JORGE Y ÁLVARO salían muy de mañana y marchaban hacia los campos.
Jorge era eficiente y trabajador. No se contentaba con inspeccionar o dirigir las faenas: tomaba parte en ellas. En mangas de camisa poníase al frente de los trabajadores. Álvaro le contemplaba, apoyado en su bastón.
—¿Y no has probado a trabajar así? Verías cómo te distraías el pensamiento.
Álvaro le admiraba. Elástico y fuerte, conservaba una flexibilidad juvenil y la piel tersa.
—¿Cuántos años tienes, Jorge?
—Cinco menos que tú.
A Álvaro le costaba creerle.
—¡Quién lo diría!… Nos hacemos viejos.
—¿Viejos? —Jorge se detenía, enjugando la frente sudorosa—. Que hemos de ser viejos, hombre. Mira mi padre: va para los setenta y cinco y tumba solo un roble.
Después de trabajar un rato «para hacer mano», decía, Jorge y Álvaro paseaban por la fraga, o salían por el camino viejo, hacia el coro del monte. Volvían con las caras tostadas por el sol y un apetito devorador.
—Jesús, ¡y no se han bañado los señoritos en la playa! Tantos años como le hace que el señor no iba para allá, y ahora como dos rapaces.
—Ermitas, ¿de qué lado cae la playa?
—En saliendo de aquí, se ve de seguida, aunque te hay una carreiriña. ¿Quieres que vayamos el domingo, Celiña?
Y fueron. Salieron tras recoger el servicio de la comida, andando despacito por consideración a Ermitas.
Marcela callaba, mirándolo todo. Por entre los pinos veía la ría, con las suaves lomas asomadas a su ribera, y comenzaron a crecer y a convertirse en montañas, cada vez más imponentes y desnudas, y en una revuelta del camino divisó la playa bajo sus pies, y frente a ella la barra donde se ahondaba el mar abierto. Sobre un arenal, islote separado de la playa, posábanse las gaviotas, y unos patos negros, y las esbeltas garzas. Cuando las garzas alzaban el vuelo, por poco rozaban sus cabezas, y oíanse sus gritos, casi humanos, como si las aves conversaran entre sí avisándose de aquella extraña presencia.
Aquel día estaba la marea baja, extendiéndose la arena húmeda hasta la isla de San Vicente.
—¿No vive nadie allí?
—¿Y cómo quieres que vivan? Es la isla. Está toda llena de tojos altísimos y en un tiempo te hubo un convento, de esto te hace muchísimos años. Y cuando sube la mar, no puede llegarse más que en la barca. Al nuestro señorito, de mozo, mucho le gustaba la isla de San Vicente, y decía que estudiaba a las piedras que quedan por allá. Más una vez marchara con la cesta de la comida, y pasábase el día en la isla, volviéndonos a la tarde con ese mirar que tiene a veces, que al pronto parece que no te mira.
Marcela se imaginó al señorito Álvaro entre aquellos frondosos matorrales, inclinado sobre las ruinas del antiguo templo. Y luego se apoyaba la cesta en las rodillas para sacar la comida. Pero no podía figurársele mozo.
Le gustaría ir a la isla, de San Vicente, aunque le daba miedo porque el mar saltaba por sus costados, cubriéndola de espuma, y parecía fiera y amenazadora, como si tuviera un secreto y no quisiera que lo adivinasen.
En la playa crecían los helechos entre la arena.
—Tú que gustas de lavarte en el pozo, más iba a gustarte bañarte aquí.
—¿Pero puédole?
—¡Pues claro que sí, Celiña! —reía la vieja—. Y hay quienes te toman estos baños para la salud, que te son muy buenos. La Rula mandaba a las mozas que vinieran a lavarse acá, cuando lunaba.
—¿Para qué hacer?
