III

LA SOLANA DABA a un vestíbulo rectangular. A su derecha abríase el pasillo de las dependencias, y la puerta del comedor. Al fondo, una vidriera de tres cuerpos, en cristal esmerilado, con dos iniciales grabadas: E. C. Habíala mandado colocar el padre de Álvaro, cuando su boda. Las dos letras, románticas, se enlazaban graciosamente, floreadas y esbeltas.

A la izquierda, la chimenea apoyaba su grueso embudo sobre cuatro soportes de piedra, confiriéndole cierto aspecto de lar, más acentuado por el ventrudo y enorme pote de cobre, que campeaba en el centro, sobre unos leños negruzcos. Si el frío apretaba, y se encendía la chimenea, reemplazábase el pote por grandes brazadas de ramaje que ardía como la yesca, y que servía para prender los troncos.

La chimenea se hallaba entre la escalera que conducía al piso alto y una habitación llamada comúnmente «la leonera». La puerta de esta habitación, generalmente cerrada, se abría sólo al levantarse la veda. La puerta abierta era como el sonido del cuerno, congregando para la caza. Y allí se reunían los hombres, para preparar sus equipos y limpiar las escopetas. Si las mujeres, molestas por sentirse al margen de aquel afán, querían terciar en el trabajo, las echaban con palabras destempladas:

—Las mujeres no servís para esto.

Era casi un rito. Álvaro mismo cuidaba personalmente de las suyas. No se fiaban de nadie, como si otras manos pudieran destemplarlas. Sobre la mesa, cuidadosos, las frotaban con una gamuza, introduciendo la baqueta para engrasarlas, los escobillones con sus púas de alambre, para limpiarlas bien.

Las mujeres andaban esos días más erguidas, más provocantes, excitadas por el fuerte olor a bravío de la caza. Aspiraban hondo, al pasar ante la leonera, se hacían las remolonas, y ellos fingían ignorarlas, aunque, retirado el amo, comenzara la dispersión. A veces faltaban parejas a la cena, y los demás rezongaban. Por tácito acuerdo no se atrancaba la puerta del granero, y se oían, al pasar ante los establos, o si alguien se aventuraba por la fraga, sofocadas voces y risas. Como Ermitas cerraba la puerta a las doce, no queriéndose dar por enterada, la última criada que salía de la lareira, dejaba descuidadamente abierta la ventana. Era la temporada de las rivalidades, la sorda envidia, el despecho entre ellas; las viejas insultaban a las mozas:

—Porque non podes —contestaban las mozas ufanándose.

Madrugaban los hombres. Las altas botas claveteadas resonaban en la casa dormida. Cogían los morrales, preparados desde la víspera. Mientras montaban, frente al portón, se asomaban algunas de las mujeres, desgreñadas, y el verlos a caballo, escuchando su piafar, y el ladrido de los perros, como locos, olfateando la partida, las voces bruscas de los mozos, y sus roncas risas, les hacían sentirse más mujeres, más rendidas. A la vuelta, sobre el macizo tablero de la mesa, toscamente tallado, amontonábanse las perdices y las piezas muertas. Las rudas manos femeninas las palpaban, buscando con ávida mirada el orificio, negro y ensangrentado, por donde la muerte se coló.

Todo el rebullir del pazo se concentraba en la leonera, al abrirse la caza. Escopetas, cajas de cartuchos, cananas y morrales, invadían las sillas y las mesas.

«Pistolas» husmeaba la partida, brincaba inquieto, meneando la cola. Sólo se detenía con las orejas enhiestas, interrogantes, ante las dos alfombras colocadas a ambos lados de una butaca, tapizada con cuero. Daba un rodeo, enseñaba los dientes, gruñía a las pieles de zorro, espatarrado. Todo lo más se atrevía a olerles el disecado rabo, de abundoso pelo rojizo. Falsamente fiero, gruñía con más fuerza. A Álvaro le divertía el recelo del can:

—¡Buen valiente estás hecho! —hostigaba—. ¡Sus con ellos!

Sobre la pared se enramaban las cornamentas de los ciervos; detrás de la puerta colgaba el cuerno de caza, amarillento el marfil.

