XVIII

EL NEGRO UNIFORME fue, para Marcela, la camisa de fuerza. Le pareció que la coaccionaban, que la apresaban, que nunca más podría zafarse de aquella impersonalidad que la revistieron. Ella, tan desordenada, habituada a llevar en pleno invierno batas de percal, con los brazos al aire, a calzar zapatones que al menor descuido usaba como chancletas, a quitárselos cuando hacía buen tiempo, pisando recia, con los pies desnudos, por campos y maizales, tuvo que sujetar sus impulsos de independencia, y la primera señal de ello fue el negro uniforme que la vistió.

Habíale acompañado Gabriela a Lugo, pues como ya se conocían, Lucía pensaba que resultaría menos violento para la muchacha. Cuando Lucía quiso besarla, al despedirse, Marcela retiró el rostro, apretando los labios. «Bueno. Ahora me hace a mí responsable de todo, cuando sólo pienso en su bien.» Lucía, molesta, alzándose de hombros, entró en la casa.

Marchó, pues, triste, con un hato en la mano, sujeto por unas correas. Apresuradamente una de las sirvientas había cosido el reglamentario uniforme; Marcela, cuando sintió la áspera lanilla sobre su carne, tuvo ganas de escapar. Pero, ¿adónde iba?… El día que, terminada ya la prenda, rodearon su morena garganta con un cuello blanco que la apretaba, comprendió que estaba prisionera sin remedio.

—Mujer, te asujeta porque tú no le métedes pa drento.

—¡Qué cuello tan ancho me tienes! Acórrele un poco el botón.

Lucía sonreía, procurando animarla.

—Marcela, si te vieras… pareces otra. Ven a verte a un espejo.

—¿Puédomelo quitar? —contestó Marcela.

Así, con aquel uniforme que aborrecía, subió al autobús que la llevaría a Lugo. Así bajó de él, sintiéndose más desamparada, más sola, como perdida en la ciudad extraña, con Gabriela afanándose en torno suyo.

—Y ahora vamos derechitas al convento, mi yalma, que deben nos estar esperando.

—¿No puedes te aguardar un poco, Gabriela?

La sirvienta la miró, compadecida.

—¿Y qué hicístedes, rapaza, para que te metan al convento, tan mayor como eres?

Marcela, abrumada, bajó la cabeza.

—Algo malo fue, Celiña, que si no la señorita Lucía, tanto como te quiere, no te mandaría aquí. ¿Por cuánto tiempo viénedes?

—No sé, Gabriela.

—Pues a ser buena, yalma, porque te quiten pronto.

Caminaban por estrechas callejas, con casas a ambos lados. En los portales charlaba la gente. Marcela se sentía aturdida.

—¿Falta mucho, Gabriela?

—No, que en seguida allegamos. Estade allá, al volver la esquina.

Iba tan angustiada la rapaza, que ni miró las tiendas y edificios que la rodeaban. Sólo deseaba empujar con sus manos las casas de aquella calle para alejarlas cada vez más.

—Aquella casa te es, ¿vesla?… La que tiénede rejas en las ventanas bajas.

Marcela entró en el pequeño y limpio portal con baldosas rojas y brillantes cubriendo el suelo. Al fondo, una puerta con la imagen del Sagrado Corazón.

Gabriela tocó el timbre. Un ventanillo se abrió a media puerta.

—Ave María purísima.

¿Dónde estaban? Le pareció a Marcela que todo aquello era irreal, que no era ella quien estaba allí, y le dio mucho miedo de la voz cantarina y como incorpórea. Pero Gabriela parecía encontrarlo todo lo más normal del mundo. Con su gruesa voz charlaba confiadamente con la otra persona, explicando quiénes eran y a qué venían.

—Llegaríales carta de la mi señora…

—Sí, sí; es la que viene recomendada por doña Lucía. Pasen.

Se abrió la puerta. Marcela pudo ver, cubierto por negras tocas, un rostro amarillento, con ojos sagaces que la examinaban.

—¿Es esta la muchacha? Pasen, que aviso a la Madre.

Marcela no se atrevió a sentarse en las butacas de mimbre, ni a alzar los ojos hacia los cuadros que adornaban las paredes. Por la ventana abierta se divisaban los barrotes que la enrejaban. Marcela, hipnotizada, no separaba la vista de ellos. Oyó un rebullir de voces frágiles, y luego como un aleteo.

—Esta es la chica, Reverenda Madre.

A Marcela le parecía que la escrutaban como el veterinario cuando venía a reconocer los caballos del pazo, o las vacas preñadas.

—¿Cómo te llamas, hija?

Obstinadamente, Marcela volvía los ojos a los barrotes de las ventanas.

—Llámase Marcela, Madre —contestó, servicialmente, Gabriela.

