DE ALLÍ EN ADELANTE Miguel no vivió. En realidad había aceptado la oferta de acompañar a Rubens en el momento en que este le habló de ello. La oferta significaba España… Y el pueblo del pintor —La Escala— significaba Darnius.
Los dos muchachos arreglaron cuidadosamente su equipaje. Rubens, para mayor comodidad, se trasladó, por cuarenta y ocho horas, al hotel de Miguel. Antes de cerrar la última maleta, este le preguntó al pintor:
—Oye… Dime algo que pueda llevar a tu madre.
Rubens le miró con fijeza.
—Lo mejor —dijo, después de recapacitar—, un juego de café.
—De acuerdo —asintió Miguel. Y acto seguido salió a comprarlo, suplicando «un embalaje especial para viajes en barco».
Miguel apadrinó —tiempo hubo para todo— al hijo del prestidigitador —bebé gigante, con orejas de conejo—; y en el festivo piscolabis con que el portugués obsequió a toda la compañía hubo discursos y lágrimas. Miguel prohibió rotundamente a «sus hombres» que fueran a despedirles a la estación. Estos simularon doblegarse a su exigencia, pero bien claro se leía en sus ojos que la intención era muy otra.
Así que Miguel buscó distinta solución: marcharse en otro tren que el anunciado. También Rubens lo prefirió. En consecuencia, veinticuatro horas después del bautizo los dos muchachos se dirigieron a la estación, no sin antes obligar al taxista a dar un rodeo con el fin de contemplar el «Sansón» por última vez.
—¡Anda, ya está bien! —cortó Rubens, corriendo la cortinilla.
Miguel no insistió, pero dijo al conductor:
—Pase también por el Puente de las Cadenas. El trueque de horario evitó a los dos muchachos el encontrarse con toda la troupe formada en el andén, con los músicos prestos a tocar la habitual marcha de despedida del circo.
En cambio —¡oh, milagro!—, allí estaban los Finovitch. En el hotel se habían enterado del cambio y consideraron un deber acudir a desearles buen viaje. Rubens, cuyo corto brazo fuera de la ventanilla le obligó a un supremo esfuerzo para alcanzar la mano del matrimonio ruso, barbotó en español:
—¡Muchas gracias, muchas gracias! ¡Váyanse al diablo!
Por consejo de la agencia de viajes se dirigieron, por ferrocarril, a Viena, ruta Génova, para desde allí trasladarse por mar a Barcelona.
Al pasar por Viena, Miguel, hasta entonces de buen humor haciendo proyectos y asegurando a Rubens que en el fondo todo aquello no había sido tan mal negocio —al pintor le constaba que fue catastrófico—, salió al pasillo del tren y miró a la estación. No dijo nada, no hizo ningún comentario. Rubens, por su parte, prefirió no transmitir a su amigo las noticias que, a través del empresario del «Dolly», había recibido de Jeanette. Jeanette estaba, sí, en Viena, al otro lado de aquel inmenso edificio, jugando a la ruleta en compañía de un financiero menos imaginativo que Miguel.
Realizados los trasbordos necesarios, y después de cruzar un trozo de tierra yugoslava, llegaron a Trieste. De allí, a Venecia —a ambos les causó viva impresión contemplar el paisaje de Italia—, y de Venecia, a Génova. Al llegar a esta población, el pintor comentó:
—¡Bueno! ¡El Mediterráneo; ahí está!
Sobraba la aclaración. Los ojos registraban cumplidamente la entrada en el mundo meridional. Azul del cielo y del mar, ropa puesta a secar en azoteas, balcones y ventanas, vaho de promiscuidad.
Aquella noche —el barco salía a la madrugada— enviaron una postal a los artistas del «Sansón», dirigida al restaurante barato.
El cambio de ambiente afectaba poco a los dos muchachos.
Ambos estaban obsesionados por la idea de llegar a España cuanto antes. Todo cuanto se les ofreciera al paso lo consideraban anecdótico y provisional. Sin embargo, ello les servía de puente para alejar el pasado, al que en toda la obligada espera apenas si aludieron un par de veces.
