VI

VEN, MARCELA, que hoy cogen la uva.

Marcela no se lo hacía repetir. Con sus robustas piernecitas, seguía a Ermitas hacia la parra, donde ya las mozas se habían escalado, apoyándose unas en el muro, y otras trepando por una escalera.

A Marcela le encantaba meter las manos en los cestones y espachurrar las uvas. Luego, se lamía los dedos.

—¡Quitadeay, larpeira! —reñían las mozas.

Marcela no las reconocía desde abajo. Entre el revuelo de las faldas veíase más pierna de lo decente; las cabezas quedaban ocultas entre las hojas, mientras desprendían los racimos. Los hombres no perdían ripio. Fingían que las ayudaban, y andaban de acá para allá con los cestones, y las mozas les gritaban que se fueran. ¡Ahí era buena!… Tenía que aparecer Álvaro, con su lento y distraído andar, para que el orden se restableciese.

—Sácanme los colores a la cara —se quejaba Ermitas.

Luego, en el lagar, mientras los mozos, descalzos, machacaban las uvas, estrujándolas con el pisón, Ermitas acercaba una taza a los desagües para dar al amo la prueba del mosto. ¡Dios, qué bien sabía!… A uva ácida, un poco agrio, y parecía flojo. Todos probaban de él, y poco a poco se caldeaban los ánimos, porque el mosto es traidor y enturbia los sentidos.

A veces, a la prueba del mosto, acudían los primos de Cora. Jorge bebía mesuradamente, mientras discutía con su primo la cantidad de vino obtenido.

—No lo aprovechas bien. Yo te digo que a nosotros nos rinde más. ¿Para cuánto te dio la cosecha del año pasado?

—Aún bebemos de él, hombre.

—Pues debías tener y tener para guardarlo, y dejar que se te hiciera viejo. Así hacemos nosotros.

—Yo no soy ahorrador. Ni buen catador tampoco. Me gusta que beban de él en la cocina.

—Si sigues así, los criados te van a comer la hacienda.

—Seguro —terciaba Miguel, con la miraba encendida.

Porque Miguel no era parco en el vino; como su padre, amaba el tinto de la tierra, y el mosto fresco «es leche para niños», aclaraba. De aquella «leche» se daba un atracón, y siempre terminaba en la cocina, con los mozos, cantando las canciones del valle, tan nostálgicas. Ebrio ya, acababa por dejar caer la cabeza sobre la mesa de mármol.

—El señorito Miguel traspúsose —comentaban los otros, muchos en el mismo estado y algunos más serenos.

Caían los morenos mechones de Miguel sobre la mesa, y en aquel medio sueño se imaginaba a Saruca entre los vapores del vino; Saruca, que se acercaba a él, esquiva y mimosa, con aquellos ojos negros, negros como el tinto cuando es bueno y llevas bebido mucho; los labios de Saruca, ácidos como el mosto, y aquella risa fresca, cantarina, parecida al Sor cuando corre en regatos, saltando sobre las piedras. Creía oír su risa, alzaba la cabeza: las llamas que danzaban en la lareira eran el cuerpo de su Saruca que se movía, cimbreante, que se hurtaba. Exasperado, pegaba un puñetazo sobre el mármol, lanzaba un escabel al fuego, tronando en palabrotas.

—Se parece a su padre, el señorito Miguel —observaba sentenciosamente Pablo—. Pero don Enrique sabe beber mejor.

Un año vinieron doña Lucía y don Enrique con las cinco hijas. Reveló la señora su buen sentido práctico con mil preguntas que a Ermitas hizo. Movía la cabeza.

—Ay, Ermitas. ¡Cuánto falta una mujer en esta casal!

—Falta, señora. ¿Y no cree que las señoritas?… —Maliciosamente las indicó con la mirada.

—¡Quién sabe! —contestó la madre, halagada—. Dorila o Tula, que le van mejor por los años, y son ya unas mujeres, y están bien enseñadas.

—riendo cascadamente, Ermitas juntó dos dedos, como si uniera algo.

