XIII

—¿ADONDE FUISTE ayer, Ermitas? —preguntó Álvaro, mientras desayunaba.

—Fuíle a la playa, señor. ¡Jesús, y el tiempo que hacía que no iba para allá!

—Pero, mujer, ya no tienes edad para esos trotes.

—No tengo, pero la moza es moza, ¿qué quiere hacerle? Y la pobriña nada sale.

Recelosa, Ermitas huía la mirada.

—… y quería conocer la playa. ¡Y como era domingo! —recalcó, con intención, la vieja.

Silencio. El amo tomaba lentamente su desayuno, y no parecía enfadado. El gesto adusto de la noche anterior había desaparecido, aunque razón tuviera para remontarse. ¡Qué disgusto! Nunca sucedió cosa igual. Ermitas aún sentíase revuelta de la impresión. Tampoco el amo debió dormir cabalmente; se le conocía en las ojeras tan hundidas.

—¡Y que nada cambiara en tantísimo tiempo! De cuando el señor era neno que iba yo para allá, está todo mismamente lo mismo. Hasta parecíanme los pájaros de entonces…

Ermitas charlaba excitadamente, pidiendo a Dios que el amo no aludiese a la escena de la víspera. Y por otra parte, deseaba saber qué sucedió cuando ellas se retiraron. ¿Reñiría a Dolores? ¿Preguntaría a Herminia cómo empezó el alboroto?

—Acuérdome del miedo que tenía a las olas, que aunque arremangábame las sayas, chapuzábame toda, de cómo pateaba, con perdón de su cara. ¡Mi Madriña querida, el tiempo que hace!

Álvaro alzó la mano, como para cortar sus observaciones. Mucho tiempo, sí, demasiado tiempo hacía.

Notó el recelo de la vieja, adivinando que temblaba ante la posibilidad de que le preguntase sobre lo ocurrido; no sabía, pobre Ermitas, que aún más que ella, huía de aquel tema. «Morra o conto», aconsejó Jorge, antes de acostarse. Ese era el camino acertado: tierra encima, quitarle importancia.

Una falsa paz, tirante y vidriosa, se abatió sobre el pazo. Todo el mundo marchaba al trabajo, diligente, hablando poco, y mirando de soslayo a su compañero. Cuando, a media semana, el Juan apareció, renqueando, Daniel azuzó a los bueyes: «¡Arre! ¡Arre!», y la Dolores apretó más la gavilla, sin levantar los ojos.

Daniel había contado a Pablo las cosas a su manera, y Pablo, creído que todo provenía de Dolores, tomó ojeriza a la mujer.

—Fuera de ahí, ¡puerca! Que debían subírsete los colores de andar a la busca de un mozo que pudiste parir —gritaba desde la ventana de su vivienda al divisar a la mujer rondando.

Dolores enflaquecía y le daba el calambre. Sin más ni más, en medio del trabajo, poníase a temblar toda, y caía sobre la tierra, revolcándose, echando espuma por la boca. Arremolinábanse las compañeras para cuidarla, pero quedaba tan rígida que ni Rosalía podía con ella.

Ermitas y Marcela no se acercaron a los campos. Lavaba Marcela junto al pozo, y Ermitas no daba abasto entre el cuidar de los señoritos y atender a que nadie se acercase por donde andaba la Marcela. Ermitas no podía olvidar los ojos ávidos de Daniel, ni pasar por alto las intenciones del Juan. Y luego, por si fuera poco, el señorito tornóse tan rarísimo que no podía parolar con él como antes. Claro que aquellos cuentos no eran para los amos, pero si no tenía señora, ¿qué hacía ella con aquella moza, buscada por los hombres, como la leche por las moscas?

Álvaro, desde que Jorge llegó, no se asomaba a la ventana. Recién levantados marchaban hacia el campo, y después dirigíanse a la playa. Álvaro se paseaba por la orilla mientras Jorge se bañaba. «Marcela estará, junto al pozo. ¿La verá alguien?» La muchacha había estado allí, sobre la misma arena. El rumoroso silencio de la playa le envolvía, le aislaba.

