VII

—¿SABES QUE LA MANCHA esa de la cría puédete ser lunar? Grande es, pero va pareciendo más lunar que mancha.

—Clariño que es lunar —triunfaba Ermitas—. Díjelo siempre yo, pero vosotras, dale que te darás, que la mi pobre parecía talmente que tuviera algún mal, ¡no vos castigue Dios! La vez aquella que la Marcela guardara cama con las fiebres, pregunté a don Mariano. «Esto no es mancha, mujer, no voy a saber yo. Es un lunar que irá haciéndose más pequeño así que la rapaza crezca, y más de una rabiará por él»… Eso dijo.

—No es fea, la rapaza, no. Pero te es tan hurona, anda siempre escapando; más parece animal de monte…

—Ahora sí, ¿qué queréis que haga? Escapabais de nena, y aprendiera a escaparvos. La vez primera que le dio la Comunión don Antonio… va ya para dos años… dióme congoja ver la capilla desierta. Y menos mal que la buenísima de la señorita Lucía viniera, y comulgó con ella.

Rosalía, apiadada, procuró disculparse:

—Tuvo la culpa el Juan.

—Tuvo, tuvo… También tuvisteis vosotras. Y que la Marcela tiene una memoria desgraciada, y ahora no lo olvida.

En cambio, Marcela recordaba muy bien el día de su Comunión, y toda la anterior temporada. Don Antonio, el párroco, venía a prepararla, y ¡le contaba tan bellas cosas! Hubo un niño, Tarsicio se llamó, que muriera abrazado a la Hostia, y por más que le apaleaban y le tiraban piedras, no quería desprenderse de Ella. Supo también que todos los niños tenían un Ángel que miraba por ellos, y una madre, la Virgen, y que todos eran hijos de Dios, En la cabeza de Marcela un problema bullía: si el Niño era hijo de la Virgen, y la Virgen era madre de Marcela, y el Niño era Dios, ¿cómo podría ser su padre? ¿No sería su hermano?… Acostumbrada a callar, no consultó su duda; prefería un hermano, sí, un niño como ella.

Y se creó así una idea de Dios a su antojo.

El señor cura la obligaba a contestar de memoria unas preguntas, siempre las mismas. No comprendía Marcela por qué no podía recibir a Dios hasta aprenderlas de carretilla.

—¿Sois cristiana?

—Sí; por la gracia de Dios.

La rizada cabecita roja se movía, inquieta. Los ojos buscaban un escape por la ventana.

—Atención, Marcela; ese nombre de cristiana, ¿de quién lo hubisteis?

—¿Lo qué?

—Pero no te vayas a las batuecas y aprende, ¿o es que no quieres comulgar?

Ermitas se desesperaba.

—Aprende, Celiña, aprende. Que don Antonio va a se cansar, y no querrá enseñarte.

Lo que sí recitó en seguida fue la Salve. Al llegar al pasaje: «A Ti suspiramos, gimiendo y llorando», se le encogía el corazón. Gustábale decir cosas bonitas a aquella Celestial Señora, tan sonriente siempre en la estampa que don Antonio le regaló.

—¿Sabes lo que me dijo ayer Lucía? —preguntó don Antonio.

Marcela le escuchaba, pendiente de sus labios.

—Estuve en Cora, y conté a las señoritas que estabas preparándote para comulgar. Me preguntaron si tenías traje; les dije que nada sabía.

—Merquéle un delantal nuevo en la última feria —terció Ermitas.

—Lucía quiere saber el día que comulgas para venir ella.

A Marcela le batía locamente el corazón.

A las pocas fechas llegó de Cora un paquete. Ermitas se lo llevó al señorito.

—Pero si es para ti, Ermitas.

Ermitas lo abrió, deshaciendo cuidadosamente los nudos del cordón que lo ataba. Dentro, plegado, un velo blanquísimo, y una coronita de rosas blancas. Ermitas leyó, emocionada: «Para que Marcela lo lleve el día de su Comunión.»

—¡Qué buenísima es la señorita Lucía!

Marcela, vistiendo el trajecito de percal azul, tieso de puro nuevo, daba vueltas en torno al velo y la corona, —Aguardaremos a la señorita, que está para llegar, que yo no te sé como ella.