Doña Lucía miró a sus hijas. Sí, realmente, Dorila, que tenía veinticinco años, o Tula, con sus veintitrés recién cumplidos, podían casar con Álvaro. Pero cualquiera sabía el pensar de éste; en lo tocante a mujeres, se le antojaba raro.

Era Dorila bella y tenebrosa, con su moreno moño apretado sobre una nuca deslumbrante, brillantes y negros los ojos. Tenía el cuerpo firme, proporcionado, a pesar de una estatura excesiva, heredada del padre. Hablaba con voz gruesa y sonora, aunque hablaba poco. Era altiva.

Tula, en cambio, menos agraciada, poseía como sola hermosura unos enormes ojos que comían su rostro, trigueños en una faz muy blanca. Las ojeras azules, pronunciadas, marcaban sus angulosas mejillas. Los labios eran finos, estrechos, pálidos, y siempre andaba tirándose con los dientes de los pellejitos que en ellos se le formaban. Las manos de Tula largas, escuálidas, espirituales, semejaban velones de cera. «Tiene algo de ciprés», pensó Álvaro, mirándola.

—¿Y quién es esta niña, Ermitas? —preguntó Lucía, señalando a la pequeña.

—Es la Marcela, señorita Lucía; la nena que naciera en el pazo. Ya usted sabe…

—¡Pobrecita! —compadecióse Tula.

Marcela la miró con rencor.

—¿Es siempre tan huraña? Con qué cara nos mira —terció Manuela. Desconcertada, volvióse hacia su hermana. Porque Ángela y Manuela obraban siempre a una, y hasta parecía que pensasen al tiempo. Nacieron gemelas, y tan semejantes físicamente, que, al principio, doña Lucía se angustiaba por el temor a que, sin darse cuenta, les cambiaran el nombre. Las vistió diferentes para evitarlo. Pero a veces, mirando hacia los rostros indecisos, con sus rubios cabellos lacios, y la desgalichada gracia de sus cuerpos demasiado lisos, doña Lucía temía, así y con todo, haberse confundido.

Marcela se pegó contra la pared al escucharlas, con la barbilla clavada en el pecho.

—¡Qué greñas! —rió Lucía—. ¿Ha probado el peine?

E intentó acariciarla. Tal no hiciera; revolvióse la niña, pateando tan fuerte, que alcanzó a Lucía en las canillas.

—¡Qué salvaje!

—¡Marcela! —gritó Ermitas, horrorizada.

La atizó un bofetón, mientras la reñía.

—Déjala, Ermitas; no la pegues. ¡Déjala, Ermitas!

Y se la quitó de las manos.

—¿Verdad que vas a ser buena, Marcela? ¿Verdad que lo hiciste sin querer?

Lucía intentó cogerla de la mano. Al principio se resistió la niña, pero por fin, cansada de alborotar, se dejó convencer.

Mientras los demás visitaban la casa, Lucía fue con Marcela al jardín, y se metió por los macizos, y le pidió que la acompañara a la capilla. Marcela, apoyada contra un banco, miraba a la señorita Lucía y un vago respeto la invadía; rezaba Lucía con las manos juntas, y en los ojos una tan dulce expresión, como si contemplara algo muy hermoso.

—Papá, cuando era niño, rezaba aquí —explicó a Marcela, cuando salieron—. Le había oído hablar muchas veces de San Miguel.

A Marcela habíale sorprendido el gesto con que Lucía miraba las losas del suelo. Curiosa y triste. Luego se estremeció.

Marcela, cuando la vio entrar en la casa, se quedó como cuando le apartaban los cestones para que no picara las uvas.

Cabe al pozo la buscó Ermitas.

—Pero cuántos disgustos das, Marcela. Parecíame talmente que tuvieras el demonio dentro…

Oíanse voces; a la terraza se asomaban ahora los invitados.

—¡Qué hermosa vista! —exclamaba Dorila—. Se ve desde aquí todo Santa Marta.

—Mira, ¿ves? El molino, el castro, el convento de Dominicos…

—Y la ría. ¡Qué tranquila está la ría esta tarde!, Parece un lago.

—No está siempre así —observó Álvaro—. A veces, en invierno, con el tumbaloureiro, se encrespa y se pone negra y enfurecida.

