MIGUEL había permanecido en Viena ocho días. En Budapest le esperaban malas noticias: el chino había caído gravemente enfermo y las recaudaciones del «Sansón» menguaban. Budapest se agotaba para el espectáculo. Miguel visitó al chino y le preguntó al oído:
—¿Qué le pasa a usted, director?
El chino sonrió y contestó:
—Falla mecanismo.
Dura contrariedad. Miguel se vería obligado a multiplicarse. También el yugoslavo pedía algo para los elefantes, y la dichosa jirafa de Ruddy remoloneaba de nuevo.
Miguel pensó: «Rubens se encargará de todo eso.» Pero se equivocó. A Rubens le hubiera gustado que Miguel le contara lo ocurrido en Viena, y Miguel no quería hacerlo. Tampoco Rubens lo ayudó. Irremediablemente, el empresario se vería obligado a multiplicarse.
La única explicación que Miguel dio al pintor —por lo demás suficiente— se refirió a la monumental figura de Jeanette que presidía los carteles de la entrada, justo a la derecha del gorila que tocaba el clarinete. Miguel le dijo a Rubens:
—Habrá que quitar ese cartel.
El pintor le miró con fijeza y asintió:
—De acuerdo. —Luego preguntó—: ¿Qué pongo en su lugar?
Miguel, con sorprendente prontitud, respondió:
—A Ninón, de pie sobre un caballo y con un látigo. Miguel había dejado su maleta en el hotel. A partir de aquel momento, su cuartel general sería el despacho del «Sansón». Allí se pasaría horas, solo, empalmando las sesiones de tarde y noche, cenando sólo bocadillos. Vestía de frac. Tocaba la guitarra. Fumaba. Leía periódicos franceses. De vez en cuando se le acercaba Adán impulsando un aro. Miguel tenía que disuadir al pequeño, que a toda costa pretendía subirse a sus rodillas y contarle un cuento. Otras veces se le acercaba Rubens, o algún artista al que se le hubiese roto algo.
Eran horas interminables, pues de pronto el circo había dejado de interesarle. El olor de los elefantes le excedía, así como el constante pataleo de los caballos. Desde que regresó de Viena llovía en Budapest. Los pasillos y los camerinos estaban sucios. Personalmente, con la ayuda de Adán, sembraba en ellos serrín. Los residuos de este se pegaban a sus manos húmedas. «De este modo hubiera debido pegarse Jeanette a mí», pensaba. Y miraba con extraña inquietud hacia el camerino que ocupó la muchacha, ahora en poder de los chinos.
Lo más sorprendente para Miguel era que el mundo no se adaptara a sus estados de ánimo. Juzgaba denunciable que el reloj de su despacho avanzara implacablemente, siempre en dirección a la hora de comenzar la función, la cual traía consigo algo peor que la espera: las agotadoras salidas a la pista para anunciar el espectáculo. Por lo demás, ¿a qué rebelarse si llevaba ya puesto el frac, si todo estaba preparado?
Las funciones de noche comenzaban a las nueve. Las sillas de pista se llenaban casi siempre; en cambio, los graderíos, menos de la mitad, «De noche sólo salen los ricos», decía el contable.
Desde hacía mucho tiempo, probablemente desde Múnich, era lo normal que Miguel no presenciase el desarrollo entero de cada número del programa, limitándose a su labor de anunciante y a echar un vistazo de vez en cuando. Habitualmente repartía su tiempo entre la taquilla, su despacho y los vestuarios, donde siempre había algo que resolver.
Sin embargo, ahora experimentaba la imperiosa necesidad de permanecer en la rampa que daba acceso a la pista, de pie, sin perderse un detalle de lo que en ella ocurría.
El espectáculo le sugestionaba de una manera fatal, porque le parecía inmensamente triste. Tan triste que no comprendía que el «Sansón» hubiese podido alguna vez alegrar corazones, millares de corazones; tan siempre igual, que, a su entender, la rutina formaba parte de la médula de cada palabra y de cada gesto.
