PARA MARCELA, según iba creciendo, fueron el jardín y la huerta su mundo. El bello jardín, con sus mirtos podados, formando vallas de espeso verdor, donde Marcela se perdía. Primero, los mirtos, más altos que ella, le tapaban la casa. Poco a poco los alcanzó, y llegó el día en que Marcela, sin necesidad de empinarse, la veía, con sus pequeñas agujas de piedra rematando el noble edificio. Ancho, esparciéndose sobre la tierra, levantaba solamente dos pisos. Por una extraña distribución de sus primeros poseedores, se entraba en la casa por detrás, subiendo las escalerillas de la solana, y no por la fachada frontera al río, sobre cuyo balcón central campeaba, redondo y muy sencillo, el escudo de los Castro. A la izquierda, en el costado que daba sobre el pozo, rodeaba al segundo piso una terraza con barandilla de piedra. Todas las ventanas eran más grandes, más alargadas que las de otros pazos; por aquellos ojos de piedra, la casa se asomaba a la ría, por delante; por detrás, al camino del monte; a la derecha, sobre el hórreo, los campos y la fraga, y a la izquierda, a la iglesia, a la parra, al pozo y al jardín. El dormitorio de Álvaro daba a la fachada principal. Desde allí, la tierra descendía, escalonada, respetando la vista de la hidalga casa, y los cipreses inclinaban sus largas melenas verdes ante las ventanas.
Tenía cierto sabor romántico, el pazo de La Sagreira; quizá naciera del umbroso verdor que le rodeaba, quizá de aquel grácil remate del tejado, o de la proporción armónica de sus líneas, o del pozo antiguo, o de la capilla, o de la parra que corría paralela al muro divisorio de la huerta y el jardín. Quizá fuera el olor de los laureles que arrescendían desde la corredoira, o el de las manzanas que, en su época, traspasaba el muro de la huerta. O más bien, simplemente, fuera un lugar dulce y soledoso porque de tanto mirar a la ría y a la Capolada se reflejara en ella la mansa quietud de una y la arrogante fiereza de la otra.
Por la huerta correteaba Marcela, y sacudía los árboles frutales o se agachaba para coger la fruta sazonada que les cayera en torno. A veces, sus cortas piernecitas la llevaban hasta el otro lado del jardín, donde se hallaban los campos de maíz y de trigo. Estos campos eran su lugar preferido. Comía los granos crudos, ganándose por ello más de un pescozón. Pero no podía remediarlo: agarraba una panocha y poníase a desgranar el rojizo maíz, o miraba las espigas grávidas, en airosa curva hacia la tierra. Alguna vez intentó, con torpes manos, ayudar a meter los trojes en las cestas; le lanzaron miradas tales que desistió de sus propósitos.
—Pero, ¿quién te manda ir allí, Celiña? —reprendía Ermitas—, escaparas así que no te miro, y luego, ésas te son capaces, si les peta, de soltarte una coz.
Marcela bajaba la cabeza como un can apaleado, lo que no obstaba para que a los pocos días fuera de nuevo allá, porque le divertía el movimiento de la gente. Veíales trabajar con frío o con calor, lloviendo o chorreantes de sudor; a veces, hundidas en fango las piernas; otras, protegidas las cabezas por un sombrero de alas bajas, en gruesa tela gris o blanca. Algunas, las más jóvenes, lo llevaban de paja. Bajo el sombrero asomaba el pañuelo, anudado atrás. Si el amo aparecía, curvaban más aún los inclinados cuerpos. No les reñía el amo; pasaba despacio entre ellos, mirando lo que hacían. Sabía de todo, y de cuando en cuando, rectificaba algún trabajo.
—Sacha más, que tan a flor de tierra no prende.
Obedecían sin discutir. Y sachaban.
Cuando salían a arar con las yuntas, Marcela ponía su mano sobre el testuz de los bueyes. Todos fingían no verla, y cuando no lo fingían era aún peor, que muchas veces sorprendió ojos aviesos, observándola.
—¡Demo fora! —le gritó una vez Herminia, vapuleándola.
Y Rosalía, porque se empinaba para alcanzar al lar, la empujó tan despiadadamente que dio con la espalda en tierra. Precipitóse Ermitas:
—¿No tienes vergüenza, mujer? Una criatura…
—Que no se arrime —respondió, airada—. Viéneme siempre un mal, cuando se arrima.
