XIV

AHORA SABÍA lo que era sangrar el corazón. Lo había leído tantas veces, lo había oído tantas, siempre pensando: «Literatura… Dichos». Pero ahora sabía que el corazón sangra. Sentía una sensación, cálida y punzante, según cruzaron el portón y se vieron en el camino. ¿Cobardía o valor? Dejaba a Marcela detrás suyo, y cerraba los ojos. Marcela no existía, o, al menos, no podía existir para él. Álvaro no pudo evitar aquel silencioso llorar del corazón diciendo adiós a la juventud, porque sabía que con la juventud de Marcela se despedía de la suya.

Huía de Marcela, y su imagen le salía al paso, camino de Cora. ¿Cómo huir de ella, si la llevaba en la sangre?

Un día anduvo estas corredoiras con la muchacha cabalgando tras él. Rememoraba su aire encogido de la vez primera, y en cambio, su expresión lejana e impenetrable, cuando el regreso. Ya entonces, sintióse extrañamente confuso al verla montar a pelo. «Marcela no debe montar así». Una de las veces que se volvió aguantando la rama de un castaño, desenlazándola de otro frontero, sintió una bocanada de calor que le subía al rostro. ¿Era moza o varona la que montaba, garrido el cuerpo, quieta la mirada, con el pelo flameando en torno suyo? Las membrudas piernas se ceñían a los flancos del caballo: la luz de la luna tornábalas blancas, irreales.

Jorge y Álvaro cabalgaban silenciosos, en el amanecer. Los cascos del caballo sobre los cantos de la corredoira, cantaban rítmicamente: «Marcela irá a bañarse a la playa… Irá a la playa… Irá a la playa.»

La sangre muere con uno.

Jorge callaba. Desde el sendero divisó a Espasante. Allí vivía la Saruca. Las dos playas de Espasante, como dos medias conchas, abríanse, en arena, una, sobre la ría tranquila, y la otra sobre la mar, movida y brava. Entre una y otra, el poblado compuesto de casitas blancas, encaladas, con tejados de pizarras, sujetos en sus bordes por pedruscos. El valle era feraz campiña, frondosos los espesos bosques de pinos, esbeltos los cipreses cerca de la ría. Sobre la mar un castro. Jorge buscó el brazo de la mar entrando en Ortigueira, defendida por los tres guardianes de piedra, severos e impávidos. Había algo de guerreros y monjes en los tres aguillones, como encapuchados. A Jorge no le extrañaba que los caballeros templarios hubiesen elegido el convento de la isla de San Vicente. A veces dudaba de si sería cierto lo que oyera contar de niño a unos pescadores: un día que un barco normando quiso piratear por Santa Marta, al ver los hermanos templarios que desde la isla sola no se defendían, hicieron una barca a la mar. En la barca iban tres de los caballeros. Cerraron el paso, denodadamente, y cuando vieron que el barco iba a adentrarse pese a ellos, lanzáronse arrojadamente, sobre la proa, para desviarle el rumbo. Y dicen que el barco se estrelló como si chocase contra las piedras. Al alba, no había rastro de barca ni de buque, pero estaban los aguillones allí, para siempre, vigilando. Jorge perdió de vista el paisaje, porque los árboles, cruzando sus ramas, se enseñoreaban del horizonte, lo celaban. Marcharon así, casi enlazados por las ramas de los árboles, hasta llegar al Barquero. Luego, tomaron un camino asfaltado que conducía a Cora.

Cuando desmontaron, frente a la casa, salían a trabajar los mozos, y Gabriela informó al señorito de que las señoras aún dormían.

—¿Y Miguel? —preguntó Álvaro a Jorge.

Al echar pie a tierra comenzaba a desentumecerse.

Jorge se alzó de hombros:

—Buscaremos a padre, que estará en la fraga.

—¿A estas horas? Hazte cuenta que salimos de amanecido.

—Todos los días da un paseo antes de desayunar.

Vieron desde lejos a don Enrique: alta silueta entre los altos árboles.

Avivó el paso al verles.

—Mala cara, sobrino —dijo, observándole suspicazmente—. Sigues trabajando.

No lo dijo como pregunta, sino como aserto. Para él, aquellos rasgos fatigados y el brillo terne de los ojos eran sólo la causa de un excesivo inclinarse sobre los libros.

Álvaro se avergonzó de la superchería.

—Trabajo poco ahora —dijo, sin mirar a Jorge.

