XVII

DON ENRIQUE escuchó los comentarios. Los bisbiseaban los mozos, despechados:

—Si decíalo el Juan, y acertara, que nos tenía en poco.

—Tras el amo, ladina…

Daniel apretaba los labios y no decía nada.

Don Enrique miró a Jorge:

—¿Sabías esto ya?

—Sí.

—… y la muy puerca se ponía medio en cueros a lavarse en el pozo, de frente a la ventana del amo.

Ermitas juntó las manos. ¡Santo Dios!

—¿Quién lo contara?

—¡El Juan!

¡Mal bicho! Ermitas quedó sin habla. Veía a Marcela dando vueltas y vueltas como un torbellino, y las sayas arremolinadas al compás. Hubiera querido levantarse y separar a la pareja.

—Gustanlle vellos a la nena —rió Dolores, mordaz.

Don Enrique hizo que no se enteraba de nada y continuó bebiendo. ¡Cuándo terminaría el baile aquel! De lejos, intentó hacer un gesto al gaitero para que acabase. Había que evitar una algarada; los mozos estaban bebidos, y él sabía bien en qué podía acabar una fiesta si cae mal el vino.

El gaitero paró. Don Enrique se acercó a la pareja.

—Muy bien —dijo en alta voz—. Así se baila.

Y volviéndose, dio una palmada, animando.

—A bailar todo el mundo.

Y después, volviéndose hacia Ermitas:

—Baja a ver si la señora te necesita. Que vaya Marcela contigo.

Los ojos de la vieja se lo agradecieron.

Ermitas nada podía hablar según bajaban. Tenía miedo de que las siguieran, que comenzaba ya a anochecer. Agarraba fuertemente a Marcela por el brazo.

—Eh, tú, que me mancas —se quejó la moza.

—Marcela, ¿cuándo te lavabas en el pozo, asomábase el señor?

—¿En qué pozo?

Marcela no comprendía bien.

—En el pozo, mujer, cuando te lavabas. ¿Asomábase el señor?

Marcela se detuvo y la miró, estupefacta. Ermitas vio la cara de sorpresa esforzándose en comprender. Sintió una súbita alegría.

—No importa, Marceliña. Preguntábalo por preguntar.

—Mujer, ¿cómo iba de lavarme delante del señor? —protestaba ahora Marcela.

—Pues, clariño, Marcela. El vino vírame la cabeza —sentíase avergonzada.

—Y bien que te vira —fiera, ofendida, la moza se le plantó—. ¿De dónde saliera eso, di?

—¿Lo qué?

—No me tientes el humor, Ermitas.

—Ocurrióseme así que te viera bailar.

Marcela se puso roja y, de pronto, se quedó absorta. Había bailado con el amo. Ella, Marcela, había bailado con el amo. Y ahora le venía Ermitas con la pregunta aquella. Las cosas, de nuevo, comenzaron a darle vueltas, pero por dentro.

—El vino es mal compañero.

—Cataste tú, que yo no lo hiciera.

Ermitas pensó que ella era la que semejaba bebida. Ella, que diera vueltas y vueltas al compás de la gaita.

Y que ahora iba, sujeta por su brazo, tan pálida…

En la casa había un gran silencio. Quizá no fuera así, y lo pareciese tan sólo en contraste con la algarabía de la fraga. Los invitados habían ido marchándose; Dorila y Ángel no estaban ya, y en la galería doña Lucía, con la hija pequeña y Joaquín, permanecían silenciosos, sin encender las luces.

—¿Cómo fue aquello, Ermitas?

—Bien, señora; hasta yo bailara.

Doña Lucía se retiró temprano; estaba agotada.

—No esperéis a los demás para acostaros —aconsejó.

Marcela ayudó a Lucía a ordenar un poco la sala. Lucía parecía ansiosa y triste.

Cuando Marcela subió al cuarto que le habían asignado, Ermitas dormía ya. Marcela sonrió. ¡Pobre vieja! Hacía tiempo que no se moviera tanto. Ella, en cambio, no podría dormir. Creía oír de nuevo el ruxe-ruxe de la fiesta, y ella girando y girando. Quería acordarse de cómo salió al cuadrado y no se acordaba, ni tampoco de cuándo la cogieron los brazos del señor. Al principio le pareció que tiraba de ella, pero luego todo era dar vueltas y vueltas. Debió hacerlo porque cayó en cuenta de que ella no sabía bailar.