Cuando Marcela oyó la bocina del coche, apretó, nerviosa, las manos contra el pecho.

Lucía subía ya apresuradamente las escaleras.

—Que traigo a don Antonio conmigo; daos prisa, Celiña.

Sonrió a la rapaza, tímida y anhelante, con su delantalito azul.

—Ven, Celiña, que yo te pondré el velo. A peinarte, primero.

Sobre el velo, oprimiéndole las sienes, resplandecía la corona.

—¿Te hace daño, Celiña?

—Súfrelo un poco, yalma, que te está algo chica —suplicaba Ermitas—. Pero cuando te hagas a ella, ni la sientes.

Lucía la besó en las mejillas.

—Es el día más feliz de tu vida, Marcela. Pide mucho a Jesús por mí.

Se dirigieron a la capilla. Habían encendido todas las luces, y parecía acerada y terrible la espada de San Miguel. Se arrodilló en un banco al lado de Lucía, y al otro, Ermitas y Pablo.

Marcela, subyugada, observó el rostro de Lucía después de la Comunión: batía los párpados, como las palomas sus alas, y parecía que estuviese sola, o muy lejos.

Al terminar la Misa, Lucía preguntó:

—¿Pediste por mí, Marcela?

Marcela bajó la cabeza, avergonzada.

—Di, ¿pediste?

—No pedí.

—¿Cómo? —reprendió, enfadada, Ermitas—. ¿No rezaste por la señorita, como te lo encargara? ¿Qué hicistes entonces?

—Nada —contestó casi hipando.

—Como, ¿nada? —intervino don Antonio.

Marcela alzaba los hombros, desesperadamente.

—¿No rezaste nada? ¿No diste gracias a Dios?

Marcela callaba.

—¿Y entonces qué hacías?

—Nada…

No hubo quien la sacara de allí; no había rezado ni pedido nada; comulgó, juntó las manos, y se quedó quietecita, olvidando lo que le habían dicho.

—No la mareéis, Ermitas —reprendió Lucía—. Dejadla. Es también un modo de orar.

Marcela lo recordaba bien. No podía olvidarlo.

Ahora, pasados dos años, comenzaba a ayudar a Ermitas en los trabajos de la casa. Ermitas disfrutaba viéndola ir por agua al pozo, o acarreando el cestón, que ella ya no podía con todo.

Marcela contemplaba, desde las ventanas, el vasto y bellísimo paisaje ante sus ojos; sin razonarlo, comprendía su excepcional encanto. A veces, la ría, tan quieta, tan bruñida, dulce y lánguida, la atraía; impetuosamente deseaba correr hasta ella, hundiendo sus manos en el agua calma. Pero cuando soplaba el tumbaloureiro, Marcela, santiguándose, cerraba bien los postigos, e imploraba a San Miguel. El viento, entonces, bramaba en la noche con un rugido fiero, monótono, y amenazador. Atrancadas las puertas de la casa y de los establos, recogidos todos los animales, agrupábanse las gentes en la cocina. Con frecuencia, en noches así, le decía Ermitas:

—Ve a dar una vuelta por el despacho, no sea que necesite algo el señor.

Marcela recordaba el primer día que lo hiciera, que ya desde el pasillo creyó volar; el viento frío, huracanado, entrando libremente, la empujaba. Los pelos se le metían por los ojos. Marcela, apartándolos, los retenía con una mano. Sobre una de las mesitas del pasillo, con estrépito, volcóse un jarro que contenía flores, se tumbó el marco de un retrato. El agua comenzó a gotear y a formar un charco en el suelo. Marcela, guiándose por el ramalazo de viento, fue hacia donde adivinaba la ventana abierta. Debió marchar el señorito del despacho olvidándose de cerrarla. Desde la puerta, Marcela vio los papeles volando por la habitación y las sillas volcadas. Se sostuvo con una mano, apoyándose contra la pared, porque el viento la echaba para atrás. Marcela apartó las greñas de sus ojos: allí estaba el señorito Álvaro, de pie, ante la ventana abierta. Tranquilo y fuerte, ni se movía, como un árbol a quien la tormenta no alcanzaba.