—¡Que estoy llamándote! —gritaba Jorge desde el mar, las manos formando bocina delante de la boca.

Álvaro tardaba un momento en contestar.

Luego reemprendía su divagar: ¡cómo saltó el Daniel para defenderla! ¿La vería a solas Daniel? Las olas susurraban: «No… No… No…» Álvaro supo que acertaban. Recordó a Marcela, pegada contra la pared, palidísima, con los ojos cerrados, tanto que él creyó que iba a desmayarse. Todo su afán fue hacerla salir de allí, no dejarla expuesta a los ojos hambrientos o a los ojos malignos.

Había pasado la noche en blanco, despreciándose a sí mismo. Por eso le molestó oír a Jorge, volviendo inoportunamente sobre lo ocurrido:

—¿Sabes que no es de extrañar lo de anoche? La rapaza se las trae…

Álvaro le miró, de frente, buscando una intención ea sus palabras. Pero Jorge ofreció a la suya una mirada limpia:

—Aquí, entre todas esas mujeronas, debe de ser como cerilla en el pajar.

—Déjala en paz, hombre.

Jorge le miró, sorprendido. Álvaro se impacientó:

—¿A qué viene meterse con las criadas?

—Pero ¿tú estás loco? Yo no me meto con nadie. No te comprendo, Álvaro.

—Perdona. ¡Estoy tan cansado! —Hablaba con voz ronca, y que, en efecto, revelaba suma fatiga. Dió unas palmadas en el hombro de Jorge.

Acodados a la ventana del despacho, por las noches quedaban hablando hasta muy tarde. Oían los pasos de Ermitas, arrastrándose sobre el suelo, y el ruido de los platos recogidos. Después las pisadas de las sirvientes, dirigiéndose hacia la escalera. Sin querer, Álvaro pensaba: «Ahí va Marcela.» Estaba seguro de no equivocarse; ruidosas unas, ligeras otras, distinguía entre todas el paso, firme y leve, de la muchacha.

—Pero, ¿qué te pasa, hombre? —preguntaba Jorge, sinceramente alarmado—. Tú no estás bueno; a ti te pasa algo…

Álvaro, con la cabeza entre las manos, escuchaba los pasos caminando por el corredor, justo encima de ellos. «¡Marcela! ¡Marcela!» (Marcela estaría acostándose. Marcela dejaría caer la ropa en torno suyo, y el cuarto olería como ella.)

Sobreexcitado, creía escuchar el rumor leve de la mujer cuando se desviste. «A ver si a la postre va a acertar el Juan diciendo que era meiga, y me tiene embrujado», pensaba, sonriendo dolorosamente.

—Tú te has quedado débil. Debes venir a casa para descansar. No hacer más que descansar durante una temporada.

—A lo mejor me vuelvo contigo.

Jorge creía ver el rostro céreo de Tula, y los dedos ahusados, abombándose sobre el pecho. ¡Pobre Álvaro!

Amaneció el domingo y Álvaro recordó: «Marcela irá a bañarse a la playa.» Nada dijo. Anduvo toda la mañana irritado y nervioso. Cuando entraba al comedor con Jorge, vio venir a Marcela, que se hizo a un lado para dejarles pasar. Deseó decirla: «Pasa tú, mujer» y quedarse mirando cómo andaba. En lugar de ello se volvió a Jorge, fingiendo que ignoraba la presencia de la muchacha.

La tarde amenazaba ser bochornosa. Después de comer subieron a la terraza. Respaldado contra la butaca, con los ojos entornados, como si dormitase, Álvaro dejaba subir aquella angustia que le oprimía, que le punzaba en las sienes. ¿Por qué tenía que salir Marcela? ¿A fin de qué tenía que bañarse? Ermitas se hacía vieja y la muchacha la trasteaba. El día menos pensado se repetía lo de la Matuxa… Fué más fuerte que él: el pensamiento le ahogó.