A la madrugada llegaron hasta ella voces y cantos acercándose a la casa. Luego escuchó el vozarrón de don Enrique, recomendando silencio. Después, pasos sigilosos por la escalera, y en las cocinas. Chirriaron unas puertas. Marcela oyó las voces de Jorge y de Álvaro en el corredor.

—Hasta mañana —dijo la voz del amo.

Entonces se durmió Marcela.

Álvaro lo pensó: «Marcela estará durmiendo.»

Se acercó a la ventana, acodándose en ella. La noche comenzaba a aclarar sus propias sombras. Pronto sería de día ya. Y Álvaro, hoy, deseaba el día.

Encendió un cigarro. No se sentía cansado, sino fuerte y ágil, remozado. No tenía ganas de dormir. ¿Dormir, para qué? ¡Tenía tanto en qué pensar! Por ejemplo, en que hace dos meses bailar con Marcela hubiera sido imposible, dada la confusión de sus sentidos, y hoy, bailar con Marcela fue enternecedor. Simplemente, ésa había sido la sensación: ternura. Ternura cuando la vio salir de la capilla con Lucía, más alta que ésta, roja hasta la raíz del cabello o el cabello mismo, con aquel gesto esquivo mientras oía las chanzas del tío Enrique. Ternura, cuando la vio caminando de espaldas, la poderosa espalda que él conocía bien. Y más que nunca ternura, al subir a la fraga y divisarla, separada de todos, taciturna, casi con lágrimas en los ojos, y apretando los labios para no llorar.

La vio desvalida, y deseó acariciarle el ensortijado cabello: «Criatura.» La amaba, sí; lo supo en el momento mismo. No era ya el ardor de los sentidos soliviantados ante la carne joven; no era el deseo punzante, obsesionante y torturador. Era un sentimiento dulce y conmovido, como el sonido de la gaita. Aquel ser humano allí, privado de todo; por no tener no tenía ni nombre, y merecedor de todo. «Marcela, ¿quieres bailar conmigo?» Vió la mirada vaga, acorralada y ansiosa. Tuvo ganas de reír alborozadamente. «¿Qué importa, Marcela?» «Baila, baila, gira en mis brazos. La vida es así, girar, girar, girar. Ya ves, yo he girado; yo no soy el mismo ya. Sé que las cosas tienen un valor; no el que les damos. Sé que las personas, hasta la más humilde, la más pequeña, la que nació en un establo, Marcela, lleva algo de Dios consigo. Sé que tú, al lado de las otras mujeres, eres como la tierra al lado de la flor. Yo prefiero la tierra. Desde niño me gustó jugar con la tierra, y mi juego tenía mucho de amor y de oración. La tenía largamente en mis dedos, la manoseaba, la amasaba, la retenía en mis palmas. Hallo más nobleza en tus lentos gestos tranquilos que en el refinamiento de otras mujeres. Es como los caballos; no te ofendas, Marcela. Hay quien gusta del purasangre. A mí me gusta el caballo salvaje, con el pecho amplio y poderoso y las rojas crines al viento, y el revolverse contra el bocado, piafando.

»La fiesta ha durado hasta tarde. Después de bailar nosotros han salido muchas parejas. Algunos mozos me miraban con rencor, y el Daniel rehuía mis ojos. Yo me sentía sereno, como nunca lo estuve. Brincaban sobre la hierba, se trenzaban las parejas. Rodaba el pandeiro. Yo no tenía tiempo a pensar que habías bailado conmigo, que te había tenido entre mis brazos, porque estaba henchido, y al propio tiempo quería absorber con mis ojos toda la belleza de aquel baile campestre que no olvidaré nunca.

»Tío Enrique dijo: “No te vayas. Aquí, a mi lado”.

»Y lo dijo con tanta fuerza que supe que algo había adivinado. Tiene unos ojos como espadas, tío Enrique. Pero yo no te oculto como una vergüenza, Marcela; yo sé que no existen más escalones que los que nosotros nos empeñamos en decir que subimos y bajamos. Yo le diré a tío Enrique que te quiero.»

