ESTABA MARCELA escribiendo, bajo la vigilancia de Lucía, cuando oyeron fuertes palmadas en el portal.
—¡Eh! ¿No hay nadie en esta casa?
—El señor —dijo Marcela.
Y se puso de pie.
—Sal a buscarle, Celiña, y no pongas esa cara, que no va a comerte.
Marcela oía ya las pisadas del amo, subiendo los carcomidos peldaños.
Cuando abrió la puerta, Álvaro se detuvo:
—¿Y la señorita Lucía?
Viniendo de la calle, no distinguía, en la penumbra de la estrecha escalera, quién era la muchacha.
—Pase.
Marcela, súbitamente triste, se quedó un momento en el pasillo, escuchando las alegres exclamaciones de Lucía. Luego, bajó la escalera, camino de la cocina:
—¿Y quién vino? —preguntó Margarida, curiosa.
—El señor.
—¿Don Enrique? —recalcó Margarida, asombrada—. No me lo pareciera. Los chiquillos daban vueltas alrededor de Marcela.
—No, que es el primo de la señorita, el de La Sagreira.
—¡Ah! —rió, maliciosamente, la mujer—. ¡El primo!… ¿Están apalabrados?
Marcela enrojeció.
—No, que no lo están.
—Pues ella bien guapiña que le es, y buena. Los hombres no saben lo que quieren… Toma, súbeles una poca de vino y unas lonchiñas de jamón, que vendrá con hambre.
Marcela se alzó de hombros:
—Súbelo tú.
No se lo hizo repetir Margarida. Cargando con la bandeja, obsequiosa, se dirigió al piso de arriba. Los chiquillos rodearon a Marcela, curiosos. Sobre los cuerpecitos desnudos llevaban unos delantales llenos de manchas de barro: cuando se agachaban enseñaban el trasero.
Marcela se asomó a la ventana: desde el cuarto de encima llegaba la voz, grave y lenta, del amo.
—Preguntóme la señorita por ti, Marcela —dijo Margarida.
A Marcela le pareció el señor más alto, sentado en la silla baja, cerca del diván.
Lucía, tenía unas rosetas en las mejillas, y los ojos brillantes. En el regazo una cesta, de la que iba sacando racimos de uvas rojas, amoratadas, que palpaba con sus dedos, casi acariciándolas.
—Cógeme la cesta, Celiña, y llévame esta fruta. Mira lo que mamá nos manda: quesos, dulces hechos por ella. Habrá que guardarlos en la alacena.
Torpe, y sintiéndose desgraciada, Marcela iba recogiendo las cosas, según Lucía las sacaba.
—¿Y qué? ¿No saludas a tu señorito, Marcela?
Rodaron las uvas por el suelo. Agachóse la muchacha, confusa.
—¡Vaya todo por Dios, mujer!
Álvaro, desde la silla, alargó el brazo y cogió algún racimo.
—Traigo recuerdos para ti de Ermitas, y que me fije si estás bien gorda, y que a ver si quieres volver para allá.
Marcela espachurraba las uvas contra el pecho.
—Pero, mujer, que las estrujas. ¡Mujer, qué torpe estás! —reprendió Lucía.
Angustiada, Marcela alzó los ojos, y encontró, posada sobre ella, la mirada, reflexiva y un poco sorprendida, del señorito Álvaro. Dióle un vuelco el corazón: de pronto, para ella se llenó el cuarto del olor a los campos de La Sagreira, y le pareció, aturdida, escuchar el ruido de las faenas.
—¿Qué te pasa, Marcela? ¿Te pasmaste? —Lucía se impacientaba—. Muchas veces se queda así, como tonta…
Pálida, y con los ojos brillantes, Marcela salía con su carga. Tuvo ganas de volverse a Lucía: «¿No me pueden dejar en paz?»
