IV

A MARCELA LE NACIÓ el pelo rojo. Ermitas casi lloró, al comprobarlo.

—Herédase lo malo —marmotaba.

Aquel pequeño ser en su cajón cuna, llegó a ser tan familiar junto a la lareira que, al entrar a comer, se acercaban todos para hacerle fiestas.

—¡Carrapucheiriña!

Andrés, uno de los jornaleros contratados para la siembra, torpemente la acariciaba.

—Déjala, Andrés, que apestas —reprendía Ermitas, al notar la tufarada a tinto que desprendía el labrador.

Sólo Juan, despechado, amargado tras la fuga de la Matuxa, fingía no verla. Llegó, en su aversión rencorosa, a comer con la cabeza casi metida en el plato, a toda prisa, marchándose con el último bocado.

Si la cría lloraba, cuando estaba él sentado a la mesa del fondo:

—¡Largo de ahí, renegada! —se enfurecía.

—¿Y qué mal te hace la nena, home?

Para fin de desgracias, un día, aviesamente, observó:

—¿Reparasteis en la mancha que tiene?

—¿Qué mancha? —clamó Ermitas, ofendidísima. Y cogió en sus brazos a Marcela para mirarla bien. Rodeáronla todos: era cierto. Una mancha grande, negra, ovalada, como un enorme lunar, se destacaba bajo la oreja, sobre el cuello de la criatura.

—Esto no es mancha, que te es lunar, ¿o no lo ves?

—No es lunar: es mancha. Talmente como la Merla, ¡mal nacida!

Miráronse unos a otros. Tembló Ermitas: porque la Merla era una vieja mujer, sucia y andrajosa, dada a hechicerías, que tenía fama de bruja por todos los contornos. Cuando algún campesino la topaba, cruzando pulgar e índice, murmuraba atropelladamente: «Si eres de Dios, apártate. Si eres do demo, toma Cruz».

Se hablaba de ella en voz baja, santiguándose al nombrarla. Si la veían de lejos, corrían a guarecerse, o cerraban puertas y ventanas para preservarse del aojo. Siempre que hubo alguna epidemia en la comarca, vieron antes a la Merla por allí, apoyada en su nudoso bastón. Decían también que a una buena mujer, casi vecina de ella, llorosa porque se le morían todas las gallinas, la Merla la habló desde la cerca:

—¿Y por qué lloras, muller?

Contestóle la pobre mujer de malos modos, pretendiendo retirarse. Airada, la hechicera levantó su bastón. Hizo un signo en el aire. Después, sopló sobre el gallinero: Buuuuu…, y desplumó las aves en un abrir y cerrar de ojos. Espantada, con las manos juntas, rogóle la vecina que no se ensañara con ella. Volvió a soplar la Merla: Buuuu… y volvieron las plumas a sus respectivos cuerpos.

Nadie supo nunca si esto era cierto o no, pero se lo contaban de unos a otros, y lo creían a pies juntillas.

A la Merla le era muy difícil vivir. Si aparecía en el pueblo, quedaban las calles desiertas. En la fuente, cuando las lavanderas la veían venir, corrían a esconderse, y a su llamada, en los pazos, los criados le azuzaban los perros. Tuvo que ser bruja, quieras que no. Para renovar sus provisiones, siempre harto menguadas, bajaba apoyada en su bastón, golpeando con él las cerradas ventanas. Luego, rompía en amenazas de todos los males que les haría sobrevenir. Temblorosos, alargando una mano por una rendija, le daban lo que pedía.

—A Virxe te bendiga —suspiraba, avergonzada, la bruja.

Ermitas, recordando cuanto de ella oyera, se estremeció. Miró a la nena y acarició el lunar, como desafiándole.

Desde aquel día hubo una extraña desazón general: supersticiosas, las mozas comenzaron a mirar torvamente hacia la cuna.

—Bien, ¿y qué males pasaron, vamos a ver? —preguntaba, llena de indignación Ermitas—. Sois unas brutas, inda más brutas que los animales, haciendo caso del Juan. Que lo que al Juan le pasa sabérnoslo todas.

—Ermitas, ¿no cree en meigas?

Calló Ermitas. Viniéronle a las mientes las misteriosas historias oídas desde niña, en que trasgos y brujas tomaban parte. Pablo carraspeó:

—Yo sólo puedo decir que recuerdo un día de romería en San Andrés de Teixido. Íbamos de mañana, cuando topamos a cuatro llevando una caja de muerto. Tres eran conocidos míos del pueblo. Al cuarto no le conocía. Pregunté por él: «Eh, tú, ¿quién te será un forastero, todo de negro, tieso, esmirriado y con cara de hambre?» «Non te sé.» Nadie me dio razón. De allí a poco murióse un vecino, el sobrino del Rufo, el que tiene taberna en el camino nuevo. Fun para allá y ende que iban a cargar la caja, entró el moreno aquel, y levantóla en vilo, como si no pesara. ¡Mi Dios! Con lo gordo que te era el difuntiño… Como no sabíamos si era conocido del Rufo, nadie le dijo nada.