—¡Qué altas las montañas!

—Tú también eres alta.

Dorila enrojeció. Conocía la secreta intención de su madre al traerlas a casa de su primo.

Miró a Tula, que se mordía los labios con un gesto cansado.

—Di, Ermitas —preguntó Lucia al ver aparecer a la vieja con unas copas de tostado y unos dulces—, ¿por qué se puso así Marcela? ¿Te lo dijo? Porque no hicimos nada para enfadarla.

Ermitas alzó los hombros; sabía que, escondida junto al pozo, Marcela no perdía nada de cuanto hablaban.

—Pobrecita, ¡qué desgraciada! —apiadóse doña Lucia.

—No es desgraciada, no, señora —suplicó Ermitas.

—¿Y cómo no ha de serlo? —intervino Lucía—. ¿Cuántos años tiene?

—Va para nueve que naciera.

—¡Qué bueno fuiste recogiéndola, Álvaro! —Doña Lucía se volvía a su sobrino.

—¿Bueno? ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Hombre, como poder… Pudiste mandarla al asilo.

—Me daba lástima.

Marcela, junto al pozo, se frotó el rostro contra las toscas piedras; quería hacerse sangre, sentir un intenso dolor físicamente para olvidar aquel que la desgarraba.

—Marcela… Marcelaaa —gritó Ermitas—. Ven a despedir a los señores, que se marchan.

Pero Marcela ni acudió ni lloraba ya. Restregándose contra el pozo y arañando la piedra, la encontró Ermitas.

—¿Qué haces, Madre de Dios, rapaza?

—Quisiera estar difunta.

—¿Por qué?

—Quisiera estar difunta.

—No digas eso, ni por broma. A veces, dígome, Marcela, que no me tienes la cabeciña bien puesta…

—Ermitas, ¿cómo se vive en el asilo?

—Bueno, y ahora vaiste a montar los sesos… Dijéronlo por decir.

—¿Por qué no me mandaron al asilo?

—¿Y por qué iban a te mandar? Dígote que el amo nunca lo pensó.

Lloriqueaba Ermitas, pero Marcela no la consolaba. Entrando en la casa encaminóse a su habitación.

—¿Y la cena, rapaza?

—No ceno.

—Mira que vas a tolerar, Marcela.

—…

—Haz lo que quieras, hija. ¡Y que nunca te falte lo que tienes!

Cuando Ermitas se fue a acostar, notó un sacudido movimiento en el bulto infantil guarecido en la cama. Apagó la luz. Y de pronto estalló la tormenta; dos bracitos se agarraron a su cuello, y un salvaje, desordenado corazón, golpeó contra el suyo. Marcela sollozaba. 4.

—¿Te soy muy fea, Ermitas? ¿Te soy tan fea que todas tienen lástima?

—Pero no, Celiña —susurraba la desdentada boca de la vieja—. Acuérdate que don Mariano dijera que tenías guapos los ojos. Y yo te encuentro más preciosa que todas.

—No es verdad.

—Júrolo por la Santiña, Marcela, y no te juro en falso, que es pecado.

—¿Por qué vinieron aquí, Ermitas? Nunca vinieran las señoritas, ¿verdad?

—Como venir, vinieron porque paréceme que vamos a tener señora, Ce liña. Doña Lucía créome que quiere casar a las hijas.

—¿Y eso qué?

—Tontiña, ¡las casar con el amo!

—¿A la señorita Lucía?

—Piénsome que será a las mayores. La señorita Dorila, te es una buena moza —explicaba la vieja, contenta de poder explayarse—, pero la otra, la señorita Tula, figúraseme que no anda fuerte… Tiene donde escoger, el señorito.

Marcela recordó los sombríos ojos de Dorila, y su alto cuerpo, y de Tula las ojeras profundas, como lagos, en la cara.

—¿Y para qué queremos un ama?

—Bueno, Marcela, esto no lo entiendes, pero el señorito Álvaro es tiempo de que coja mujer. Que un •hombre joven no te está bien así.

—¡Pero no es joven, el señorito Álvaro!

