XI

ÁLVARO SE LEVANTABA temprano. Trabajaba más que nunca en su libro, y había descubierto que las horas mejores para hacerlo eran las primeras de la mañana, con la casa tranquila, silenciosa, y el pensamiento despejado tras la noche de sueño.

A veces, comenzaba a escribir con luz eléctrica; poco a poco, a través de los visillos, iba entrando la luz blanquecina del amanecer. Parecíale el aire más limpio, y la tierra con un aspecto de virginidad que perdía en cuanto el sol la abrazaba. A lo lejos, la ría luchaba por conservar el velo de bruma que la vestía de misterio.

Álvaro, extrañamente lúcido, abría el cuaderno. Pero algunas mañanas sólo el ver la hoja en blanco le abrumaba; con la pluma en la mano trazaba mil arabescos. «¿Para quién trabajo? ¿Para qué?… El mejor día se me acaba la vida, ¿y qué? Un trabajo incompleto…»

Se asomaba a la ventana; el aire era fresquísimo, vivido. Se le abrían las carnes en el deseo de sorberse aquel aire. Hasta ahora había percibido la Naturaleza en masa; ahora, sorprendido, avizoraba las nervuras de las hojas verdes, el gracioso balanceo de las ramas cuando soplaba un viento suave, y aquel olor fragante y húmedo, que se le metía por el olfato en los huesos y en la sangre.

A la izquierda, por encima del muro, divisaba los manzanos de la huerta, florecidos: el olor de la pomareda era un olor a verde, como una muchacha.

«¿Qué me pasa a mí? Me levanto tan despejado, y luego me entra esta modorra.»

Pasaban las primeras carretas de bueyes, chirriando los ejes su canción; una canción compuesta de gritos, de ayes lastimeros y de sollozos. Algunos carros parecía que lloraban. Marchaban vacíos para la carga. Delante de la yunta, el carrero, con la vara en la mano.

Álvaro miraba al hombre y se sentía distante de él, de todos. Si se asomara y gritase: «¡Eh, amigo!», el otro no comprendería. Se quitaría la gorra, seguramente, esperando que le convidase a un trago. Álvaro quedaría solo, tras su ventana, porque ningún calor humano podía venir de otro a él.

Acercándose, el «Chinto» le lamía las manos. «Sí, “Chinto”. Gracias, “Chinto”.»

Aquello no bastaba, pobre can.

Veía salir al Juan, y dirigirse a los campos; le envidió. Envidió a cuantos disfrutaban de una vida sencilla y primitiva. El Juan tenía sus años, más o menos, y allí estaba, brutal y envejecido, con las manos callosas, pero trabajando como siempre, y, a veces, yéndose de ruada. Álvaro conocía su debilidad; habíale sorprendido, a veces, cuando él quedaba hasta tarde en el despacho. Oía ruidos en el portón, y se asomaba por la ventana del comedor, para averiguar a lo que obedecían: era el Juan. Marchaba sigiloso, pero las zuecas cantaban sobre las piedras de la entrada. «¡Que siempre será el mismo!», decía antes Álvaro, sonriendo, con reproche. «¡Que siempre será el mismo…», decía ahora, con admiración y deseo.

Él, aunque quisiera, no tenía humor ni ganas de emprender aventuras. Había perdido la soberbia de años más jóvenes, y ahora le daba pereza comenzar. Cincuenta años ya; dobló el cabo, y estaba en paz.

Por mucho que se lo repitiera sabía que no era cierto; nunca como ahora sintiera aquella desazón por atrapar el tiempo que se le iba. Pero también le constaba que ahora era más difícil, y no le bastaba la carne: necesitaba calor humano que le quitase el frío de tantos años detrás, y ese calor no le da sólo un cuerpo.

Huyendo de la soledad, escribió a Cora, rogando a Jorge que viniera a pasar unos días con él. Se llevaba bien con Jorge, poco hablador y simple de intención. Jorge contestó en seguida: llegaría con el verano, pues aún tenía que ayudar en la finca.

Poco faltaba para el verano. Lo anunciaba ya el pájaro gracioso que cada mañana gorjeaba frente a su ventana. Álvaro se apegó al pájaro y al árbol. Cuando oía que el aire se ondulaba con el trémolo que acababa en silbido, sonreía; allí estaba el pájaro, su pájaro. Cuando el árbol movía sus hojas con un frufrú de faldas, deseaba extender la mano y palparle.