Ermitas, al pasar por delante del cuarto, apresuraba el andar, medrosa. Habíase contagiado del terror que tuviera en vida la señora por las armas de fuego, y se sobresaltaba al menor ruido. ¡Sucedían tantas desgracias! Casi siempre se disparaba el arma cuando la limpiaban, y mataba a alguien. ¡Que no podían estarse quietos, los hombres! Se acordaba de hacía muchos años, siendo Álvaro muy niño, aquel pobre rapaz que trajeron, vomitando sangre, que disparara uno de los mozos hacia un matorral que se agitaba, y era el muchacho, no una alimaña lo que escondía.

Si, tras meter los escobillones, veía que Álvaro acercaba un ojo al cañón de la escopeta, gritaba, descompuesta:

—¡Ay, señorito Álvaro, que no me está bien de la cabeza! Que va a volarle un ojo…

Álvaro solía volver de la caza con expresión entre satisfecha y cansada. Al salir, muy de madrugada, se precisaban difusamente los contornos, medio sumergidos en noche. Pasaban por Espasante, Lama y El Barquero, hasta llegar al Pazo de sus primos, los de Cora, emplazado a orillas del Sor. En las lindes de la inmensa finca se detenían, haciendo una descarga al aire. Respondiendo a ella aparecían por la empinada cuesta los señores del pazo, acompañados por algunas de sus gentes. Uníanse los dos grupos. A la cabeza, Álvaro, con sus primos, Miguel y Jorge, y don Enrique atrás, rodeado de administradores, caseros y criados, feliz de imponerles con su autoridad, ordenando con bronco vozarrón a derecha e izquierda. Todos le querían porque arrimaba el hombro, si era preciso, para ayudarles, y empinaba el codo con ellos, y repartía con ellos su tabaco, guiñándoles el ojo al paso de las mujeres. Con sus setenta años era como otro mozo más: fuerte, alto y apoplético, con nariz aguileña enrojecida, debido a su amor al «buen caldo», como llamaba al tinto del Ribero. Decía siempre en tono sentencioso:

—El hombre que no gusta de la caza y las mujeres por la madrugada, y del vino a todas horas, es hombre a medias.

Gustaba de escucharse cuando hablaba, haciéndolo extensa y prolijamente. Los hijos se impacientaban escuchándole, porque le oyeron cientos de veces las mismas cosas:

—Cuando yo era mozo…

Como notaba que no le atendían, se refugiaba siempre en la antecocina con los criados, que coreaban con grandes risotadas sus ocurrencias.

Al calor de la hoguera, en los altos de la caza, contaba chistes procaces, y reía antes de terminarlos, echando atrás la cabeza, y aguantándose el vientre con las manos.

Liberal, y poco amigo de curas, no perdía ocasión de meterse con ellos, aunque al pasar frente a las parroquias vecinas se santiguaba: «Por costumbre», decía.

También, cuando hicieron la primera Comunión Sus hijos y comulgara él, explicó, razonándose a sí mismo: «Es por la mujer. Por evitar disgustos».

Tenía siete hijos: Miguel y Jorge, y después cinco hembras. Cada vez que una hembra nacía, don Enrique soltaba un terno, y cuando le daban la enhorabuena por su nueva paternidad, miraba torcidamente al que le hablaba. Quiso enseñar a las chicas como a los muchachos, ponerlas pantalones y que salieran de caza, y a ver talar la fraga. Doña Lucía intervino. Nunca lo hacía, pero esta vez tomó cartas en el asunto:

—A mis hijas las educo yo. Como unas señoritas, Enrique.

Mansa y pequeñita, don Enrique se sorprendió de su firmeza. No se atrevió a contradecirla. Le hizo gracia aquella decisión repentina en la dulce y cándida mujer que era su esposa. Quizá reconocía en su fuero interno que, pese a su apocamiento, no resultaba fácil de doblegar, doña Lucía.

—Haz lo que se te antoje. Las mujeres os salís siempre con la vuestra.

Junto a ella se estrellaban las procacidades del marido, que la amaba a su modo, y obligaba a que todos la respetasen, si bien es cierto que el primero en faltarla era él, con sus trapisondeos y sus aventurillas, traídas y llevadas de boca en boca.

Un día que, con lágrimas en los ojos, doña Lucía le preguntó:

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Que este tiempo que has estado en Lugo estabas con otra mujer?

Don Enrique, furioso, golpeó sobre la mesa, y parecía talmente que el rostro iba a estallarle. Entre palabrotas vociferó:

—Pero, ¿quién es el cochino que se atreve a venirte a ti con esos cuentos? ¿Es que no te respetan?