—Érante mozas que padecían males. —Ermitas había bajado la voz—. Créome que la Rosalía también viniera para acá. Contómelo Yago; viera desde el monte mujeres tan blancas que pensara si viera visiones, o fueran las sirenas, como cuentan los pescadores. ¡No te estaban malas sirenas! Íbanle con sus cuentos a la Rula: que tornábanse amarillas, que dábanles ahogos, que penaban. «¿Has galán?», preguntaba la Rula. Siempre lo mismo; o no lo tuvieran, o se fuera con otra, o virábanse por uno. Y luego, la Rula les mandaba: contando desde la víspera de San Juan, todas las noches de luna, fuéranse a la playa, cuidando de esperar a que la luna estuviese bien alta. Así que estuviera, sacáranse las ropas, y en cueros vivos marcharan dentro del agua, hasta que les alcanzase por cima de las entrañas. Y luego, quietas, con la luna sobre ellas, pero sin mirar para ella, no fueran a celarla. Marcela se admiraba.
—¡Creóme que daba buenos resultados! El caso es que muchas, luego, topaban un galán por el camino, sin saber de dónde saliera, y de primeras enamorábanse perdidos.
—¿Y cómo entra una en el agua?
—¿Quieres, Celiña? Déjalo de mi mano.
Todo el camino de vuelta fue hablando la vieja de su propósito. Marcela sentía un ansia desconocida. Creía ver a las mujeres, con los torsos desnudos, quietos y blancos, a la luz de la luna. Ella no haría tal, así la aspasen. Se acordó de la Margarida; la Margarida la embromaba que ya estaba en edad de galán. La Margarida no necesitaba bañarse de noche en la playa para traer un hijo cada año.
Al llegar frente a la puerta del pazo, Marcela tuvo ganas de suplicar:
—No entremos entodavía. Espera, Ermitas.
Pero vio el rostro fatigado de la vieja, y que respiraba anhelosamente. Marcela empujó la puerta.
Subiendo las escaleras hacia su cuarto, oyeron voces que llegaban desde arriba. Milagro: los señoritos deberían haber subido a sentarse en la terraza. No era extraño, con la tarde tan calurosa.
—¿Quién anda ahí? ¿Es Ermitas? —preguntó la voz de Jorge.
—Es, señorito Jorge.
—Tráenos unos vasos de tinto, anda.
Marcela se inclinó hacia Ermitas:
—Deja, mujer, voy yo, que estás cansada.
—Dios te lo pague, rapaza, que lo estoy.
Marcela cogió del aparador una jarra y las copas. Con cuidado, subió de nuevo las escaleras, dirigiéndose hacia la terraza. Por el recuadro de la puerta-ventana que conducía a ella, veíase la luna en forma de cuerno, llamando a la noche. Pero la noche se resistía a presentarse, cazadora furtiva de sombras y de fríos.
Cerca de la barandilla, sentados en butacas de mimbre, don Antonio, el párroco, Jorge y Álvaro, apaciblemente departían.
—Bien, Marcela, que tenía ganas de verte —saludó el sacerdote—. Estás hecha una buena moza, chica.
Marcela enrojeció, buscando una mesita donde posar la bandeja.
—Los domingos en misa te miro a ver si has crecido un palmo más.
—¿Y Ermitas? —interrumpió Álvaro, secamente.
—Cansóse tanto de andar que fuése al nuestro cuarto.
—¿En dónde estuvo, para cansarse tanto?
Marcela palideció.
—Fuimos a la playa.
Una sorda rebeldía montaba en ella. ¿Qué le importaba a él adónde iban los domingos? A saber si había calculado que iban a pasarse la vida allí. ¿Por qué no preguntaba a las otras dónde pasaban los domingos? La Herminia andaba siempre de romería, y todos hacían que no se enteraban.
Marcela vio el ceño fruncido del amo. Bruscamente, dio media vuelta dejando con la palabra en la boca al señor cura.
—Y tú dirás que es bueno el señorito, que no sé de dónde lo sacas…
Ermitas, estupefacta, observaba a Marcela, erguida ante ella, bravía, con las manos temblándole de cólera.
—Calma, Celiña, calma. ¿Qué pasa?
—Que debióle sentar mal al señorito que saliésemos a tomar el aire.
—¿Díjotelo?
—Decir no dijo, pero vile la cara.
—Serán figuraciones tuyas.
—No son figuraciones, ¡recobro!