Una mañana comprendió que el verano había llegado ya. No contaba la fecha que el calendario marcase; contaba aquel zumbido de oro en el aire, y aquel olor de la tierra, densa en la obscuridad, y con un vaho de calor en cuanto el sol la miraba.

El hombre que llevaba la carreta de bueyes pasó cantando una canción:

Eu queríame casare

Miña nay, non teño roupa…

Se confundía su canto con el chirriar de las ruedas. Álvaro se acodó en la ventana, procurando reconocer al cantor. Oyó un chapoteo cerca suyo, y volvió el rostro hacia donde venía el ruido. De espaldas a él, con la bata remangada, Marcela se lavaba en el pozo. Sonrió al verla, tan joven y lozana, en el limpio amanecer. Marcela inclinaba la cabeza sobre el pozo, metía los brazos en el agua y se oía un chapoteo. Álvaro veía el cuello y el nacimiento de la espalda. Quedó un momento distraído, mirándola. Tenía una espalda de potranca, hendida en el centro. Marcela, curvada sobre el pozo, enseñaba las piernas hasta por encima de las corvas. Álvaro había pensado decir: «Buenos días, Marcela», pero al ver las piernas al aire, calló. Se retiró, instintivamente. Le oprimía el cuello de la camisa. Sentándose ante el despacho, quedóse un momento con mil estrellitas rojas bailando ante sus ojos. ¡Demonio, qué rapaza! Creía ver de nuevo las piernas, musculadas y macizas, y los muslos rosados. El olor de la pomareda flotaba en el aire. Álvaro ocultó la cabeza entre sus manos.

A la mañana siguiente, sin proponérselo, estuvo pendiente del chapoteo en el pozo. Cuando llegó hasta él sintió una repentina alegría. Luego, como un hormiguillo dentro del cuerpo. Casi con cautela se asomó tras uno de los cristales entornados. Tenía seca la garganta; Marcela estaba allí, lo mismo que la víspera. Canturreaba. La voz era obscura y gutural, y Álvaro, al oírla, comenzó a sentir que le palpitaban las sienes. Se sorprendió a sí mismo diciendo: «Marcela, Marcela», como un estribillo o una idea fija.

Cuando la moza se agachaba y veía, desde lo alto, el surco de la poderosa espalda, hundíase las uñas en las palmas: «Marcela. ¡Marcela!», clamaba su cuerpo.

Sabía que obraba mal; si no fuese así, no obraría con cautela. ¡Pero también, Marcela era tan joven y tan brusca! No quería espantarla. Tras lavarse, Marcela emprendía la colada. Cada vez que sacudía la ropa contra la piedra, Álvaro sentía como si le fustigasen. Cuando retorcía las prendas con saña, escurriéndolas, Álvaro deseaba sentir sus manos encima, aquellas manos vigorosas y rudas, que no sabían de caricias.

Fué como una enajenación. Ya no pudo hacer nada; ni leer, ni escribir, ni ocuparse de los trabajos. Iba a mediodía hacia los campos por desahogarse andando. Arrastraba las piernas. «Me pesan los años.»

Y se escondía en su despacho, con la cabeza entre las manos, o caída hacia atrás en el sillón, dejando que el filtro de la noche, la secreta ponzoña del árbol reventando la flor, le envenenasen. Imprecisas imágenes le perseguían; fingíanse, a sus ojos, las ramas brazos. Brazos torneados y suaves, que se le tendían, que le rodeaban. Álvaro, en su delirio, llegó a acercarse a la ventana, y apretar fuertemente una quina del árbol: duro, resistente, igual que el brazo de una muchacha joven y robusta.

Padecía sofocos. La sangre se le agolpaba en la cabeza, e inventaba un nuevo pulso, mortificante. No le quedaba el consuelo del sueño, porque si lograba dormir, tenía que procurar al día siguiente olvidar lo soñado, por no sonrojarse cuando viera a Marcela. Algún día, medio dormido aún, repetía impaciente, tercamente: «Más, más», lo mismo que si pudiera seguir prolongando el sueño a su antojo.

Iba ya con los ojos turbios a la ventana. «Buenos días, Marcela», a solas sonreía dolorosamente. Se razonaba: «No hago daño a nadie, no hago daño a nadie…»

A veces, mientras enjabonaba la ropa, a Marcela se le caía el pelo sobre los ojos; lo apartaba con una mano. Álvaro bebía sus gestos, lentos y rotundos; sobre ellos trabajaba luego su imaginación desenfrenada.