—Tú lo que necesitas es vida sana, pasearte como yo al amanecido, y trabajar en el campo, y hacer vida de hombres, ¡trueno!

Jorge sonrió: las bravuconadas de tío Enrique confortaban.

—Vino Dorila —advirtió, volviéndose al hijo.

Y carraspeó de un modo tan significativo que obligó a Jorge a preguntar:

—¿Qué le pasa?

—Tendremos boda. No me meto en eso, allá las mujeres… Tu madre que tiene la cabeza en su sitio dice que es para bien: para bien sea.

Hacía grandes parábolas con su bastón, y Álvaro comprendió que le dolía casar a la hija.

—Un indiano, ¡fíjate! Hijo de un comerciante, que marchó a hacer dinero. ¡Si mis padres levantasen la cabeza!

Le dejaban hablar.

—Tiempos nuevos, hijo, tiempos nuevos… Y por encima, quince años más que ella. Pero tu madre dice que está bien, pues a callar.

Se le veía estallando por explayarse.

—¿Qué puedes esperar de un hombre que hizo los cuartos con carretes? Cosa de mujeres… No le conozco: el día que vino a hablarnos, me encontraba en cama, con el ahogo.

Jorge sonrió, mirando a su primo. A don Enrique le daba el ahogo en cuanto quería zafarse de algo.

—Lucía dice que es un buenazo. ¡Faltaría más! ¿Y qué iba a ser, si no?… ¡Casarse con mi hija!

Álvaro recordó a Dorila, altiva. Qué vueltas daba el mundo, y las personas.

—Eso sí; tiene la mano abierta —continuaba don Enrique—. Manda cosas de allá que, como las mujeres son todas por un mismo patrón, se quedan como bobas. ¡Una mujer seria como tu madre, admirándose de esas cosas! Poco serias, ¡trueno! Lo hombruno es la madera, y la piedra, y la plata, y no todas esas cosas transparentes que parecen para criadas. Antes, en los serrines de las ferias, buscábamos cosas así para embaucar a las mozas. Ahora, lo mismo da unas que otras.

Pero, cuando vio de lejos a doña Lucía:

—De esto, ni una sola palabra a tu madre.

Jorge inclinó su alta talla para besar a la mujer menuda y frágil.

—¿Te ha contado tu padre la novedad?

Y luego, sin transición, volviéndose al sobrino:

—No te marchas de aquí hasta que no te vea otra cara.

Nublóse un momento su sereno semblante: secretamente, le halagaba el mal aspecto de Álvaro. ¡Si Tula hubiese vivido!

Miró, con cariño, el fatigado rostro, la sonrisa forzada. Claro, no había comparación posible entre el indiano y él, pero Dios dispone… Tuvo que empinarse para cogerse del brazo de su hijo.

—Padre te ha echado en falta…

Don Enrique, marmotando algo entre dientes, se internó en la casa, seguido de su sobrino. Madre e hijo quedaron un momento quietos, mirando hacia el río, con idéntica expresión en los ojos. La madre agradecía la presencia de aquel hijo que era su secreta debilidad. Parecíale que continuaba siendo el niño que ella quiso y acunó, y que se dejaba quietecito besar, mientras Miguel, más turbulento, perneaba por escaparse en cuanto su madre pretendía retenerle. Jorge, pasivo, quedaba tiempo y tiempo en la blanda tibieza del regazo materno: «Semella unha nena», barbotaba el padre, irritado. Y bruscamente, cogía a la criatura, liberándola de los amorosos brazos que le apresaban. Doña Lucía vio crecer de Jorge sólo el cuerpo. Fué el más guapo de todos sus hijos: altísimo, elástico de miembros, robusto y fino a un tiempo, con el cabello ensortijado y rubio. Tenía los ojos claros y fríos, y besaba a su madre con una ternura, mezcla de fervor y de respeto.

Los ojos de doña Lucía resplandecían cuando, desde cualquier ventana divisaba, a lo lejos, la alta silueta del hijo, abatiendo árboles o sachando la tierra, como los campesinos. Sabía que el hijo no conocía mujeres, y se sentía orgullosa por ello. También la madre respetaba al hijo.

Para él, la tierra y su madre eran lo único en el mundo: aquella era su amante y ésta su amada, y hasta don Enrique tuvo que reconocer, a regañadientes, que aquel mozo casto y trabajador era más capaz para el trabajo, e incluso más hombre, que cuantos le rodeaban.