Bajó de nuevo a la cocina, y allí estuvo, sentada a la mesa, escuchando el palique de Margarida. Margarida era rolliza, sana, y cariñosa: extendía su maternidad a todo el mundo. Entre meneos a la cacerola, y avivar el fuego, volvíase y chillaba, desaforadamente, a alguno de los críos, que andaban picando en la sartén. Luego, como si aquel grito fuera un respiro, continuaba hablando en su tono normal, un poco cantarino:
—Verás cuando te cases, qué desespero. Estos hijos tórnanme vieja…
Pero lo decía riendo, y si lloraba el chiquitín, fuera la hora que fuese, plantando el quehacer:
—¡Eh, chuchón! No berrees, que de seguida te doy…
Y dicho y hecho: abría la bata, y sentada delante del fogón, ponía el crío al pecho, mientras con la otra mano agitaba el soplillo para que no se apagara la lumbre.
—Mi hombre está de camarero de un barco de la Mala Real. Empleáromnele los señores. Gana bien, pero de seguida vanse los cuartos, que así que viene me deja preñada.
Reía, satisfecha.
—¿Y tú? ¿No tienes galán?
Marcela se puso pálida.
—Eh, rapaza, no pierdas la color. Que a tus años —¿cuántos tienes? ¿quince?— ya andaba yo haciendo por aquél…
Señaló al mayor.
—Luego nos casamos, que su padre fue muy cumplidor.
Marcela la escuchaba, con el oído atento a los pasos en la escalera.
—Ahí baja el tu señor, vamos a despedirle. ¡Quietos vosotros! —gritó a la chiquillería que se ponía en movimiento.
—¿Y cómo encuentra a la señorita Lucía? —preguntaba Margarida—. Pienso que no tendrá queja del trato, ¿verdad, señor? Que pobres somos, pero queremos darle gusto en todo. Si estuviera el mi hombre la serviría mejor, que él bien que sabe, por la costumbre.
—La señorita está muy contenta, y mucho mejor que cuando vino.
—¡Ay, dígaselo a doña Lucía, para que lo sepa! Que engordó, no hay más que verla. Y si la otra la trujeran a tiempo, ¡santiña!, no se les iría…Nublóse el rostro de Álvaro. Movió la cabeza. Distraídamente, dio una palmadita en la cara de uno de los chiquillos.
—¿Quieres algo para Ermitas, Marcela?
Marcela se apoyaba contra la pared, confusa.
—¿Tienes ganas de volver allá? Me parece que no, que aquí te tratan mejor, y te has puesto hecha una mujer, Marcela.
Apoyada al quicio de la pared quedó, mientras se perdía la silueta del amo, en el sendero.
Margarida comentaba a su lado:
—¡Qué buenísimo que es, Marcela, y qué falangueiro! Habla con una pobre tan llanamente, ¡Dios le bendiga!
Vivieron, durante algunos días, desmenuzando la visita aquella. Marcela supo, por Lucía, las cosas que su primo contó: Tula estaba muy mala, había que hacerse a la idea de perderla pronto. Don Enrique no se resignaba y escondíase a jugar con los criados en la antecocina, que no quería enterarse de nada. «No poder hacer nada por ella. Ver cómo se va, día a día», había dicho Álvaro: y Lucía adivinó lágrimas, sin cuajar, en su garganta. Álvaro marchaba ahora a Santiago, que andaba ocupado con el libro aquel que escribía. Lucía preguntó cuándo volvería a Cora, recomendándole que no dijera a sus padres cuánto los echaba de menos.
Marcela no se cansaba de escucharla: a veces, engaritaba los dedos contra el pecho. De cuando en cuando, con una disculpa cualquiera, se refugiaba en la cocina, porque Margarida acababa siempre por hablar del amo, y le preguntaba cosas sobre La Sagreira.
Y hablar de La Sagreira, era acercarse a ella.
Dos primaveras florecieron en Las Puentes ante los maravillados y dulces ojos de Lucía, y los quietos, insondables ojos de Marcela. Parecíales que llevaban siglos viviendo allí. Vieron florecer los manzanos, caer la flor, marchitarse el fruto, y quedar un invierno entero los árboles descarnados, ateridos.