—Ermitas —llamó sin abrir los ojos, debatiéndose con la imagen de la Matuxa derribada en el suelo.

Como nadie acudiera, se levantó, pálido, violento.

—Ermitas —gritó, inclinándose por encima de la barandilla.

El vaho de calor desfiguraba el paisaje, o él lo veía así, deformado, borroso, a través de una ardiente bruma.

—No está la Ermitas, señor. ¿Necesita algo? —acudió, presurosa, Rosalía.

—¿No está? ¿Dónde ha salido?

Vió también a la Rosalía difusa, como si todos sus rasgos fueran una gran carcajada.

—Salió temprano, recién comida, con la Marcela.

¿Por qué le miraba Jorge así, tan extrañamente grave y reflexivo?

—¿Por qué me miras así? ¿Qué tengo?

—Nada, hombre. Toma las cosas con calma.

No quiso ahondar en el sentido de aquellas palabras.

Se dejó caer en la butaca y cerró los ojos de nuevo, huyendo de la agobiante quietud de los árboles.

—No se mueve una hoja…

La tierra abrasaba, se adivinaba ardiente la piedra de la barandilla, requemada la hierba, exhausta.

Marcela desanudó el pañuelo que se atara a la cabeza porque le daba calor. Marchaba con Ermitas, sudorosa, con el sol de frente, sin poder escapar a la abrasadora violencia de sus rayos. Llevaba bajo el brazo un hatillo con la toalla.

—Mala hora cogimos. Estoyme cociendo.

—Y pensar que no comiste por bañarte, grandísima tonta.

Andaban y andaban, y la playa parecía estar cada vez más lejos. Marcela tenía las fauces secas cuando la divisó.

—Ven por aquí, Celiña, que te hay una corredoira que corta camino; andábala yo cuando venía con el señor.

Bajar fue cosa difícil. Marcela, con el frescor del mar ante sus ojos, reía de los apuros de Ermitas. La vieja se escurría, agarrándose a las matas, y lo malo era que aquellas matas eran tojos, y chillaba.

—Agárrate a mí, que voy delante.

—Mira dónde asientas los pies. Marcela, ¡que me tiras!

Por fin llegaron a la arena. Marcela reía, y al escuchar su risa, como asustados, los pájaros levantaban el vuelo.

Ermitas, satisfecha, suspiró.

—Ya llegamos, Celiña. Quítate la bata, ahora que estamos solas, entremientras sostengo la toalla.

Debajo de la bata Marcela llevaba lo que Ermitas le arreglara como traje de baño. Con una antigua bata de cocina a rayas, confeccionó un camisolón con muchos vuelos, «que no es decente que ajúntese la ropa al cuerpo». La cubría hasta por debajo de las rodillas.

—¿Y ahora cómo hago?

Ruborosa, un poco pálida, Marcela apretaba sus manos contra el pecho, como para ocultarle más. No había nadie aún en la playa. El fuego de la arena despedía. Ermitas, con su cascada boca, sonrió enternecida a la muchacha.

—Ahora vete para el agua, hija, pero maíno, probando bien con el pie si el agua cubre o no. Y así que te llegue por aquí —Ermitas señalaba su cintura—, no camines más, que puede presentarse la resaca y llevarte para adentro.

—¿Y tú, por qué no te bañas?

—¡Bañarme yo, María Santísima! Quedaríame tiesa, de intentarlo…

Marcela, recelosa, fue entrando en el agua poco a poco, pero cuando empezó a moverse tímidamente dentro de ella y sintió su fría mordedura en la carne, y miró a un lado y otro y nadie había, y el agua iba y venía a besarla las piernas, cuando aquella helada boca húmeda acabó pareciéndole tibia y suave, volviéndose hacia Ermitas, hizo con la mano un gesto victorioso, sonriendo.