Tanto y tanto gritó que doña Lucía se sintió consolada con su cólera, aunque al quedarse sola cayera en cuenta que para nada había desmentido los rumores. Alzó los hombros, resignada. Esa noche le preguntó:

—Di, Enrique, ¿me quieres? ¿Me has querido?

Don Enrique, que tenía fáciles las lágrimas, volvióse a ella con ojos empañados:

—Lucía, ¡qué pregunta! Mujer…

—¿Sentirías perderme? —insistía la mujer, ya reblandecida ante su llanto.

Don Enrique la abrazó que casi la asfixiaba. Sentía remordimiento y ternura:

—Si tú no vivieras, no miraría más a ninguna.

Tras aquella sorprendente profesión de fe, doña Lucía sonrió, admirada. ¿Por qué, con ser él tan fuerte y amedrentarla tanto con sus gritos, le consideraba como a otro chico más?

Don Enrique quería a su sobrino. Quiso a su hermano en vida, y cuando se murió, volcó en su hijo el cariño aquel. Le quería a su manera, sincera y ruda, pero le despreciaba un poco, porque le encontraba demasiado serio. Sí, gustaba del vino, pero era moderado. Gustaba de las hembras, pero era cauto. Sólo al verle cazar, se estremecía la encrespada barba. «El que lo hereda no lo hurta», marmotaba.

Lo que no podía tragar era la afición de Álvaro por los libros:

—¿Qué sacas de despistojarte por los archivos? Tragar polvo, y volverte raro, que siempre parece que estés en Babia.

—Ando escribiendo la historia de los caminos a Santiago.

—Caminos te diría yo… Recuerdo uno que solía andar, anochecido, por la rúa de San Pedro, cerca del cementerio. No tenía miedo, que la moza aquella tenía un par de ojos que resucitaban a un muerto.

Se atusaba el bigote, mientras reían los ojillos.

—Mira —le dijo un día—, ven acá.

Estaban en lo alto de la pendiente que dominaba el Pazo de Clora.

A un lado y otro de un sendero, con la rojiza tierra en carne viva, se apiñaban los pinos, en una espesura imponente. Frente al Pazo, todo a lo largo, tendido, el Sor. A la derecha, los bosques de altísimos eucaliptus, cimbreantes sus altas ramas, bordeaban el río ceñidor de una isla, entre cuyo frondoso verdor se divisaban los restos de un castillo, que fue convento de Templarios. El río extendía sus brazos sobre la tierra, semejando que quisiera tumbarse en la ribera, tocándola, como un gigante de agua que se hubiera tendido sobre el cauce para abrazar el valle. Cuando el sol está alto sobre el río, rielan oro sus aguas.

—¿Ves, sobrino? La historia no pienses que la puedas hacer tú. Éstos la escriben, los árboles, los valles, las montañas. ¿Cuántas cosas podría contar el castillo? Si el río dijese cuánto ha visto, corriendo, siglos y siglos… Pero lo callan.

—Les robaré el secreto —sonrió Álvaro.

—¡Quiá, sobrino!… Dirás lo que a ti te parezca, romo yo cuento lo que a mí me parece de los años pasados. Y callo mucho… Historia, digo yo, son las piedras de nuestras casas. ¿Qué te importa a ti que sepan o no sepan por dónde se iba antes a Compostela?

—Porque quiero a Galicia, y trabajar por ella, tío Enrique…

—Lo que más se quiere, secreto está. —Don Enrique adquiría una rara dignidad mientras hablaba—. Yo he tenido muchas mujeres, todos lo saben. Las llevaba al teatro, quería que me viesen con ellas, y me iba de ruada como un mozo cualquiera. Pero a Lucía, no. A Lucía me la traje a mi casa, y cuando la quiero, nadie se entera. Mozas habrá que hayan reído pensando en mi mujer. Nunca delante de mí. Una trató una vez de hacerlo…

El semblante, ahora, se ponía fosco.

—La crucé la espalda con un látigo. ¿Querrás creerlo? Las mujeres son así: me quiso más que antes. Mujer que mucho quieras, cuanto menos hablen de ella, mejor. Lo mismo es con todo.