Lucía y Marcela se apiñaban, dándose calor, frente a la ventana abierta del cuarto.
—Salte, Celiña, que hace frío y tú no estás enferma.
Pero Marcela permanecía allí. Lucía observaba los esfuerzos de la muchacha, procurando escribir, torpemente, aplicándose hasta que, a veces, al levantar la cabeza parecían los ojos oscurecidos.
—Basta ya —le dijo, compasiva—. Repasaremos un poco, de cuando en cuando, para que no olvides las letras, pero escribir, con que sepas echar tu firma para el día que te cases, basta.
Marcela enrojeció, cerrando los cuadernos.
—¿O es que no piensas casarte? —insistió Lucía, bromeando.
—¿Yo?
—Sí, tú, mujer, tú. ¿Piensas pasarte la vida agarrada a las sayas de Ermitas?
—¿Y dónde le voy?
—Con tu marido… La mujer va con su marido.
—¿En La Sagreira?
—Donde sea. A no ser que te cases con algún mozo de allá. Vamos a ver, ¿qué mozos hay?
Marcela alzó los hombros, y Lucía la contempló, valorándola. Instintivamente comprendió que Marcela no era mujer para un labriego. No sabía el por qué, quizá por aquella lenta solemnidad de sus ademanes, o por su humana y misteriosa belleza que la situaba al margen de los demás. Lucía se preguntaba cómo podría parecer a veces tan torpe y ruda, cuando otras era reflexiva, y le sorprendían sus observaciones.
Lo mismo le pasaba con Domingo, el casero de Lama: decía cosas tan bellas sobre la vida de los árboles, que, de pequeña, Lucía le escuchaba, embobada. Ahora sabía que el íntimo contacto con la Naturaleza fecunda en el alma la armonía de las palabras.
Domingo no contestaba nunca a derechas. Ella no recordaba oírle un «sí» o un «no». Daba mil vueltas para responder, y a veces lo hacía preguntando. Lucía comprobó que todos los labriegos de por allá se parecían a Domingo. No firmaban un papel, hasta no hacérselo leer por dos o tres personas distintas, y aun así y todo, firmaban con recelo. La palabra escrita les imponía: preferían cerrar los tratos mano con mano, pero escrituras no.
Lucía, aun encontrando rasgos comunes entre Marcela y las gentes aquellas, pensó que no era Marcela mujer para un labriego. Ella había observado en algunas aldeanas aquel gesto enigmático, serio, del rostro, como si supieran de cosas remotas o presentidas.
Quizá Daniel, el hijo del Pablo… Decían que era buen rapaz, y duro para el trabajo. Pero Marcela…
—Marcela, mírame a los ojos.
Quiso estar segura de qué color eran las pupilas de la muchacha. No lo supo: eran engañosas como las aguas de la ría, creías ver el fondo, y mirándolas, mirándolas, cada vez apreciabas más distancia. Aquellos ojos que no sabían reír no traslucían emoción alguna. Lucía pensó que asomarse a ellos daba vértigo:
—No envidio al hombre que se enamore de ti, Marcela.
Las aguas continuaron claras y lejanas, cada vez más lejanas…
—¿En qué piensas, Marcela, cuando te quedas como ida?
—No lo sé. En Ermitas, en La Sagreira, en el «Chinto»…
—¿Tantas ganas tienes de volver allá?
Marcela no contestó.
—Pronto volveremos, Marcela.
Cuando apuntó de nuevo la hoja tierna de los manzanos, Marcela corrió junto a Lucía:
—Pronto llegará el buen tiempo. Dijo don Luis que así que lo hiciera, podría levantarse.
Cuando las ramas se cuajaron de flores, las dos muchachas las miraban sentadas en un banco de la huerta. A veces, el médico subía y se sentaba con ellas.
