VIII

A ÚLTIMA HORA, Álvaro subía con Jorge a ver un rato a Tula. Sentábanse al lado de la cama, y charlaban entre ellos, pues Tula apenas intervenía en la conversación. Doña Lucía se sentaba con la labor, cerca de la mesita, y era el rato mejor del día, para la enferma.

La doliente cabeza apoyada en la almohada, bordeada de ancho encaje de Camariñas, tenía entonces un resplandor secreto, como si desde lo más hondo, algo la iluminara.

La sonrisa, primero, fue de la boca joven, luego se refugió en aquellas dos hendiduras del rostro, a los lados de las mejillas; ahora residía en los ojos, febriles.

A Tula le gustaba leer: más que afición era gula. Leía como quien come, devoradoramente. Álvaro la sorprendió muchas veces con libros que él juzgaba aburridos para una muchacha: antiguas crónicas y relatos históricos, y se embebía tanto en la lectura que parecía olvidar la enfermedad, la muerte al acecho, la juventud perdida. Un misterioso lazo ligó a los dos primos, nacido de este común amor a los libros. Exaltadamente, Álvaro sólo con Tula hablaba de su trabajo, y le confiaba raras adquisiciones de ejemplares únicos. A Tula se le encendían los ojos. Oía la voz, lenta y segura de Álvaro, relatando milagros, leyendas, sucesos acaecidos en tiempos antiguos, cuando los peregrinos iban a Compostela.

—Aquí no hay ninguna, pero entre Espasante y Santa Marta existe una casa que en un tiempo fue posada de peregrinos. En la parte de atrás se conserva aún bastante bien el patio, que hoy sirve de establo para vacas.

A veces, Álvaro, con un lápiz, sobre una hoja de papel, trazaba tres caminos: sinuoso, el lápiz bajaba, se adentraba, subía.

—¿Ves? Éstas eran las vías principales. Seguirlas, una maravilla. Por su belleza natural y por la tradición que contienen. Reyes y Santos, nobles y gobernadores, todos venían a adorar el Sepulcro. Había mucho pillo, también, siempre lo hay. Pero abundaban los hombres de buena fe.

A Santiago, en romería ven

el Rey, madre, prazme de corazón.

Ahora, cuando Álvaro trabajaba o leía, si algo bello o curioso le llamaba la atención, decidía: «Lo comentaré con Tula». Fuera de los años que estudió en Santiago no había tenido posibilidad de diálogo.

Sus primos no compartían sus gustos; se querían, pero hablaban idiomas distintos. Por eso le maravillaba hallar en Tula, enferma, tanta comprensión, y el espíritu en vela.

Al salir de La Sagreira tomó el hábito de llevar algún libro para Tula, y sin querer pensaba en ella, ya que lo releía detenidamente antes de entregárselo.

—Toma, te interesará.

Tula lo cogía entre sus afilados dedos con un cui dado infinito. Ver a Tula tratar los libros era un placer para los ojos.

De cuando en cuando, Ermitas le preparaba una cesta con nueces o castañas, y un garrafón con mosto. Pero, a veces, mientras charlaba con las otras muchachas, abajo, en la galería, se acercaba Dorila, bellísima y tenebrosa. Álvaro sentía siempre en su presencia el deseo de zaherirla, lo que no impedía que cogiendo las manzanas o las nueces destinadas a Tula, dijera: «Toma. Las traje para ti». Y en aquel momento olvidaba que no había sido ésa su intención primera. Dorila, altiva, acogía el obsequio como si lo esperara.

—Álvaro trajo una cesta con nueces a Dorila —comentaba Lucía, sentada sobre el lecho de Tula.

La enferma sonreía, con aquella sonrisa de los ojos, cansada, distante. A veces, suspiraba, llevándose una mano al pecho.

—Vete de aquí, Lucía, vas a caer enferma también tú —decía con energía, desmentida por la alegría de sus ojos cuando divisaba a la pequeña, empujando suavemente la puerta para ver si podía entrar.

Y Lucía comenzó a quejarse de cansancio, de falta de apetito, de sudores. Doña Lucía, temblando, vigilaba la temperatura: tenía décimas todas las tardes. La madre se derrumbó; entre sollozos reclamaba a Dios la vida de sus hijas.

—No hay que alarmarse —tranquilizaba el médico—. No es cosa seria. Ahora, eso sí: hay que separarla. A un sitio alto, con muchos pinos y que esté tumbada, sin hacer nada. Que no se aflija, que descanse, que coma mucho… Pero nada de estar con las otras, que va a ser esto una cadena.

—¿Y cuándo debe marcharse, don Mariano?

Don Mariano se volvió hacia la puerta entornada de Tula.

—Cuanto antes, mejor.

Jorge fue quien halló la solución. Sentados en la galería, discutieron largamente.

—¿Y por qué no mandarla a Las Puentes? No está demasiado lejos, y allí tenemos caseros, buena gente.

A don Enrique parecía que iban a reventarle las venas del cuello. Resoplaba.

