UNA MAÑANA DE AQUELLAS Álvaro penetró en el cuarto de Tula. Había pasado forzosamente todos los días frente a la puerta cerrada. Al principio bajaba la cabeza con una vaga sensación de remordimiento, después iba tan fatigado que ni pensar podía. Ahora, desde que se encontró a sí mismo, volvía a ver la puerta cerrada, y se decía: «Tengo que entrar». Y una mañana entró.
Dentro del cuarto, paz, y la luz entrando a raudales por la ventana. Vió la cama vacía, la mesita con los libros que él regaló, apilados ordenadamente, y sobre el bargueño la copa con rosas frescas. «Tía Luda», pensó. Él había sorprendido muchas mañanas a tía Lucía, por aquel pasillo, con flores en la mano. Una de las rosas era roja, encendida: única nota de vida en aquel cuarto. Se acodó en la ventana, pensativo. «No he amado nunca a Tula». Y hallóse repitiendo a media voz el pensamiento: «No la he amado nunca». No sabía por qué se ahincaba en este convencimiento, pero supo que, tras él, quedaba en paz consigo mismo.
Veía el Sor, y la arena que el Sor lamía era rojiza y dorada. Como Marcela. No se inmutó, ni se turbó su quietud. Comprobaba serenamente la íntima relación entre personas y paisajes, cosas y seres vivos. Por ejemplo, Tula siempre le pareció un ciprés, Dorila tenía la fiera arrogancia y la tenebrosa belleza de la Capelada. Marcela era bravía, y amasada con la tierra roja de su Galicia la recia carne: olía a frío, a lluvia en invierno, y en verano a manzanas, y a sol.
No reflexionó que era extraño que pensara en Marcela, allí, en el cuarto de Tula. Ya no era extraño nada. Además, Tula hubiera comprendido. De todos en la casa, solamente con Tula hubiese podido hablar a corazón descubierto.
Jorge marchaba al trabajo, y le vio acodado, en el cuarto de su hermana. Se detuvo un momento. No entendía a su primo. Él hubiera jurado que… ¡Bah, una llamarada y nada más! Los cincuenta años son cabo peligroso: se enciende la fogata, y cualquier cosa es lumbre.
—Baja de ahí, rapaz. Te espero —don Enrique también le había visto a la vuelta de su paseo matinal.
—Está en el cuarto de Tula —dijo Jorge, buscando los ojos de su padre.
—No tiene nada que hacer allí —Jorge se sorprendió de la dureza de la voz—. Tula ahora está en la tierra, en la capilla.
Y como viera la mirada de su hijo:
—Eso no es cosa de hombres, rapaz. Está bien para la madre, que vaya a llevar flores y piensa que no lo sé. Pero, ¿te acuerdas del eucaliptus que plantamos el otro día? Lo hicimos sobre la cuna del viejo, el que derribó el rayo. Aquel me conocía, y yo a él: ¡tantos años de darle con el bastón en la corteza, todas las mañanas! Y vi cómo en su sitio pusieron otro, que mete sus raíces allí mismo.
Miraron a Álvaro que se acercaba.
—No lloro al viejo…
Jorge admiró a su padre. Le vio alejarse seguido de Álvaro, por la fraga adelante, enhiesto. Desde lejos, se veían aún los molinetes que con su bastón dibujaba en el aire.
Llegó el novio de Dorila. Álvaro tuvo ganas de reír, porque respondía exactamente a la descripción que don Enrique hizo. Tratándole, convencióse de que también acertaba doña Lucía: era un hombre bueno. Cuando miraba a Dorila tenía los ojos húmedos, sumisos. Álvaro se acordó del «Chinto».
—No te apures, mi hija, se hará todo como quieras —la voz suave y dulzona arrastraba los finales.
Todos se sentían un poco forzados, delante de Ángel, menos tía Lucía. Tía Lucía, más sencilla, más bondadosa, supo comprenderlo. Ángel callaba incómodo, entre aquella familia extraña que iba a ser la suya, y en la que se sentía descentrado. Sencillo y exento de vanidad, dijo un día:
—¡Si mi viejo hubiese vivido no más para verme en esta casa!
Dorila le miró como si fuera a arrasarle con el fuego de su indignado mirar. Doña Lucía se dio cuenta de la dura altivez de su hija y tuvo ganas de reprenderla. A don Enrique, desde entonces, le cayó en gracia el futuro yerno. No lo confesó nunca: pero, habituado a conocer a las gentes a las primeras de trato, reconoció en Angel una innata hombría de bien y una nobleza llana.
Día antes de la boda don Enrique dirigió el arreglo de unos tenderetes en la fraga. En unos, colocaron unos barriles de vino, en otros, taburetes y mesas largas donde pondrían los comestibles. Más allá, levantaron un pequeño estrado, para que los músicos pudieran tocar cómodos. Don Enrique regaló a todas las mozas un pañolón de flores, e incluyó en ello a las de La Sagreira:
—¿Cuántas son allá? —preguntó a Álvaro.