—¿Cuándo me dejará volver a casa, don Luis?
—Ya veremos. Ya veremos…
—¡Pero, si ya estoy curada!
Don Luis no podía decirle que esperaban a que muriese su hermana. Las noticias que recibía de Cora no permitían abrigar esperanzas: Tula estaba acabándose. Don Luis carraspeaba, temeroso, si veía en un sobre la letra grande, redonda, de doña Lucía. Tardaba en abrirla, para engañarse a sí mismo. Habíase encariñado con Lucía, y echaba de menos una mujer que le ahorrara el trago que se avecinaba.
La mañana en que recibió el telegrama, quedóse parado un momento, sin despegarlo. ¿Para qué? Sabía de sobra lo que contaba. Sin embargo, lo leyó, y, vestido como estaba para salir, maquinalmente se descubrió. Después, cavilando cómo decirlo, emprendió el camino hacia la casa. La puerta estaba abierta, cruzó el pasillo y salió a la huerta, en la parte de atrás. Vió las dos cabezas inclinadas sobre la costura, recogido el moreno cabello en un moño sencillo sobre la blanca nuca delicada, la de Lucía, y una esplendente llama, alborotada y rizosa sobre el cuello, la de Marcela. Carraspeó.
—Don Luis, ¡qué tempranero! ¿Cómo usted a estas horas? —le saludó Lucía.
De las dos, fue Marcela la primera en adivinarlo. «Algo pasara», pensó. Y se puso de pie, al lado de Lucía.
—Vengo a decirte… Dios mediante, Lucía, puedes ir pensando en la marcha…
—¡Don Luis! —exclamó con alegría la muchacha.
Pero al momento mudó la expresión, e inclinándose hacia él, con las pupilas dilatadas por el espanto y la ansiedad:
—¿Por qué me lo dice ahora? ¿Por qué ha venido usted ahora, don Luis?
El médico daba vueltas y vueltas al sombrero entre sus manos.
—Lucía, niña, en esta vida todo llega, lo mismo lo bueno que lo malo…
—¿Qué quiere usted decirme, don Luis? ¿Qué ha venido a decirme?
Lucía se había levantado; erguida ante él, temblándole la barbilla, parecía más alta que de costumbre.
—Tula… ¿qué le pasa a Tula?
Don Luis inclinó la cabeza.
—¿Qué le ha pasado a Tula, don Luis?
—Estaba muy malita, tú lo sabes. ¡Estaba tan malita!…
Lucía se derrumbó sobre el banco. Al principio las lágrimas corrieron por su rostro lentamente, como si hiciera un esfuerzo para llorar por algo que no creía del todo; luego, poco a poco, fue venciéndola la pena, imponiéndosele la verdad. Don Luis no sabía qué hacer. Marcela se arrodilló ante ella, apoyando la cabeza en su halda; instintivamente le brindaba su humano calor.
—Marcela, mi hermana Tula… ¿Has oído?
El silencio de la muchacha la obligó a mirarla.
—¿No has oído, Marcela?
—Oílo.
Sonaba la voz, atragantada y ronca. Marcela no lloraba. Marcela permanecía, fiel y sumisa, abrazada a las rodillas de Lucía, porque obscuramente comprendía que, para la joven, sentirla cerca era confortante.
—¿Cómo fue, don Luis? —preguntó Lucía, entre sollozos.
—Nada sé. Acabo de recibir el encargo de decírtelo. Pusieron un telegrama. Pero, ¿cómo quieres que haya sido?… Tula no ha muerto ayer; ha venido muriéndose desde hace tres años. Por fin, ¡pobre!, ha descansado.
—Cállese, por favor.
Y de pronto le entró una gran excitación.
Y ¡Celiña, Gabriela! Bajar las maletas. Hay que prepararlo todo de prisa. Quiero llegar a tiempo.
—¿A tiempo de qué, niña?
—Quiero ver a Tula.
