A PARTIR de aquel día nada sirve de consuelo a Marcela. Ni la fuente, ni la dulce imagen de Nuestra Señora, ni siquiera la bondad de la Hermana Josefa. Dolorida, ésta observa que la muchacha sólo sueña con marcharse, con irse cuanto antes y no volver por allí más. Ofrece su renuncia a Dios. Él está por encima del afecto a las criaturas. Después de lo que en sus tiempos mozos le costó separarse de su buena madre, allá en la aldea, y de cuánto lloraba, besando las caras sorprendidas de los hermanos pequeños, la Hermana Josefa creyó que había renunciado a cuanto la vida podía ofrecerle. En su humildad pensaba que hacía poco por su divino Esposo, forzándose en cumplir siempre a la perfección su trabajo, y era su corazón tan humilde que ni siquiera percibía el tonillo de superioridad con que las Madres la ordenaban. Servir a las demás era su goce; servía, a través de ellas, su ansia de trabajar para ganar el cielo. A veces, su alma cándida se maravillaba: «Señor, ¿y cómo voy a gozar de la gloria, con la vida tan regalada que llevo?…» Allí estaba Marcela. Dios puso en su camino aquella humana ternura para forzarla a desasirse más. La Hermana Josefa aceptó tan dura prueba, postrada a los pies de la imagen del Crucificado. ¡Qué bella debía resultar a sus Ojos la faz vulgar, de arrebatadas mejillas! Podían reírse de la Hermana Josefa. Aquel que se oculta en pan la amaba, porque era como el pan buena, sencilla y sin levadura de malicia o pecado. El cariño maternal retenido en ella había que sofocarlo, que desprenderse de él también. La Hermana Josefa creció y creció ante los ojos del Señor, porque sólo Éste supo lo que su ingenuo corazón se desgarraba mientras se dedicaba a los más vulgares menesteres. Con la sabiduría de la bondad, la Hermana comprendió que debía seguir siendo tierna con Marcela, que la rapaza la necesitaba.
Y era más duro renunciar a ella con aquel trato diario, que renunciar de una vez y para siempre.
Trabajaba ahora sin levantar la vista de la labor; Marcela cosía a su lado, perezosamente. Algunas veces, la Hermana Josefa le contaba la vida del santo del día; tenía que hacerse fuerte para no enternecerse ante los ojos, fijos y absortos, de la muchacha.
En invierno, salvo algunos días excepcionales, dejaron de sentarse en el jardín. La Hermana Josefa decidió que Marcela diera su clase de labor en compañía de las colegialas mayores. Puso su sillita en el fondo de la clase, y se acongojaba observando cómo se volvía la indómita cabeza a la ventana, siguiendo el vuelo de algún pájaro. Durante la clase de labor estaba prohibido hablar. Al principio, las otras chicas miraron con recelo y curiosidad a Marcela, pero la indiferente expresión de su rostro les ofrecía poco comentario, y se habituaron a verla en aquella esquina con el bastidor sobre las rodillas, y la mayor parte del tiempo ociosa.
—Hija, tienes que trabajar durante la clase —la llamó, un día, la Hermana—, porque las otras chicas se fijan y les extraña. Y no voy a tener más remedio que reñirte —añadía, con acento de disculpa.
Al llegar la primavera encontró a la muchacha aguardándola a la salida de clase.
—¿Quieres algo, Marcela?
—Hermana, ¿no volveremos al jardín?
La Hermana Josefa miró, por encima de la rojiza cabellera, los dos brazos en cruz que se inmolaban.
—Volveremos, Marcela, ahora que hace buen tiempo.
En el jardín estaban cuando vinieron a llamarla. Alguien preguntaba por ella en el recibidor. Marcela pensó en no acudir o inventar un pretexto. Temía la separación, como la vez primera, pero pudo más el deseo de ver un momento a Lucía, y creer, escuchándola, que oía el ruido del viento cuando mecía las ramas de los árboles en La Sagreira. La Hermana Josefa la vio palidecer y adivinó su pena. Ella, también, la vez primera que de paso por allí acudió su vieja madre al Noviciado, tuvo el impulso de negarse, de no bajar a verla; le parecía que el reencuentro iba a ser una agonía lenta, cuando valía más morir de una vez definitivamente. Pero le tentaba el deseo de abrazarla, de que la viese bien, y, además, debía retorcerse el corazón y acallarlo. La Hermana Josefa llevóse la mano al largo Rosario que pendía de su cintura y estrechó la Cruz que lo remataba.
