II

FUÉ INÚTIL buscar a la Matuxa; se la tragó la tierra. Salió el Juan a caballo con otro de los mozos, y cada uno en un sentido, recorrieron todos los alrededores, buscándola en los más recónditos lugares. Ni rastro de ella. El viejo Yago, un mísero que subía al monte a recoger los tojos y ramas viejas, vendidas luego en el pueblo para sacar que llevarse a la boca, llamó una tarde a la puerta de La Sagreira. Preguntó por Ermitas. Largo rato, sentados al calor de la lareira, hablaron bisbiseando, cerca las dos caras, arreboladas por el fuego y la conversación. La barba de Yago, enmarañada y amarillenta de mugre, descendía sobre una zamarra, que fue en tiempos manta que en el pazo le dieron. A menudo pasaba por allí y le servían un buen plato caliente de papas o de caldo. En su vida, solitaria y montaraz, había visto muchas cosas y conocido otras; encorvado por la costumbre de llevar los haces a la espalda, aún sin ellos parecía doblado bajo el peso. Tras las hirsutas y grasientas cejas, los ojillos irónicos brillaban, si caber ironía pudiera en tan mísero ser. Oía hablar a todos, y callaba, meneando la cabeza, con una larga risa silenciosa sacudiéndole el cuerpo. Al reírse, abría la macilenta boca y mostraba las encías descarnadas, con dos dientes verdosos. Sus ojillos, cansados y sagaces, vieron muchas cosas en su diario peregrinar al monte; él sabía de amores montaraces y escondidos a todos, allá entre los matorrales, y para que no desconfiaran de él, si tropezaba con las parejas buscadoras de soledad, hundía más la espalda bajo el haz de tojos, y miraba hacia la tierra: mas una leve risa, burlona y comprensiva, bailaba en la comisura de tan reseca boca. Luego, cuando en el pueblo se cruzaba con los que arriba viera, o, a veces, con la mujer o el marido de aquellos amorosos, reía silenciosamente, y ahí terminaba todo su comentario. Hubiese explotado la información si malo fuera o ambicioso, pero como vivía de las leñas vendidas, y cuando el hambre acuciaba le recogían en La Sagreira, no deseaba más que errar y errar por el monte, cuyas corredoiras y espesas malezas no tenían secretos para él.

Tan familiar como el centenario castaño, frente al pazo, era la figura encorvada de Yago, en cualquier crucero del camino. Tenía apego a Ermitas, que conocía bienhechora con cuantos la necesitaban, representando al amo. ¡El amo!… Este sí que era bueno. Sólo por él descalzaba Yago la hirsuta cabeza de aquella boina mugrienta que la cubría. «Buenos días, Yago», decía la voz pausada del señorito Álvaro, y él: «La Santa le bendiga», contestaba. Heredó viejas prendas del señor, y sobre todo zapatos, que muchos gastaba en sus andanzas. Nunca hizo daño a nadie. Una vez, sólo una, se le encendió la sangre, porque vio caminar, ocultándose como para hacer mal, a una pareja, en el anochecer; ella, una criatura, en alpargatas, con dos trenzas saltándole a la espalda, feúcha, pero con gracia de temprana flor: le recordó a su hija, una hija que él tuviera de madre moza, y recogida luego.

Las gentes aún recordaban la imagen saltarina de la rapaza brincando por los montes, ayudando al viejo padre en su faena. Entonces, cuando iba Yago con ella, se enderezaba cuanto podía, y se aseaba más. Buscaba los caminos fáciles, huyendo de las zarzas que pudieran dañar a la chiquilla, de las obscuridades espinosas donde podía ver lo que no debía ser visto, y, al regreso, se detenían a veces en La Sagreira, donde siempre había una taza de caldo para el pobre. Ermitas le regalaba jubones viejos que arreglaba para la niña, y el amo, a veces, al bajar distraído del caballo, apoyaba su mano bondadosa sobre la cabeza de su hija.

