LA CASA que ocuparon en Las Puentes era pequeña, de dos plantas. Al llegar, viniendo de Cora, les pareció más pequeña aún. Pertenecía a don Enrique, y la tenía alquilada a unos caseros, pero al conocer éstos la llegada de la señorita Lucía, se apresuraron a dejar un piso libre. Acomodáronse como mejor pudieron en el bajo, dejando el de arriba, más espacioso, para la señorita.
La recibieron calurosamente:
—Mi santiña querida, ¡la hija de don Enrique!
Y qué guapa que está: ¡parece un carabel!
Detrás de los viejos iban asomándose las caras, recién restregadas, de cinco chiquillos, tan seguidos que no parecía posible pudiesen ser hermanos. La madre, Margarida, llevaba en brazos al más pequeño. Miraban los niños a la señorita, pasmados, hurgándose las narices con los dedos, o rascándose la cabeza. Margarida soltaba pescozones a diestro y siniestro, hasta que se aburría, y les dejaba hacer. Los viejos se exclamaban:
—Seméjase a la señora, paréceme que la estoy mirando, cuando casó…
Lucía, cansada y enervada, sonreía.
Atravesando el pasillo, donde picoteaban las gallinas, subieron por la desvencijada escalera.
—Apañárnoslo todo por lo mejor. Tiene que nos dispensar, si no acertamos.
Olía a pintura. Las paredes, recién enjalbegadas, chillaban su blancura.
La vieja Ángela se precipitaba, abriendo las puertas de las habitaciones:
—Pusimos aquí a la señorita, que es la alcoba de la casa, y de mañana se ve todo el valle.
Resplandecían las sábanas limpias, los modestos muebles recién encerados. Junto a la ventana un diván, como su madre ordenó. «Días y días aquí. ¿Me curaré? ¿Me curaré?…», se preguntaba Lucía, angustiada.
Aquel cuarto destartalado, oliendo a lejía, tan frío…
—Gabriela, pondréis la cama de Marcela en mi cuarto.
Marcela apretó más el hatillo que traía en la mano. ¡Qué lejos La Sagreira y el seco calorcillo de Ermitas!
—Cualquier cosa, ya saben, ¡a mandar!
—Déjalas, madre —intervino bruscamente Margarida—. Que la señorita tendrá que acostarse.
—Tienede —corroboró Gabriela.
Y se puso a deshacer la maleta.
Ya en la cama, sintiendo en los huesos la humedad de las sábanas, Lucía tiritó. No quería llorar. Quería ser fuerte. Pero envidiaba a Tula: decían que estaba tan mala, que por eso la separaban de allí, pero Tula tenía a mamá para cuidarla, permanecía en la blanda cama de su casa, y sólo con volver los ojos a la ventana, veía las ramas de los eucaliptus.
Lucía tardó en dormirse, asombrándole la facilidad con que, en cambio, lo hizo Marcela. La vio desnudarse, de cara a la pared, vergonzosa, y luego escabullirse entre las sábanas. Se encogió como un ovillo, como si tuviese frío.
—¿Quieres otra manta, Marcela?
Marcela ya no contestó: dormía.
Se despertó temprano, con la sensación de una gran claridad. Tardó en acordarse que no estaban en La Sagreira, ni en Cora, sino en Las Puentes. Miró hacia las cortinas de la ventana: la noche anterior las habían corrido, pero debieron olvidar de cerrar las contras.
—Estoy despierta, Celiña. ¿A dónde vas?
—Voyle a cerrar —contestó azarada, quieta en medio del cuarto, con la saya de grueso percal blanco, que no se quitara para dormir, cubriendo sus apretadas carnes.
—No cierres, Celiña, abre. ¿Qué se ve desde aquí?
Se dominaba el valle, verde y jugoso, circundado de montañas.
Lucía, con los pies descalzos, corrió a la ventana, y ante el limpio y tranquilo amanecer, y el vivo colorido del paisaje, sintió que desaparecía su angustia. «Un poco de paciencia. Aquí curaré pronto, lo dijo el médico. Y entonces volveré.»
Rodeaba, con su brazo, los hombros de Marcela. Marcela, era, aunque tenía cinco años menos, tan alta como ella.
—Verás qué bien lo vamos a pasar, Celiña, con labores y libros para leer.
Una duda la asalta:
—¿Sabes leer, Marcela?
Marcela frota un pie contra otro.
—Te enseñaré, Marcela, ya verás.