Marcela alzó su voz: «Señorito… ¡Señorito!», pero el aire se le metía por la boca, obligándola a cerrarla, y su voz se perdía en el aullar del viento.

Álvaro admiraba el grandioso espectáculo: a lo lejos la ría, embravecida y fiera, parecía querer desbordarse por las riberas, ser montaña. Sus olas crecían, se enarcaban, gigantescas. La Capolada, trágica y descarnada, resistía el embate del viento, que al quebrarse contra ella, volvíase airado hacia la ría. Ante él, los cipreses del jardín se curvaban, dejando silbar el viento entre sus hojas, y más abajo, pasado el muro de su finca, los pinos y los laureles semejaban demonios retorcidos, que crujían, sacudiendo sus ramas, fantásticos monstruos de cien brazos.

Álvaro, por fin, luchaba por cerrar la ventana.

Marcela volvía, tiritando, a sentarse en la lareira.

—¿Quiere algo el amo?

—Como querer no te sé, Ermitas. Tenía la ventana abierta, y entraba tanto viento y tanto frío…

Ermitas frotaba los bracitos en carne de gallina.

—Hay gustos que merecen palos.

Marcela se acurrucaba junto al lar. Escuchaba los cuentos que relataban.

—¿Y cuando la Merla meigó a la Antonia? ¿No vos acordáis? —preguntó Rosalía.

—Calla tú con la Merla —intervino Ermitas, rápidamente.

—¿Y por qué tengo de callar?

—Porque no lo cuentas, ¡hala!

—¿Qué fue lo de la Merla, Rosalía? —preguntó Marcela, excitada su curiosidad.

Los cuentos aquellos le daban miedo, pero le gustaban. Rosalía miró a la chica, que tendía el cuello para oír mejor. El fuego enrojecía la mancha grande, negra:

—Nada. No fue nada —dijo lentamente.

Y olviéndose de espaldas, se santiguó.

—¿Qué pasa con la Merla, Ermitas? —insistía Marcela, tercamente.

—Nada pasa —contestó la vieja de malos modos—. En vez de darle al magín con cosas que no entiendes, podías pensar que con este viento tan fuertísimo andará algún pobre sin casa, y pedir por él.

Hubo un silencio. El viento azotaba las ventanas.

—Ermitas, mañana saldremos a por las nueces. Tumbaríalas el viento.

—Y las castañas, Celiña, que ya empiezan.

A Marcela le gustaba el erizo de las castañas.

—Que vas a mancarte con los pinchos; suelta eso, rapaza.

Marcela los partía con una piedra, y salía el fruto. Luego, Ermitas lo asaba sobre las brasas.

También Álvaro gustaba de recoger los erizos verdes, y colocaba varios de ellos en ringlera, sobre su mesa de despacho.

—Señor, ni que fueran flores —murmujeaba Ermitas.

—Tú no entiendes, Ermitas. Son más bellos aún.

Ermitas, mirándole, meneaba la cabeza.

Las verdes bolas erizadas, amarilleaban poco a poco, con tonos de oro apagado.

A veces, mandaba que le prepararan un cesto de ellas, o de nueces, y se las llevaba a Cora. Ahora, iba casi todas las tardes a Cora.

Ermitas recelaba si habría algún amorío con sus primas.

—¡Y cómo me llega el señor! Perdido de barro, cansado y sin gana de cenar.

—He merendado fuerte, Ermitas.

—¿Y cómo siguen doña Lucía y las señoritas?

Álvaro se quedaba pensativo.

—Me han dado recuerdos para ti, y también Lucía me los dio para Marcela.

—¿Cómo sigue la señorita Lucía? ¿Tan buena siempre?

—No está bien, Ermitas; tiene unas decimillas…

—¡Jesús, María! Una señorita tan sana… Así que le salga un buen novio le pasará —murmuraba, maliciosa.

—La señorita Tula, pobre, no levanta cabeza…

—Veíase venir. El día que estuvo acá tenía unas ojeras que la comían la cara. Y parecíame que no podía aguantarse en pie. ¿Y las gemelas?

—Quieren irse al convento.

Doña Lucía daba gracias a Dios todos los días por un favor tan grande.