Don Luis calló que cuando ellas llegaran, Tula reposaría ya bajo la misma tierra sobre la que jugó. Dejó que Lucía, con el barullo de los equipajes, distrajera su pena.
Marcharon al atardecer. Marcela se sentía rendida, y con el traqueteo del autobús se adormiló. Al llegar a Santa Marta, el coche de Andrés les esperaba. Era Andrés un mecánico, propietario de un automóvil de alquiler, empleado siempre por los de Cora y La Sagreira en sus desplazamientos.
Se descubrió con respeto al ver a la señorita.
—El señorito Jorge está en el Juzgado; vendrá en seguida. ¡Así es la vida, conche! Tan joven como era…
Lucía se puso a sollozar.
—Estuve allá esta mañana, cuando la dieron tierra, la gente llegaba hasta el camino nuevo.
—Jorge —sollozó Lucía, lanzándose a los brazos de su hermano—, ¿la han enterrado ya?
Marcela, sentada rígida en una banqueta del coche, fue oyendo lo que Jorge contaba sobre los últimos días de su hermana. Hablaba como a trompicones, con un gran cansancio. De cuando en cuando se pasaba los dedos por la frente:
—Estaba sola en el cuarto. Casi nunca lo estaba, que siempre andaba madre por allí o uno de nosotros. Las gemelas no, que no las dejaban entrar. Pero, estaba sola…
Esto le abrumaba:
—Entró madre y le dijo: «¿Enciendo la luz, hija, que ya no se ve nada?» Como no contestara, madre se acercó, creyéndola dormida, para meter dentro de las sábanas un brazo que caía, por temor a que se le enfriase. Estaba caliente; no sospechó nada. Salió de puntillas y bajó a coser a la galería. Pero dice que tenía un ahogo que no podía parar. Empezó a obsesionarle la idea: «¿Y si no estuviera dormida?»… Subió de nuevo; y llamó suavemente desde la puerta, «¡Tula!». Luego más alto, más alto cada vez. Cuando la oímos, corrimos desalados, que no eran propios de madre aquellos alaridos. Estaba aún de pie, en la puerta, con las dos manos a la cabeza y gritando sin parar: «¡Tula! ¡Tula!»
Marcela, que casi no la conociera, sintió un vivo deseo de recordarla. «Morirse sola, ¡pobriña!» Parecióle, de pronto, que Tula estaba cercana a ella.
—Avisaron a Dorila y a Álvaro. ¡Álvaro se ha portado tan bien con Tula!
Lucía, desde lejos, divisó los eucaliptus de Cora balanceándose en la altura, y no pudo evitar el sordo alborozo de su corazón. Pegó el rostro a la ventanilla: por el pindio sendero que llevaba a la casa, entre pinos, sobre la tierra roja y enfangada, se veían, hondas, las huellas de los coches que acudieron, las pisadas de los caballos, y de los hombres. «Vinieron a acompañarla. Ahora yo llegaré, y Tula no estará en casa.»
Ante la puerta del pazo estaba don Enrique. Lucía abrió la portezuela y corrió hacia él, desapareciendo en sus brazos, como un pajarillo entre las corpulentas ramas de un árbol. Don Enrique bajaba la cabeza sobre la de su hija, sacudiendo los hombros; lloraba. Doña Lucía, no. Con los ojos apagados, lo mismo que si la neblina se hubiera interpuesto entre sus pupilas y la luz, doña Lucía se acercó:
—Vamos, Enrique, vamos —rogó, apartando a la hija—. Entra adentro; no te pongas así. Aquí tienes a la pequeña, curada del todo.
Luego la señora se volvió a Marcela. También la voz parecía llegar desde la bruma:
—Ve para la cocina, hija; que te den algo de comer. —Posó su mano sobre la cabeza de Marcela—. Ya sé que has sido muy buena con la señorita.
Marcela tenía una insana curiosidad: deseaba ver el cuarto de la muerta. Pensó que tenía que ser distinto a los demás. Quería verlo.
