ÁLVARO EMPRENDIÓ una lucha sin cuartel consigo mismo. Trabajaba con Jorge desde amanecido, fatigando su cuerpo en el quehacer diario de los campos. De tanto estar al sol se le curtió la cara, quedaron más marcadas sus arrugas, y pareció más blanco su cabello. Se cansaba. Poco habituado al trabajo corporal, las manos se le abrían, y los riñones tiraban tanto que le costaba enderezarse. La primera temporada, llevaba la mano llena de vejigas: poco a poco formaron callo. Porque Álvaro no cejó, ya que había descubierto que el embrutecimiento que el trabajar así le producía, liberábale de pensar. Y se trataba, precisamente, de no pensar. Dale y dale… Alzaba y hundía la azada, mordiendo la tierra.
Cuando al anochecer se sentaba en la galería, junto a sus tíos, con Jorge y las dos muchachas, deseaba extender las piernas, echar atrás la cabeza, descansar. Materialmente rendido, no tenía humor sino para escuchar lo que los otros hablaban.
Respetaban su silencio. Don Enrique, tras sus párpados entrecerrados, le miraba a veces, agudo. Luego carraspeaba:
—¿Cómo va eso, rapaz?
—Bien.
—Tienes ya otra cara: has adelgazado, pero estás más recio.
Álvaro caía en la cama como un fardo. Cuando el sol se asomaba por la ventana abierta, se levantaba, presuroso, decidido. No quería retrasarse en hacerlo, u holgazanear entre las sábanas, porque temía dejarse llevar por su deseo. Y su deseo hubiera sido, cerradas las ventanas, procurar dormir días y días, hasta despertarse una buena mañana con el corazón ligero, y sin que cabrillease, sólo porque allí la tierra era dorada o rojiza, o porque el olor de los campos le trajese en su lozanía el inconfundible, limpio aroma de una muchacha.
A veces, durante el día, un rayo de sol filtrándose entre los árboles o el volver la vista al río, manso y bruñido, o simplemente aspirar la fragancia de la tierra, le traía por un momento la imagen de que huía. Pero el río seguía corriendo y semejaba en su inmutable, persistente destino reírse de sus preocupaciones; los árboles que tantas cosas más graves presenciaron, indiferentes a su desazón, le brindaban la austera reciedumbre de sus altas siluetas.
Eran los últimos días del verano, de una dulzura ponzoñosa: parecía que el tiempo se resistía a marcharse, que algo se iba, definitivamente. Nunca hasta ahora sintiera Álvaro esta desesperanza por lo que no volvía.
En la casa andaban excitados con la próxima boda de Dorila, y a cada paso Álvaro tropezaba con las mujeres, cargando con grandes montones de sábanas, o contemplando los ricos encajes de la época en que doña Lucía se casó. A veces, entre aquellas ropas que olían a espliego, se escapaba una ramita de azahar. Doña Lucía se ruborizaba, y sonreía. Las hijas se maravillaban. «El tiempo…», pensaba Álvaro.
Por la noche, tras cenar, en la galería, las mujeres acaparaban la conversación. Extendían los finos lienzos.
—Nos hemos vuelto como comadres, ¡trueno!, aquí no se habla de otra cosa —protestaba, indignado, don Enrique.
Y era cierto. Pero el día que don Enrique se desató fue, cuando, receloso, quiso averiguar el porqué de la asidua presencia al atardecer, en la galería, del nuevo médico del Barquero.
Don Enrique no iba nunca durante esas horas a la galería: bebía en la antecocina con sus criados mientras las mujeres merendaban allí. Comenzó a extrañarle el ver pasar al joven médico todas las tardes, entre apurado y decidido:
—Buenas tardes, don Enrique.
Saludaba atento, al cruzar por delante de la puerta abierta.
Al principio lo encontró natural: Dorila se había clavado una astilla en el brazo, y el brazo habíase ido hinchando, y poniéndose duro. Doña Lucía se alarmó y llamó al médico. Después, era lógico, había que hacer las curas. Pero, ¡trueno!, ¿qué curas eran aquellas que duraban tanto tiempo?
Se prometió averiguarlo.
—¿Cómo va el brazo de Dorila? —preguntó por la noche, ya acostado, a su mujer.
—Bien. —Doña Lucía tembló, viendo venir la explicación.
—Ese médico parece que vale, ¿no?
—Vale, sí. Es un muchacho buenísimo, Enrique. Álvaro le conocía ya, y no sabe dónde ponerle.
Habló con tanto calor que don Enrique se quedó callado, por un momento.
—De Álvaro no hay que tener cuenta. Es un buenazo, y todo lo encuentra bien. Y encima, ahora, anda como alelado.
Doña Lucía pensó en el dulce rostro de su hija pequeña, ruborizado y ansioso.
