, Marcela recordaba cómo miraba don Enrique a la señorita Lucía.

Con una sensibilidad lenta, pero certera, seguía el deseo de su marido a través de la turbación que nublaba los ojos, hasta que se despejaban anhelantes, vividos: con brusco gesto se quitaba las gafas. A Marcela se le antojaba distinto el hombre de los ojos limpios, sin cristales —unos extraños, engrandecidos ojos, vacíos de expresión, acercándosele—, al amo, tranquilo y pausado tras sus gafas.

Cuando marchaba, ella permanecía muy quieta en la ventana, mirando hacia la calle. Veíale salir, como rejuvenecido, andando con paso más firme del que ella recordaba. Una vez levantó la cabeza: la muchacha se escondió tras el visillo, azarada.

Hallábala, a su vuelta, sentada en una silla, con tal expresión de melancolía resignada que Álvaro sentía el deseo de hincarse de rodillas, y repetir, afligido: «Mea culpa… Mea culpa». De haber sido otra la hubiera tomado con ternura en sus brazos, pero Marcela… Si se acercaba, endurecía el rostro con la misma expresión con que cumplía sus órdenes, antes, en La Sagreira. Aquel gesto le deprimía, mutilando su deseo en ciernes.

Solamente era la oscuridad podía abrazarla: era su cuerpo anchuroso, firme y suave. Pensando en ella, volvió a sus años niños, cuando miraba desde lejos las curvas de la ría, y le apretaba en el pecho el deseo de tumbarse en su ribazo. Junto a ella se maravillaba de que aquel cálido bienestar muriese en cuanto la luz los desvelaba, como si fuese otra mujer distinta aquella muchacha, desencajada y taciturna, de la varona opulenta, silenciosa y mansa. La amaba desesperadamente, y supo en momentos tales, que todo lo diera por vivirlos.

Por fin, un día, cogió con la suya una de aquellas manos femeninas, tibias y ásperas (gustaba de aquella rudeza en las manos de Marcela, que le recordaba árboles, no flores).

—¿Quieres que volvamos a La Sagreira?

Álvaro tuvo un anticipo de lo que sería Marcela enamorada: agrandáronse los ojos febrilmente, y temblaron los labios.

—¿Querías volver, Marcela?

—Quería…

Y ella tan quieta, tan indiferente en los días pasados, abrió el armario y con seguros gestos, comenzó a preparar el equipaje. Canturreaba entre dientes, ajena a la presencia de Álvaro. El canto gutural llenaba la estancia de un ambiente opresor y bravío.

Acercándose, Álvaro, con pausado caricioso gesto, le tocó una mejilla. Volvióse, fiera, la moza:

—¡Sóoo!

Retrocedió. No era la primera vez, ciertamente, que la ordinariez de su mujer le abatía. Pero, en lugar de retraerle, le calentaba su sangre:

—Porque no es más que una criada… una criada…

—barbotaba, oprimiéndola.

Cesó al ver la expresión de sus ojos, húmedos de lágrimas:

—¿Lloras, Marcela?

Le miró con rabia. Sintióse avergonzado. ¿Por qué cargarla con una culpa que no era suya? ¿Cómo explicarle que la quería infinitamente, con todas sus flaquezas, con sus ojos tan fríos, con sus cálidas manos?

Camino de su casa le invadió una ternura sin límites. Volvía con su mujer. «Mi mujerciña», pensaba, ruborizándose del diminutivo. Volvía con su mujer a enfrentarse con una situación difícil. ¿Admitirían las demás aquel trueque de sirviente a ama?

Nunca como en aquel momento fue tan puro su amor, porque previno cuantos males pudieran acaecerle, cuantos desdenes podrían herirla, mientras ella iba quieta, arrebujada en una esquina del coche, absorbiendo el maternal paisaje con ojos ávidos:

—Marcela, cualquier cosa que ocurra que te disguste, me lo dices y yo pondré remedio.

Marcela no escuchaba. En sus pupilas pudo él saber cuando dieron vista al portón de la casa, en la hondonada. Hubiera preferido volver a caballo con ella, como otras veces, galopando juntos hacia el hogar. Rehacer, una vez más, aquel camino, con el viento en la cara, y los laureles embriagándoles.

Tras su cabeza, adivinó los establos:

—Allí nació Marcela…

Y tuvo ganas de reírse.