—Sí, es cierto. Ángela y el marido; y Margarida con todos sus hijos. Pero…

—Ya sabes lo que ha dicho el médico, mamá.

—¿Tan joven, Lucía, mandarla sola a Las Puentes?

Y yo no puedo acompañarla. Ni vosotros tampoco…

—Que vaya Gabriela.

Gabriela era en Cora lo que Ermitas en La Sagreira.

—Naturalmente, Enrique, siempre lo pensé. Pero siento que no vaya con ella alguna muchacha de su edad. Los caseros son viejos. Gabriela, ¡fíjate!, y la Margarida, siempre con un hijo a cuestas…

Pasaron revista a todas las criadas del pazo. Lo hablaron con Lucía.

—¿A quién te gustaría llevar contigo, Lucía?

—Quisiera quedarme. —Lucía se agarraba a su madre.

—Vaya, Lucía, no seas niña —la madre procuraba ser fuerte—. Es por tu bien, y don Mariano ha asegurado que te curarás.

—Prefiero estar mala y estar en casa —lloriqueaba Lucía.

—Lucía, hija, Lucía… Que no te oiga tu padre. Habíamos pensado, claro, en que fuera Gabriela contigo.

Lucía, hipando, hizo que sí con la cabeza.

—Y Marcela —dijo.

—¿Qué Marcela? En el momento de preguntarlo cayó en cuenta doña Lucía. La rapaza aquella, era cierto:

—Sí, hija mía, se lo diremos a Álvaro.

Álvaro lo aceptó. No tenía nada que preguntar ni nada que consultar. Marcela acompañaría a su prima a Las Puentes.

—Es un puercoespín —advirtió, riendo—. Ermitas la tiene en estado salvaje, y entre eso, y entre que la tienen por meigadu los demás, anda como huida.

—No era así cuando hizo la Comunión. Parecía un poco torpe, pero sumisa y obediente. Tenía unos ojos preciosos.

—Poco los luce, con las greñas que lleva. Ermitas no es lo que era y me parece que Marcela hace de ella lo que le viene en gana.

—¿Es sana? —preguntó doña Lucía.

—Debe serlo. Ya sabes que Ermitas todo lo cuenta, así que me hubiese enterado si anduviese mala. Gorda y fuerte sí lo está —rió—. Con unas piernas como lacones…

—¿Querrá venir?

—¿Pues no había de querer? Claro que vendrá, Lucía.

Al desmontar, frente a La Sagreira, llamó Álvaro a Ermitas:

—Ven acá. Quiero hablarte.

—¿Qué es ello, señorito? ¿Pasa algo en casa de los señores?

—No, Ermitas, pero Lucía, ya lo sabes, está enferma. Casi nada. Aislándola y con cuidados parece que será cosa de poco tiempo. La mandan a Las Puentes, con Gabriela, ya la conoces.

—La buena de Gabriela…

—Quiere Lucía que le acompañe Marcela.

—¿Marcela?

—Sí, Marcela, mujer, así que díselo. ¿Por qué te quedas ahí parada?

—Que dióme una vuelta la sangre sólo en pensar que Celiña pueda desjuntárseme.

—Es por poco tiempo. Y Lucía fue siempre tan buena con ella…

—Sí, señorito, si comprendo… Además, que los señores mandan…

Salió la vieja, escondiendo la cara en el delantal.

—¡Vaya! —pensó Álvaro—. Ya tenemos drama.

A la mañana siguiente, Ermitas se presentó a servirle el desayuno con los párpados hinchados, y sorbiéndose las lágrimas.

—Señor, ya se lo dije a la Marcela y sí que va. ¿Cuándo marchan?

—Saldré esta tarde, después de comer. Puede venir conmigo. Pide el coche de Andrés.

—Si es por la rapaza, no pido, que cabalga talmente como un mozo. No sé cómo aprendiera. Quería de decirle…

—¿Qué es ello, Ermitas?

—No la deje en Cora para luego. Sólo mientras esté en cama la señorita. Porque una…

—Entendido, Ermitas.

Cuando esta tarde bajó Álvaro la escalerilla de la solana, halló cerca del «Gallardo» otro de los caballos. Junto a él, Marcela, con una capa negra, abrigosa, que Ermitas la dejara «para el viaje», cubriendo su trajecito de percal. Ermitas, llorando todas las lágrimas de su cuerpo, abrumaba a recomendaciones a Marcela. Por las ventanas de la casa, los otros sirvientes atisbaban la despedida.

—Ea, ¡en marcha!

Para montar, Marcela subió unos escalones y desde allí brincó a lomos del caballo.

—¡Bravo jinete! —celebró Álvaro—. Vamos. Adiós, Ermitas.

—Adiós, señorito Álvaro. ¡Adiós, mi Marceliña!

Al pasar por el abierto portón volvió la cabeza Marcela para mirar por última vez al ama. Ermitas había hundido la cabeza en el delantal, y las criadas intentaban consolarla.

