LA AVENTURA había tocado a su fin. Miguel reflexionó aún a lo largo de tres días, durante los cuales Rubens, sin pedirle permiso, procedió al embalaje de las antigüedades que juzgó válidas.
A los tres días de la muerte del chino, y después de una prolongada entrevista entre el empresario y el pintor, el «Circo Sansón» fue puesto oficialmente a la venta.
Miguel se quedó asombrado ante la facilidad con que dijo: «De acuerdo. Hablaremos con el empresario del Dolly.» Supuso que todo ello le causaría pena mayor. Tal vez todavía no se diese cuenta cabal del alcance de su decisión; tal vez las lágrimas viniesen luego, en el momento de echar el último vistazo a la bandera y al inmenso toldo circular.
Algo le dolía en el alma: separarse de aquellos que, en los buenos tiempos, él había llamado «mis hombres», y cuyo trabajo era injusto considerar rutinario. Miguel estaba seguro de que, quienquiera que fuese su sucesor, nadie trataría a esos hombres como él los trató.
Este pensamiento le atosigó, pero al mismo tiempo le reconcilió en parte consigo mismo. Sí, cierto que en los últimos tiempos causó grave daño a varias personas. Pero, ¿quién, de carne y hueso, no hacía otro tanto? En cambio dio trato digno, trato casi poético, a cuantos, al hacerse él cargo de la empresa, le confiaron su porvenir. De no ser por el maldito póker, que amontonó billetes en la maleta del yugoslavo en detrimento de los demás, todos dispondrían de una discreta reserva económica; y aun así daba gozo comprobar el buen aspecto de todos y lo bien surtido de su equipaje.
Pronto los artistas le dieron inequívoca prueba de que no erró al considerar que había cumplido en este punto. Apenas se enteraron por Ruddy —en el restaurante barato— de la decisión tomada por Miguel, se levantaron con unanimidad casi cómica, abandonando las servilletas sobre la mesa, y salieron afuera para comentar la noticia.
La consternación general era tan sincera, que nadie consiguió coordinar las ideas. «Tenemos que hablar con él», sugirió alguien. Hubo un murmullo de aprobación. E inmediatamente, formados en grupo compacto, tomaron la dirección del «Sansón». El aspecto de la comitiva más bien se hubiera podido tomar por agresivo. Tardaron cinco minutos en penetrar en el circo por la puerta trasera de los vestuarios y en llamar al despacho de Miguel.
Este, al abrir y encontrarse con aquella manifestación, no pudo menos que emocionarse. «Un momento, un momento», dijo. Fue necesario trasladarse a la pista, pues el despacho era reducido y no daba cabida a todos.
Una vez allí, se hizo el silencio, pues nadie se atrevía a ser el portavoz. Miguel intentó explicarse, pero las palabras le salían con dificultad. Entonces tomó la delantera el señor Bresty, diciendo que si la decisión se debía a apuros económicos, todos estarían dispuestos a sacrificarse.
No, no era eso. Miguel les dijo: «No, no es eso.» Le habían rodeado enteramente y algunos, como por ejemplo el griego, caían en ingenuidades para convencerlo. El hombre se había abierto paso a codazos hasta situar a Adán en primera fila, para que Miguel viese los ojos verdes del pequeño y este pudiese ofrecerle chicle.
Miguel vivía unos momentos muy intensos, pero de repente decidió no prolongar más aquella situación, Mudando con perfecta eficacia la expresión de su rostro, miró a todos con extrema gravedad, como si los mirase uno por uno, y dijo:
—Amigos, no insistan ustedes. Las circunstancias me obligan…
Dicho esto dio una palmada en la cabeza de Adán, y hábilmente, poniéndose el sombrero, se coló por el pasillo que quedaba entre el ventrílocuo y el contorsionista.
Se hizo un gran silencio, silencio que Miguel oyó a su espalda. Tan doloroso era que el empresario sintió la necesidad de añadir algo más en justificación. Llegado a la cúspide de la rampa que conducía a los vestuarios, se volvió y quitándose el sombrero dijo:
—Pero no teman ustedes. Conozco mi obligación en este caso y la cumpliré.
Y no mintió. En cuanto la venta del circo se hubo efectuado fue fiel a su promesa. Venta que, por otra parte, resultó menos laboriosa de lo que se hubiese podido imaginar.
Miguel había pensado que un opositor firme a quedarse con el «Sansón» sería el empresario del «Dolly». Pero se equivocó. El alemán, después de decirle: «No podía usted esperar otro final; repartir los beneficios es una imbecilidad…», sentencia que puso en los labios de Miguel una indulgente sonrisa, añadió que del «Sansón» no le interesaba sino el artista de que le habló: el contorsionista; y también, en última instancia, Ninón, a condición de apear al padre. «El resto, nada —repitió—. Ya sabe usted que sólo me interesan números de animales, y sus elefantes son demasiado jóvenes, y sus monos demasiado viejos. En cuanto al material, sí: reconozco que es mejor que el mío; pero sería demasiado complicado».
En cambio salió un inesperado comprador: el matrimonio Finovitch. Miguel se quedó estupefacto; Rubens, algo menos. El pintor siempre había sospechado que los Finovitch tenían dinero.
El ruso se presentó, en unión de su esposa, en el despacho de Miguel y le hizo la oferta correspondiente. Una oferta muy por lo bajo del valor real; hasta el punto que Rubens, sin pelos en la lengua, afirmó que no era una oferta «honesta». El señor Finovitch, que acostumbraba a no enfadarse si ello no conducía a un resultado práctico, le replicó simplemente:
—¿Por qué no hace usted otra mejor?