—Ermitas, Marcela, Herminia, Dolores, Rosalía —Lucía contaba con los dedos.
—Pues un pañuelo para cada una; pero bueno, para que se acuerden de la fecha.
Comenzaron con tiempo a matar los cerdos, y a rellenarlos, y a trufar gallinas. Doña Lucía atendía a todo; parecía multiplicarse.
—Lucía, ven a ver cómo queda el tablado.
—Mamá, ven a la capilla, a ver si están bien así las flores.
—¡Llamad a la señora, que baje a la cocina!
Y doña Lucía se dirigía a la fraga, y admiraba el tablado, y celebraba los tenderetes, mientras don Enrique se ufanaba. Después de que se iba, don Enrique decía a los trabajadores:
—¡Vaya! Ahora a descansar, que os lo habéis ganado. A ver, Domingo, ¡ese tinto!
Sentábanse unos sobre la tierra, y otros se apoyaban en los árboles. Don Enrique tronaba desde su taburete.
Doña Lucía se asomaba a la capilla. Subida sobre el altar ayudada por Gabriela, Lucía colocaba guirnaldas de laurel, salpicadas de flores. Joaquín la contemplaba.
—Muy bien, hija.
Doña Lucía daba un rodeo para no pisar la piedra más clara que las otras, al pie del altar.
(Tula, ¿estás ahí? Verás la boda de tu hermana.)
—¿Dónde ponemos los reclinatorios, doña Lucía?
—preguntó Joaquín.
Doña Lucía miró con dolor el sitio aquel. Había que sobreponerse.
—Aquí —dijo.
Y cuando salió, anduvo por un momento más encorvada.
Doña Lucía bajó a las cocinas, y vio a las criadas sofocadas, rellenando los cerdos, trufando los lechones. Reían, excitadas; había un aire de fiesta en la cocina.
Y volvió a subir, y a sentarse en la galería, junto a los novios, inclinándose sobre el bastidor. Al poco tiempo, de nuevo, la reclamaban.
Álvaro se distraía con todo aquel bullicio. Por la mañana escribía en su cuarto. Pero después de comer ya no le soltaba don Enrique.
—Tú te vienes conmigo.
Álvaro iba. Y así, sin darse cuenta, llegaron a la víspera de la boda.
«Mañana, mañana», se decían todos, asombrados. Dorila estaba nerviosa y se irritaba por nada. Comía poco, y pasaba largas horas encerrada en su cuarto. Ángel, paciente, la esperaba, sentado en la galería.
—¿Sabes que me alegro de que venga Marcela mañana? —dijo Lucía, tras cenar, volviéndose a Álvaro.
Álvaro, sin pensarlo, contestó:
—Yo también.
Lucía estaba contando los pañuelos, no faltara alguno. Eran todos iguales, amarillos, con flores obscuras. Álvaro vio las manos de Lucía, alisándolos, y pensó si aquel pañuelo ceñiría la frente de Marcela.
—Me gustaría que Marcela estuviese con nosotras —dijo Lucía tímidamente, mirando hacia su madre—. En Las Puentes fue tan buena conmigo…
—Pero, mujer; la pobre no se hallará. Déjala con los suyos; estará más a gusto. Lucía se volvió, buscando un apoyo en Álvaro, pero Álvaro no la apoyó.
Marcela vino con las sirvientas de La Sagreira en el coche de Andrés; los hombres, a pie, desde la parada del autobús en El Barquero.
Venían todas ellas tiesas, envaradas en sus ropas nuevas. Durante todo el camino, Marcela escuchó sus bromas y sus risas destempladas. Hasta Dolores olvidó sus pesares y presumía, sentada en uno de los banquillos.
—Y creo que habrá baile.
—Habrá. Que don Enrique no hiciera nunca cosa alguna a medias.
Les bailaban los pies y los ojos. Sólo Marcela sentíase desconcertada y temerosa. Le salvaba el que Ermitas viniera también; se quedaría con ella.
Ermitas, según llegó, se dirigió a las cocinas para ayudar en algo.
—¿No podría saludar a la señora?
—La señora anda loca de trabajo. Ya vendrá ella por aquí.
Pero Lucía sí buscó a Marcela. Fueron juntas a la capilla.
—Quería que lo vieses, porque como a la tarde vosotras no cabréis dentro. Pero así ya sabes cómo está.
Salían de la capilla cuando bajaban de la fraga don Enrique con el sobrino y los dos hijos.
—Hombre, mis invitados —dijo, campechano y cordial don Enrique—. Ven acá, rapaza.
Marcela se acercó, roja que hasta el pelo pareció sofocarse. Jorge miró a Álvaro, y Álvaro miraba a Marcela simplemente, serenamente.
—¿Qué? ¿Ya has elegido pareja para el baile? ¿No?
Marcela tenía ganas de escapar.
—¡Trueno con la rapaza! Te sobrarán galanes, que uno ya no tiene veinte años…
—Papá —rió Lucía.
Don Enrique se paró, complacido, mirándolas alejarse.