Miguel hacía una salvedad: los señores Finovitch. Mientras durase la actuación del ruso y su esposa, el empresario se reconciliaba con el circo. Aquello era, efectivamente, notable; y lo era porque no se proponía divertir, sino causar espanto: uno, dos, tres, veinte puñales. Miguel hubiese deseado que otros puñales siguieran clavándose en el madero.
Ahora bien, retirados los Finovitch, todo se caía de nuevo. Los chinos, por ejemplo, privados de la asistencia de su padre, que era su pedestal, su base, daban pena. Se interrogaban unos a otros con la mirada. Sus quimonos pretendían inútilmente interpretar el corazón de Asia. Sacaban sus varitas de bambú, pero no construían la pirámide humana. «Sin padre, no hay pirámide», se decía Miguel.
Rubens se había dado cuenta de la tortura que Miguel se había impuesto a sí propio. El pintor, que siempre llegaba al circo cuando la función andaba por la mitad, desde la entrada, con sólo observar la actitud de Miguel —su manera de ladear la cabeza o de secarse el sudor con el blanco y picudo pañuelo del bolsillo del frac— leía sus pensamientos. Con la mejor de las intenciones se le acercaba, bordeando la pista, le saludaba y le invitaba a entrar en los vestuarios, donde el pintor guardaba su coñac y los últimos retratos, verdaderamente espléndidos, que le había hecho a Ninón.
Era inútil. Miguel seguía clavado en su sitio. Habiendo llegado Rubens, con más razón: sus sarcasmos gozarían de auditorio. Era de agradecer.
—Muchas gracias —decía, declinando la invitación—. Me encuentro a gusto aquí.
Sí, se encontraba a gusto ocupando un lugar, un determinado espacio en Budapest, mientras su inquietud deambulaba por Viena a la caza de barbudos militares. Se encontraba a gusto sembrando serrín en su alma.
El sábado subsiguiente a su regreso de Viena era el cumpleaños de Ninón. A instancias de Rubens se había acordado que la sesión nocturna lo fuera de homenaje a la amazona. Miguel había dicho: «Bien, que se haga.»
Sin embargo, ello bastó para que aquella noche el empresario se sintiera particularmente angustiado. Ocupaba su lugar de siempre, de pie junto a la entrada de los vestuarios; mediada la función, Rubens entró, situándose al lado de Miguel.
En aquel momento ocupaban la pista los elefantes. El elefante «Pablo» recogía del suelo, por la cintura, al yugoslavo y lo mecía en el aire como en un trapecio. El público no reaccionaba. Ruddy lo atribuía a la humedad.
La llegada de Rubens había alegrado más que nunca a Miguel. Este saludó al pintor, sin apenas mirarle, y acto seguido disparó una ráfaga mordaz, visible prolongación del monólogo que lo estaría emborrachando.
—Ya lo ves… —dijo—. «Pablo» y «Virginia». Has llegado a tiempo. Comen, se quieren, levantan la pata, balancean al yugoslavo. ¡Felices! ¿Qué más pueden desear?
Rubens no contestó. Se rascó la oreja izquierda. El pintor estaba más bien alegre a causa del cumpleaños de Ninón. La había obsequiado con un bolso, a cuenta de tres cuadros vendidos a un matrimonio judío. Llamó al benjamín chino, que circulaba con su canastilla y le compró unos caramelos. Ofreció uno a Miguel. Este rechazó; en cambio, un minuto después llegó Adán con sus sempiternos chicles, y Miguel le aceptó uno, excusándose con Rubens.
—¿Ves?… Eso lo acepto. Gracias, pequeño.
Tomó un chicle, lo llevó a la boca y empezó a mascar, apoyando luego su mano izquierda en la pared de contención del estrado de los músicos.
La acción de Miguel había coincidido con la retirada de los elefantes, a los que la orquesta despidió interpretando un ritmo africano. Luego actuaron los trapecistas infantiles; después de estos, le tocaba el turno a Ninón.