El viejo no podía olvidarlo: él esperaba que, el día de mañana, su rapaza entrase al servicio de la casa. Pero hay víboras en todos los caminos; y vino un día en que la niña le inventaba excusas para no acompañarle, y él creyó, pobre viejo, que quería quedarse con las otras en torno de la fuente, donde las mujeres lavaban. «Es natural», pensó, y subió solo las laderas del monte. Al bajarlas, una noche de aquellas, por acortar camino, metióse allí donde más espesa era la arboleda, y oyó cerca de él un jadear humano. Tuvo un sobresalto. Acertó: allí estaba la niña, con un hombre… Con los tojos, tal como los llevaba, lanzóse Yago sobre él, golpeándole ciego. La chiquilla escapó, y él le daba y le daba, hasta notar que el otro no se defendía. Habíale a los primeros golpes arañado los ojos y cegado; corría la sangre por la cara, contrahecha de dolor. Empujándole con el pie, como a un perro, abandonóle allí, y bajó hasta la mísera choza que habitaba.

La hija se pegaba contra la pared, medrosa. Él llegó hablando solo. Vió que ella tiritaba. Nada dijo. Dejó en silencio los ensangrentados tojos sobre el suelo. «¿Lo mataste?», chilló, espantada. «Quererlo, quise», contestó el pobre padre.

Ella se dejó caer sobre la hierba seca que le servía de cama. Entonces Yago, con ternura temblona, la arropó con su zamarra, velándole su sueño. Dormida ya, contemplaba aquellos miembros frágiles e infantiles, y un velo de odio desfiguró su cara. Vinieron a prenderle a las dos fechas, pues al truhán aún le hallaron con vida, y el viejo no se defendió, ni dijo nada que aclarara el suceso. Sólo pidió que no se lo pusieran delante.

A los seis días de estar preso, cuchichearon a su puerta, y el carcelero dijo: «Anda; para tu casa.»

—¿Estoy libre ya?

—Sí, estás libre. Vino a hablar por ti el señor.

—¿Y mi hija?

—Parece que está mala…

La hija se le murió. Y desde entonces el viejo Yago hacía sólo su camino al monte.

Por eso también, el burlador que aquella noche viera con una criatura semejante a la suya, se quedó sobrecogido y espantado, ante la amenazadora imagen del viejo, erguido cuanto podía, y en la mano el hocino:

—Si sigues con la chica te desuello.

—Pero…

—¡Corre, rapaza!…

Hablaba Yago con Ermitas, y las dos viejas caras arrugadas, al resplandor del fuego tomaban tonos de aquelarre. Hablaban bajo, para que no oyeran los demás que entraban y salían, y Ermitas sacó un jarro de tinto y escanció a Yago, mientras cerca de ella, en un cajón de nogal, de oscura madera y sólido, rebullía una criatura. Habíale allí formado cuna Ermitas, y la niña movía de cuando en cuando sus manitas, o perneaba. Con compasión la contemplaban los dos viejos, moviendo la cabeza, y entonces la charla se hacía aún más baja, como un rezo. Cuando Yago se levantó para marchar, Ermitas secábase los ojos con un burdo pañolón de cuadros vivos que sacara de entre las sayas, y el encorvado viejo inclinóse sobre la improvisada cuna, mirando a la pequeña:

—Y habrá que bautizarla —dijo Ermitas— ayer el cura, don Amonio, hablóme de ello, que lleva ya quince días en el mundo.

—¿Qué nombre la pondréis?

—Y cualquiera le servirá, pobriña. Si no tiene apellido, de nada ha de servirle el nombre, aunque por algo hay que llamarla.

—La mía se llamaba Marcelina.

Al resplandor del fuego la figura, ahora grave, de Yago, semejaba la de un hechicero inclinado hacia la criatura:

—¡Qué fea es, la pobre!

—Los niños no se sabe…

Observaba Ermitas a Yago con supersticioso temor: había oído contar muchas veces que el viejo era brujo, que sabía de extrañas plantas, por el monte o en la isla de San Vicente, que curaban muchos males; contaban que, cuando había tormenta, subía más aprisa que nunca las laderas, y un rezagado que corriera, huyendo de los rayos, topóselo en un crucero, y se santiguó. Al día siguiente, contó en el pueblo que el viejo no estaba encorvado, que la barba brillaba blanquísima sobre su pecho, y que un extraño halo le rodeaba. «Parecía talmente nuestro Señor Santiago»… Desde entonces comenzaron a llamarle Yago, y con Yago quedó.