—¡Qué buena es la juventud! Reanima. Y que no hay como nuestras mozas para la gracia en el andar. Dicen que es de llevar peso en la cabeza. No lo sé. El caso es que en ningún otro lado vi este…
Con la mano en el aire fingía un balanceo.
Álvaro iba siguiendo con los ojos el vaivén de las sayas.
Marcela volvía de colocar los platos con empanada sobre las mesas de los tenderetes, cuando Ermitas le hizo grandes gestos con la mano.
—Corre, que no la ves.
Marcela, aguantándose con una mano el pañuelo, corrió en dirección a la capilla. Desde la puerta de atrás del pazo hasta la capilla se agrupaban los criados, los caseros y administradores de don Enrique, y algún invitado, pocos. Marcela, jadeando aún por la carrera, vio pasar a Dorila del brazo de su padre, tan altos los dos. Nunca hasta ahora había caído en cuenta de que padre e hija se parecían. «Pero entonces debió ser muy guapo don Enrique.» La pareja desapareció por la puerta pequeña de la capilla.
—Si no te apuras no llegas a tiempo. ¡Qué guapísima!
Marcela, con Ermitas, se sentó dentro de uno de los puestos, en la fraga.
—Vinimos con tiempo, pero luego yo no estoy para carreras, y si quedo sin silla, apañamos.
Marcela hubiese preferido venir con su bata de diario, y sus zapatillas cómodas. Fueron llenándose los puestos de gente, y al estrado subieron los gaiteros. Uno de los músicos tocaba una flauta.
Entre los árboles, la música vertía sus notas insidiosas y dulces.
—¿Bailas?
Marcela movía la cabeza.
—Baila si quieres, Celiña —empujaba Ermitas.
En un grupo, el Juan decía algo a los mozos. Todos la miraron, y no la sacaron más.
—Hanlo tomado a mal, Celiña.
El vino fue caldeando los ánimos. Ahora cantaban y pasaban las parejas, bailando sobre la hierba, entre risas y gritos sofocados. Marcela miraba a Rosalía, tan grandona, saliendo por encima de la cabeza de su bailador. Y después a Herminia, riéndose, con una risa tan aguda e ininterrumpida como si le hiciesen cosquillas.
Daniel no miró a Marcela una vez sola. Y de pronto, acercándose, dio un golpe cariñoso en el hombro de Ermitas.
—Ermitas, ¿nos marcamos un baile?
Y ante el asombro de Marcela, Ermitas se levantó. Paráronse las parejas, y reían, celebrando la decisión de Ermitas.
—Bailo, pero no a lo agarrado, Daniel.
Todos corearon a la vieja. Al son de la gaita y el pandeiro, levantó los brazos, y comenzó a trenzar los pies.
—Bien por la vieja —clamaron los mozos.
Marcela se sentía desamparada. No encontraba ridícula a Ermitas. Ermitas, ahora, daba vueltas en torno al Daniel, y saltaba, brincando sobre la punta de los pies.
—¡Quién lo dijera! —se exclamó Rosalía. Formaban un compacto grupo en torno a la pareja. Marcela quedó aislada. Vió subir, entre los árboles, a los señores del pazo. Don Enrique ya había anunciado que vendrían a beber con ellos.
Se acercaron al grupo, curiosos.
—Es la Ermitas. Es la Ermitas.
Cuando Ermitas fue a dar una vuelta en el baile y se halló frente a los señores, paró en seco. El pañuelo amarillo con flores negras caía por la espalda. Estaba sudorosa.
—Para celebrar a la señorita —dijo, mirando a don Enrique.
Y don Enrique sonrió.
Álvaro vio a Marcela taciturna, sola en su taburete. Se acercó.
—¿Qué te pasa, Marcela?
—Nada —Marcela se había puesto de pie.
—Sacáronla a bailar, pero ella negóse. Y hanlo tomado a mal —explicó Ermitas, aún sofocada.
—¿Quieres bailar conmigo, Marcela?
—Apura… Apura… —empujaba Ermitas—. No hagas un feo al señor.
Álvaro se acercó al recuadro de hierba donde bailaban. Marcela no sabía lo que hacía. ¡La gaita era tan dulce!… Marcela daba vueltas y vueltas torpe, rígida. Si levantaba la cabeza, giraban los altos árboles. «Débense reír de mí», pensaba. Si la volvía a derecha o izquierda, ojos asombrados, malignos, fosforesciendo: «Débense reír.»
«¡Pare! ¡Pare!», deseaba gritar. Pero le faltaba el aliento. Daba vueltas y vueltas, y vio que los mozos se agrupaban con el Juan, y la miraban. «¡Pare!» Don Enrique y Jorge la observaban también. Complacido y socarrón el viejo; pensativo el joven. Ermitas tenía las manos juntas; la contemplaba. Marcela volvió de nuevo los ojos a la altura. Las ramas giraban, giraban, se precipitaban sobre ella:
—¡Pare! —chilló, por fin.
Álvaro no la oyó. Rodaba el pandeiro, y la gaita, en el bosque, vertía sus notas agudas y tristes. El grito de Marcela se perdió en el sonido del roncón.