Durmieron unas horas en un hotel cercano al muelle, y a las siete y media de la mañana subieron al barco. Se sentían fatigados y los preparativos les parecieron interminables. Cada vez que la sirena tocaba se decían: «Ahora…»
Por fin, el barco zarpó. Y una vez abandonado el puerto y alcanzada la mar libre, sus cabezas se recobraron. La travesía iba a durar aproximadamente un día. ¡Cuánto tiempo para meditar el agua!…
De codos en la barandilla del puente, cada uno se dedicó a fumar y a filosofar. ¡Ah, el pasado regresaba ahora como un alud a sus ojos! Rubens pensaba en la gran sinfonía de color del circo, y en Ninón; Miguel, con penosa insistencia, en el conserje del hotel —¿por qué en el conserje del hotel?— y en Jeanette.
Se preguntaba qué estaría haciendo la muchacha, y dónde… Pensó que nunca estuvo con ella en el mar. En cambio, el primer día la vio en una acequia; y más tarde, muchas veces, en el baño, sentada en él, brazos en alto y mordiendo la esponja.
El Mediterráneo estaba encalmado y el barco hendía tranquilo su entraña.
Miguel se sentía, más o menos, en paz. Debe y haber compensados. Su generosa rúbrica en el «Sansón» le había dejado buen sabor. ¡Una cosa estaba clara! Con las mujeres siempre terminaba dramáticamente, porque estas necesitaban, por naturaleza, una seguridad —una continuidad—, mientras que él, también por naturaleza, era tan variable como las rutas de algunos barcos.
¿Variable? Esta palabra caló en su frente, ancló en ella, en tanto Rubens se tomaba una pastilla contra el mareo. «Variar significa rectificar», pensó. ¿No era este verbo el verbo de la sabiduría, de la inteligencia por lo menos? Miguel se rio de sí mismo. «Basta de sofismas», se dijo.
Recordó unas palabras de Rubens. «No, no, tú no ere* bueno —había afirmado el pintor—. A ti lo que a veces te atrae es la liturgia de la bondad; no la bondad en sí.» Miguel se rascó el cogote. ¡Diablo de hombre! Se le acercó.
—Pintor de la Carne —suplicó—, dame una pastilla contra el mareo.
Luego las horas se deslizaron insensiblemente. Todo pareció quedar en un punto muerto, hasta que el sol agonizó para reunirse con él. España estaba cerca.
Después de cenar, Miguel quiso acostarse en su litera, renunciando al despliegue de las remotísimas estrellas; Rubens prefirió quedarse. Quería bailar con una solitaria señora que desde la salida de Génova —¡por fin!— no había dejado de mirarle.
Llegaron a Barcelona bajo un temporal de agua. A Rubens le emocionó lo indecible oír hablar catalán.
—¡Curioso —comentó—, lo que estas cosas emocionan!
El mal tiempo convertía en inhóspita la ciudad, y acrecentaba los deseos de los dos muchachos de salir cuanto antes para La Escala. Sin embargo, los trámites en el puerto fueron lentos; sin contar con los que exigió apalabrar una agencia de transportes que se comprometiese a llevarles con rapidez el equipaje al pueblo.
—Yo llevaré conmigo esta maleta —dijo Rubens en la agencia, contemplando los bultos que le correspondían—, la esfera y los cuadros.
Miguel, a la vista de la montaña de cajas repletas de antigüedades, se echó para atrás el sombrero y suspiró:
—Yo… la guitarra —la señaló con el mentón—, los dos discos… y el juego de café. —Se rio, y luego añadió—: ¡Bueno! y un pijama.
En la agencia les informaron: «Aunque tomen ustedes ahora el tren para Figueras, no enlazarán para La Escala hasta mañana.»
Era una contrariedad.
—En este caso —observó Rubens—, yo prefiero pasar aquí la noche. Miguel reflexionó. ¡Estaba Figueras tan cerca de Darnius!
—Esto va a ser más laborioso que venirse de Budapest —dijo. Luego añadió—: Nos quedaremos.
Salieron en busca de un hotel. Por la calle pasaba un entierro rodeado de paraguas que semejaban almas enlutadas. Miguel se quitó el sombrero y Rubens la boina que había adquirido para la travesía. Ambos pensaron en el chino.
Oyendo luego los cascos de los caballos, Miguel se promedió trasladar un día a Darnius los restos de sus padres. «Están demasiado distanciados», razonó, cubriéndose de nuevo la cabeza.