Tomó a conciencia su propósito. Con las ventanas de par en par abiertas, tendida en el diván, emprendió la tarea de enseñar a la rapaza las primeras letras. Marcela, al principio, se sofocaba de vergüenza. No sabía qué hacer con sus manos, anchas y carnosas. Retraía, esquiva, la mirada.
—Vamos, Celiña, no volvamos a las andadas. ¿Me quieres o no me quieres? Pues si me quieres, aprende, hija. ¿No ves que es por tu bien, que vives talmente como los animales?
Marcela callaba: no le parecía la vida de los animales despreciable vida. Recordaba a los perros de La Sagreira, tan queridos por todos, tan mimados, sin que nunca les faltasen comidas ni atenciones. «Pistolas», por ejemplo, fue como un amigo para el amo, y como a un amigo le sintió cuando, de puro viejo, dejó de existir. Lo enterraron en la fraga, al pie de un castaño, en una suave loma de la tierra, y tardó bastante tiempo en reemplazarlo. Pero, al llegar la temporada de caza, ocupó el «Chinto» el puesto de «Pistolas», y, desde entonces, consciente de su nueva importancia, marchaba siempre al lado del amo, brincando y correteando, porque era joven y juguetón. ¡Buen «Chinto»! Marcela le acariciaba a escondidas, y acercaba su cabeza al morro húmedo.
¿Y los caballos?… Los caballos que el Juan cuidaba, y lavaba, y lustraba. Montado por el señor, el «Gallardo», que relinchaba al llegar ante el portón, para que abrieran pronto.
Las vacas, con su mirada mansa y bobalicona, las gallinas, alegres e impertinentes, los bueyes, que parecían sabios. Para arar, los uncían, e iban las mujeres tras ellos, golpeándoles en las ancas.
Todos tenían sus establos, y sus camas de hierba seca, y el pienso asegurado.
No, no era malo ser animal del pazo…
A veces, Lucía escuchaba un hondo suspiro: suspendía la clase.
—Marcela, ve al jardín y tráeme unas flores, y coge las manzanas para hoy.
Antes de que terminase de hablar desaparecía Marcela. Al hallarse en la huerta saltaba como un animalillo joven, respiraba con fuerza, sacudía el manzano con ansia gozos a. Después, clavaba los cortos y afilados dientes en la sabrosa pulpa. Cantaba. No retenía letra alguna de las canciones escuchadas desde la lareira, y solamente como un clamor de todo su cuerpo, brotaba de su garganta, o de su pecho, el alalá, misterioso y desgarrador. Cuando aquel sonido, gutural y oscuro, llegaba hasta Lucía, a ésta se le llenaban de lágrimas los ojos: deseaba acudir a aquella salvaje llamada, correr a la huerta, lanzarse al valle…
Pero Marcela, de pronto, recordaba que la señorita Lucía continuaba arriba, tendida en su diván: palidecía. Y a la misma carrera que llegó, brincaba por las escaleras para volver antes. A Lucía se le antojaba que aquel olor frutal la acompañaba, se confundía con su propio olor. Algunos días, Marcela, cuando bajaba a la huerta, se apoyaba contra un árbol, de cara al valle. A lo lejos, muy a lo lejos, se divisaban las montañas. El viento traía a sus labios un sabor agreste. Con los ojos abiertos, como una vidente, pasaba ante sí todo cuanto añoraba: La Sagreira, el viejo pozo, la capilla de San Miguel, el granero, los campos de maíz, la parra. Creía tener delante, asomada a una ventana, la quieta y ensoñadora imagen de la ría, el castro del molino, el campanario de la iglesia. El viento fingía el tañido de las campanas. Tamtam… En Santa Marta tocaban a todas horas. Contestaba a la de los dominicos, la de la pequeña iglesia, al otro lado del camino: tam-tam-tam… clamaban las voces de bronce. Marcela adivinaba, tras ellas, una procesión de blancos fantasmas, vestidos con albos, impalpables ropajes, que subían, subían, mientras volteaban las campanas… En el mes de las Ánimas, sobre todo, Marcela marchaba como loca, huyendo de aquella bronca llamada, y atraída por ella. Junto al lar, Rosalía y Dolores bisbiseaban: «Rosa, la del molino» y se santiguaban. Volvía a tocar la campana. Tam-tam-tam. «Manuel, el del herrero». Y se santiguaban.
Marcela daba diente con diente, mientras desfilaban aquellos nombres de unos cuerpos sin vida.
Ahora, lejos de La Sagreira, sin saberlo, su corazón era como una campana de carne.
Sentía extrañas opresiones, repentinos vértigos: le zumbaban los oídos.