—¿Y quién te se arrimara cuando marchó tu home?
Rosalía perdió el color, y miró a Ermitas como si no diera crédito a sus oídos.
—¡Por qué inda la Marcela estaba para nacer, cuando tu home marchara!
Herminia y Dolores se encogieron, temiendo a Rosalía. Pero ante su pasmo, la mujerona volvióse al lar, golpeó rabiosamente con las potas, y luego, quitándose de un manotazo el delantal, se marchó, vociferando:
—Voyme… No paro más aquí. ¡Voyme!
Ermitas, imperturbable, llenó su cunca de caldo.
—Anda, tú, Dolores, vete a la consolar.
Por la noche, después de rezar delante de la imagen de la Dolorosa, Ermitas volvió el rostro hacia la chiquilla:
—¿Duele? —preguntó.
Marcela se llevó la mano a donde recibiera el golpe. Meneó la cabeza.
—No voy le a decir nada al amo, ¿sabes, Marcela? Las pobres no te saben más, y la Rosalía tuvo mala estrella. El que no sabe es como el que no ve.
A partir de aquel día no volvieron a molestar a la rapaza. Vigilaba Ermitas, y sabían, por el Juan, que la protegía el amo. Si no…
—… Y me tienes que querer muchísimo al señorito, y respetarlo. Fuera bueno que olvidaras todo lo que te diera: la cama donde duermes, el pan que comes, y hasta lo que llevas sobre el cuerpo. Y díjome que cuidara de ti, que otro pudo no querer, y dijo al Juan que más le valiera cerrar la boca y no meterse contigo. ¡Es más bueno, Celiña!
Marcela bajaba la cabeza.
Tenía una fea costumbre: al menor descuido se quitaba los zapatones con que Ermitas la calzaba, y salía, a campo traviesa, trotando, gozosa de sus pies liberados:
—Ahí va esa puerca, enfouzando las baldosas —se quejaban en la cocina.
Porque daba igual que lloviese o que no para salir Marcela perneando, como si el calzarse fuera menguarle la libertad.
—¿Y no te será hija del buhonero, la Marcela? —rezongó Dolores—. Siempre te va sin zapatos, aquél también. Llévalos atados en un palo, y ¿para que servirán en el palo?… El caso es que cálzalos al palo, que en los pies nunca se los viera.
—Quita, mujer —defendió Ermitas—. Con aquella barba que tiene, tan mugrienta.
—Tiene… Tiene… Yo no sé qué tiene; díganlo las que lo toparon en la fraga…
—¡Semejante espantajo!
—De noche no se ve, y al ladrón bríllanle los ojos como carbones prendidos. Espantajo o no…
Marcela nada supo de aquellos comentarios, o si los oyera, nada comprendió. Siguió con su mal hábito, que a Ermitas desesperaba.
Subiendo las escalerillas de la solana, tropezó una tarde con un viejo encorvado, de larguísimas barbas.
—¿Eres tú, Marcelina? —preguntó el desconocido, intentando acariciarla.
La niña esquivó el hombro, mirándole con retraído gesto; pero Ermitas, al oír la voz del hombre, se acercaba.
—¿Qué cuentas, Yago?
Se escalofriaba cuando hallaba a Yago junto a Marcela, no sabía por qué.
—¿Qué preguntabas a la rapaza?
—Preguntaba su nombre, pero es arisca. No sabe que la quiero bien.
El viejo daba palmaditas en las mejillas de la niña, que se apartaba cada vez más.
—¡Cómo ha crecido, Ermitas!
—Creció. Ve para dentro, anda.
No se lo hizo repetir Marcela.
—¿Traes algo qué contarme?
—Como traer, traigo.
Se contemplaron en silencio los dos viejos.
—Tenía que contarte…
—¿Qué es ello, home? Suelta.
—En la fraga de San Payo ha aparecido la Matuxa.
—¡La Virgen me valga!
—Encontraron su cuerpo, de muchos días muerto, cosida a navajazos la barriga. Andan en el pueblo con averiguaciones; nadie sabe quién lo hizo. Parece que rondaba el pazo…
—¿Éste?
—Eso dicen.
Miráronse a los ojos; una sospecha latía en ellos.
—Juan —bisbiseó, aterrada, Ermitas.