—¿Y dónde dormía la señorita Tula?
—Arriba, en el piso alto.
—¿Sobre la fraga?
—No, sobre el río. A la izquierda, el primer cuarto.
Procurando que no la vieran, despacito, se escabulló Marcela. Llegó al descansillo. «A la izquierda, el primero.» Probó el picaporte, girándole con cuidado; entró. Por la ventana grande, abierta, irrumpía la luz inflamada del atardecer. Marcela pensó que debía haberse equivocado. Aquel ardoroso sol encendía las hojas de los árboles, ensangrentaba al río. Dentro del cuarto todo era orden y calma. Había un tocador de madera obscura, con calados representando flores y hojas, colocado a un lado de la ventana; al otro, un bargueño dorado. Las sillas eran altas y estrechas, el armario grande y panzudo, la cama con un respaldo formando ondas, y en el centro dos letras entrelazadas: «A. M.», deletreó Marcela.
En el bargueño abierto, sobre una tela desvaída, un tintero de plata y una copa de cristal tallado. Encima del tocador, cepillos y bandejas en marfil con las iniciales en plata. Cerca de la cama, sobre una mesita, amorosamente ordenados, gran cantidad de libros.
Y en la copa del bargueño, flores recién cortadas.
No imponía aquel cuarto, delicado y alegre. Nada daba en él la sensación de muerte, de terror, de sobrenatural; pero, a pesar de estar dispuesto, sentíase que no esperaba a nadie. Marcela, concentrándose, hizo un esfuerzo para recordar la impresión que la señorita Tula le produjo la vez que acudieron a la prueba del mosto. Solamente recordó las inmensas ojeras, formando azulada huella en las mejillas.
De puntillas se alejó.
Al llegar a la antecocina, escuchó una voz, tranquila y pausada, hablando en la galería. Se detuvo.
—Y tú, ¿dónde te habías metido? Andan llamándote —le dijo una de las sirvientes.
Según iba acercándose, escuchaba Marcela a Lucía, terqueando por quedarse con ella unos días más en Cora. «Prometí a Ermitas llevarla esta noche mismo», explicaba Álvaro.
Lucía, al ver a don Enrique, debió sentir lo que tila ahora: un ciego impulso de correr al señorito Álvaro, de marcharse con él. Era como si algo de La Sagreira, recia y acogedora, estuviese ante ella. Marcela juntaba las manos con fuerza, deseando que el amo no se dejase convencer.
Respiró tranquila cuando se vio en la puerta, frente a los dos caballos, aguardándoles. Camino de vuelta, cabalgando junto al amo, le pareció que el tiempo transcurrido no contaba. La noche se echaba encima, pero Marcela no tenía miedo. «Cloc, cloc, cloc», batían los cascos del caballo. La luna, clara y lechosa, iluminaba el camino, el mismo que recorriera hacía dos años ya. A lo lejos, blancas y aceradas, destacábanse las casas de los pueblos, con sus tejas de pizarra, y las iglesias de piedra, misteriosas.
«Cloc, cloc, cloc»… Álvaro estaba cansado, más que cansado, abatido, triste. Veía aún las manos huesudas, afiladas, el rostro exangüe. «Cloc, cloc, cloc».
La silenciosa compañía de la muchacha, cabalgando tras él, le hacía bien. De haber recorrido hoy solo el camino de vuelta, le hubiera obsesionado el recuerdo. Veía ante sí el altar de Santa Ana, y a los pies, la piedra levantada, y el hueco boqueante. Le distraía en su pena volverse, de cuando en cuando, para apartar las ramas, no hirieran a Marcela. ¡Pobre Ermitas! Tanto había insistido en que se la trajera. Allí estaba. Y, por cierto, que iba a encontrarla muy cambiada, que la muchacha aquella apenas recordaba a la rapaza que fue.