Sonrió, mirando a su sobrino:

—Si yo tuviera tus años, rapaz…

En contraste con el padre, Miguel y Jorge eran dóciles y tímidos, a su manera. La prepotencia paternal les achicaba. Don Enrique prohibió que se les hiciera estudiar mucho. Temía a los libros: no quería grandes saberes para sus hijos, que luego podían entrarles chifladuras y parecerles poco vivir para la tierra. Sentíase satisfecho cuando veía a Miguel, dirigiendo la siembra, o la alta silueta de Jorge, ayudando a la tala; pero, en cambio, se avergonzaba de cómo reaccionaban ante las mujeres. Miguel, rudo y sencillo, para paliar su apocamiento, soltaba alguna procacidad. Las muchachas, naturalmente, le rehuían, escandalizadas:

—Es un bruto.

Y Miguel quedaba dando vueltas a las manos sudorosas, despechado:

—¡Remilgadas! —murmuraba, rabioso.

Las muchachas se enamoraban de Jorge. Cuando aparecía en las romerías o en las ferias de ganado, llevando alguno que vender, musculoso y fuerte, estrecho de caderas, andando perezosamente, se empujaban con el codo. Si sonaba la gaita llamando al baile, pasaban y repasaban ante él, o salían a bailar dos juntas, esperando que él las separase. Jorge no se daba cuenta de nada. Alguna, más atrevida, tomó la iniciativa:

—¿No bailas?

Jorge reía, estúpidamente.

—No sé.

—No hace falta saber… —insinuaba la muchacha.

Pero como viera que el joven no se decidía, sentábase en la tapia, a su lado. Jorge, con su limpia mirada clara no buscaba intención en aquello. Cuando don Enrique le veía así, sentado con la hija del notario, sonriendo, se acercaba:

—¿Por qué no bailáis? Esta juventud de ahora…

—Jorge no sabe.

Don Enrique tenía gana de dar al hijo un sofión. Veía chispear, maliciosos, los ojos de la muchacha.

—Si tuviera diez años menos te sacaba a bailar yo.

Se zafaba tras los diez años de menos, sin calcular que aun así no vencía su ancianidad.

Pasaban las mozas labriegas, con sus pañolones floreados, o color del maíz. Miraban al guapo mozo, y como recordaban lo que oyeron a sus madres sobre don Enrique, calculaban mal las intenciones del hijo.

Chasqueadas, le miraban con mal disimulado desprecio.

—Lo que es tu primo, sólo tiene facha —comentó, rencorosa, una de las jóvenes acomodadas de Santa Marta.

—¿Y qué le pasa a tu primo? —le preguntaron en la ciudad—. Andrea quiso enamorarle, pero se puso casi enfermo, como una novicia…

Álvaro pensaba que el rudo ejercicio de sus faenas en el campo, y los largos paseos a caballo o a pie, bastaban para calmar los ardores del frío mozo, que no quería más amantes que la tierra, los árboles y el río.

Miguel, en cambio, se consolaba de los desplantes de las señoritas cerca de una muchacha, hija de la maestra de Espasantes. Delante de don Enrique no hablaba de ella, porque don Enrique se hubiera ufanado de un amorío del hijo, pero no de que tratase «por lo fino» a una artesana. Miguel, en cuanto podía, marchaba a caballo hasta la aldea próxima, y pasaba despacio por delante de la escuela, para que la chica le viese. Después se encaminaba, a trote lento, hasta la playa, y esperábala allí:

—Mamá no quiere que te vea a solas. Mamá dice que vengas a la huerta de casa.

Y Miguel iba.

Era buen cazador, Miguel. Menos sereno que Álvaro, cuya firme, vigorosa mano tiraba a punto. Todos unidos marchaban a caballo hasta el monte. Y una vez desmontados, se dispersaban. Cruzábanse en el aire los disparos, las voces de los cazadores, el olor a pólvora, y el ladrido furioso de los perros:

—Quieto, Rayo. ¡Aquí, Cuca! —vociferaba don Enrique.

Tiraba bien don Enrique, aunque la vista le hiciera ahora alguna jugada, desenfocándole los objetos.

Gritaba:

—Sobrino, aprende tú a tirar, porque tú lo que tienes es una p… suerte. Tiras al buen tun-tun, y ¡perdiz habemus! Eso no tiene gracia: aprende, aprende de mí…

Luego, en los descansos, se agrupaban en torno a las fogatas. Jorge se tumbaba sobre la tierra:

—Mira que eres gandul, rapaz. ¿No puedes con el cuerpo? —reprendía el padre, sentado, todavía enhiesto, liando sus sempiternos cigarrillos con los dedos.

Miguel, apoyados los codos sobre las rodillas, fija la vista en las llamas, callaba. ¿Qué veía en el fuego? Subía una lengüecita incandescente, bajaba otra, crepitaba: pensaba en la Saruca.