Les fue fácil dar con un hotel próximo a la estación. El mal tiempo les impedía husmear por las calles a la buena de Dios, que era lo que uno y otro hubiesen preferido. Tuvieron que refugiarse en un café abarrotado como el circo en sus mejores días.
Tomaron asiento y, en la espera del camarero, observaron a los ciudadanos que los rodeaban.
—¿Por qué gesticulan de esa manera? —preguntó Miguel.
—Es cierto —corroboró Rubens—. Antes no me daba cuenta.
El camarero llegó. Miguel, leche caliente; Rubens, coñac.
—En una copa grande —precisó.
De nuevo observaron a la concurrencia.
—Tampoco me figuraba así los ojos de mis compatriotas —añadió el pintor al cabo de un rato—. ¡Hay que ver, hay que ver!…
—¿A qué te refieres?
Rubens meditó. Finalmente dijo:
—Son ojos de población inquieta, nerviosa… no sé…
Miguel reflexionó a su vez. Después de un silencio tan largo como el de Rubens precisó:
—Son ojos de población pobre.
Entonces el pintor reaccionó.
—¡Bueno! —exclamó—. Cualquiera diría que Hungría…
Se callaron. El camarero, desbordado, no llegaba. Aburridos, optaron por salir. Rubens le propuso a Miguel ir a un frontón hasta la hora de cenar.
—¡Estupendo! —exclamó el exempresario—. Excelente idea.
El frontón entusiasmó a Miguel. Por si fuera poco, casi todos los nombres de los jugadores eran vascos y ello le recordó San Sebastián.
—¡Veinte azules, veinte azules! ¡Diez colorados, diez colorados!…
Rubens se lio a jugar.
De pronto, Miguel se dio una palmada en la frente. La evocación de San Sebastián le recordó que llevaba en algún bolsillo, sin abrir, una carta del fotógrafo, recibida en Budapest. En medio de aquel infernal barullo consiguió localizarla sobre sí, y rasgó el sobre, sacando las cuartillas. Era una carta extensísima, escrita a dos caras con letra grande y mansa. Imposible leerla allí; sin embargo, sólo el encabezamiento —lugar y fecha— era ya prometedor: «En la carretera de la Esperanza, un día como otro cualquiera…»
—¡Veinte azules, veinte azules!… ¡Diez colorados!
Miguel le dio un codazo a Rubens, el cual estaba de pie sosteniendo en sus manos varias pelotas de goma.
—¡Eh, tú! —le gritó, levantándose a su vez para hablarle al oído—. ¡Estás ya gesticulando como los demás!
Al día siguiente tomaron el tren para Figueras. La mañana se presentaba radiante. Rubens había perdido en el frontón exactamente la cantidad que le costó el bolso regalado a la amazona.
—Calculando el cambio —le dijo a Miguel— viene a ser lo mismo.
Miguel se había pasado la noche soñando que su cabeza golpeaba secamente contra una pared verde.
—Golpes parecidos —le dijo a Rubens— a los de los puñales Finovitch al clavarse en el madero.
En su mismo coche, una familia francesa que se dirigía a París. «A lo mejor —pensaron uno y otro— esa familia empieza ahora el itinerario que nosotros hemos seguido.»
Era, sin la menor duda, el movimiento cíclico de la vida. Miguel lo comprendía así, perfectamente, no porque en aquellos momentos se sintiera transportado por docenas de vertiginosas ruedas, sino porque el viaje le recordaba aquel de su infancia, con su madre, cuando a él le parecía que tales ruedas repetían: «Ampurdán, Ampurdán, Ampurdán».
El paisaje era hermoso. Los muchachos salieron al pasillo y se asomaron. El viento les dio en el rostro. Bosquecillos de chopos, terreno en declive. Miguel sorbía aquellos con los ojos. «Eso, eso —se decía—. Chopos. Los recuerdo perfectamente». Rubens, materialmente volcado al exterior, reencontraba los colores de su tierra. «Difícil pintar eso —se decía—. Demasiada luz.»
El tren cruzó Gerona, otra vez la silueta de los campanarios. En las orillas del río, un enjambre de gitanos al sol. «Hay aquí más gitanos que en Hungría», comentó Miguel.