En la escalerilla, como siempre, fiel vigía, oteaba la vieja Ermitas. Acercándose, despaciosa, arrugó los penetrantes, maliciosos ojillos:

—Bienvenidos, mis amos —dijo con voz chillona.

Álvaro supo, al oírla, que tras las ventanas estaba el resto de los sirvientes al acecho. ¡Vieja Ermitas! Triunfaba, y sentíase dispuesta a remachar su triunfo. Como un gallo de pelea, alta la cresta, miraba con orgullo a su Marcela.

La muchacha apenas la besó.

—¡Y ya está aquí mi ama, Santiña! ¡Y cómo desmedraste! Ahora pendraste guapa y gorda, con los aires de casa…

Ante la puerta de castaño oscuro de la alcoba del amo, Ermitas sonreía.

Marcela instintivamente cogió la maleta de manos de la vieja.

—Que no, mi señora —recalcaba Ermitas—. Que no está bien que cargues como enantes.

Mezclaba el tratamiento con el cariñoso tuteo. Álvaro, por no cohibirlas, las dejó solas. Entonces, Ermitas, abrazándose a la rapaza —que rapaza era—, la besaba, mojándole las mejillas con sus lágrimas:

—Celiña… Mi Celiña… Cuando estemos solas, llamarete Celiña siempre, ¿eh?

—Ay, Ermitas, que tenía ganas de decirte que no me llames todas esas cosas.

—Pero eres la señora, mi yalma, y tengo que ser la primera en nombrártelo, para que aprendan las otras.

Silencio. Miráronse a los ojos.

—¡Rapaciña! Y que no me tardaba el verte. Me dio un aquel ende que te vi en el coche, junto al amo. En desde que allegué, que mando todos los días que prendan una vela en la ermita de la Santiña, para que vuelvas pronto, y…

Rió cascadamente. Marcela se ocultó el regazo con las manos.

—No te acalores, nena. Las cosas te son como te son.

Y ahora vas a decirme si el amo no te es talmente un santo.

—…

—No te pongas a bullir por el cuarto, que luego no te toca hacerlo.

—¿Y qué hago, entonces?

—Nada. Tú me dices a mí lo que tú quieres, y yo lo hago, ¡hala!

—Pero yo no puedo te estar sin hacer nada.

—Puedes… Puedes… Que eso no mata. Marcela no vio a nadie de la casa, en la primera noche. Samáronse a cenar, uno frente a otro, en el gran comedor donde en un tiempo trajera ella la leña.

A Marcela le apuraba más la figura de Ermitas, atenta a su servicio, que la presencia de Álvaro.

¿Y qué tenía el señorito? Callado, inclinaba la cabeza sobre el plato, o miraba, sin ver, hacia la pared de enfrente.

Una vez, sólo una, sorprendió sus ojos, que estaban fijos en ella: tras el rebrillar de los cristales no supo descifrarlos.

Aquella comida en silencio hubiera resultado angustiosa a no mediar Ermitas: instaba a ambos para que repitiesen de los platos servidos, o informaba al amo de los menudos cotidianos sucesos ocurridos en La Sagreira y en Cora. A Marcela se le fue el pensamiento: Cora… la señorita Tula… ¿Estuvo enamorado el amo de la señorita Tula? ¿Hubiérase casado con ella sí viviera? Sacudió la cabeza, mirando a Ermitas, y chascó la lengua. Sorprendido, Álvaro alzó la mano en un gesto de reproche, más la dejó caer sin llegar a formularlo.

Durmieron con la ventana abierta. Boca arriba en la cama, con aquel denso olor a tierra mojada entrándosele en los huesos, Marcela se sentía en calma. Volvióse Álvaro a mirarla. Acostumbrados los ojos a la oscuridad, vio brillar el rojo pelo enmarañado sobre la almohada: toda su abochornada tristeza se esfumó.

Por la abierta ventana entraba la vida, el ruido de los insectos en la noche, de las hojas que batían contra las paredes, el gotear persistente de la lluvia. ¿Qué decía la lluvia? El agua que genera era simple y mansa como una aldeana. Álvaro supo que lo que importa siempre es lo verdadero, lo recóndito, los primeros trazos, los seres humanos sin careta, con la nobleza de lo humilde, con lo entrañable de la carne. Y entraña, humilde y humana, era Marcela.

Supo que estaba desposándose con cuanto amaba, y con fervor comulgó hembra, tierra y lluvia.

De aquel acto de fe obtuvo un corazón sereno.