XXX

MIGUEL empezó a pensar insistentemente en Darnius. Era preciso llevar a cabo su proyecto, tomar el coche de línea. En el café le informaron: llegaría a Figueras a las diez, y a las cuatro de la tarde podría tomar el otro coche que lo depositaría en su pueblo.

Decidió marcharse el viernes, quince días después de haber salido de Budapest… Ignoraba lo que Darnius le reservaba, y qué sería de él en el futuro. De todos modos, fuera cual fuese su decisión, pasaría de nuevo por La Escala, puesto que allí dejaba el equipaje.

El viernes salió, y la claridad del día le permitió contemplar, por un momento, la maravillosa bahía de Rosas, lo que le recordó su viaje con la «Blancaflor».

La madre de Rubens quiso que se llevara merienda; pero no era necesario, puesto que podría almorzar con toda tranquilidad en Figueras.

El coche de Darnius fue puntual. A las cuatro y cinco minutos avanzaba ya por la carretera. Miguel eligió ventanilla. El traqueteo, con la rueda justo debajo de su asiento, era molesto. «Más cómodo —pensó— el remolque del Sansón.» El remolque, tapizado de rojo para su idilio con Jeanette.

Sin embargo, el «Sansón» lo llevaba no sabía dónde, en tanto que aquel coche de línea lo llevaba al pueblo de su padre. ¡Darnius!… ¿Todavía zumbarían los insectos por los olivares? ¿Habría el municipio mejorado la pendiente polvorienta? Recordó el café «La Concordia», inmensa sala con taponeros jugando a las cartas. ¿Vivirían el fondista y su mujer? A su madre la inquietaron las palmatorias, sus llamas cruzando la casa de danzas negras. Pensó con obstinada reiteración en aquel caballo gordo, enorme, que andaba solo, sin guía, cabeceando, por el centro de la calle y que le separó de su madre.

Llegaron a Darnius a media tarde. El sol empezaba a declinar. ¡Sí, la misma plaza, el mismo porche, la misma fuente…!

La fonda, en cambio, ya no existía. En su lugar trabajaban ahora unos taponeros. Miguel preguntó dónde podría hospedarse y le indicaron una tienda de comestibles. «El comedor está al fondo. Entre usted.»

Miguel penetró en la tienda; llamó; nadie respondió, y entonces, no sin ciertas dificultades a causa de los montones de cajas y géneros de toda especie, vadeó el mostrador. En efecto, el comedor estaba allí. En una mesa, tres guardias civiles estaban merendando.

La dueña salió por fin y lo acompañó a la habitación, que estaba en el primer piso. Miguel dejó el equipaje, se lavó en una jofaina, se peinó, y bajó al comedor.

Quería salir en seguida, pero los guardias civiles se empeñaron en invitarle a jamón y vino tinto. Aceptó, agradecido; preguntó por la hora de la cena, y finalmente ganó la calle libre.

Le obsesionaba la idea de visitar a la familia de su padre. El pueblo le pareció ahora más íntimo, más agradable que en su primer viaje. Las mozas cosían en los balcones, sentadas en sillas bajas, de espaldas a la calle.

Avanzó por la acera hacia la puerta verde. La recordaba perfectamente, no distaba más de doscientos metros. Holgaba preparar el discurso; llamaría, se presentaría y diría simplemente que deseaba conocer a los hermanos de su padre. Si algo ocurrió entre ellos, suya no era la culpa.

Llegó frente a la puerta y llamó.

¡Bien; estaba escrito que nunca conseguiría cruzar el umbral! Los «Serra» por los que preguntaba ya no vivían allí. Vivían en la carretera que seguía hacia Massanet de Cabrenys, una puerta encarnada.

—¡Qué raro que se mudasen!

—Murió el hermano, y la hermana se casó.

—¡Ah! ¿De modo que… sólo vive la hermana?…

—Sí. Se casó y fue a vivir a casa del marido.

—Ya… ¿Hace mucho tiempo?

—¡Uy!

Bueno, la decepción era mayúscula. No podría conocer al hermano de su padre. Muerto. Era la eterna respuesta.