Luego llegaron a Figueras, y en la misma puerta de la estación montaron en el coche de línea que les conduciría a La Escala.
En aquel momento exacto, el pecho de Rubens se agitó. Porque empezó a pensar seriamente, de una manera formal, en su madre. La figura de esta se le hacía realizable en el fondo de su ser. Dejaba de ser un fantasma, o una barca que se llamó «Salvador», y ahora otra cosa. Era un cuerpo y un alma posibles. El pintor compadecía vivamente a su amigo —Miguel sostenía sobre sus rodillas el paquete con el juego de café—, puesto que el pobre no podría jamás gozar de parecido milagro. «Mi madre —pensaba Rubens— existe, existe como esos árboles, y esa carretera, y mi boina, y ese ronco, bronco motor del coche.» «Y además —añadía para sí, consolándose de historias ya antiguas—, me ama con todas sus potencias. Mi madre es una roca inconmovible.»
Miguel pensaba: «También los ojos de Rubens han recobrado el brillo de los ojos de aquí…»
Todavía un poco más, y el coche penetró en La Escala abriendo el pueblo en canal.
Entonces las imágenes se atropellaron en los cerebros de los dos muchachos. A Miguel le pareció ver unos cuantos hombres sentados, hombres con gorra, con aspecto de pescadores; a una bandada de chiquillos y pequeños grupos de muchachas que guardaban los vestíbulos de las casas y miraban con curiosidad. Rubens vio todo eso, y además su propia infancia, y el mar, y los edificios, y la pequeñez del pueblo, y caras conocidas, y caras envejecidas, y una barca que, en letras blancas, decía «Pedro».
Pero todo eso duró bien poco. Pronto consiguieron su reducido equipaje, y el pintor, zafándose de las pruebas de afecto de aquellos que lo reconocían, se dirigieron a la blanca casa —la casa de la ventana abierta— en cuya cocina estaría la madre de Rubens —siendo la hora que era, no podía fallar— y en cuyo jardín habría un pozo, una mesa redonda de mármol, mesa de café, y probablemente unos conejos, unas gallinas y una regadera.
Así fue. Con una sola alteración: la madre del pintor no estaba en la cocina, sino en la calle —estrechísima calle puesto que había sido ya informada por las raudas voces de la amistad. Y corría ya— «¡Dios mío, y yo con el moño así!» —al encuentro de su hijo, el cual al verla dejó caer cuanto llevaba y se abalanzó a su cuello con rapidez que conmovió a Miguel casi tanto como a Rubens.
Entonces fue Miguel quien se compadeció a sí mismo por su orfandad. No obstante, reprimió serenamente este sentimiento. Porque no quería de ningún modo empañar el júbilo sin nubes de la escena. Sus lágrimas, pues, serían de gozo, como lo eran a veces las de Ruddy.
Lentamente fue acercándose al grupo que formaban madre e hijo. La boina de Rubens se había caído al suelo. Miguel estuvo tentado de depositar su equipaje en medio de la calle y recoger la boina. Pero no era procedente. Rubens había dejado caer también la maleta, y los cuadros del Danubio y de Ninón, y la esfera… ¡Cuántas heterogéneas cosas en aquella estrechísima calle! ¿ Le gustaría a la madre de Rubens la esfera luminosa? Por más que no debía de ser tan estrecha la calle, puesto que en ella cabían dos corazones —tres— latiendo, como los suyos, de manera tan grandiosa y desacompasada.
Por fin el pintor se separó un instante de su madre, y le habló:
—Y este es Miguel… La mujer, entonces, miró al exempresario; con gran habilidad se secó las manos en la punta del delantal, y dijo, en catalán, excusándose con expresivos movimientos de cabeza:
—Encontrará la casa un poco sucia, pero…
La madre de Rubens había mentido. La casa estaba limpia a más no poder. Encalada enteramente, y casi tan desnuda como la habitación en que murió el chino. El jardín no era jardín, sino huerto. Arriba, en el desván, yacían viejos cachivaches de Rubens: viejas telas, viejos caballetes, secos tubos de pintura, figuritas de barro y una colección de títeres, el mayor de los cuales representaba una calavera, y el más pequeño un payaso que hacía entrechocar dos platillos. También desde arriba se veía el mar.