—¿Qué estás diciendo ahí?… Y clariño que es joven, el señor. A fin de cuentas que los hombres te son jóvenes siempre, Celiña, y el señorito debe de andar cerca de los cuarenta. Espera… Justamente treinta y nueve hará el día de San Vicente, que la pobre señora… en gloria esté… lo tuvo. ¡Si vieses qué señora más buenísima! Y cómo besaba al su hijo, con tanta ansia. Érate un crío con unos faldones muy largos…

Marcela, ahora, reía; no podía imaginarse al amo de aquella guisa.

—Y ella lloraba porque no podía criarle. Y los médicos decíanle que no, que no estaba fuerte. Y ella le besaba, y jugaba con el hijo sobre la cama. Y luego me decía: «Ay, Ermitas, si yo falto, cúidamelo tú bien.» «Que no ha de le faltar, señora. Que verá cómo se saca la calentura y ve al hijo criado.» Pero ella sacudía la cabeza.

—¿Era guapa la señora, Ermitas?

—No te sé. Para mí, érame como la Santiña; nunca paré a pensar cómo era. ¡Y el señor mayor la quería tanto! «No te apures, mujer. No llores»… No sabía qué hacerla. Todo el tiempo que durara la enfermedad estúvome allí, encerrado, sin salir de caza ni acariciar a los canes, sentado en la butaca, junto a la cama. ¡Daba un ahogo verle días y días!… Cuando la pobre señora muriera —Ermitas se santiguó—, no se sabía cuála era peor cara. Y luego, estúvote mucho tiempo todavía sin salir, y andábamos maino, mismamente de puntillas, como si anduviésemos sobre una tumba.

Ermitas se santiguó de nuevo.

—Y luego, pasara meses y meses mirando para la cuna del hijo, como mirara enantes para la cama. Hasta que un día, fue y vino don Enrique, que aunque berre es un cacho de pan, y fuese al mi señor: «Fuera de aquí, Miguel. Que de hoy no pasa que te vienes a caballo conmigo al monte y tomas aire, y te mueves, ¡trueno!, que vas a te matar y mucho ganará tu hijo.»

Y tanto gritó, que acabó llevándoselo, a caballo con él.

—Ermitas…

—¿Qué?

—¿Viste? La señorita Dorila es mucho más alta que el nuestro amo.

—Es, y bien guapa. Aunque yo tengo un aquel por la pequeña.

—¿Por la señorita Lucía?

—Sí —la voz de Ermitas se arrastraba, somnolienta.

—Ermitas…

—Xa.

—Me acuerdo de una cosa que no te sé si es sueño.

—Pues a dormir, Celiña.

—No, oyme. Paréceme que una noche… debe hacer mucho tiempo… estaba yo en la lareira, y mandásteme al granero: «Marcela, ve al granero y mira por si dejaron el farol prendido, no vaya a caer sobre la paja y armemos fuego.» Y yo fui, y encontróme con que olvidaras cerrar la puerta. Y el farol estaba prendido, y fui para apagarlo. Quise subirme sobre un feixe de trigo, porque no llegaba, y se me fueron los pies sobre blando. Chillé; creí que topara con uno de los canes. Pero no era can, que una mano que me dañaba, cogióme el brazo. ¡Tuve un miedo! Era el Juan que estaba allí, con alguien más, no vi quién. Echó mano a la forca para tirármela. Tenía la cara tan roja como la culebra que tiene San Miguel debajo. Gritóme: «Hija de perra.» Y vi volar la forca por cima de los feixes, que el amo entrara y se la sacara al Juan. Y dijo: «¡Animal!» Me pensé que era por mí, y tapé la cara con las manos, pegada a la pared. «Fuera de aquí, rapaza», dijo. Y noté que no iba conmigo, que la voz teníala maina, y púsome la mano sobre la cabeza. Y yo fuime corriendo, que no quería le estar más allí. Ermitas, la mi madre, ¿cómo era?… Díjolo con una cara…

—…

—¿Duermes ya?

En la obscuridad, sigilosamente, frotó Ermitas sus ojos contra la almohada.