—Y tú —tronaba el padre—, ¿es que vas a pasmarte? Hubo quien se murió mirando. ¡Menudos compañeros estáis hechos! No habláis, no contáis nada. Menos mal que tengo esta gente, que si no me olvidaba hasta de abrir la boca.

Sofocadas risas acogían sus palabras.

—¡Eh, Álvaro, no te pasmes! ¿O es que piensas dormirte, apoyado a ese tronco, bebiendo el aire? Cuidado, muchacho, que a lo mejor te emborrachas…

A veces, los ojillos penetrantes de don Enrique, bajo las hirsutas cejas se entrecerraban:

—Recuerdo una vez —decía—, hace muchos años, cuando se cazaba en serio, no como ahora que parece cosa de mujeres. Salimos de madrugada a El Ameneiro, en busca del jabalí. ¡Había que ver la caza de entonces!… Nos apostamos. De pronto, oigo los latidos y pasan los perros, como centellas, por delante de mí. Me preparo, ajusto el bicho, y tiro. Nos dirigimos todos allá. En el suelo agonizaba una corza: la herí con tan mala fortuna que el animal se desangraba sin morir del todo. Me incliné sobre ella, y la corza me miró. ¡Cristo, qué mirada! Me entró frío por las paletillas: parecía que lloraba, y no lloraba… Me volví: «Remátala tú», dije a uno de los mozos, «pero espera a que me aleje un poco». Empapada la frente de sudor, volví a mi puesto, y esperé. Oí un tiro. Me temblaban las manos al liar el cigarrillo. Pasé noches y noches desvelado, con aquella plañidera mirada siempre delante: parecíame que maté a una mujer.

Durante un momento sólo se oía el crepitar de los tojos en la hoguera. Después, algún carraspeo comenzaba a desentumecer el silencio. Las historias de sus cacerías acudían a la boca de todos: aquellos relatos, cientos de veces repetidos, no tenían nunca fin.

Miguel suspiraba:

—¿Qué te pasa, Miguel? —inquiría Álvaro, bajito—. ¿Tienes algo que te preocupa?

—Nada… A estas horas —susurraba— estará Saruca levantándose, saliendo a dar de comer a las gallinas. ¿Tú has visto alguna chica así cuando es madrugadora?… Huele a tomillo, y es prieta como las manzanas. Se recoge el pelo de cualquier forma, sobre la cabeza, y al menor gesto se le escapa. Y mientras llama a las gallinas, y se inclina para echar a voleo el maíz, se le desata el pelo, y le cae en los ojos, y ella se lo aparta con el brazo, remangado hasta el codo… ¡Ay! ¡Ese codo!

—Bueno, hombre, ¿y por qué no hablas con tu padre?

—No puedo, ¿no lo ves? Lo he intentado ya la mar de veces. Siempre me para. «Padre, yo tengo que hablarle.» «¡Tú no tienes nada que decirme, trueno! A trabajar, y a callar, y a respetarme. Mientras yo viva tú no tienes nada que decir. ¡Largo!» La voz varonil se enronquecía. Crispaba los nudillos:

—Un día me voy con ella…

—Calma, Miguel.

Jorge terciaba:

—Ganas de complicarse la vida.

—Calla tú, que vives como un árbol.

—Vaya, hombre, no te enfades.

Don Enrique se volvía:

—¿Qué se discute ahí?

Miguel callaba, alzando los hombros.

—Tío, cuentos de cazador…

—Pues, hijo, contadlos en alto, que nos enteremos los demás.

Reemprendían la caza. A mediodía, paraban a comer en casa de algún cura, engullían la empanada con buen tinto, y entre bocado y bocado clamaba don Enrique:

—No se come en ningún sitio como con ustedes, Pater. Saben, saben tratarse.

Se sucedían los platos suculentos, resplandeciendo el cura de satisfacción:

—¡Jesús, don Enrique! Cuatro cosas.

—Padre, va a hacerte daño comer tanto.

—Calla tú, mosca muerta, que ni sabes beber. ¡A la salud de todos!

Y alzaba el vaso, que volvía vacío a la mesa.

—Padre, es que me dijo madre que cuidara…

—Pater, ¿y qué me dice de estos alfeñiques? Degeneran la raza.

—Yo tampoco quisiera que se pusiese malo. Recuerde su último arrechucho.