Ermitas, de pie en la arena húmeda, oreada por el soplo cercano del mar, sentía que algo dentro de ella pugnaba por deshacerse en llanto mientras contemplaba a Marcela, cándida e indecisa, moviéndose con temor y consultando, ansiosa, con sus claros ojos, para saber si podía continuar. La muchacha, con su flojo camisolón, tenía la misma gracia salvaje de las garzas que pasaban chillando por encima de sus cabezas.

Marcela alzó la suya y rió, mirando a los esbeltos pájaros: parecía que le hablaban. Después, Ermitas vio cómo se agachaba en el agua, y volvía a levantarse toda mojada, con pequeños escalofríos por la impresión.

Ermitas miró a un lado y otro, qué nadie la viera. La tela mojada se adhería al cuerpo firme y suave de la muchacha. Ermitas se sofocaba por ella, deseando que saliese pronto o se tapase dentro del agua, que le habían contado que entre los helechos se escondían los mozallones para ver bañarse a las mujeres.

Marcela salió corriendo, y Ermitas la cubrió con la toalla.

—Frótate mucho, Celiña, y a vestirte pronto.

Marcela, agachada entre los helechos, mientras se mudaba, reía, contando a Ermitas la impresión del baño, y su risa sonora iba a unirse con el grito de los pájaros.

—De primeras, pasé un frío… Pensábame salir, pero tenía rabia por ti. Luego ya no lo tenía, que calentóse el agua.

—Calentaría —rió Ermitas—. Calentaste tú…

—¡Tengo un hambre! Vamos aprisa, Ermitas.

Agarrada al brazo de la vieja emprendió la vuelta, con el camisolón mojado envuelto en la toalla, y la cabeza empapada aún. Parecía su pelo más obscuro y lacio, y más claros los ojos.

Iban tan contentas de aquellas horas transcurridas que se les hizo corto el camino. Quizá fuera, también, que el sol ya no picaba tanto. Marcela tiraba de la vieja:

—Anda, que tengo hambre.

Según entraron, fuéronse a la lareira.

—El amo preguntó por la Ermitas —dijo Rosalía.

—Dale algo de comer a la rapaza, que no comiera aún.

Acercábase Ermitas a la terraza, refunfuñando. Tanta prisa como se dieron, aguantando todo el calor para que no las echaran en falta, y el amo llamó por ella. No sabía qué le pasaba esta temporada que no la dejaba en paz. Todo el día averiguando, preguntando, cerniendo… El amo, antes, no era así.

—¿Llamó el señor por mí?

Álvaro, lentamente, como quien se arranca algo que daña, se pasó la mano por la frente. Alejada la obsesión. En cuanto Ermitas se encuadró en el marco de la puerta-ventana, aquellas dos mortales horas perdieron toda su agonía.

—¿No está bien, señorito?

Vió los ojos angustiados de la vieja, y la mirada compasiva de Jorge.

—Me duele la cabeza, quiero acostarme pronto. Por eso te llamaba.

Suspirando, tranquilizado, se volvió a su primo:

—Estas jaquecas que ahora me vuelven loco…

—¿Y no sería buena llamar por el médico? ¡Ay, que si llególe a saber que no se encontraba bien, quédome en casa, señorito Álvaro!

—¡Qué bobada, mujer! Es dolor de cabeza, solamente.

Se metió en cama al caer la tarde. De hecho, hallábase rendido y con una sensación de debilidad, lo mismo que si anduviesen hormigas por dentro de su cabeza.

Esto venía ocurriéndole desde hacía algún tiempo; si intentaba leer, aunque sus ojos viesen las letras, no se formaban las palabras en su cerebro.

—¡Ay, señorito Álvaro! —suspiraba Ermitas, arropándole como cuando era niño—. Pensar que yo no estaba. Si lo sé, no salgo —se lamentaba, afligida.