—Jesús, Celiña, que es el señorito…
—De un tiempo acá nada te puedo hacer sin que el señor junte la frente y mire para mí, enfadado. Que sabes bien que la noche que me mandaste para el comedor, a mudarles los platos, díjote luego que lo hicieras tú. Y la vez que llevé sábanas para la su cama, estuvo tieso, aguardando a que terminase, dándole contra el suelo con el bastón. Y yo cuanto más le oía, más tardaba. Tenía ganas de gritarle que parase. Y nada más salir, empujara la puerta que casi píllame un pie dentro. Como si una sirviera por su gusto…
—Bueno, mujer, no te acalores. Que en tratándose del señor todo lo miras crecido.
No quiso dar la razón a Marcela, aunque la tenía, que ya notara ella los modales del amo. Como ahora estaba el señorito Jorge, Ermitas, a veces, mandaba a la muchacha para servirle, quedándose de piedra la mañana que el amo la increpó. Nunca lo hiciera así, con aquel gesto furioso, y aquel desmán:
—¿A qué mandas a Marcela al cuarto del señorito?
—Sirvióle el desayuno.
—No tiene nada que servir. No vengas con innovaciones. Sirves tú y en paz.
—¿Dióle alguna queja el señorito Jorge? Porque la rapaza es buena y voluntariosa.
—Escucha, Ermitas, el servicio nuestro lo atiendes tú. ¿Está claro?
—Está, sí, señor.
Ermitas iba por el pasillo adelante sin salir de su asombro. ¡El señorito, siempre tan mirado con todos, chillarla así! Hacíase viejo, claro estaba. Y como todos los viejos, empezaba con manías y malos humores. Pero no era justo que descargase con la muchacha; cuando por pitos, cuando por flautas, a Marcela le tocaba lo peor. Porque si el amo la trataba con despego, las criadas hacíanlo con encono, y los hombres, ¡ay!, le andaban a la zaga. Esto era lo peor. Ermitas sabía fijamente que esto era lo peor.
La mala querencia de las mujeres, ¡bah!, ya se sabía que cuando andaban hombres de por medio se ponían como fieras, pero luego se les pasaba. El despego del amo, con que Marcela le evitase, en paz. Pero la querencia que Ermitas, más experta por vieja, leía en los ojos de los hombres, la traían atosigada. Que aquello no iba a terminar bien se lo daba el corazón.
El Daniel miraba para la Marcela como si ella tuviese imán en el cuerpo, y comía poco, y se echaba al gorlito grandes tragos de vino, y se secaba la boca con , el dorso de la mano, y mientras hacía todo esto, miraba y miraba a la muchacha con ojos de lobo hambriento.
Ermitas tenía ganas de decirle: «Eh, tú ¿es que no sabes mirar para otro lado?» Callaba por miedo a abrir los ojos de Marcela. Ermitas dudaba de si la Marcela habríase dado cuenta del querer de Daniel, pero si se lo diera, nadie lo sabía, que ni le miraba. Nunca volvió a él la cara mientras comían, que ahora, de un tiempo a esta parte, lo hacía siempre Daniel en la lareira.
—Eh, tú, ¿es que no sabe darte sopas tu tía? —increpaba Rosalía.
Daniel, cazurro, callaba, y presentábase siempre a la hora de comer.
Los domingos, a mediodía, Daniel se ufanaba contando la romería de la víspera, y los bailes del pueblo.
—Que yo me sé de una que he de llevármela de ruada…
Y miraba para Marcela. Y Marcela sorbía el caldo como si no le oyese.
«No le estaría mal el Daniel —pensaba Ermitas—. Pero por lo serio, como Dios manda.» Y vigilaba todos los movimientos del joven. Que no quería cuchicheos, ni apartes, ni citas clandestinas.
Las mujeres galleaban en torno al mozo. Cuando Marcela se marchaba, volvíanse, remedándola:
—Ahí te va la Remilgos.
Daniel reía, apurado. Deseaba salir en defensa de Marcela y no se atrevía, que él se enfrentaba con otro, de noche, y a cuerpo limpio, si falta hiciera, pero las lenguas desatadas de las mujeres le metían miedo.
Dolores, que rondaba los cuarenta, se apasionó del Daniel. En su ausencia se encrespaba, mirando hacia Marcela con ojos venenosos. Pero cuando estaba él presente, maniobraba para sentarse a su vera.
—¿Por qué no vas a la Rula, a que te cure el mal?
—¿Qué mal tiéneme que curar?
—El que te come las entrañas, homiño.