Miguel se mordió un buen rato el labio inferior, moviendo lentamente la cabeza de arriba abajo, reflexionando. La perspectiva de seguir buscando comprador, de poner anuncios en los periódicos, de movilizar agencias de Viena, Berlín o París, la estimó superior a sus fuerzas.
Haciendo caso omiso del consejo de prudencia que Rubens le estaba dando con su mirada y con su actitud toda, se decidió a aceptar.
—Conforme —dijo. Pero inmediatamente añadió—: Con una condición. Que firmen ustedes un contrato, para toda la temporada, con todos los artistas que actualmente forman parte del «Sansón».
La señora Finovitch se escandalizó. El ruso, en cambio, sin modificar su expresión, preguntó:
—¿Con qué honorarios? —El ruso no empleaba jamás la palabra «sueldo».
Miguel contestó:
—Con los mismos que hasta ahora han tenido asignados.
—Y abriendo el cajón del escritorio entregó al señor Finovitch una lista escrita a máquina por el contable.
El ruso la leyó atentamente, la pasó a su mujer, y en cuanto esta terminó su lectura, sin esperar el criterio que a ella le mereciera, dijo:
—Conforme. —Acto seguido añadió, estirando el cuello en dirección a Miguel—: Se entiende esa cantidad escueta sin participación en los beneficios.
Miguel se levantó.
—Si pudiera exigírselo a usted, lo haría —dijo.
Este fue el final, sellado primero con sendos apretones de manos, y horas más tardes con las respectivas firmas al pie de un documento notarial en regla.
La noticia del acuerdo, que circuló con increíble rapidez, produjo entre los artistas gran revuelo, pues todos temieron que los Finovitch se comportasen con despotismo. La altanería del matrimonio ruso no les hizo jamás ni pizca de gracia. De modo que al saber que su contrato quedaría prorrogado no les alegró lo que era de suponer. Con Miguel se habían acostumbrado a un trato humano y salpicado de imprevistos. Ahora sería el reglamento, la vida horizontal. Hubo quien dijo: «Yo no firmo, me voy.» Ruddy palpó su jirafa y comentó: «Querida, procura no estropear tu cuello.»
Miguel, enterado de aquella reacción masiva, procedió a compensarles en lo posible, al tiempo que a hacer honor a su palabra empeñada. Se instaló en su despacho, previo aviso a toda la compañía, y le dijo a Rubens:
—Cuídate de que vayan entrando uno por uno por orden alfabético.
El pintor obedeció, apostándose de centinela en la puerta. Miguel, entonces, vistiendo por última vez el frac, fue entregando a cada uno un sobre conteniendo una bonita suma, «por si no le interesa a usted quedarse en el “Sansón” y prefiere regresar a Francia o a Bélgica, y para que quede usted a cubierto de un contratiempo».
Todos los artistas se emocionaron mucho, aun sin saber lo que el sobre contenía. Miguel, para despedirlos, se levantaba y los acompañaba a la puerta, donde los abrazaba con gran cordialidad, dándoles repetidas palmadas en la espalda.
Uno solo cometió la indelicadeza de abrir el sobre delante de él: el yugoslavo. Otro, en cambio —el ventrílocuo—, le hizo entrega de un obsequio: un cartón de cigarrillos de mucho mejor calidad que los que se fumaban sus dos personajes.
En cuanto a Ninón, la entrevista no dio de sí lo que Miguel había esperado, porque, lógicamente, la amazona se presentó en compañía de su padre. Miguel —que ignoraba el fiasco que el pintor había sufrido con la muchacha— se había prometido con ella un diálogo breve, pero sabroso, henchido de alusiones, de «cosas que hubieran podido ser y no fueron…» La presencia del contable barrió toda posibilidad.
El padre de Ninón, a la vista del sobre que Miguel le tendía, retrocedió con la silla. Se negaba a aceptar. La amazona intervino en igual sentido. Hasta que el exempresario les dijo sonriendo:
—Si no lo aceptan ustedes, se lo entrego al señor Finovitch.
Al oír esto, el contable, sonriendo a su vez, tomó el sobre.
Miguel les acompañó también a la puerta, y al llegar allí, inesperadamente, Ninón se alzó sobre sus pies y le dio al muchacho un beso en la frente, beso que inmovilizó a Miguel por espacio de veinte segundos.
El último en entrar, más elegante que nunca, aunque algo excitado, fue el prestidigitador.
—Joven —le dijo a Miguel—, tengo el honor de pedirle a usted que, antes de marcharse, apadrine a mi hijo, robusto varón que acaba de nacer.
Miguel abrió los brazos.
—¡Cómo! ¿Qué dice usted?
—Ça y est! —confirmó el portugués, correspondiendo al entusiasta ademán de Miguel. Los dos hombres se abrazaron soltando una sonora carcajada que desconcertó a Rubens, situado aún al otro lado de la puerta.
De repente, Miguel se separó del prestidigitador, le volvió la espalda, introdujo más billetes en el sobre que le tenía destinado, y luego, volviéndose hacia él de nuevo, le dijo:
—Tome usted. Esto a la salud de mi ahijado…
El prestidigitador le estrechó la mano, depositando en ella la estilográfica, que acababa de escamotearle, y sin dejar de reír salió del despacho.
Inmediatamente entró Rubens, informando al exempresario de que fuera ya no quedaba nadie más.
El pintor cerró la puerta por dentro y se apoyó en ella con lentitud. Todo aquello era una locura, pero Miguel parecía extrañamente feliz y no le quedaba más remedio que serlo también.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rubens.
Miguel, entonces, saboreando la escena, miró con fijeza al pintor, tomó asiento, estiró las piernas debajo de la mesa, sacó un pitillo, y finalmente dijo.
—Ahora… va el obsequio para ti.
Encendió el pitillo y añadió:
—Me encantará conocer a tu madre.