Con todo, la hermana vivía. Le sonaba muy raro repetir para sí: «es mi tía». ¡Tía! ¡Qué rara palabra!

Preguntó, y por fin localizó, en la carretera, la casa encarnada. Subió la escalera, bastante limpia, y llamó a una puerta exageradamente alta.

Oyó pasos, la puerta se abrió y se encontró frente a una mujer baja, algo despeinada, morena, de aspecto cerrado.

—¿Qué desea?

No parecía muy predispuesta a la hospitalidad. Sostenía la puerta a medio cerrar.

—¿Es usted… la hermana de Miguel Serra?

La mujer le miró de arriba abajo y abrió la boca. Por fin le preguntó:

—¿Quién es usted?

—Me llamo Miguel. Miguel Serra.

—¿Miguel…?

—Sí. Si no me equivoco, soy sobrino de usted.

—¡Jesús!

La mujer parecía muy turbada ante el aspecto de Miguel y no se decidía a abrir.

Sin embargo, por el pasillo se acercó en mangas de camisa un hombre alto, ya maduro, pero bien conservado, mordiendo con envidiable apetito una tostada con arenque.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién es?

Miguel intervino:

—Me llamo Miguel Serra. Soy sobrino de su esposa.

—¡Ah! ¿Tú eres sobrino de…? ¿Es un hijo de tu hermano? —preguntó el hombre, dirigiéndose de repente a su mujer.

—Sí. Eso dice.

—Entonces, ¿por qué no entra?

—Gracias —dijo Miguel.

La mujer abrió lentamente la puerta.

—¡Ven, ven por aquí! —prosiguió el hombre en tono jovial, ofreciéndole la mano para estrechársela—. Estás en tu casa. ¡Rosita, trae algo para beber!

—No, no, no hace falta. Ahora mismo, en la fonda…

—No importa. ¡Otro trago! ¡Siéntate! Abriré el balcón.

Entraron en un comedor cuyo balcón colgaba sobre un pequeño huerto parecido al de La Escala. A la izquierda estaba la cocina. En las paredes, varios calendarios con anuncios de fábricas de chocolate. La lámpara estaba llena de residuos de moscas.

—¡Bueno, hombre! ¿Cómo has dicho que te llamabas? Me voy a sentar yo también.

—Miguel.

—¿Y qué? —dijo, apoyando los codos en la mesa—. Yo no conocí a tu padre, pero me basta con que seas de la familia.

—También a mí me gusta haberles conocido a ustedes.

Entró la tía de Miguel con una botella, un vaso y unas galletas en un plato.

—¿No tienen porrón? —preguntó el muchacho, sonriendo.

—¿Porrón? ¡Sí! ¿Bebes en porrón?

—Me gustaría.

—¡Trae el porrón, Rosita! ¡Me gusta que lo hayas pedido!

Era evidente que los dos hombres habían simpatizado. La tía era indefinible. Parecía hosca, pero acaso fuera un juicio prematuro. A lo mejor era tímida.

Trajo el porrón y se sentó ella también en una silla adosada a la pared.

Los dos hombres estaban situados en la mesa frente por frente y el tío iba despellejando el arenque con los dedos pulgar e índice de la mano derecha.

—¡Te gustará esta «garnacha»! ¡Pruébalo, sobrino!

Miguel sonrió y empinó el codo, cerrando los labios y haciendo chimar por la comisura el hilo de vino, y luego dejó el porrón en la mesa.

—Bueno —dijo—. ¡Buen vino! Muy dulce.

—Es de Llansá. ¡Toma galletas!

Miguel tomó una.

—De modo que… —continuó el hombre—, tú por aquí… Pero, ¿cuántos años tienes? Lo menos, lo menos…

—Treinta y tres.

—¡Pareces mayor! —Luego añadió, cambiando de tono—: Tu padre, según tengo entendido, murió, ¿no es así?

—Cuando yo era niño.

—Y tu madre, ¿vive?

—No. Ella murió cuando yo tenía veinte años.

—¡Caray!

Hubo un instante de silencio.

—Y… ¿qué has hecho desde entonces? ¿Casado?