Cedió su exaltación. Sí, podía decírselo a tío Enrique, pero, ¿ya Marcela? ¿Qué pensaría Marcela de él, treinta y cuatro años más viejo, acercándose a ella? Sin embargo, hoy se sentía tan joven.

Se volvió, mirando hacia el interior del cuarto. Había venido a esta casa huyendo de Marcela, dispuesto a curarse de aquella pasión que le quemaba, que le hacía ver rojo. Se había curado, cierto. Sonrió, burlonamente. Ahora la amaba.

El día comenzó a posesionarse de las cosas y vestirlas de luz. Triunfante, la mañana se le entró por las venas.

Marcela notó un ambiente extraño en la cocina. Hasta Gabriela, que siempre fue amable con ella, la miraba con curiosidad y un aire de guasa. Ya sabía ella que se habían de reír. Humildemente, Marcela cogió su cunca y bebió la leche espumosa, recién ordeñada, casi hundiendo en ella la cabeza.

Luego, procuró ayudar. Trabajaban todas con desgana, con los párpados aún hinchados por las pocas horas de sueño, e iban presentándose poco a poco, según se levantaban, que aquel día no regía horario. Doña Lucía sí se levantó temprano.

Bondadosamente no apremiaba a las demás.

—Demasiado baile —dijo, únicamente, al ver los pies perezosos.

Pero sonreía.

Don Enrique no salió a dar su acostumbrado paseo. Sin embargo, el hábito de despertarse temprano le impidió dormir.

—Mándame al sobrino, Lucía.

Don Enrique, desde la cama, incorporado sobre las almohadas, saludó a Álvaro.

—¿Cómo dormiste?

—No dormí.

—¿Y eso?

—Ni siquiera me acosté.

Don Enrique daba largas chupadas al cigarro. Le gustaba hablar con Álvaro. Con sus hijos, o rehuían la conversación, o empezaban con rodeos. Álvaro iba derecho al grano.

—Te bailaría el vino dentro del cuerpo. No se duerme bien después de una noche de romería.

—Hombre, no fue para tanto.

—¿Crees que lo pasó bien la gente?

—Lo pasamos bien todos —Álvaro sonreía.

—¡Rapaz! —tío Enrique le dio una palmadita en la rodilla y guiñó un ojo—. Ya vi que tú lo pasabas bien. ¡Vaya moza!

Álvaro le miró a los ojos, y don Enrique carraspeó.

—Oye, ¿te habrán tomado a mal las demás que sólo bailaras con ella?

—…

—Y que le dabas una de vueltas que pensé que querías marearla. —Rió—. No te conocía esos trucos.

—¿Cuáles? —la voz de Álvaro era fría, cortante.

—Hombre, tú dirás… Oye, en confianza, los mozos estaban que echaban lumbre.

—Por eso mandé para acá la rapaza. Ya sabes lo que son los hombres cuando sueltan la lengua.

—¿Qué decían?

—Tontadas. Todos hemos hecho lo mismo.

Álvaro se levantó. Empezó a pasearse por el cuarto. Se metió las manos en los bolsillos. Crispaba los puños; quería mantenerse sereno.

—Oye, no me habías dicho lo de la rapaza.

—Pensaba decírtelo.

Don Enrique se quitó el cigarro de la boca y se le quedó mirando. Esperaba que Álvaro lo desmintiese. ¡Para que se fíe uno de las moscas muertas!

—Hombre, Álvaro, dentro de casa…

—No te comprendo.

—Claro que no estás casado, pero… Pensé que eran exageraciones de Juan.

—¿Qué decía el Juan?

Álvaro se había acercado a la cabecera de su cama, y preguntaba ahora, exigía, y una cólera sorda amenazaba en su voz. ¡Trueno! No pensaba que hubiera llegado tan lejos.

—Decía que la rapaza iba detrás de ti, que por eso les hacía ascos.

Álvaro se dejó caer en la silla y se puso a reír, a reír, como si oyera algo inesperado y regocijante.

—Que por lo visto, iba debajo de tu ventana a lavarse medio en cueros para que tú la vieses. ¡Trueno! ¡Suelta!

—¿Dijo eso? —Álvaro sujetaba fuertemente a don Enrique por los brazos.

—Suelta, hombre. Eso dijo… Y a mí se me da una friolera de tus cosas, pero tal como vi ayer a tus hombres, te puedo decir que, o cortas por lo sano, o termináis mal.