Vió titubear a Marcela, y por fin la vio alejarse sin decir palabra. Marcela sintió que sus pulsos se paralizaban al divisar a Ermitas, sentada junto a Lucía. Antes de darse cuenta estaba en sus brazos, y Ermitas la besaba repetidamente, con su faz arrugada bañada en llanto.
—¡Ay, mi Marceliña, cuánto me faltaste! Y que no me podía estar más sin verte, díjeselo al señor: o voy con los señores, o voyme sola, pero yo quiero ir a ver a la Marcela. ¡Ay, señorita Lucía, que usted callóme que la rapaza habíase desmedrado tanto, que si lo sé, vengo a por ella, aunque tuviera yo que la mantener!
Ermitas, dolorida, palpaba el brazo de la muchacha a través de la tela del uniforme.
—Que no me estás maciza como me estabas. ¡Toque! ¡Toque qué blanduras!
—Ahora se pasará todo, ¿verdad, Marcela? —preguntó Lucía.
—Pasará —remachó Ermitas. Y luego, sonriendo con su cascada boca, maliciosa—: ¿Y no tienes nada qué contar a tu Ermitas, Celiña?
La muchacha la contemplaba aturdida. Veía en las palabras risueñas y en la expresión de ambas como una secreta complicidad, y no adivinaba a qué obedecía.
—Te estás ahí, como pasmada, y cuidado que no le hubo rapaza con más suerte que tú.
¿Suerte?… Marcela volvió los ojos a los barrotes de la ventana.
—Álvaro vino con nosotros, ¿sabes, Marcela? He pensado mucho tiempo en tus últimas palabras, cuando vine, ¿te acuerdas?, y he comprendido que era tu manera de darme a entender que le aceptabas.
Ermitas reía, dándole palmaditas en las rodillas:
—Y quién lo iba de decir, de aquella cativa que se me quitaba los zapatos, y andábame descalza por toda la casa, que todo lo ponía perdido. Yo mismamente no lo creo por mucho que me lo repitan. ¡Y lo que van a rabiar algunas!
—¡Ermitas! —reprendió Lucía.
—Y que rabien, señorita Lucía, que bien la hicieron de rabiar a ella. Mi santiña: ¡casarte con el amo!…Inquieta, Lucía observaba el mutismo de la muchacha.
—Escucha, Marcela, ¿te casarás con Álvaro, verdad?
—¿Y cómo lo pregunta, señorita Lucía? ¿Y no ha de querer?… ¡Ahí es buena: casarse con el señorito!
—Deja que conteste ella.
—Contesta, Marceliña, contesta a la señorita.
—Como querer… —Marcela nerviosa, alzaba los hombros.
—¡Jesús, Celiña, qué forma de contestar! ¿Y no has obedecido siempre al señorito, y no fue siempre buenísimo contigo?
—Deja que hable ella, Ermitas.
—Si la dejara conmigo a solas vería cómo nos entendíamos, ¿eh, Marceliña? Es que está talmente como tonta de pensarlo, que es natural que sea así en la rapaza, y es lo decente. Pero querer, quiere, ¿verdad, Celiña?
Marcela bajó la cabeza.
Comió Ermitas con ella. La Hermana Josefa les servía, enterándose por las palabras de Ermitas de la boda proyectada. Nada le hizo presentir tal propósito, pero Marcela presentaba a sus preguntas el semblante impávido.
—Ya le pasará —decía Ermitas, excitadísima—, es como quien dice la emoción, Hermana.
Marcela no atendía: estaba obsesionada por las últimas palabras de Lucía. «Después de comer —había dicho— vendría con el señorito». Un sudor frío le empapaba las palmas de las manos, y Marcela las secaba con la servilleta.
—Celiña, atúsate un poco y cepíllate la ropa.
Marcela desearía que el tiempo retrocediese, y que el momento que se acerca no llegara nunca.
Ya desde la puerta el gesto grave y pensativo de Álvaro la impone. Quiere volverse, pero no puede, porque ya la ha visto. Queda en pie, apretando una mano sobre su pecho, sorprendida de que los demás no oigan el ruido que hace su corazón.