—Ya tuve carta de doña Lucía, y se hará todo como ellas desean. Dígaselo. Que esté tranquila.

Marcela no tendió la cara cuando Gabriela se acercó a ella.

—¿Quiéresde algo para allá? ¿Para la Ermitas?

La pobre mujer sentía un nudo en la garganta ante aquel desesperado mutismo.

La Madre volvióse a Marcela.

—Ven conmigo.

Gabriela, compadecida, la vio alejarse, moviéndose como una autómata buscando con los ojos un escape.

Desde el primer día las monjas se encontraron mal a gusto con ella. Comprendiendo la zafiedad de la rapaza no quisieron exponerla a risas de las otras educandas, menores que Marcela, y por ello le daban las lecciones a solas, y siempre cosía acompañando a la monja de la costura, y hacía sus rezos mientras ellas cantaban vísperas. La Superiora pensó que sería imposible conseguir lo que le encargaron: educar y afinar a la muchacha. ¿Y cómo, si no se prestaba a ello?

—Marcela, no se sorbe el caldo, ni se rebaña luego con esos mendrugos de pan. Marcela, coge así el cuchillo…

Todos los días, al principio, hubo que repetir las mismas cosas. Marcela, por fin, aburrida de no obedecer, se fijó en cuanto la decían y poco a poco fue adquiriendo las costumbres que la enseñaban.

En la capilla se aburría de muerte, pero, por curioso contraste, le gustaba permanecer allí. No sabía qué hacer. Se sentaba cuando las monjas se sentaban, y se levantaba cuando ellas. Pero la imagen de la Virgen, desde el altar, era sonriente y joven, y tenía una misteriosa expresión de gozo. Marcela entrecerraba los ojos para ver tililar las velas. Las primeras veces acudía a regañadientes, con indiferente semblante, como lo hacía todo. Pero luego iba gustosa aquella hora a la capillita. Las voces de las monjas le recordaban las palomas cuando ruculaban haciendo el nido, en el palomar de La Sagreira. Marcela, semiadormecida, sentía una confusa gana de llorar.

Volvía a oír los relatos de la Historia Sagrada; le repasaron el Catecismo, y comenzaron, de nuevo, las clases de lectura. Corregían las palabras que pronunciaba; la reprendían porque no contestaba, y hada sí y no con la cabeza, como si fuese muda.

—Marcela, no des esos pasos tan largos, ni pises tan fuerte…

Marcela sabía que, por mucho que hiciese, nunca podría caminar con aquellos pasitos, menudos y saltarines, de las religiosas. A decir verdad tampoco lo intentaba.

Cuando no llovía, por la mañana un par de horas, y otras por la tarde, salía al jardín. Componíase el jardín de cuatro macizos de rosas, con una fuente en el medio, unos árboles bordeando el muro, y en una de las esquinas una gruta artificial en que habían colocado una imagen de Nuestra Señora.

Marcela, con los ojos fijos, midió mentalmente el grueso muro que lo circundaba, rematado por cascotes de vidrio. Un escalofrío la recorrió; le pareció que el sol no brillaba, que el jardín estaba obscuro, apagado, y que ni las flores tenían color, ni el aire era puro.

—¿Dónde nos sentamos, Marcela? —preguntó la Hermana Josefa, complaciente.

Marcela, cogiendo su sillita la puso ante la fuente, y comenzó a coser sin levantar los ojos de la labor, para que no viese las lágrimas que se agolpaban en ellos. Un ímpetu de rebelión la sacudía: «Voyme a escapar de aquí; voyme a escapar…» El ruido manso del agua en su fluir, fue acallando su pena. Inconscientemente alzó la vista: el agua caía y caía, siempre igual, ajena a su desgracia, y a todas las desgracias del mundo. Encerraba un recóndito consuelo aquel manar del agua, persistente, inalterable; la gota caída no volvía a la fuente, y otra, y otra la seguían… Marcela se sintió acompañada. Desde aquel día, cuando la Hermana Josefa aparecía con el cesto de la labor, Marcela cogía la silla apresuradamente y salía al jardín.

Con el rabillo del ojo, la Hermana Josefa observaba cómo se distraía la muchacha, embebida, contemplando la fuente. Nunca la reprendió. La entristecía verla tan taciturna, y se alegraba su alma cándida al comprobar que Marcela parecía hallarse a gusto en el jardín. El rumor del agua saludaba a Marcela: era una voz amiga, sabia y consoladora.

—En Santa Marta le hay una ría, ¿sabe, Hermana Josefa?, muy grande, tan grande que pensábame yo que era la mar. Ahora sé que no la es, porque vi la mar al bañarme en la playa. Desde La Sagreira muchas veces vi la ría, y las lanchas que le van de un lado al otro…

—¿Has vivido siempre en La Sagreira?

—Viví.