—Marcela no hizo nunca eso, ¿oyes? Jamás.

—¿No se lavaba en el pozo?

—No para que yo la viera.

—Ay, sobrino, que eres un pazguato —rió, cerrando los ojillos—. Pero, la veías. Las mujeres son el diablo.

Se incorporó más en la cama.

—Vaya, vaya con Álvaro —le miraba entre complaciente y reprochador—. Escucha; te aconsejo que lo cortes como sea. Algo así me había figurado yo.

Álvaro se sentó frente a él. Se inclinó hacia delante. Le miró en los ojos.

—Hablemos claro; ¿qué es lo que te figuras?

—Hombre… —don Enrique, medio sonriendo, juntó sus dos índices.

—Te equivocas.

—Hombre, no me salgas con esas, ¡trueno! Hace un minuto que has dicho lo contrario.

—No he dicho lo contrario. Escucha…

Lentamente, procurando ser claro en sus palabras, Álvaro habló, y habló, vació su pensamiento, mientras don Enrique fumaba, escuchando. Al principio con incredulidad, y poco a poco vencido por la sinceridad de la voz, y la insobornable rectitud de su sobrino, estimándole y compadeciéndole.

—Si me lo hubieras dicho al principio, ¡trueno! No hay nada peor que huir. Cuanto más difícil una mujer, y encima si pones tierra de por medio, peor. En algunos casos da resultado, pero no con tipos como tú, que das vueltas y vueltas a la cabeza.

—¿Y qué podía hacer?

—Hombre, prefiero no decírtelo, no te fueras a ofender. O si no, mandarla a ella fuera, pero lejos y definitivamente. Porque eso de estar en Cora y tenerla en La Sagreira, ¡vamos, sobrino!

—¿Dónde podía mandarla? No tiene arrimo. Es hija de moza, ya sabes, y la Matuxa desapareció como si se la hubiese tragado la tierra.

—Buscarla trabajo en otro sitio…

—¡Tan joven!

—¡Trueno! No te empeñes en poner dificultades.

—Don Enrique daba manotazos a las sábanas. —Lucía, seguramente, podría decirnos lo que debía hacerse, pero estas no son cosas para mujeres. Ahora, si vuelves a La Sagreira, te has caído.

—Lo siento más por ella.

—Natural. Pero nadie la quitará el sambenito. No puede volver allá.

—¿Y qué hago?

—Hombre, queda la primera solución…

Álvaro se levantó.

—No pongas esa cara, ¡trueno!, que no se puede hablar contigo hoy. La primera solución, solo que pasando por la iglesia.

Álvaro calló un momento. Lo había pensado ya; lo pensó él esta madrugada, pero ahora que lo oía en otros labios se le antojaba un contrasentido.

Fuera como fuera, en eso acertaba tío Enrique. Marcela no podía volver a La Sagreira.

—No se puede disponer así de las personas.

—¡Trueno!, habría que oírlo. ¡Trueno!, tú eres tonto.

Don Enrique dudaba de sus oídos; menuda cosa iba a argumentar. Qué más quería la muchacha.

—Tío Enrique, ya que estamos hablando claro, y perdona si te duele, ¿por qué me aconsejas esta boda a mí, y en cambio a Miguel…?

Don Enrique volvió los ojos a la ventana. Le tembló la barba.

—O me has mentido, o Marcela es decente.

—La Saruca también lo fue —generosamente, Álvaro abogaba por Miguel.

—Has dicho bien; lo fue.

Un gran silencio se hizo en el cuarto. Don Enrique pensó en el hijo que ayer, entre el bullicio de la fiesta, desapareció y aún no habría vuelto.

Álvaro pensó en Marcela. Tío Enrique le había ayudado a ver claro; le estaba agradecido. Había que pensar en ella, lo primero de todo en ella.

—Tío Enrique, ¿y si se lo dijéramos a tía Lucía?

—Allá tú. Si no te importa…

Doña Lucía se quedó asombrada.

—¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima! Álvaro se impacientó. Procuraba callar, aunque tenía ganas de defender su sentimiento, y con él, a Marcela.