Como él, Marcela escuchaba la canción que subía desde el camino.

Miña nay, non teño roupa.

Marcela se volvió, y puso su mano mojada en visera sobre de los ojos, mirando hacia la carretera, como si alguien la llamase.

El corazón de Álvaro latía aceleradamente.

Casa, miña filia, casa

que una perna tapa l’outra.

Instintivamente, Álvaro buscó las piernas, desnudas y fuertes, asentadas sobre una piedra. Se la imaginó como momentos antes, volcada sobre el brocal… Una perna tapa l’outra. Ebrio con el pensamiento, dio media vuelta y se sentó ante el despacho. ¿Qué iba él a pensar? ¿Cómo podía haber llegado a esto? Se veía a sí mismo igual que a las hojas con el vendaval: arrastrado, indefenso, arrollado. Al final no se sabía si era la hoja la que se arremolinaba, o el viento el que la impelía.

Cogió la plegadera en su mano. Tan, tan, tan. Golpeaba la mesa mientras se humedecía los labios resecos. ¡Señor, nadie está libre de un mal pensamiento! Aquella muchacha allí, en la hora traidora del amanecer… £1 no era un viejo, ¡qué diablo!, y los sentidos se le rebelaban. Vivía demasiado contenido; quiso ignorar a la vida, y la vida le trasteaba, le cogía y le enfrentaba con la mujer: «Mira.»

Álvaro recordaba la soberbia con que en su juventud definía a un hombre maduro si le veía cortejando a una moza: «¡Viejo verde!» En aquellos tiempos, muchas veces sintiera asco y desprecio, cuando en la ciudad, sentado en un café, observaba la mirada golosa de los viejos siguiendo el paso de las muchachas, ciñéndolas con sus ojos.

Y ahora, él, allí, con el mismo pensamiento, que le había hecho ver rojo. Turbulenta, la sangre bullía. «¡Viejo verde!» Porque para Marcela él sólo podría ser un viejo verde. Tuvo ganas de reír. Luego, de nuevo, ocultó la cabeza entre las manos, sacudiéndola. «Una muchacha que he visto nacer. En mi casa… No tiene otro amparo que éste.»

El pensamiento malo le envenenó la jornada; se le metió en las venas, comenzó a rampear por ellas, insidioso. Le espantaba con la mano, como a una mosca molesta, pero como una mosca molesta volvía y volvía. Al final, sólo oía el bordoneo, incesante.

Álvaro, al dirigirse hacia el comedor para cenar, vio venir a Marcela por el pasillo obscuro. Llevaba una cesta sobre la cabeza. En la sombra, la melena rojiza, esplendía, demasiado abundante, frondosa, como toda ella. Marcela se hizo a un lado para que él pasara: pasó serio, sin mirarla, conteniendo el aliento.

Sentóse, aturdido, ante la mesa del comedor. Sentía como si algo bueno hubiera sucedido, llenándole de alborozo. En el pasillo, camino de su alcoba, encontró, de nuevo, el olor limpio y fragante de la muchacha. Durmió profundamente, absolutamente, sin sueños ni desvarios, todo él en suspenso. Al despertarse se halló fuerte y decidido, sin concesiones a su flaqueza. «Hoy no me asomaré.» Y no se asomó.

Pero la carne cuando clama, o se la acalla o ensordece. Dos palabras, sólo dos, y una mirada ávida, tambalearían su fortaleza. Bajaba Álvaro las escalerillas dela solana y, distraídamente, atendió a lo que decía Daniel, de pie a la puerta de su vivienda, mirando hacia el hórreo:

«E feita», dijo.

Álvaro tuvo una corazonada y siguió su mirada; alcanzó a ver el vaivén de unas sayas, y las piernas musculadas que conocía bien, con el tobillo ancho y redondo. Reconoció el deseo en los ojos de Daniel. Apoyado sobre la media puerta, el Juan, con una mirada zorra y ladina, observaba al amo. Álvaro se contuvo, porque sintió aquella mirada escudriñándole. Le bramaba la sangre; insensatamente tenía ganas de agarrar a Daniel por la camisa y abofetearle por aquella mirada. Daniel tenía derecho a opinar; y que estaba bien hecha la Marcela saltaba a la vista. Él también había pensado lo mismo.