—Mujer, ¿qué te pasa?
—Dióme vuelta el cuarto.
Salía a tomar el aire, para que se le pasara. Cerraba los ojos: azotaba su rostro el viento. Marcela, con horror, recordaba los días del tumbaloureiro en el pazo, y al señorito Álvaro, quieto ante la ventana abierta. Volaba la casa, por aquella ventana abierta:
—Al mi señorito no hay viento que lo tumbe —decía Ermitas—. Siempre siega los laureles de la corredoira, que salgo en busca de las ramas por lo que arrescenden, pero él puede con todo.
El aire silbaba: perdido en su silbar, creía oír el ladrido del «Chinto», y el ruido familiar de las botas del amo, subiendo la escalerita de la solana; después, sus recios pasos por la casa: era como si, a pesar de la mucha gente, la casa estuviese vacía hasta que él llegaba.
A Marcela se le quedaban las manos frías y se ponía pálida. Cuando volvía arriba, junto a Lucía, su ausente mirada vacua la irritaba:
—Marcela, no pongas esa cara. Parece como si no estuvieras aquí, o hubieses visto brujas o trasnos. ¿Los viste?
Marcela, hosca, inclinando su cabeza sobre el cuaderno, procuraba, con esfuerzo, trazar bien las letras, apretando con fuerza el mango de la pluma.
En el atardecer, Lucía le relataba pasajes de la Historia Sagrada. Marcela los escuchaba como escuchara a don Antonio, de pequeña. A veces no hablaban. Sentada en una silla baja, cerca del diván en que estaba Lucía, ensimismadas, dejaban que las sombras se adueñaran del cuarto:
—¿Sabes, Marcela? —decía por fin Lucía, y la voz parecía muy lejana—. A estas horas, en Cora, estará mamá junto a Tula, y mis hermanas en la galería…
Marcela quería imaginárselo como Lucía lo describía, pero se encontraba a sí misma pensando en Ermitas, arrastrando los pies por los pasillos, y en la imagen del amo, inclinado sobre los libros, mientras ellas subían a la cama. ¡Qué tarde se acostaba el amo! Desde pequeña sintió Marcela que si el amo velaba, no era posible que nada sucediera. Daba tranquilidad, saber a un hombre despierto, con un perro al lado.
De cuando en cuando llegaban cartas para Lucía. A través de los renglones que su madre escribía, seguían, a distancia, la vida de ellos. «Dorila está pasando unos días en la ciudad. Tula parece que está mejor, pero no hay que fiarse. El primo sigue viniendo todas las tardes».
A veces, don Enrique ponía una vigorosa coletilla a las cartas: «Y no me seas maula y te hagas la enferma, que estás muy buena, y tu madre te necesita». Donde estaba escrito «madre», leía «padre» Lucía, sorbiéndose las lágrimas.
—Escucha, viene tu señorito un día de estos.
Marcela se quedó parada.
—¿El señorito Álvaro? —preguntó, por fin.
—Sí, mujer; no sé que tú tengas otro señorito…
Marcela abrió al azar las páginas de un libro de viajes. Mientras Lucía terminaba de leer la carta, permaneció quieta, con los ojos fijos en una misma ilustración. No sabría decir qué representaba: había un río, y unos árboles altos en forma de abanicos, y una mujer con un cántaro sobre la cabeza, y un traje hasta los pies. La mujer parecía mirarla… Poco a poco, los chillones coloridos del grabado temblaron, borrándose ante sus ojos. Marcela sentía un calor muy grande en la frente, y frío en las manos.
¿Cómo había dicho Lucía?… «Tu señorito». No era su señorito: era el amo. Hay gran distancia de una cosa a la otra, ¿cómo no lo comprendía Lucía, tan lista como era?
Lucía, sí, era su señorita; pero, sin embargo, sintió que pertenecía más al señorito Álvaro que a ninguna otra persona: «Claro, suyo es el pan que comiera, y La Sagreira, y todo, como decía Ermitas».
Pero ese pan, ¡diaño!, ella se lo ganaba: trabajaba sin parar, del día a la noche, lavando la ropa del señor, ayudando a Ermitas.
Trabajaría hasta rendirse, hasta caerse muerta, para que así quedaran pagos los años pasados, de niña, sin hacer nada. Por mucho que hiciera, seguiría siendo del señor el pazo, y del señor la cama donde durmiera, y del señor los campos donde cavase. Por mucho que hiciera, seguiría Ermitas, diciendo: que «a él le debía el pan, y el techo, y todo».