Agrupados en torno a Pablo, todos le escuchaban, palpitantes:

—Repitióse la cosa unas cuantas de veces. Así que entraba él, temblábamos, que talmente pareciera que nos dio el paralís. Cargaba la caja. Una vez pasara pretiño de mí, y parecióme que se reía, sin meter ruido. Cerré los ojos, para que no me mirara… Teníalos hundidos, y tan oscuros como cuando miras de noche para la fraga. Olvidamos de llorar por los muertos. Mujeres y hombres si aparecía el Negro, temblaban. Dejamos de ir a los velatorios.

Pablo dio una larga chupada al cigarrillo.

—Al otro año —continuó— el día de la romería de San Andrés de Teixido íbamos para allá de madrugada. ¡Carache! Vímosle subir al Monte como si fose rapaz. Iba cantando; parecía su canto talmente como el viento los días de tronada. Helóseme la sangre. Dispareció dentro del Santuario. A poco, asomóse el señor cura: «Eh, ¿qué os hacéis ahí, pasmados?» El más valiente, el maestro de Espasante, va y le dice: «Señor cura, que vimos al Negro metiéndose en la iglesia, y no queremos ir.» «¿En mi iglesia? Nadie ha entrado en la iglesia, hato de liebres.» Acompañárnosle adentro. No te había ni un ánima; daba miedo hasta hablar. Entonces va el cura y nos dice: «Ponervos de rodillas, que voy a decir misa.» Escuchárnosla como si fuera la última. Ende que el cura fue a levantar la Hostia, oímos un aullido espantable; no de lobo, no de can. Hiciera temblar a San Andrés hasta las piedras. El cura ni se volvió a mirar, pero nosotros escondimos las cabezas. Levantó la Hostia; abrióse sola la puerta, como si la arrempujaran desde fuera, y colóse un viento fresco que olía a flores. Nunca más tal olí. Llenóse la iglesia del olor aquel, y por la puerta entrara un rayo de sol, tan brillante que a todos nos pareciera milagro. Nunca más vimos al Negro en ningún sitio.

Permanecieron en silencio unos momentos. Una moza se escalofrío.

—Ea, acabáronse las cavilaciones —dijo Ermitas—, que ende ahora mismo me llevo la nena al mi cuarto, ¡malas pécoras!

Todas suspiraron, aliviadas.

Poco duró el alivio, porque la niña crecía, ley de vida, y comenzó a gatear por los pasillos de la casa, siendo frecuente topársela, a cuatro manos sobre el suelo.

—Ya está ahí ésa —decían todos.

Ermitas sufría lo indecible. Se consolaba besándola, por las noches, sola con ella en el cuarto. Mirábala dormir, y le pasmaba que la quisieran mal. Lloraba. Con los ojos rojos acudía, si la llamaba el señorito. Un día, Álvaro la oyó hipar.

—¿Qué te pasa, mujer? ¿Malas noticias?

—¿Y noticias de quién? —secóse las lágrimas con el delantal—. No, señorito Álvaro, que es que le son tan burras, dispensando, que metiólas el Juan en la sesera que la Marcela puede hacer el mal de ojo, y todo porque no le quiso la Matuxa. Y la arrempujan, si no estoy delante. Tiéneme los braciños llenos de moraduras…

—Mujer, ¿y cómo lo consientes?

—¿Y qué remedio, señorito? La nena va para el año y medio, y no puedo la tener pretiña como enantes. Y le es tan rebuldeira que no me para quieta en ningún sitio. Va detrás del «Pistolas», y tírale de las orejas, que milagro parece que el can no se arrevuelva.

—¡Vaya, Ermitas, que estás haciendo de madre!

—La pobriña es como si no la tuviera.

Llamó Álvaro al Juan a su despacho.

—Cierra la puerta, Juan.

Nada se oía de lo que hablaron. Ermitas, haciéndose la remolona, con un trapo para limpiar el polvo en la mano, frotaba la puerta cerrada y las paredes cercanas. Pero el amo hablaba a media voz, y el Juan callaba.

Al salir, el Juan llevaba rojas las orejas, y parecía toparse con los muebles del pasillo. Anduvo hosco y malhumorado durante unos días.

—¿Y qué te pasa a ti, siempre con malos modos?

—protestó Ermitas, por fin, harta de sus bufidos y sus brusquedades.

—Pasa… Pasa… Bien sabe lo que pasa. Que va al amo con cuentos y luego paga el Juan.

—¿Qué te dijo el amo? —preguntó Herminia, la más joven de las mozas.

—Díjome que la Marcela ha de se criar en la casa, que el que no quiera verla que se largue. ¿Oíslo?