Saber que otros la deseaban le enardeció. Ya no se daba cuenta de si el pájaro gorjeaba o no, de si el árbol reventaba o no su fruto. ¿Qué hablaría Marcela con los criados? ¿Se sentaría Daniel a su lado para cenar en la lareira? ¿La cortejaba alguien? ¡Oh Dios!… ¿La cortejaba alguien?

«No me asomaré», decidía, apretando los dientes.

Y se sentaba a trabajar. Oía el canturreo junto al pozo. «Ya está Marcela.» De cuando en cuando una risa rumorosa, inacabable. (Marcela habría llenado el cubo. Marcela, con brusquedad, habría dejado caer el agua sobre su cabeza. Marcela reía por el frío del agua.)

Bueno, ¿y para qué contenerse? ¿Qué mal hacía? Sólo mirarla un momento. «Voy, Marcela.» Como un avaro miraba a un lado y otro, vigilando que nadie más que él la viese. Iba con los ojos de la garganta joven a las hojas de pámpano; del cabello espeso a las cepas retorcidas; del rostro húmedo a los racimos verdes prometiendo rica uva.

Una de las veces, Marcela se volvió bruscamente, alarmada. Miró hacia el balcón donde estaba él; Álvaro se quedó quieto, casi sin respirar.

Luego la muchacha se alzó de hombros y siguió golpeando la ropa. Álvaro se sintió flagelado.

Cuando, por fin, Jorge llegó, Álvaro no sabía ya si deseaba o no su compañía.

—¡Qué mala cara tienes!

Se impacientó:

—¿Y qué cara quieres que tenga, si no duermo ninguna noche?

—Claro…

Jorge pensaba en Lula. Sin duda, Álvaro vivía obsesionado por la muerta. Él siempre creyó que Álvaro amaba a su hermana.

—Hay que sobreponerse, hombre.

Álvaro captó la intención, y, confuso, se sintió avergonzado.

Ermitas se alegraba de la presencia de Jorge; les sirvió diligente, más vivamente de lo acostumbrado. Después, le acompañó hasta la puerta del cuarto:

—Pásele aquí, que aquí durmiera don Enrique dé pequeño. Y penséme que le gustaría.

Jorge miró la cama de alto dosel, y la colcha blanca de ganchillo.

—Y me gusta, Ermitas. Gracias.

Ermitas sonreía. ¡Qué buen mozo estaba hecho el señorito Jorge! Siempre fuera tan guapo, con aquel pelo rubio, y el rostro redondo, de finos labios. En un tiempo hablaron de que andaba con la hija del notario, pero terminó en nada, como siempre.

—Le conozco de cuando era neno —explicaba a Marcela, acostadas las dos—. Y tenía talmente la cara de ahora. Paréceme más flaco con la ropa negra.

—¿No dijo nada de su hermana?

—¿De la señorita Lucía? No, que tengo que preguntarle, pero contóme que las dos señoritas, las que nacieron a un tiempo, vanse monjas, pobriñas…

—¡Jesús, y el tiempo que hace que están yéndose!

—Antes no fueran por el mal de la señorita Tula.

Ermitas se santiguó.

—Y luego dábales pena quitarse de la madre. Pero ahora se van.

—Ermitas, ¿qué le pasará al señorito?

—¿Al señorito Jorge?

—Al de casa, mujer.

—Nada. ¿Por qué me lo preguntas?

Volvióse a Marcela, extrañada.

—Nótole raro, de un tiempo acá. Por las noches, cuando estás dormida, óigole cómo anda por el despacho, de arriba abajo, de abajo arriba, como un ánima en pena.

—Jesús, ¡ni en broma! ¡Dios nos libre del mal!… Serán los libracos esos, que vuélvenle tolo. Dale que te das, ¿para quién lo hace? —barbotó la vieja, alarmada.

—No te sé. Cuando estuvo en Las Puentes, díjole a la señorita Lucía: «Quiero a este libro más que a mi vida». —Marcela, medio incorporada, hacía un esfuerzo por repetir las mismas palabras que oyera.

—Así te ha de ser, por fuerza —replicó Ermitas—, que ni se ocupa de traer mujer, ni hijos, ni nada. Dióle el aire por ahí. A los hombres dales siempre por algo.

—«Más que a su vida», dijo —repitió Marcela.

—Claro que te es un decir. Más que a la vida misma quiérense a los hijos.

—A saber qué madres…

En la obscuridad volvióse Ermitas, entristecida, hada el lecho de Marcela:

—No le des al magín. Quiérote yo a penar, Celiña.