—¿Dónde fuiste? ¿A la playa?

—Estaba el día tan bueno, y el agua tan fría…

—¿El agua? —Álvaro intentó sonreír—. ¿No irás a decirme que te bañaste?

—Yo no, señor; pero lo hizo la Marcela. ¡Tenía más apuro!

Calló, alejándose de puntillas, porque el señorito había cerrado los párpados; seguramente le cansaba hablar.

Jorge cenó solo aquella noche. Estuvo largo rato acodado en la ventana. Mirando al cielo estrellado, calculó: «Las mismas estrellas lucirán sobre Cora.»

Y deseó a su tierra, a su casa. Sin saber bien por qué, pensó en Miguel, ligado a la Saruca; en su padre, mitad como Miguel, mitad como él: por un lado adoraba a la tierra, y por otro se dejaba llevar por las mujeres. Jorge ya no era ingenuo. A Jorge, en muchos aspectos, su padre le parecía menor que él. Jorge, pensando en su madre, tuvo ganas de ponerse de rodillas.

A la mañana siguiente, al despertarse, Ermitas le enteró de que Álvaro se había levantado.

—… y debía guardar cama, señorito Jorge, que no me tiene buena cara. Díjeselo así, pero no hiciera caso.

No tenía buena cara, cierto. Álvaro se miró en el espejo: tirantes los rasgos, febriles y hundidos los ojos, bien podían creer que se encontraba mal. Se observó despaciosamente. ¡Cuántas canas! Y arrugas, pequeñas y traidoras arrugas alrededor de los ojos, y en las comisuras de los labios dos más hondas, marcadas.

Una gran melancolía se apoderó de él. Terminada la vida: para lo que importa, terminada… ¡El libro! Ahora se reía cruelmente, pensando en él. Lo único que contaba es tener pocos años detrás de uno, y un corazón alegre, y poder acercarse a una moza de rojo pelo y verdoso mirar, para enamorarla. Lo que importaba era todo lo humano, y lo que del humano nace. Se creó una misión: ¿para qué buscarse misiones en la vida, si ya nace uno con ella impuesta?

Él hurtóse el camino, y ahora era tarde para todo: «Porque eres un viejo, y una muchacha de diecisiete años se reiría de ti. Sí, se reiría de ti.»

La terrible servidumbre del amor le avasallaba. Debía hacerse fuerte. Semejábale oír el rugir de las olas, levantándose en espuma alrededor de la muchacha. Las olas que la tocaban, la envolvían…

Iba a enloquecer, de fijo: iba a enloquecer. En su cerebro martilleaban las palabras, daban cien vueltas y volvían las mismas. Con letras de fuego las veía escritas en el espejo, en la pared, en el aire limpio de la mañana: «Tarde… Es tarde para ti.» Creía escuchar carcajadas burlonas: «Es tarde, amigo, es tarde»… Una amargura le resecaba la garganta. No fue nunca buena su parte en la vida: la falta de sus padres, siempre solo. Ahora sabía lo que era la soledad, porque antes no se había dado cuenta de ella: «Como nuestros primeros padres. Se dieron cuenta de que estaban desnudos cuando pecaron.»

Él, ahora que aquella abrasadora bocanada le asfixiaba el alma, sabía el sentido oculto de la soledad cuando vuelves a casa y nadie espera, cuando tienes un trabajo y nadie le sigue con cariño, cuando sabes que te has hecho viejo y a nadie importa, cuando, perdida la juventud, nadie la rememora compartida.

«Es tarde, amigo», decían las ramas de los árboles, sacudiendo sus hojas, en muda despedida a lo que fue.

El fiel «Chinto» se acercó a él, y le lamió la mano. Un sollozo sin lágrimas quebró el dolor de Álvaro, porque los ojos mansos del can parecían comprenderle, y había una sumisa, resignada caricia en ellos. «Chinto», también, a su manera, había dicho: «Es tarde».