Una sombra obscurecía los clarísimos ojos. La Hermana Josefa cambiaba la conversación.

Marcela hablaba y la Hermana intuyó que más que dirigirse a ella, era como si pensase en alta voz. Sabía, por la Superiora, la historia de la rapaza: abandonada por la madre al nacer, sin padre conocido, perseguida por el encono de todos en el pazo. Un ansia maternal adormecida se despertaba en su pecho, sintiéndose triunfante cuando vio que Marcela sólo con ella se expansionaba, sólo a ella miraba con un gesto leve, que podía parecer una sonrisa. También ella se confiaba con la muchacha, hablándola tiernamente, y Marcela ya no supo si era la fuente o la Hermana Josefa las que aplacaron sus instintos de rebeldía. Por no disgustarla intentó aprender cuanto la enseñaban, pero no era su culpa si tardaba en ello, o lo olvidaba de una vez para otra, porque que era torpe bien lo sabía.

La Hermana Josefa, menuda, rechoncha, arrebatadas las mejillas, se sonrojaba aún más cuando la Madre, severa, la reprendía:

—Da usted demasiada libertad a esa muchacha. A mí no me inspira confianza. No es una chica abierta.

—Madre, ¿y cómo quiere que sea, pobriña?

En la primavera, Marcela no podía coser. Apoyada su cabeza entre los brazos, miraba para el agua fijamente, con los ojos arrasados en lágrimas. Un día se descaró con la Madre.

—Y no puédole aguantar esta tela, que da una calor que abrasa. No me la pongo más.

—¡Marcela! —exclamó, compungida, la Hermana Josefa.

—Tú harás lo que te manden —corrigió, severa, la Madre.

En el jardín, mirando la Hermana Josefa a todas las ventanas para que no las viesen, permitió a Marcela que se remangase. Cuando sintió el aire cálido sobre su piel, corrió a la fuente y hundió sus brazos en el agua. Reía; la Hermana Josefa se asustó de su risa.

—No debes reírte así, Marcela, no es decente.

Marcela la miró, estupefacta. En los días siguientes, mientras la Hermana inspeccionaba, inquieta, las ventanas, Marcela volvía a refrescarse en la fuente y luego se pasaba las manos mojadas por el rostro. Sonreía a la Hermana Josefa. Deslumbrada, veía ésta brillar la piel, color de membrillo, húmedos también los ojos, húmeda la boca, carnosa y suave.

—Hermana Josefa, ¿usted no se muere con esos hábitos?

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Cállate, niña!… Tendrás que confesarte de esas cosas.

Marcela, tras estas explosiones, gustaba de permanecer medio amodorrada en la capillita. La Virgen sonreía: una sonrisa inagotable, como el agua de la fuente.

El verano fue dura prueba. Angustiada, Marcela seguía a distancia la vida en La Sagreira. Recordaba los baños del pasado año; se veía bajando por las corredoiras del monte, camino de la playa, y a Ermitas, sofocada, siguiéndola. Y luego aquella fresca, fuerte impresión del agua sobre su carne que le hacía encogerse, y abrir la boca para respirar. ¿Cuándo volvería un tiempo como aquél? Tenía ganas de llorar, y no quería que la viesen. En su reserva se enfurecía contra el amo: «Porque me es por su culpa. Por su culpa»… No se paró a pensar en lo que la propusieron.

La idea de casarse era en su mente algo lejano e improbable. Pero, poco a poco, sin sentirlo, fue sobreponiéndose a la de Álvaro la imagen de La Sagreira; cuando pensaba «el amo», veía la noble casa de piedra, y los campos de trigo, y el hórreo. «Casarse con el amo»; empezaba a no parecerle un contrasentido.

Se veía caminando por los campos, bajo el techo de La Sagreira, asomándose a la ventana para contemplar la ría.

No apeteció el papel de ama, ni pensaba en que si volvía nada tornaría a ser como fue. De una manera primitiva e ingenua razonó que andaría por el jardín, con sus mirtos podados, y que, empinada sobre la sepultura, lavaría en el pozo, y probaría el mosto, en la época de la vendimia.

Supo que viviría en La Sagreira porque un tirón en su pecho la volvía allá. Y lo supo de manera indudable el día en que Lucía, en viaje de novios, vino a verla al colegio.

—Me he casado, Marcela, ¿qué me dices?

Marcela callaba; aún no le había perdonado su intervención en lo que ella consideraba un destierro.

—Algún día te convencerás, Celiña, que lo hice por tu bien. ¿A que estás contenta ahora? ¿A que son buenas las Madres?

Marcela la miró fijamente a los ojos.

—Claro, si te empeñas en ser desgraciada, serás desgraciada, hija. En cambio, si lo tomas con calma verás cómo pasa el tiempo sin sentir. Te falta sólo un año, Celiña.