—Álvaro, aquí tienes a Marcela.
Lucía la besa, y los deja solos. Marcela quiere gritarle que no se aleje, no sabe qué hacer, ni adónde mirar. Sobre el uniforme negro la cabellera roja resplandece. Álvaro, enternecido, desearía acariciar sus revueltas guedejas, y tranquilizarla, pero se siente tímido ante la muchacha. Está más delgada, es cierto, y una patética juventud late en su azaramiento:
—Marcela, ¿quieres casarte conmigo?
Marcela ya no tiene miedo. Su voz es baja, lenta y confortante: no tiene el aspecto de un enamorado.
—Sí, señor.
Álvaro, por vez primera en su vida, tiene ganas de llorar. Un nudo se le enrosca en la garganta. ¿Cómo ha contestado la muchacha?… «Sí, señor».
—Marcela, nunca más dirás: «Sí, señor». Yo no soy ya el señor para ti.
Los ojos claros se alzan y preguntan, asombrados. Álvaro sabe que nunca tendrá un momento igual a éste, que se le escapa: aquellas extrañas, casi blanquecinas pupilas, mirándole de hito en hito, en el ansioso rostro turbado de una muchacha. Otra vez le miró así, en Las Puentes, cuando le preguntó si deseaba volver a La Sagreira: fue la misma expresión.
—Porque voy a ser tu marido, Marcela, y no tendrás ya amo a quien obedecer.
¡Qué cosas dice el señorito Álvaro! Marcela, de soslayo, le mira. Parece más joven, o con distinta cara de como le recuerda. Quizá sean las nuevas gafas con montura de oro: no sabe si son los ojos o los cristales los que brillan. No sonríe, pero tiene la misma expresión bondadosa de cuando era pequeña y la encontró en el granero con el Juan. Se ha peinado hacia atrás el cabello que blanquea: las sienes así despejadas ennoblecen la arrugada frente. Animosamente sonríe. Marcela, desconcertada, baja la cabeza.
Como oía desde el pozo sus conversaciones en la terraza, le llega la voz del amo, blanda y apacible. No sabría decir qué le ha dicho. Ni se hace cargo de cuando ha entrado la Madre, hasta que nota la mano huesuda sobre su brazo:
—¡Qué suerte, hija mía! Debe usted dar muchas gracias a Dios.
Ya no le habla como a Marcela, la artesana. Pretende encubrir su curiosidad, se dirige a Álvaro, mientras se mueve un poco a un lado y otro, perdidos los dedos entrelazados en las enormes mangas del hábito.
Las cuentas del rosario tintinean; las palabras también.
Marcela, esa noche, en su camarote, suelta el botón del cuello y se desviste. Durante un momento observa el uniforme a sus pies, boqueando. Ella, en su centro, parece no desceñirse de él.
Sueña. Una monja muy alta, cuyo rostro no distingue, con un hábito muy negro, que parece llenar toda la habitación (pero, ¿están en la habitación o en el jardín? Ella siente el ruido del agua en la fuente, y le parece que hay verde en su alrededor), la ha cogido por el extremo de la banda de su uniforme y tira, y tira, y aprieta. Marcela siente que se asfixia. Quiere gritar, pedir socorro. No puede hacerlo. Quiere incorporarse. (¿Cómo incorporarse, si está dormida?)… La monja da vueltas y vueltas, cada vez más de prisa. Va a partirla por la cintura: se ahoga. De repente no está en la habitación, pues el suelo es de rojas baldosas brillantes como las del portal. Corre, corre, corre desaladamente. El ruido de sus pisadas sobre las piedras se confunde con el ruido de los cascos del caballo que ahora monta. Va a caballo por las corredoiras que conducen al pazo. Lleva una capa negra que flota, porque hace viento. «Al mi señorito no hay viento que le tumbe. Al mi señorito»… La risa cascada de Ermitas la persigue. Le dan en la cara las ramas de los laureles, se enroscan a ella. No va a llegar nunca. El caballo corre, corre… «Voyme a matar. Voyme a matar…» Ve un laurel, más alto que los otros, más corpulento. Sabe que va a tirarse contra él, que va a estrellarse contra él, que va a embestirle… Grita…
Cuando se despierta, temblando, bañada en sudor frío, no sabe si el señorito Álvaro cabalgaba o no con ella.