—Déjate ya de mirar para la rapaza, home.

Cuando Ermitas volvió de acompañarle hasta el portón de entrada, venía cabizbaja y pensativa. Así, según el viejo, la Matuxa se había refugiado en las cambroneras, con los gitanos, y cualquiera iba a sacarla de allí, si no querían ser recibidos a palos y pedradas. Era un mal bicho: no tenía remedio. Allí había ido a esconder sus vicios, o a entregarse a ellos. ¡Qué vida la esperaba!

Ermitas meditó: si contaba a los demás lo que sabía —y cuántas ganas se le pasaban de comentar con todos la noticia— el Juan, por mucho que ahora soltaba una soez blasfemia cada vez que de Matuxa se hablaba, acabaría por tomar el camino de las cambroneras para tomarla o matarla, ¡vaya usted a saber!… Era capaz de hacer un crimen, Juan. ¿Y si no decía nada? Que Matuxa no quería ni oír mentar a la hija, claro estaba. ¿Y qué sacaban de saberlo? Un crimen, a lo mejor, y que el día de mañana la chiquilla…

Ermitas, mirando a todos lados para que no la vieran y no rieran de ella, se acercó, lloriqueando, hasta el cajón-cuna. Con sus sarmentosos dedos agarró a la manecita escuálida y rosada, y la alzó con ternura; reía cascadamente, con quebrada risa compasiva:

—No, rapaciña, no. Te criará la vieja Ermitas, y te hará moza, y honrada y trabajadora. Y seré la tu madre.

Lloraba a moco tendido la buena mujer, y cogió en sus brazos a la chiquilla. Acercóse con ella a la lareira, y con ella en sus brazos sentóse al calorcito.

—Vaya, ¿va a darla el pecho? —oyó una risotada de las mozas.

Humillada, miróse Ermitas el reseco busto, y luego pidió a la burlona:

—Acércame la leche, anda, que está ahí bien fresca.

Cuando, por la temblona voz, vieron las mozas que Ermitas había llorado, confusamente arrepentidas la rodearon, acariciando a la criatura, tiernas unas y bruscas las que más, pesarosas de haberse reído de la vieja. Ermitas era siempre tan buena con todos, ¡pobre Ermitas!

Alguna recordó que también ella naciera en condiciones parecidas, si no en un establo, de madre moza, y aporreada luego por la vida. Herminia se puso en cuclillas junto a Ermitas, mirando hacia la niña. Tarareaba una canción. Contagiada, Dolores rompió a cantar. La tristona y nostálgica canción de la tierra subía, lenta y trágica. Mientras cantaba, medio adormecida, las otras la escuchaban. Perdidas las miradas soñadoras, oscuramente pensaban en los viejos padres, o en el marido que a América marchara en busca de oro, o en el amante o novio, y en la aldea que las viera nacer. Todas aquellas trabajadoras, ennoblecidas por el gesto dulce y manso de añoranza, dejábanse llevar por la canción, con sus tristísimas cadencias.

Subía la voz en el aturuxo: fue un grito desgarrado de agudo dolor, de salvaje tristeza.

Rosalía deshizo bruscamente la emoción:

—Bien, ¿y la cena? Yo tengo hambre, que estamos ahí pasmadas.

Rieron las demás, avergonzadas, y se acercaron a la mesa del fondo.

Fueron llegando los mozos. Rosalía ponía platos también sobre la artesa, y cada uno acercaba su escabel.

Oíanse sus voces, extraño concierto humano. A veces, el barullo armado era tal que Pablo o Ermitas debían intervenir poniendo orden.

Aun flotaba en el aire la angustia del aturuxo.

—¿Y es verdad que don Antonio va a la bautizar?

—Es. Y llamaráse Marcelina.

—¡Santa Comba, qué nombre!

—¿Y por qué no la dicen Pastora?

—¿Como a la vaca? También tú…

—Por mucho que paroléis, pondránla Marcelina.

Y Marcelina se llamó. Fueron padrinos Pablo y Ermitas, y allí quedó en el pazo, metida en su rústica cuna, cerca de la lareira.