Tornóse mezquina, se humilló para lograrle. Apostábase al pie de la escalerilla cuando Daniel iba hacia su casa, al lado de los establos.
—¿Quieres que te diga dónde puedes verla?
Daniel la apartaba, asqueado. Pero luego, ya casi junto a la puerta, se volvía:
—¿Dónde?
—Te lo digo si…
—¡Suelta!
Al pasar el Juan, reía sordamente, adivinando el diálogo.
—¡Buenas noches a la compaña! —cruzaba el portal, esquivándoles.
—Espera, tú, que entro contigo.
Pero el Juan aceleraba el paso trenco, que no quería tratos con el Daniel. Le aborrecía. Si él fuera como Daniel ¡a buena hora se le escapaba la rapaza!
Aviesamente, mirando hacia Marcela, el Juan dijo una noche:
—Que miróte muy guapa, Dolores, ende que tienes galán.
Dolores se puso roja, y bajó los ojos, humilde, huyendo del gesto colérico de Daniel.
—Eh, Daniel, ¿que a la noche la Dolores es buena? *
Daniel empujó atrás su escabel, abalanzándose sobre él. No mediaron palabras. El Juan, para defenderse de aquellos dedos férreos que le atenazaban la garganta, echó mano a una jarra.
—¡Ay, Santiña! ¡Ay, mi amo, que se matan! —salió gritando Ermitas, desaforadamente.
Chillaban las mujeres, queriendo separarles. Marcela, blanca, se apretaba contra la pared.
Salió la jarra disparada y se hizo mil añicos. La cara del Juan se puso roja y luego amoratada, y pataleaba mientras Daniel le oprimía. Marcela echó a correr, y bajó volando las escalerillas.
—¡Pablo! —llamó desde la media puerta—. ¡Pablo! Que el Daniel se le desgracia…
Cuando volvió acompañada del viejo, temblando como un azogue, encontró en la lareira al amo y al señorito Jorge. El señorito Jorge aflojaba la ropa del Juan, y Rosalía le estaba abanicándole la cara con el soplillo.
Álvaro agarraba aún por un brazo al Daniel:
—Cálmate, chico.
Daniel estaba verde, y con las narices dilatadas.
Dolores, al divisar a Marcela, se volvió hecha una furia.
—¡Maldita! ¡Condenada! Quítate de delante o te estropicio.
El Daniel dio un tirón.
—¡Si la tocas…! —aulló.
—¡Calma! —gritó Álvaro, con tal fuerza que un silencio absoluto se impuso.
Marcela había cerrado los ojos. Huía de las pupilas viradas del Juan, enseñando lo blanco; del grito de Daniel, de los insultos de Dolores. No quería que el amo escuchase.
—Fuera, tú; con tu padre para tu casa.
El amo se volvió a Pablo:
—Asegúrate de esa buena pieza; no quiero escándalos en casa.
—Tiene que perdonarlo, señor. Dios delante, pondré remedio.
Dolores sollozaba histérica. Marcela, abriendo los ojos, vio que el color morado del Juan iba haciéndose blanco, y que respiraba fatigosamente.
—A poco más le acogota —comentó Jorge, levantándose.
—Y vosotras, para la cama.
Álvaro se había vuelto a Ermitas, que se mordía una mano, nerviosa.
—Para la cama, Ermitas.
—Pero, señor. Tengo que…
—No tienes nada. Marcela y tú, a la cama.
Marcela salió sin mirarle. Como una niña castigada, Ermitas la seguía.
—¡Buen modo de tratarte, tu señorito!
—Calla, Celiña, que tiémblanme aún las piernas del susto que pasé.
—Fué la culpa del Juan.
—Fuera de quien fuera…
Ermitas no quería reconocer que la íntima culpa, inconsciente, era de Marcela.
Hasta tarde estuvo implorando a los santos que aquello no trajese cola. Que le daba el corazón que el amo también iba a hacer responsable a la Marcela.
—Esa rapaza es como la yesca.
Álvaro callaba, fumando en silencio.
—Ayuda el tiempo —proseguía Jorge—. Que con este bochorno se le pone a uno la sangre pesada. Al viejo no le van a quedar ganas de volver…
Álvaro se representó la cara babosa del Juan, y el aspecto fornido de Daniel.
—Fué por Dolores —defendió blandamente.