—¿Y viene a ver a Álvaro todas las tardes?
Doña Lucía no podía mentir, ni serviría de nada.
—Viene a ver a Lucía, Enrique, ¿no comprendes?
Tuvo que taparse los oídos. Don Enrique, iracundo, golpeaba la almohada, maldecía:
—¡Y que esto sea una mujer decente! Estás como las alcahuetas, ¡trueno!
Doña Lucía callaba. Aguantó el chaparrón, silenciosa, dejando que desahogara su furor.
—No comprendo por qué te pones así, Enrique. Tanto como quieres a la pequeña.
—Por eso mismo, dejársela llevar por el primero que pasa…
—Es un muchacho bueno, me he informado, y trabajador. Y si me dejaras hablar te explicaría, que, tanto como la quieres, así no la perdemos.
—No, ¡si todavía vas a tener razón!…
—La tengo. Joaquín está de médico en El Barquero, a dos pasos de aquí.
—¡Y que no tendrá ganas de dejar el pueblo!
—No las tiene, parece. Ya ves, Enrique, Dorila se va tan lejos. Me parece bien, porque Dorila no se hace a vivir en la aldea. Ángela y Manuela en el convento…
—Tú lo quisiste. —Don Enrique se ablandaba.
—Lo quisieron ellas. Lo quiso Dios. Te confieso que no las siento lejanas. Pero si pudiéramos tener cerca a la pequeña…
Don Enrique no contestó. A la mañana siguiente se dirigió al Barquero, presentándose en casa del cura.
—¡Cuánto de bueno, don Enrique, usted por aquí!
A la vuelta, don Enrique entró en su casa, apoplético y de buen talante.
—Enrique, ¿de dónde vienes?
—Nada. Fui a dar una vuelta al Barquero.
Doña Lucía sonrió.
Y desde entonces, en las últimas horas de la tarde, llegaba Joaquín, sin apuros ya, y se sentaba en la galería con las mujeres.
A doña Luda, a veces, escuchando los juramentos de eterna fidelidad musitados por Joaquín a Lucía, se le enturbiaba la vista, recordando un tiempo ya ido, en que fue ella quien escuchara, palpitante, las palabras que, entonces, creyó nuevas para ella, inventadas para ella. Hoy las oía repetir a su hija, y en todos los lugares del mundo, un hombre junto a una mujer susurraría las mismas palabras, siempre vírgenes, y ¡ay! muy a menudo violadas. Doña Lucía volvía a su bordado, atentamente, parpadeando dos o tres veces seguidas para rechazar aquel orvallo del corazón.
Comenzaron a amarillear las hojas de los árboles, y las agujas de los pinos a cubrir los senderos. En el atardecer, la bruma bajaba pronto, densa y quieta sobre el río. «Es el otoño», decía la bruma.
Llegados los primeros días de octubre empezaron a preparar la vendimia. Allí se hacía todo en grande: cuanto de lejos o de cerca abarcaba don Enrique tomaba proporciones colosales. El bullicio de los nuevos jornaleros, de las mozas tomadas a sueldo para aquellos días, el sacar los cestones, ponía un hervor nuevo en el ambiente.
—Buena cosecha —afirmaba don Enrique. Y se frotaba las manos.
Álvaro pensó en La Sagreira. Por vez primera faltaría él para la vendimia. Esforzándose, procuró recordar la imagen de una rapaciña desgreñada que picaba los racimos en los cestones. Sonrió, enternecido. Enojado consigo mismo, buscó a Jorge, deseoso de distracción.
Marcela se le había metido en las venas: era la única explicación posible. ¡Cuántas veces, desde el surco, flotando indecisa en la neblina matinal, o moviéndose vaga entre las primeras sombras de la noche, habíale asaltado su presencia! Las primeras veces, enojado consigo mismo, cerraba los ojos, crispadas las manos sobre el puño del azadón. «Marcela es radiante y limpia como la mañana. Marcela es callada y rumorosa como la noche.» La veía en la enjuta cara grave de las aldeanas, en el esquivo gesto receloso de los labriegos, en el gozo de vivir de los niños que perneaban, cabe al río. La adivinaba en la doncellez de sus primas, y en los cuerpos inclinados de cuantas trabajaban en la casa.
Y de pronto, sin saber bien por qué, la imagen fue perdiendo fuerza, acallándose los sentidos. Filtróse en su ánimo la melancolía de aquella luz gris, suave y tranquila, del otoño. No rehuía el pensar en ella, porque hacerlo ya no le alteraba. Se interesó por los demás. Volvió a ver las nervuras en la hoja, ahora rugosas, como manos de viejo, y contempló, sin adulteraciones de su imaginación, el río y los campos.
—Ahora sí que te veo buena cara —sonreía, gozosa, doña Lucía.
—¿Pasó? —preguntó don Enrique.