—Sólo un año…

Lucía, dolida por el aspecto de la muchacha, encontrándola ojerosa y más delgada, puso una mano sobre las suyas.

—Marcela, ¿has decidido algo? ¿Has pensado algo?

La muchacha se hizo atrás.

—Haré lo que manden.

—No es eso, Marcela; no se trata de eso. Queremos saber lo que piensas. En todo este tiempo sola lo habrás pensado, ¿no? ¡Me gustaría tanto tenerte por prima!

Los dulces ojos negros sonreían. Marcela palideció.

Antes de marchar, Lucía habló con la Superiora:

—¿Están contentas con Marcela, Madre?

—¿Qué quiere que le diga? No es mala, no, Sólo es distinta de las demás; habla poco y no ríe nunca. Parece una sombra.

Lucía, conmovida, recordó a Marcela en Las Puentes: aquellos largos, oprimentes suspiros que la forzaban a enviarla a la huerta, para que corriera y saltara. Sabe cuánto debe sufrir su ardiente vitalidad apresada en severa disciplina, confinada por el muro que rodea el jardín. Marcela no es mala, no; puede afirmarlo. Es callada y adusta; a veces parece saber mucho, y a veces parece zafia y torpe. Nada puede hacer por aliviar su encierro, pero la entristece observar su cara macilenta.

En el portal abraza a Marcela, rígida en el abrazo. Acerca su rostro, blanco y suave, al obscuro e inexpresivo rostro de la rapaza.

—Marcela, no puedo dejarte así, no quiero… Dime, ¿te casarás con Álvaro?… Di, Marcela.

—¿Y qué otra cosa puédole hacer? ¿No es el amo?

Por la puerta abierta entra la luz y el ruido de la mañana a raudales. Lucía se vuelve y saluda con la mano, y con el gesto enternecido del semblante. Al salir del portal queda un momento cavilosa y preocupada: «¡Qué manera tan rara ha tenido Marcela de expresarse!»

Ignora que la muchacha tuvo que hacerse fuerte para no correr tras ella, empujar la puerta y huir de allí, pidiéndole a gritos que se la lleve. No sabe que al entrever la calle, al oír el rumor de voces de los que pasan, y contemplar cómo Lucía se marchaba, feliz y tranquila, libre en sus pasos, las sienes le han latido con tal fuerza, que ha creído que iba a caer allí, redonda, sobre las rojas baldosas brillantes.

—Marcela, tienes que retirarte. Marcela, ¿es que no me oyes?

La voz le llega de muy lejos. Como inconsciente se aparta de la puerta. Con una mano se apoya en la pared. Ya está. Han pasado el cerrojo. El ruido le ha parecido a Marcela enorme, chirriante, atronador. ¿Cómo no lo oye Lucía? ¿Cómo no ve Lucía el daño que le ha hecho?

—Marcela, ¿te encuentras mal?

Pegada a la pared, con el rostro terroso, Marcela avanza. En su camareta se deja caer sobre el lecho. «Lucía puede salir y entrar. Lucía habla fácilmente de todo porque inda no sabe lo que es esto. ¡Cómo le brillaban los ojos! Botaba por marcharse. Esperábala su marido, el señorito Joaquín. Su marido… Lucía se ha casado. Se ha casado.» Volvía la cabeza en la almohada. «¿Te casarás con Álvaro?» La blanda voz parece repetirle la pregunta al oído. Le martillean las palabras en su cabeza. «¿Te casarás con Álvaro?…» «¿Qué otra cosa puedo hacer?» Cierra los ojos. Ve la Capelada, fiera y abrupta, y desea correr a ella, y herirse los labios, besando sus calvas rocas. Por un momento descansa su recuerdo en la ría bruñida; sueña con la delicia de hundir sus manos en ella. La playa… los helechos… ella se escondía entre los helechos para vestirse. Oye el grito de las garzas en los arenales. Abre los ojos y se sienta en la cama. Es una opresión demasiado fuerte. Va a enloquecer. No puede recordarlo.

Se acerca al pequeño espejo, con el azogue saltado, suspendido encima del lavabo. Escruta su rostro. Los ojos parecen dilatarse, con la pupila enorme, y los labios tiemblan: «¿Por qué tiemblo? Un año más. Sólo un año más, ha dicho Lucía.» ¿Y luego, Marcela? Pero Marcela ya no puede preguntarse «¿Y luego?…» Sabe que va a volver allá; sabe que tiene que volver allá.

¡Hace una calor con este condenado uniforme! Por eso debe sudar tanto. Se lo remanga, suelta el botón del cuello.

—Marcela, ¿qué te pasa?

Es la voz, azarada y maternal, de la Hermana Josefa. Marcela se vuelve. Como quien va a caer se agarra a los hábitos de la Hermana Josefa. Llora.