—¡No! ¡Eso sí que no! He andado por ahí… —Miguel añadió—: Ustedes, ¿han tenido hijos?

—Nada. No ha habido suerte.

—Mi madre y yo estuvimos aquí en Darnius… ¿Lo supo usted, tía?

—Claro… —contestó la mujer, esbozando una sonrisa.

—¡Lo menos hace dieciséis años!

—Nos enteramos en seguida.

—¿Se lo dijo… el fondista?

—No. Su mujer.

—Pero… —prosiguió el hombre—, ¿vosotros vivíais aquí o en Francia?

—¡Oh! En muchos sitios. Yo estudié en un colegio en Navarra; pero mi madre compró una finca en Irlanda y estuvimos allá mucho tiempo.

—¿Dónde has dicho?

—En Irlanda.

—No sé dónde está eso.

—Más lejos que Inglaterra…

—¡Caray! —Se rascó la cabeza. Luego añadió—: ¿Has dicho una finca?

—Sí.

—Así, pues… eso de marcharse a París rinde… —rio el hombre—. ¿Tu padre hizo dinero?…

—No mucho, pero mi madre era rica.

—¡Eso debía haber hecho yo! —exclamó, mirando con malicioso afecto a su mujer. Rosita le sonrió, y al sonreír resultó más agradable. Miguel tuvo la impresión de que ella se le parecía algo. «Me parece que tiene mi misma nariz», pensó.

—¡Bien, bien! —prosiguió el marido de Rosita—. ¿Piensas estar mucho aquí?

—¡No sé! Aquí, o en La Escala, todo el verano.

—¿En La Escala?

—Sí. Tengo un amigo allá. Es pintor.

—¿Pintor…? ¡Ya ves! ¡Yo fui pintor también!

—Bueno… Ese amigo pinta cuadros.

—¿Cuadros? ¿Por qué pinta cuadros?

—Los vende. ¡Si puede, claro está!

—Ya… ¿Tú también eres pintor?

—¡Eso sí que no! —contestó Miguel—. Lo intenté una vez, pero…

Se veía que el hombre estaba rabiando por saber a qué se dedicaba Miguel.

—Y… ¿cómo se te ha ocurrido venir por aquí? ¿Negocios?

—¡No, no tengo negocios! ¡Bueno!, los he tenido…

—¿Y los has dejado…?

—Me gusta viajar —contestó Miguel en tono ambiguo.

—¡También a mí me gustaría! —comentó su tío.

—Usted… ¿en qué trabaja?

—Tapones. Voy a jornal.

—¿Hay mucho trabajo?

—¡Psé!… Depende de la exportación.

—Se gana muy poco —intervino Rosita—. Es un oficio arrastrado.

—Sí —corroboró el marido—. Teniendo fábrica propia es distinto.

Continuaron charlando hasta la hora de cenar. El hombre, que se llamaba Juan, quería a toda costa que Miguel se quedara con ellos. No obstante, el muchacho rehusó, si bien aceptó almorzar con ellos al día siguiente, pues era domingo.

—Podríamos vemos en la misa solemne —dijo Juan.

—¿En la iglesia?

—Sí. Es a las diez.

—Bueno, muy bien. Iré con mucho gusto.

—¡Súbete al coro! Verás mejor la parroquia.

—¿Al coro?

—Sí. ¡Lo mejor es que pases a buscarme! Iremos juntos.

—De acuerdo. No faltaré.

El matrimonio lo acompañó a la puerta. Juan le despidió campechanamente —Au revoir …—dijo.

—Hasta mañana —saludó la mujer.

—Hasta mañana —contestó Miguel. El muchacho sonrió y salió.

Miguel estaba encantado con su «tío». Le parecía injusto que un hombre de su temple, tan espontáneo, trabajase a jornal, que no contara con negocio propio.

En cuanto a su tía, no se atrevía a juzgarla. Era evidente que, de no ser por su marido, no le hubiese franqueado la puerta. ¿Por qué? Miguel no logró jamás conocer los motivos exactos que motivaron la ruptura entre su padre y su familia. «A lo mejor mañana Juan me lo cuenta», pensó.