—No se sabe —remachó, terco y obstinado, el viejo.
Pero Ermitas comprendió que Yago lo sabía.
—La Santa me perdone, pero es mejor así —suspiró Ermitas.
—Es mejor.
Levantóse el viejo para marchar.
—Como creció la rapaciña —dijo de nuevo, con pena.
Ermitas se llevó la mano al costado.
—¿Qué te pasa? ¿Te da el ahogo?
—Da. Que debí coger un frío malo arriba, ayer de noche.
—Cuídate.
Pero Ermitas enfermó. Se le encogía a Marcela el corazón al contemplarla, embutida en una camiseta de franela, suelta sobre la almohada una trenza, rala y canosa, y aún más envejecida por la enfermedad.
—No te mueras, Ermitas.
—No, rapaciña, no. No lo permita Dios —replicó, conmovida la vieja—. Pero mira, entre mientras te estoy en cama, has de ir al cuarto del señor y preguntarle de la mi parte cómo está, y mira para la Herminia y fíjate cómo hace, y vienes a decírmelo.
—Ermitas, tengo miedo…
—¿Miedo de qué?
—Del amo.
—¡Madre de Dios bendita! El amo… ¡un pedazo de pan!
—Pues tengo miedo de él.
Ermitas comenzó a condolerse. ¡Y si ella no estuviera mala no tendría que echar mano de nadie! Así Dios la llevara de un mal corto, que para largos males no tenía a nadie que mirara por ella. ¡Ay, si la señora viviese!
Celiña, sintiéndose obscuramente responsable, se decidió por fin.
—Voy, Ermitas.
Pasada la vidriera de cristales, se abría el ancho pasillo, con la sala situada a la derecha; a la izquierda, el despacho, y el dormitorio al fondo.
En la sala nunca entraban. Aquella puerta, siempre cerrada, cansaba pavor a Marcela. Sólo Ermitas, de tarde en tarde, se enrollaba un trapo blanco a la cabeza y emprendía una limpieza general. Así, Marcela pudo ver unos muebles de madera brillante, torneados los brazos con rica talla, y unos espejos muy grandes, y la quieta imagen de unos hombres y unas mujeres, vestidos de una manera muy rara, que la miraban desde sus marcos dorados.
—Los abuelos del señorito, y aquéllos, los padres de su abuelo. En vida de la señora, abríanse todas las puertas, y las señoras que venían por verla, sentábanse aquí, sobre estas butacas. Pero ende que murió, cerró el señor la puerta.
Marcela, a través de la puerta cerrada, creía ver siempre los ojos agudos de aquel señor de perilla, o la sonrisa yerta, que daba frío, de la señora que se tocaba con una mantilla como las aldeanas con el pañuelo.
Pero hoy toda su angustia se concentró en la puerta de castaño que daba a la alcoba del amo.
—Me manda la Ermitas.
—Acércate.
Con la cabeza baja se acercó Marcela.
—¿Qué le pasa a Ermitas?
Marcela dio un respingo, para hurtarse a la caricia del amo.
—Nada… Dice que está mala…
Hablaba entrecortadamente, buscando las palabras. Álvaro observó el gesto esquivo.
—Tienes que enseñar a la niña, Ermitas —dijo a la vieja, el día que ésta se levantó.
—¿Y qué voyla a enseñar, señor? Buena le es, y ayúdame ya, con ocho años que tiene, como una mulleriña.
—Para ti todo el mundo es bueno.
—Le diré… Marcela sí que es buena; no es una rapaciña paroleira, pero para la que tiene que trabajar, mejor le es no perder el tiempo.
—Ya ves a Daniel, el hijo de Pablo. Es un rapaz noblote. Me saluda así que me ve, corre a cogerme el caballo…
—La Marcela es respeto que le tiene, señor.
Se prometió reñirla, y lo hizo. Había sido huraña con el amo, huía si él se acercaba, contestaba apenas. Marcela bajaba la cabeza.
—Ven para acá, Celiña. Que bien te sé, y dijélo así, que era por el respeto, pero, ¡te es tan bueno! Él no es tieso, Marcela, y gusta que se le hable con llaneza. Débeslo hacer así, que él es el amo. Y comes del su pan, y bebes de lo suyo. ¿Oíste?… ¿Por qué no me contestas?
—Oí. Ya.