XXXI

MIGUEL pasó el resto del verano en La Escala. En octubre se instaló en Barcelona, en una pensión particular de la Rambla de Cataluña. La habitación era muy lujosa, con dorados en el techo. Frente al balcón se alzaba la inmensa espalda de Clavé. Semanalmente, un hombre le llevaba a la pensión un paquete. Si era verde, él lo llevaba a su vez a un joyero; si era rojo, a un óptico; si era azul, al dueño de un laboratorio farmacéutico. Cada uno de los tres le entregaba un sobre abultado.

Los días seguían lo mismo para Miguel, cambiantes y largos. El muchacho no se desviaba de su trayectoria. Las antigüedades habían sido encerradas de nuevo en las cajas —excepto la cajita de música y el reloj de arena—, y ahora coleccionaba libros.

A veces escribía a Pierre Loubard pidiéndole algún ejemplar. A veces, a Ruddy. El «Sansón» se encontraba por aquel entonces en Ucrania. A veces, a Rubens y a su madre.

Fuera y dentro de sí, a veces reía, a veces lloraba, a veces pecaba, a veces se iba a confesar.

Su patrona le decía a menudo;

—¡Serra… debería usted casarse!

Miguel le contestaba afeitándose con la navaja:

—¡Qué inteligente es usted, doña Margarita! ¡Qué inteligente es usted!

Por lo demás, vivía como un señor.