Álvaro se le quedó mirando, sorprendido. ¿Qué había querido preguntar su tío, o qué había adivinado? Sin rubor, miró los ojillos penetrantes, un poco maliciosos. No contestó directamente.
—Estoy como nuevo —dijo, solamente.
Y con la calma interior, renació un deseo febril de trabajo. Pero no como el de hasta ahora, en la tierra, sino aquella otra tarea que tantos años le absorbió.
Cuando Daniel vino a pedir instrucciones para la vendimia, Álvaro sintió una sensación cálida, lo mismo que si algo de su casa llegase hasta él. Mientras Daniel tomaba unos vasos de vino, en la cocina, Álvaro se informó de cómo marchaban los trabajos en la finca. No pensó ya: «¿Verá a Marcela?» Aquello estaba al otro lado de él. Ahora sólo sentía contento por ver allí al mozo, robusto y leal.
—¿Y cuándo vuelve el señor? La Ermitas está como cuerpo sin ánima.
Álvaro rió.
—Pronto ya, muy pronto. Dile que se casa la señorita Dorila, que quedaré aquí hasta la boda.
—Veniros todos a la boda —invitó don Enrique—. En la fraga, si hace bueno, prepararemos algo para vosotros.
—Déjelo el señor.
—Pero, ¿qué he de dejar, trueno? Lo que se celebra en Cora, es de La Sagreira, y lo de allá, de acá, ¿estamos? Aquella casa y ésta son como una.
—Ya puedes decir a Ermitas que se ponga de tiros largos y venga a ver a la señorita Dorila de novia —sonrió Álvaro.
—Y tú —don Enrique guiñó un ojo al Daniel—, si tienes novia por lo decente, la traes. Pero si es de las otras, te contentas con lo que tenemos en casa.
Reía de su propia chanza. Daniel le acompañó en su risa.
Cuando marchó, Álvaro escuchaba a tío Enrique, contándole cosas ocurridas en sus años mozos, cuando el padre de Daniel, el Pablo, era casi un rapaz.
—¿Y para qué le pediste los cuadernos? —comentó luego, con un gesto despreciativo—. ¿Quieres perder lo que ganaste?
—Quiero volver a trabajar, tío Enrique.
—Te ha gustado siempre complicarte la vida. Pero, en fin, como esta temporada andamos todos como locos, uno más…
Álvaro esperó sus cuadernos con verdadera ansiedad. Impaciente, salió al encuentro del recadero, y agarró con las dos manos el voluminoso paquete. Después, subió a su habitación, situada al fondo del corredor del primer piso, y lo desempaquetó. Tenía el pulso trémulo. Acarició el libro de pergamino, y levantando las gafas sobre la frente, lo acercó a sus ojos.
¡Su libro! ¿Había estado loco? ¿Qué mal le había atacado para llegar a renegar de aquello? Comenzó a leer el último de sus cuadernos, y sorprendióse de lo exacto y minucioso de su trabajo. Se enfrascó en la lectura.
La campana para el almuerzo vino a interrumpirle. Sin cerrar el cuaderno alzó los ojos y miró hacia el horizonte por la ventana abierta. «Gracias, Dios mío». Se encontraba a sí mismo. Y hallarse de nuevo le producía una sensación de humildad. ¿Qué importaba su vida gris, recóndita? ¿Qué importaba no tener un aliento humano junto al suyo? Para el tiempo que pasa y pasa, inexorable, para todo lo que perdura tras la muerte, ¿qué importaba, ni siquiera, ver su obra concluida?
Demasiada importancia: los hombres nos damos demasiada importancia. Vió a Dios flotando sobre el río, alzándose sobre la tierra, encarnado en los hombres. Sí, un poco de Dios en cada uno. Un gran amor a la humanidad se despertó en él. ¿Por qué se había* considerado bueno hasta ahora? ¿Bueno, por qué? ¿Qué había él hecho por los demás? Cerca de él, en la cocina, en los establos —como Marcela, sí, como Marcela— discurrían aquellas vidas con sus alegrías y con sus pesares, con sus pasiones y su soledumbre. ¿Qué había él hecho por todos? ¡Ah! Fuera los prejuicios adquiridos, las máximas aprendidas, la virtud convencional. Lo importante era ser humano, y ser humano era postrarse, respetar lo que de Dios había en cada uno, y amar, compadecer lo que tenía de barro. Ser humano era aceptar, en su humanidad, las complejas humanidades de los otros.
Cerró el cuaderno. No se hallaba solo, porque supo, ahora, que la soledad tiene sentido cuando la vida interior es rica en personajes, y él llevaba en su alma la compañía de muchos peregrinos, gentes de corazón sereno.
Volvió a tocar la campana. «Gracias, Dios mío».
Y lo halló todo nuevo.