Regresó a la fonda. La tienda estaba llena de mujeres que compraban café, galletas, colonia, champú y lejía. Entró en el comedor. Los tres guardias, uno de los cuales llevaba galones de cabo, seguían allí ahora jugando al parchís.

La cena tardaría en estar preparada. De modo que los guardias le invitaron a jugar con ellos.

—Completaremos el cuarteto —le ofrecieron.

—Muy bien —aceptó Miguel—. ¿Por qué no?

—¿Qué color prefiere?

—Lo mismo da. Bueno, si quieren, el amarillo.

Jugaron a cinco céntimos ficha tomada, cinco ficha coronada y diez final de partida. El cabo terminó ganando una peseta y treinta y cinco céntimos.

Cenó con los guardias, en su misma mesa. Miguel les habló de Hungría. El más joven de los tres era de Canfranc, el otro de Jaca y el cabo de Don Benito. Permaneció con ellos hasta muy tarde. El cabo parecía algo intelectual y hablaba de escribir la historia completa del benemérito Cuerpo. Había olvidado a sus dos subordinados de Canfranc y Jaca y se le veía encantado de alternar con un hombre culto y distinguido como Miguel. A las doce y media se despidieron, y Miguel subió a dormir pensando en la complicadísima línea de los tricornios.

A las nueve en punto se levantó, desayunó y salió en busca de su tío.

Juan le esperaba abajo, en la carretera. Rosita había ido a misa primera. Juan llevaba chaleco y pantalón de pana, y en la cabeza gorra oscura, flamante.

Se dirigieron a la plaza, que estaba muy animada. Miguel despertó una gran expectación. Juan marchaba con cierto orgullo exhibiendo a su sobrino. Cruzaron el porche y entraron en la iglesia.

—¡Subimos arriba! —le dijo Juan—. Yo he de cantar.

—¡Ah! ¿Canta usted el oficio?

—Sí. Soy del coro.

—¿Qué misa cantan?

—La de «Ángeles».

—¿«Angelis»?

—Eso, «Ángeles».

La iglesia fue llenándose, principalmente de mujeres y jóvenes. Salió el sacerdote, con casulla reluciente, y comenzó el oficio. Juan cantaba con gran entusiasmo, que no disminuía en los finales. A Miguel le hacía mucha gracia oír a su tío cantar en latín. Abría mucho la boca y pronunciaba: «Et com spirito tuo».

Después del Evangelio, el sacerdote se volvió hacia los fieles para la plática de costumbre, y diez o doce hombres que estaban de pie bajo el coro salieron de la iglesia.

—¿Adónde van? —preguntó Miguel.

—A fumar un pitillo.

Después del oficio, Juan y Miguel salieron. La mañana era radiante. Se pararon en la plaza y Juan presentó a su sobrino a varios darniuenses. Todos habían conocido a su padre. Le trataron con gran afecto, y Miguel comprobó por primera vez que llevaba un apellido de prestigio.

—¡Yo le debo a usted un duro! —le dijo de sopetón uno de aquellos hombres, que tenía la dentadura negra de tabaco.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Su padre me lo había prestado el día antes de marchar. En «La Concordia».

Miguel se quedó pasmado ante la honradez de aquel darniuense, que se empeñó en devolverle el duro. A la hora de comer, Juan le dijo:

—Ese sólo paga las deudas pequeñas.

Durante la comida, Rosita siguió sin definirse. Cuando uno estaba convencido de que la mujer sonreía, entonces advertía que se tragaba la saliva o se limpiaba un diente con la lengua.

Después de comer, Miguel y Juan fueron a «La Concordia». Juan le presentó a otros darniuenses que le sentaron con ellos a tomar café y ron. Se vio asediado. Los guardias, que estaban también en el café, le invitaron de nuevo al parchís. Siempre andaban buscando un cuarto jugador. Miguel prefirió jugar a las cartas en la mesa de su tío.

Al atardecer hubo baile en el salón contiguo, con una gramola. Miguel sonrió viendo a las mamas sentadas guardando las chaquetas y los bolsos de sus hijas. Recordó Cadaqués, donde bailó con su madre bajo los tamarindos.