Se volvió, vio las piernas, más blancas bajo aquella luz, apretadas contra el caballo, y la melena flotante, que parecía dorada. «Hay que decirla que no monte así.» Se le representó, viva ante los ojos, la imagen de la Matuxa, tal como la viera en el establo, incitante y maligna, con una fealdad turbadora. No parecía hija suya, la rapaza.
—¿Vas cansada, chica?
Marcela no contestó; le dolía la espalda por la fatiga, y sentía lo mismo que si las manos se le abriesen, pero machacón, en su cerebro, el pensamiento de llegar pronto no la abandonaba.
Álvaro hizo alto. Vió la boca abierta, jadeante, y el cuerpo un poco vencido.
—¿Estás cansada?
—No…
Él supo que mentía. Pensó en el día que debió haber pasado en Las Puentes, ayudando a preparar los equipajes, y después el viaje hasta Cora, y ahora, pobrecita…
—Llegaremos pronto, Marcela; allí está la fuente.
Emprendieron la subida por la corredoira del monte. El olor de los laureles embriagaba. Marcela apretó más las riendas en las manos. Aquel olor… Ya llegaban.
Álvaro se descubrió ante el crucero, y Marcela, desde la altura del caballo vio, por encima del muro, la capilla de San Miguel, y luego el pazo, silencioso, con las ventanas cerradas. Por las rendijas de las de la lareira escapaba la luz.
Relinchó el «Gallardo».
Marcela, derrengada, tenía ganas de bajarse. Pero ya el Juan, saliendo, abría el portón. Marcela vio, al momento, a Ermitas bajar a trompicones la escalerilla de la solana.
Se dejó escurrir. Ermitas la abrazaba.
—Celiña, ¡tanto tiempo! Déjame que te mire. Tanto tiempo…
Y luego, volviéndose al señor:
—Perdóneme el señor; tanta pena como traerá.
A Marcela se le cerraban los ojos de cansancio. No podía más.
—Que se acueste la rapaza, Ermitas; está que no se tiene. Marcela, vestida, se dejó caer sobre la cama.
—Madre de Dios, santiña, paréceme que no seas mismamente tú. Que me sacas una cuarta, tanto como creciste. ¡Tenía un aquel por verte!… Casi fuérame con el señorito a Las Puentes. Pero luego no me atreví. Nada sabía de ti. Sólo el señorito díjome de la vez que fuera: «Vi a la Marcela, Ermitas.» «¿Y cómo está?» «Espérate a verla.» Quedóme de un ay, que no sabía lo que me hablaba. «¿Pásale algo a la rapaza, señor?» «Pasa que es una guapa moza, aquella rapaciña desgreñada.» «¡Otra y aquel!… Yo siempre lo dijera, señorito.» Y el señor se reía.
—¿Díjote eso? —Marcela se incorporó en la cama.
—Díjome, y dijera verdad. ¿Fué muy buena la señorita Lucía?
—Fué.
—Voy dejarte, Celiña, que querrás dormir.
—Ermitas…
—¿Qué pasa?
—¿Díjote algo el señor de cuando murió la señorita?
—Nada dijo. Estaba en Santiago y le avisaran allá. Vino de seguida, pero fuése a Cora. Sólo esta mañana estuviera aquí un rato, después del entierro. Muriera ayer, en el amanecer…
Ermitas, con la luz encendida, estuvo contemplando, largo rato, a Marcela dormida. Le quitó los zapatos, con cuidado para no despertarla, y le aflojó la ropa. «Tan fea como era la Matuxa, Dios me valga, y va y le nace esta santiña», pensaba, mirándola. «Y se le pegaron, que ya se lo noté, los modales de la señorita Lucía. Para mucho hanle de servir, la pobre.» Suspiró. Desde mañana haría poner otra cama, que bajaría del desván, junto a la suya. Que la moza estaba muy crecida para dormir con nadie. En sueños, se volvió Marcela. Quedó al aire el cuello vigoroso, y bajo la oreja, Ermitas reconoció la mancha negra, ovalada; por una vez, como todos, santiguóse.