Doña Lucía no pudo evitar la mordedura de los celos; aquella mocosa llevándose al hombre que correspondía a su hija; sí, a la que ya no podía defenderse. Una criada… Tuvo que admitir que parecía distinta de las otras. Lucía dijo que era buena y sumisa. Álvaro estaba viejo. ¡Jesús, qué disparate! Si ella dispusiera de tiempo. El tiempo es el gran aliado.

—Lo primero de todo, creo yo, lo que dice Enrique. —Don Enrique abrió las manos en un gesto que decía: «¿Ves?»

—… separar a Marcela.

—¿Aquí?

Doña Lucía, de dejarse llevar del genio hubiera contestado de malos modos.

—Aquí no se adelanta nada, ya hemos quedado en eso. ¿Qué años tiene?

—Debe de andar por los diecisiete o dieciocho —dijo Álvaro. Y le dio vergüenza el decirlo.

«¡Diantre!», pensó en su interior don Enrique, con zumba.

—Pues, hijo, entonces lo indicado, mientras sea menor, es un colegio.

—¿Un colegio, tan crecida? ¿Con qué disculpa?

—Si cabe la posibilidad de que llegue a ser tu mujer, buena falta le hará. Si no, a la salida ya la buscaremos acomodo. Aquí no la puedo tener, ya se te alcanza. Y como dices bien, tan joven y tan ignorante por ahí… No quiero que me pese en la conciencia si se desgracia.

—¿Qué contestas, sobrino?

—Es Marcela quien tiene que contestar.

—A Marcela se le dice lo que tiene que hacer, y en paz. Ya hablaré yo con Ermitas —dijo doña Lucía.

—Espera. —Álvaro se había puesto pálido—. Espera, tía Lucía.

¿Por qué registro iría a salir? Don Enrique se impacientaba. Su mujer había hablado con buen juicio; no había nada que remediar, pues no se remediaba. En cambio, se cuidaba uno del buen nombre de la muchacha. Adivinó que doña Lucía no quería aquella boda.

—Quisiera que la hablases tú. Y quisiera, te lo pido, que le hables claramente.

—Bueno, hijo.

—No, escucha. Quiero que le digas que esto se hace porque anda en lenguas de todos, y por cortarlo. Y también, que yo estoy dispuesto a casarme si ella lo quiere.

—Esto último no lo encuentro necesario, Álvaro.

—Hay que decírselo, tía Lucía; tiene derecho a saberlo. Se lo diría yo, pero temo que sea para ella más violento. Y también, lo confieso, para mí.

—En el colegio tendrá tiempo a pensar en todo. Ahora es una rapaza y no sabe lo que quiere. Allí, con las monjitas, tranquilamente…

—Díselo, tía Lucía.

Sí, Marcela tendría tiempo para pensar. Para Marcela el tiempo aún pasa despacio, no cuenta el tiempo. Él, no podía medir el suyo por el de ella. ¿Cuánto pensaban tenerla en el colegio? ¿Dos años?

Dos años para Álvaro eran el término, el fin, la definitiva renunciación. Veinticuatro eternos meses solo, preparándose a una mayor soledad. Veinticuatro meses, a los diecinueve años, eran días que el viento arrastra. Nada cambiaría en Marcela durante ellos; pero él sabía que, una vez transcurridos, el cabello suyo sería blanco.

No sintió salir a tía Lucía, ni se dio cuenta de que tío Enrique le miraba, apiadado.

«Quizá, pensó, tía Lucía considera una vergüenza que yo quiera casarme con Marcela. Quizá encuentra indecorosa la idea de que yo haya puesto los ojos —y éstos hayan quedado prendidos— en una moza treinta y tantos años menor que yo. Pero esta vergüenza, Santo Dios, no me sofoca, sino que aumenta mi amor.»

Quererla, con desprecio de sí mismo, redoblaba su ternura. Hubiera deseado hacer con el hueco de sus manos cuna donde mecerla, techo con que cobijarla, y debía, silencioso, presenciar cómo Marcela salía de su pazo, y se alejaba en la noche. Porque para él, la noche empezaría en cuanto Marcela hubiese traspuesto el límite de la finca. La vejez le acechaba; supo que sería viejo el día mismo que le faltase la juventud de ella.

Sumido en sus reflexiones estaba, sin ver, ante la ventana. Un ruidito igual, uniforme, acompañaba a su pena. Llovía.