—Piensa, Enrique —razonaba a su marido, que no quería ni oírlo—, que tendremos siempre dos ángeles para rezar por nosotros.

—No necesito que nadie rece —vociferaba él.

—Y serán tan felices, en una vida tan tranquila y devota. Yo moriré contenta con esa preocupación menos. Y ellas serán dichosas. ¿Qué quieres que hagan? ¿Casarse?… ¿Y serán más felices con un hombre?… Mucho miedo me da entregar mis hijas a nadie, para que las dé, a lo mejor, mala vida.

Decíalo doña Lucía simplemente, sin intención alguna, pero don Enrique bajaba la cabeza.

—¿Solteras? No tal, Enrique; que no se hicieron las mujeres para solteras, y luego se vuelven amargadas y raras, y se llenan de manías. No quiero hijas solteras.

—Y yo no quiero tocas, ¡trueno! —gritaba el padre.

—No te castigue Dios por negarle a tus hijas —suspiraba, llorosa, doña Lucía.

Y llegó la desgracia. Don Enrique comenzaba a pensar si no sería el castigo de Dios.

—Ya ves, Enrique, ya ves qué dice el médico. Tísica, nuestra Tula. Y si a cambio de dos, Dios nos devuelve la salud de una…

—Haz como quieras.

Viéndole apenado, doña Lucía se acercó a él. Le cogió del brazo:

—No están mal en el convento, Enrique. Es como si las casaras con el señor de otro pazo y pudieras ir a verlas, de cuando en cuando.

—¡Pobriñas! —barbotó el viejo, ablandado.

—Y que ellas pidan siempre por la vida de Tula. Que Tula está muy mala, Enrique, me lo da el corazón.

Su maternal corazón acertaba. Tula en su cuarto, abierta la ventana, extendida en el lecho, pasó un invierno entero, y luego otro, tosiendo de cuando en cuando, con tos seca y desgarrada. Se hundió el pecho entre las flacas espaldas, y los ojos parecían más quietos, más perdidos en las profundas ojeras. Las manos, casi traslúcidas, reposaban, inertes, sobre los blancos encajes de las sábanas.

Habían prohibido que sus hermanas la visitasen, por temor al contagio, pero Lucía, a escondidas, se escapaba muchas veces para sentarse sobre el lecho de la enferma. Al verla, brillaban más los ojos febriles, y unas rosetas aparecían en las escuálidas mejillas:

—No me hagas reír, Lucía, que me hace daño. —Tula llevaba los afilados dedos al pecho—. Y toso.

—No tosas, que entonces vienen y me pescan.

—¿Vino el primo Álvaro?

—Sí. Luego subirá un ratito a verte, como todas las tardes.

—Qué bueno es, ¿verdad, Lucía? Desde que estoy enferma no deja un día de venir.

—Sí que es bueno. Abajo se está, horas y horas, con nosotras, en la galería, que no sé cómo se entretiene. A buena hora Miguel o Jorge se quedaban así.

—¿Y Dorila?

—Ya sabes cómo es. Cuando entra Álvaro se levanta y se va. Tenemos que llamarla para merendar, y llega dándose aire, poniendo posturas. Ya la conoces.

—Sí…

—Y se pone colorada, y se enfada por nada. Álvaro lo ha notado y la hace rabiar. Yo creo que Dorila está enamorada de Álvaro…

Tula cerró los ojos, apretando más los dedos sobre el pecho.

—¿Y él? ¿Le gusta?

—No sé. Ella, en cuanto siente su caballo, corre a peinarse.

—¡Es tan guapa Dorila!

—Eso dice el primo.

—¿Dice que es guapa?

—Sí. El otro día dijo: «Dorila, ayer estuve mirando la tormenta y me acordé de ti.» «Jesús, contestó nuestra hermana, ¿tan fiera soy?» «Sí, y tan hermosa», dijo él. Y la miraba muy serio. Dorila se sentó a jugar y le temblaban las manos al coger las barajas. Tula tosió.

—No tosas, Tula, no tosas.

Acudió doña Lucía.

—Hija, si te tengo dicho que no hables mucho, que no te excites. ¡Fuera de aquí, Lucía!

Lucía, desde la puerta, se volvía, acongojada, para mirar a su hermana.