Cuando se vio en el camino, cuando llegaron al crucero, cuando se aventuraron por estrechas corredoiras, le brincaba el corazón a Marcela. Cabalgaba Álvaro en silencio. Al pasar por los caminos abovedados de árboles, cuyas ramas podían darles en la cara, levantaba el bastón, sujetándolas para que la muchacha pasase libremente.

—¿Vas bien, rapaza? —preguntó una de las veces.

—Voy, señor —contestó Marcela.

Ardía en deseos de preguntar el nombre de los sitios por donde pasaban, pero no se atrevía. Ella no había salido nunca del pazo, siendo sus fronteras los límites de aquél. Ermitas se había opuesto siempre a que saliera.

—… Y a saber que puede una encontrarse en el camino, que anda mucho malo suelto, y no se está en ningún sitio como en casa…

Tampoco Marcela deseaba arriesgarse fuera de ella. La fraga era donde más lejos llegaba: se perdía entre aquellos corpulentos árboles, los palpaba, los ponía nombres. Entraba en ella lo mismo que entraba en la capilla, los domingos. Levantando la cabeza, intentaba ver entre sus copas un pedazo de cielo. Andaba, andaba. Con el rostro vuelto hacia la izquierda, porque entre un árbol y otro divisaba la ría y le gustaba aquel caminar, como arrastrada por la corriente.

Poco tiempo atrás, Dolores había contado, en la lareira, lo bien que lo pasaba los domingos, en el pueblo. De oírla, Marcela supo que había tiendas donde vendían de todo, y un paseo con árboles frente al Ayuntamiento, y por allí iban y venían las muchachas.

—Y ahora que caigo, Marcela no conoce Santa Marta —observó Dolores—. Esta rapaza está mismamente como salvaje. Debía la llevar un día al pueblo, Ermitas.

—Tanto parolar, dale que dale a la lengua —barbotó Ermitas—. Nada se le perdió, en el pueblo.

—Pero, va siendo mujer, ¿eh, Marcela?, y querrá ver el mundo.

—¡Qué mundo ni qué gaitas! Buen mundo iba de ver. Ende las ventanas veilo.

—Que responda ella, mujer. ¿Quieres ir al pueblo?

—¿A qué hacer?

Sacudió los hombros la muchacha.

—¿Qué tiempo tiene la Marcela? —preguntó Herminia, con malicia, observándola.

—No sé.

—Catorce hará que nació —intervino Pablo—. ¡Cómo pasa el tiempo! Y bien los hace… Que acuérdome bien del día que vino al mundo.

—Púsose gorda la rapaza, Ermitas, y fuerte…

Marcela, colorada, con una navaja en la mano, hacía cortes y rayas sobre la mesa para disimular su turbación. Ermitas procuró cambiar de tema:

—Mira que la señorita Lucía que parece que púsose también enferma.

—Esa sí que lo íbamos de sentir todas —terciaba Rosalía—. Porque, como buena, no le hay dos como ella.

Por la noche, Ermitas preguntó, refunfuñando, a Marcela:

—Y tú, ¿qué dices a esas, tienes ganas de conocer el pueblo?

—Yo nada dije.

—No dijiste, pero ¿tienes ganas?

Marcela lanzó una carcajada, sonora y fresca. Retumbó en el silencio de la noche como una cascada de agua.

—Qué he de tener, mujer.

Recordaba ahora esta conversación.

Dejaron el camino que bajaba de la Sagreira, y vio a su izquierda dos fuentes donde se afanaban las mujeres, lavando. Al llegar junto a ellas, saludaron:

—Vaya con Dios, señor.

—Todo el mundo le conoce —pensaba Marcela.

Salieron al camino, y tras cabalgar se adentraron por un sendero cuyo suelo estaba cubierto de agujas de pino. Aquel rojizo tapiz formaba blanda y resbaladiza alfombra, al paso de los caballos.

—Cuidado, Marcela, ve con tiento.

Cuando salieron de nuevo al camino, Marcela puso el caballo al trote, gozando con el viento en la cara.

Tras mucho cabalgar, detúvose Álvaro.

—Ya estamos —dijo.

Marcela, no veía casa alguna, ni puerta de entrada. Penetraron por un sendero pindio, bordeado de árboles. Debía haber eucaliptus en la finca, porque el aire traía su olor y el de la resina.

Sendero abajo, descubrió la casa, hundida en el valle, al pie del río. El río le pareció pequeño, como una cría de su ría familiar.

Miguel se adelantaba a su encuentro.

—Estábamos esperándote.

—¿Viene Marcela? —preguntó, ansioso don Enrique, aproximándose. Marcela se sintió escrutada por tres pares de ojos. Se dejó escurrir del caballo.

—Pasa. Pasa. Te aguardábamos. La señorita, ¿sabes?, tiene que marchar pronto, lo antes posible. Ven…

La pobre figura de la rapaza, con su negra capa colgando tras ella, se adentró por los pasillos.