El pintor se sentía feliz, y Miguel más que contento. La madre de aquel era a un tiempo servicial y enérgica. Se le notaba que rumió en la soledad. Un gato blanco que tenía la obedecía ciegamente. El aspecto de Miguel la desconcertó un poco. Sin embargo, supuso que sería persona de bien, puesto que intimó con su hijo y le había traído de tan lejos —de Ungría— aquel hermoso juego de café. Aunque más hermoso fue lo que le trajo su hijo: una radio tan pequeñísima que parecía imposible que en ella se oyera algo. Las vecinas, al verla, comentaron: «¡Mejor hubiera sido mandártela cuando estabas sola!»
La madre de Rubens no era maliciosa. Miguel decía cosas extravagantes, pero ella lo achacaba a que se quedó sin madre. Lo único que, en cierto modo, la ofendió, fue la cara que el muchacho puso al ver la preciosa hornacina de su cuarto con el Niño Jesús rodeado de conchas de la playa. ¿Por qué aquella cara? ¿Es que no era creyente? Tampoco comprendía que a su hijo lo llamase «Rubens». Aunque mal nombre no debía ser, puesto que su hijo no se enfadaba.
Sí, Rubens, cuyo idilio filial no llevaba trazas de menguar, estaba contento. Y también Miguel. Miguel aseguraba que nunca comió pescado como el que allí comía; sería por el mar, la clase de carbón y el arte de la madre del pintor. Alegre pueblo, pintoresco, con las subastas del pescado en la misma playa, las mesas de los cafés al aire libre, los toldos para resguardarse del sol, ¡y las sardanas! Con excursiones a Ampurias, o mar adentro; bañándose, tomando el sol, tocando la guitarra. ¡Falta les estaba haciendo el contacto con la Naturaleza para desentumecer los músculos!
Ahora bien, Rubens estaba contento porque razonablemente podía estarlo, porque aquella era su casa, y suyo aquel pescado, y porque su madre era, para él, roca inconmovible. Pero, ¿y Miguel?… Miguel sabía que no sólo las calles —y ello a pesar de los corazones— eran estrechas, sino que el pueblo entero era pequeñísimo, y sobre todo que aquello no iba a durar. Un día, un día no muy lejano, tendría que despedirse de la hornacina con el Niño Jesús, de la madre de Rubens, ¡del propio Rubens!… —¡qué difícil hacerse a esa idea!—, y tomar el ronco, el bronco coche de línea y trasladarse con él a Darnius.
Porque era en Darnius donde Miguel tenía algo positivamente suyo, y algo que hacer: visitar —esta vez sin excusas— a la familia de su padre, si es que aún vivía.
De modo que benditos fueran el mar, el desván ahora convertido en estudio, la obediencia del gato blanco y las canciones de los pescadores. Pero todo ello, para él, era provisional.
Rubens le dijo:
—De todos modos, espera a que llegue tu equipaje. Seguro que no tienes idea de lo que las cajas contienen.
Miguel sonrió.
—Desde luego —admitió—. Mejor lo sabes tú.
Tales cajas sirvieron para que la madre del pintor se formulara nuevas preguntas respecto de su huésped. ¡Santo Dios, comprar tan viejos trastos!… La casa quedaría hecha una porquería. Ella, que encalaba todos los años. Y haber pagado un dineral por todo aquello… Aunque, a ser sincera, más puerco —sí, no cabía otra palabra— era su hijo que Miguel.
Porque, las maletas de este daban gloria. Daba gloria ver lo que había dentro. Eso eran trajes, y no los de su hijo; había hasta un frac. Eso eran camisas, y calzoncillos, y calcetines, y pañuelos. Sí, saltaba a la vista que era un señor. Y qué bendición de corbatas… Cualquiera las contaba. Ah, pobre equipaje el de su hijo comparado con aquel… En vez de sombrero hongo, una boina; y en vez de paraguas y bastón —bastón con puño precioso—, unos cuantos pinceles con sólo el mango.