¡Si ahora el amo iba a meterse en si empujaban o no empujaban a Marcela! Aviadas estaban… (A fe de ellas, que en aquello mediaba brujería…)

Herminia miró a Rosalía; Rosalía miró a Dolores, y las tres hicieron que no se miraban. Lo peor era para Dolores, encargada del arreglo del piso de arriba, justamente donde estaba el cuarto de Marcela. Porque Rosalía poco salía de la lareira, que cuando acababa con los desayunos, comenzaba con las comidas, y cuando éstas terminaban, fregaba la cocina, y encendía de nuevo el lar para la cena. Rolliza, corpulenta, cuando Rosalía amasaba el pan, metía miedo. Tras trabajar la harina sobre la artesa con grandes golpes de sus manos forzudas, poníale en la pala, que introducía en el horno. Tan-tan-tan. Golpeaba la masa sobre la artesa. «Menuda hembra —pensaban los hombres—. El que se acerque…» Uno se acercó más de la cuenta, y casó con ella. A los seis meses emigró a la Argentina a hacer dinero, dijo. Si lo hizo o no, nada se supo. Rosalía, al principio, bajaba al pueblo, y entraba en la oficina de Correos. Allí molía a todos a preguntas, y hacía que apuntasen su nombre, por si llegaba carta de América.

—Que no hay nada, mujer.

—¿Non teñen una carta que poña: Pa la Rosalía?

La mujerona se amargó. Le gustaba su hombre, y por si fuera poco, temía las burlas, de sus compañeras. ¡Ella, que le ató dentro de un pañuelo todos sus ahorros, juntados moneda a moneda!… Volvió a presentarse en La Sagreira, fiera y humillada. Había dejado la casa para emplearse como asistenta, cuando se casó. Ahora volvía a ella, y miraba a todas por si se reían. ¡Cualquiera se atrevía!… Callaron, y a los pocos días semejaba que nunca hubiera salido de allí.

Herminia echaba una mano a todos los quehaceres: ordeñaba las vacas, limpiaba las habitaciones de delante, hasta la vidriera, y ayudaba a Dolores a lavar y planchar.

El Juan cuidaba de los animales, pero no dormía en la casa, sino en los establos, en una casita que compartía con Pablo, desde que éste enviudó. Cuidaba de esa casa una hermana del Pablo, solterona, que se ocupaba también de sacar adelante a su sobrino, el Daniel, un rapaz vivo como una anguila y voluntarioso. Cuando llegaba la época de la vendimia, o de recoger las patatas, o de segar el trigo, tomaba el amo a sueldo jornaleros mientras durase la faena.

Herminia y Dolores, pues, consultaron a Rosalía con la mirada. Como aquélla calló, callaron ellas.

Desde entonces, colgada del delantal de Ermitas, pudo verse a Marcela, siguiendo a la vieja como «Pistolas» a Álvaro. Cuando llegaba el buen tiempo, Ermitas cogía el cestón de la ropa del señor y salía a repasar al aire libre. Sentábase junto al pozo, al pie de las escalerillas que bajaban de la iglesia, por el lado de la parra. Marcela, mientras ella cosía, correteaba, al viento la rojiza pelambre. Siendo pelirroja, no tenía pecas en el rostro, ni erá blanca de cutis, sino del color moreno de la tierra cuando la abren para arrojar la semilla en el surco. Algunos árboles también, si les hendían, mostraban la madera de aquel color.

Al pie del pozo, no sabían cómo llegara allí, había un antiguo sepulcro, vacío, sin la losa, y lo utilizaban para lavar la ropa. En el frontis, grabado en piedra, un escudo con unas armas irreconocibles, y unas letras, destrozadas, cuya leyenda era imposible descifrar. Leíase solamente: «Aquí yace», y más abajo, entre letras sueltas, «e su más humilde vasallo».

Marcela se aupaba sobre sus cortas y robustas piernas, palmoteando en el agua.

—Cuidado, Ermitas, que va a caerse —gritó Álvaro un día.

Porque el despacho de Álvaro, situado a la izquierda de la casa, pasada la puerta vidriera, daba sobre el jardín. Muchas veces, Álvaro se acodaba en la ventana, contemplando los macizos de cintias, los recortados mirtos, y la parra que cubría el fondo, verde toldo en la época de las uvas.

—Cuidado. Que se cae…

Alzó Marcela el rostro hacia donde venía la voz; vio al amo por vez primera: más alto que Pablo, más claro que el Juan. Debía ser aún más terrible que la Rosalía, porque Ermitas se había puesto de pie, y nunca le viera ella esta mirada, como si la mirase a ella, y a la Dolorosa que tenían a la cabecera de la cama —que Ermitas la rezaba muchísimas cosas antes de acostarse—, y a la casa, al mismo tiempo.

—Ya miro por ella, señorito Álvaro —y la agarró por el vestido.

Marcela seguía mirando hacia la ventana, con esa persistente mirada de los niños, que vuelven la cabeza para no perder de vista lo que les llama la atención. No se atrevió a jugar durante un rato, porque Ermitas recomendó:

—Ten cuidado, Celiña, que el amo está mirando. Tanto cuidado tuvo que se sentó en el suelo, junto a ella, anidando su primer rencor en el pecho. ¿Por qué no podía jugar con el agua?