Cenó también en casa de su tío. Juan no paró hasta conseguir llevar la conversación al terreno económico. Miguel, por último, a la hora del café se abrió y estuvo contándoles amablemente buena parte de sus aventuras, desde sus años en el noviciado de jesuitas, y de estudiante en Dublín, hasta su temporada de librero, y sobre todo sus giras con el «Sansón».

Les habló de muchas cosas vistas en sus viajes. Juan le interrogaba principalmente sobre Alemania, que era el país que Miguel menos conocía. Juan era de los escasos germanófilos del pueblo.

—Así, pues… —añadió el hombre, dirigiéndose a su sobrino—, en cuanto a vivir, has vivido bien siempre…

—Económicamente, sí.

Entonces intervino Rosita.

—Si nosotros pudiéramos trabajar por cuenta nuestra… —dijo.

—¡Claro, mujer! —corroboró Juan—. Pero para eso hace falta capital.

Miguel se dio cuenta al momento de que el matrimonio llevaba camino de hablarle de finanzas. Su primera intención fue evitar el tema, pero ante la cara de circunstancias que ponía Juan dijo:

—¿En qué querrían trabajar?

—En tapones —contestó rápidamente Juan—. Montar una pequeña fábrica.

—¿Está cansado de ir a jornal?

—Naturalmente. ¡Es buen negocio el corcho! Yo siempre he creído que, bien llevado, es buen negocio.

Entonces Miguel les habló con franqueza. Les dijo que a él le quedaba algún dinero, además de la finca de Donegal y de la casa de París. Pero que sin duda existían negocios más rentables que una fábrica de tapones.

—De acuerdo, de acuerdo —admitió Juan—. De todos modos —añadió—, si no he oído mal, hasta ahora en los demás asuntos no has conseguido grandes ganancias…

—¿En cuáles?

—En eso de los libros, y luego con el circo.

—¡Bueno! He vivido bien.

—Debes de haber gastado un dineral…

—¡Psé! —hizo sonriendo—. Quizá sí.

Juan se puso repentinamente serio.

—¡Dime la verdad! —habló—. ¡Te queda mucho menos de lo que heredaste!…

—Sí —confesó Miguel con naturalidad—, mucho menos.

—No te molestes porque te diga eso —se excusó Juan.

—¿Molestarme? ¿Por qué? Además —añadió Miguel—, algo me queda todavía; y este invierno tal vez empiece a recuperar.

—¿Cómo?

—¡No sé! Pero no creo que sea difícil hallar algún asunto bueno.

—Aquí, aparte el corcho… —objetó Rosita.

—¡Oh, me iré a Barcelona!

—Aparte el corcho… —enlazó Juan con cierto misterio, cortando con el meñique la ceniza del cigarro—, hay otro asunto aquí que bien enfocado…

—¿Qué asunto? —interesó Miguel.

—¡Verás! Aquí hay varios que en pocos años se han hinchado.

—¿Francia?— preguntó Rosita, abandonando por un momento su labor.

Juan asintió con la cabeza.

—Sí, me refiero a Francia.

Miguel se asentó bien en la silla y, marcando una pausa, preguntó:

—¿Contrabando?

—Sí.

El muchacho se mordió los labios. Su tío, mirándole fijamente, prosiguió:

—Te hablo claro. Estamos en familia…

—Tal vez se podría tratar del asunto… —contestó Miguel. La expresión de Juan no cambió.

—Bien organizado —continuó—, creo que no te arrepentirías…

—De todos modos —objetó Miguel—, si me instalara aquí sospecharían…

—¡Oh, claro! Tú tendrías que estar en… Figueras. ¡O en La Escala, con tu amigo!

—¿Quién pasaría la mercancía?

—¡Uy! Eso… no te preocupes. Sobra gente.

—¿Y vender…?

—De eso, más adelante, podrías encargarte tú…

Miguel reflexionaba.

—¿Y usted cree que…?

—¡Uf! En un año, si tú quieres emplear pasta…