Lo raro eran aquellos dos casquetes de mujer, tan pequeños, en forma de copa de embudo; y aquel cinturón, también de mujer… ¿Por qué los guardaría? ¡Ah, la juventud! Preciosa también la fotografía de su madre. Esta debió de ser realmente muy hermosa, y una gran señora. Y cuántos mapas y cuántos carteles… Uno de estos carteles daba casi miedo. Representaba un trozo de mujer sosteniéndose encima de un hilo como el de tender la ropa, y a su lado un mono muy grande tocando una especie de tenora un poco más delgada.
El propio Miguel no sintió tanta curiosidad por sus trastos como la que demostró la madre de Rubens, la cual quiso en seguida poner naftalina en las piezas de invierno; y es que el muchacho conocía el porqué de cada cosa. Es lo que Rubens decía: «Sabiendo el porqué, todo palidece.»
Por eso lo que más fuerte impresión causó en Miguel, cuando la agencia le trajo todo lo que le pertenecía, fueron las antigüedades cuando las vio todas juntas en una inmensa y vacía habitación blanca.
Porque aun sabiendo dónde y por qué las adquirió no conocía el significado que cada cosa tuvo en su tiempo, lo que representó para sus poseedores, y la última, o la primera, razón de su pervivencia. Aquellos trastos, que no eran viejos, sino antiguos, constituían un mundo misterioso y preñado de posibles resurrecciones como los negros surcos de una gramola. Sí, obró cuerdamente adquiriendo aquellos objetos y permitiendo que Rubens le asesorara. Ahora, frente a ellos, podía meditar tan hondamente como en el cementerio de Montmartre, o como en el barco en alta mar durante la travesía. Por más que lo que le convenía no era meditar, sino tomar el sol y bañarse.
El propio Rubens, sin embargo, era el primero en incitarle a visitar la sagrada habitación.
—Te equivocas contemplando juntas esas cosas —le decía—. Eso es una barbaridad. Lo que hay que hacer es lo contrario: separarlas y gozarlas una por una.
Miguel no le hacía caso.
—Tú eres un esteta —le replicaba—. Yo… ya lo sabes: hombre de posguerra… Anda —añadía—, sigue pintando ese retrato de tu madre, que me lo quiero llevar.
Rubens no insistía. Dejaba a Miguel solo en aquel improvisado bazar. Y entonces, en la soledad, era cuando Miguel se sentía más a gusto, al igual que en la librería, en París. Rodeado de iconos, de armas, de pipas, de retablos, de jarrones, de monedas… ¡Con aquella cajita de música que convertía La Escala en cualquier aldea de Austria! Con aquel reloj de arena que, de tan viejo, medía el tiempo dando cabezadas.
Todo estaba en el suelo desparramado —unos doscientos objetos—, de manera que desplazarse en la habitación era peligroso. Un movimiento torpe, y rompería algo. Cada objeto era, ineludiblemente, un telegrama contumaz que el pasado cursó a la Humanidad. En verdad, pues, que no era posible tender puentes para renunciar a él, para despegar de él. El pasado reaparecía siempre aquí o allá, se erguía exigiendo su gran sillón desde el cual contemplar la vida y sonreír con indulgencia, a la manera de la mujer en color escarlata de aquel retablo flamenco.
Por más que lo importante debía de ser eso: que todo se hiciese historia. De este modo uno sabía que no existía gratuitamente, que colaboraba. El hecho estaba clarísimo. No sólo era hacer historia tener un hijo como la madre de Rubens o el prestidigitador; también lo era —¿por qué fingir?— abandonar mujeres, y comprar y vender circos, y cometer graves pecados. Los pecados eran de tal modo historia que uno de ellos, el original, determinó todas las futuras embestidas de la sangre humana, y todos los lamentos, sin exceptuar —¿era eso ortodoxo?— los de los animales.
Sí, eso era lo hermoso, que todo ademán quedase inscrito y que los objetos de uno pasaran más tarde a ser antigüedades. Miguel se dijo que, para las gentes del siglo XXII, serían antigüedades la pipa que el leñador irlandés le regaló, su bastón, y tal vez el mapa de Rumanía. Parecía, desde luego, injusto que se conservaran un bastón y un mapa, y las obras del espíritu, pero no los ojos ni los dedos ni los pies. No había más remedio que inclinarse ante aquella hornacina y creer en el misterio de la Resurrección de la Carne.
Por cierto: ¿cuándo iría a confesar?