Miguel, en cambio, acongojaba a la buena de doña Lucía. Preferiría verle casado, fuese con quien fuese, a imaginárselo como se lo imaginaba. No conocía a la Saruca: su casto pensamiento figurábasela tentadora y peligrosísima. En el fondo, muy en el fondo, a solas consigo misma, no podía evitar cierta condescendencia cariñosa hacia aquella mujer, porque amaba a su hijo.

Si hubiese podido verla, tal como ahora era, teñido el cabello, procurando continuar con aquel tono de oro pajizo que a Miguel enamoró, flácidas las carnes, quemados los ojos de tanto llorar, y desesperadamente resignada con su suerte, el alma maternal de doña Lucía la hubiera compadecido.

—Debían casarse, Enrique —aventuraba alguna vez que otra, después de confesarse.

—¡A callar!

Doña Lucía rezaba a Santa Ana para que ablandase aquel recio corazón.

Lastimado, Miguel apenas tomaba parte en la vida familiar. Álvaro pudo comprobar que a lo largo del día apenas compareció. Don Enrique fingía que no se enteraba de su ausencia, pero los ojos angustiados de doña Lucía acariciaban el puesto vacío, en la mesa. Álvaro comprendió que Miguel, a lo zorro, tozudamente, imponía su deseo. Pero había errado en el cálculo: creyó hacer, por fin, su voluntad, y era la del padre la que hacía.

Don Enrique, viendo a su hijo, hombre maduro ya, temió que a última hora se casase con la Saruca. Buscó el modo de evitarlo: le aflojó las riendas. Miguel; lo mismo que un parvulillo, picó el cebo, y lo que en tantos años no sucedió, sucedía ahora, al amparo de una mayor convivencia.

—Parece que el padre se ablanda, nos dejará casar.

Ahora ya no se veían en la huerta, sino detrás de la casa.

De cuando en cuando la Saruca se aborrecía de Miguel:

—Sin voluntad. No tienes voluntad. Tu padre te maneja como un pelele…

—Es mi padre.

—Ya lo sabemos. Mira tú. Yo también le tuve. Y madre. Y bien sabes los disgustos que me ha costado, lo que me ha costado…

Miguel volvía como un toro fogueado.

—Padre, tengo que hablarle dos palabras.

—Anda, déjate de monsergas. ¡Vete a tu trabajo, y menos hablar!

Miguel le cortaba el paso. Estaba blanco y casi lloraba:

—Pues yo tengo que hablarle. Aquí o donde sea.

—Venga de ahí —socarrón, don Enrique, le miraba.

—Tengo que casarme con la Saruca.

Don Enrique dio media vuelta, y quiso marcharse dejándole con la palabra en la boca.

—Padre —siguió Miguel, yendo tras él—. Tengo que casárme. Ya no soy un rapaz, para que me manejen, y tengo que cumplir. Le digo que tengo que casarme…

—Que no eres un rapaz, a la vista está. Casi pareces más viejo que yo, ¡trueno! Pero como vuelva a oírte mentar a esa mujer en esta casa, donde vive tu madre… ¡Calla! ¡No me contestes!… Tu madre que es una santa.

—Ella también es buena.

Don Enrique alzó la mano:

—No te cruzo la cara porque eres hijo suyo. ¡Pronunciar con el nombre de tu madre el de una mujer que…!!

Hizo un gran gesto teatral, y se alejó, muy derecho, hacia el despacho. A solas procuró reírse, rezongando. Alejado el peligro. No tenía nada que oponer a los rapaciños: si los había, que vinieran. Pero dijo que no quería ver a la mujer y no la vería. La risa quedó en mueca, recordando el sollozo seco del hijo, y sus palabras. Algunas no eran de él, lo podría jurar. Algunas no habían salido del meollo del hijo. Apretó el puño en dirección a Espasante: «Veremos quién puede más. A ver quién se sale con la suya»…

Y le temblaba la barba, no de furia, sino de emoción. Le llevaban al hijo, al mayor, se lo llevaban. No, mientras él viviera. «Rapaz —murmuró ahora que nadie le oía—, meu rapaz».

Miguel no se lo perdonó. Volvió hosco donde la Saruca, y ella se asustó al verle, terrible en su silencio.

—¿Hablaste con el viejo?

Le dio miedo. Abrazóse a él llorando.

—No importa. No te apures.

A Miguel se le pasó aquel pronto, y nunca más habló de la Saruca en casa.