—Vaya, a sermón tocan… Trueno: hago lo que me da la gana. Para cuatro cochinos días que uno vive…Cuando al atardecer, terminada la jornada, hacían alto de nuevo en el Pazo de Cora, doña Lucía acudía, presurosa: inspeccionaba a su marido. Brusco, risueño, y enrojecido como nunca el apoplético rostro:

—¡Vaya día! Hemos cazado muchísimas perdices. Mira los morrales, y las que traemos colgadas en la canana. ¡Y cómo hemos comido!

—Y has bebido también, Enrique. Sabes que no te conviene.

—Vaya, ya la armamos. Apenas he bebido una copa en la comida.

—¡Ay, Enrique, Enrique!…

—De mujeres pesadas, libera nos, Dómine —rezongaba el viejo, con voz pastosa.

Salía Lucía, la pequeña, la única que residía todo el año en el Pazo, pues las cuatro mayores pasaban el invierno en el colegio.

—Padre, ¡cuánto habéis cazado! ¡Qué buena cara traes!

—Así me gusta, hija. Dame un beso. ¡Dios, qué rapaza! Lástima que no sea chico.

Lucía, frágil como su madre, sonreía, besando al dominante padre en la frente, casi sobre la calva. Se colgaba de su brazo. Con su leve andar de pájaro le acompañaba:

—Ayúdame a sacar las botas, hija. ¡Tira!

—Ya está.

Quedaba la chiquilla roja por el esfuerzo, jadeante. Luego se sentaban todos alrededor de la camilla, en la galería, a través de cuyos cristales se veía al Sor, ahora oscura línea en el sombrío horizonte. Los mozos restauraban sus fuerzas en la cocina, y los administradores se sentaban un poco distanciados, tiesos en sus sillas. Álvaro se retiraba pronto. Había que llegar a tiempo a La Sagreira, que si se retrasaban más de lo convenido, las mujeres se asustaban. Además tenían que recoger los caballos en el establo, cerrar el portón, mojar con agua y sal los tobillos de los perros, o ponerles paños con vinagre para curar los araña/os y heriditas que se hicieron entre zarzas y tojos, cenar las gentes. No quería que trasnochasen las criadas.

Álvaro, al llegar a La Sagreira, se dirigía a su habitación, dejaba la zamarra, y, con ayuda de Ermitas, se sacaba las botas. Luego, cómodo ya, entraba en su despacho. Fatigado, no escribía esas noches. Repasaba las cartas, las cuentas de los piensos, marcando con lápiz rojo los caseros pobres que no podían pagar renta. Suspiraba, Había que decir a Pablo que no les apremiase…

Mientras cenaba, Ermitas le iba contando, a trompicones y con mil rodeos, los sucesos del día, en la casa: si nada había que contar, ella hablaba igualmente por los codos.

Después, sentábase Álvaro junto a la chimenea encendida del comedor, y cogiendo un libro, leía hasta altas horas.

Sobre la chimenea, cascos al aire, en indómito gesto del corcel, Santiago galopaba. Era una bella y antiquísima imagen de madera policromada —granas, verdes y apagados oros— del Santo caballero Patrón.

—Sé muy bien lo que quiero —meditaba Álvaro—. Allá tío Enrique con sus teorías.

Tornaba a su lectura, y a veces eran tan grandes y poco manejables los libros aquellos de pergaminos, que necesitaba apoyarlos en una mesita, ante su sillón.

Poco a poco, los ruidos se apagaban en el Pazo. Oía el rumor de guardar la vajilla, los pasos de hombres y mujeres —sirvientes de la casa— subiendo las escaleras, hacia el piso donde dormían. Ermitas iba apagando las luces: quedaba todo en tinieblas. Sola la imagen del amo, en vigilia, al rojo resplandor de los leños encendidos, inclinábase, desvelada, sobre los viejos libros. Ermitas se asomaba:

—¿Manda algo el señor?

—Nada, Ermitas.

—¿Y por qué no va a dormir? Cansado como está, ahí perdiendo la vista.

—Ve a acostarte, anda.

—Cualesquiera diría que tiene que se ganar el pan. ¿Para quién hace eso? —rezongaba la vieja, cariñosa.

—Vete, Ermitas.

—Buenas noches, señor.

Dormía el pazo. Sobre el fuego —símbolo y entraña— Santiago galopaba, y en la noche parecían reclamar sus ojos, trepidar su corcel. Sobre el recio, esforzado corazón de Álvaro, Santiago galopaba.