Rubens le dio un codazo a Miguel. Este exclamó: «¡Ah, claro! No faltaba más». Y al instante se dirigió a la pista, brazo derecho en alto y chascando los dedos.
Rubens temió alguna barbaridad; pero no ocurrió nada. Miguel estuvo correctísimo y era necesario conocerle mucho para advertir en su voz matices de ironía.
—¡Señoras y señores…! —dijo el empresario, abriendo los brazos y dando en esta postura media vuelta completa al ruedo—. ¡El «Sansón» rinde hoy homenaje a la famosa, a la aristocrática Ninón…! ¡Dentro de breves instantes Ninón en persona… aparecerá ante ustedes, y…
No pudo continuar. La amazona se lo impidió. Apenas la muchacha oyó la repetición de su nombre, defendiéndose de su timidez ordenó correr los cortinajes e irrumpió en el ruedo vapuleando a sus tres jacas de la Gascuña. Miguel se llevó un susto mayúsculo sintiéndose el centro de un ciclón que, por una vez, no había sido provocado por su propio espíritu. La amazona galopaba vigorosamente sin hacerle caso. «¡Hop, hop!» Miguel, cortado, salió de la pista, situándose junto a Rubens, con aire un tanto perplejo, sosteniéndose por la espalda los dos lengüetazos del frac.
El pintor asistía a la escena, divertido, acariciando la cabeza del pequeño Adán. Miguel se recobró fácilmente, pero su estado de ánimo no había mejorado. Al otro lado, en la entrada, había aparecido la cabeza del contable, el cual contemplaba amorosamente a su hija, mientras con la mano izquierda sostenía cerrada la puerta de la garita.
—¡Vaya con Ninón! —habló Miguel, vislumbrando la posibilidad de entrar en terreno peligroso. Guardó un breve silencio y añadió—: Dulce ser, pero siempre pegando latigazos.
Rubens escupió el papel que se había pegado al caramelo.
Miguel prosiguió:
—A lo mejor también es feliz sabiendo que en el cartel de la fachada será mayor que «Virginia».
Rubens no contestó. Miguel le preguntó:
—¿Cuántos años cumple?
El pintor informó, visiblemente forzado:
—Veintiocho.
Miguel movió la cabeza con aire de exagerada meditación.
—Curiosa teoría la de Ninón —prosiguió, incapaz de callarse—. Me dijo que jamás se casaría con un hombre pobre. ¡Ah, tiene su carácter! A mí, eso me gustó.
El pintor seguía con su caramelo. La amazona, absorta en su trabajo, no miraba a los dos muchachos ni siquiera al pasar delante de ellos. Entretanto, los mozos preparaban inmensos ramos de flores. El empresario desistió de provocar a Rubens. A la vista de las flores, la personalidad de Ninón adquirió mayor relieve a sus ojos. Se dedicó a pensar intensamente en la amazona. Recordó la conversación que sostuvo con ella en Viena, en el vestíbulo del hotel, con motivo de la petición del aumento de sueldo. «Un hombre debe triunfar —había dicho Ninón—. Debe sobresalir en algo.»
Miguel enfundó su blanco pañuelo picudo en el bolsillo del frac. «¡Triunfar!», repitió casi en voz alta. «¿Ha triunfado Rubens? —pensó—. ¿Ha sobresalido en algo?» Miguel se vio obligado a admitir que el pintor cada día progresaba en su arte. «Así, pues —concluyó rápidamente—, Ninón se habrá enamorado de él.»
Concertó todas sus fuerzas para imaginar que ello era un hecho y que él se alegraba de que lo fuera; que se alegraba por el pintor. Pero no lo consiguió. De ser cierto, sentiría celos de Rubens.
Una ola de amargura se levantó sobre su cabeza, ante la evidencia del egoísmo que lo dominaba. Por fortuna, Ninón acababa de poner pie a tierra, dando por finalizada su actuación, y los aplausos del respetable y las flores con que los mozos inundaron la pista obligaron a Miguel a suspender provisionalmente sus reflexiones.
El empresario se dirigió a la pista, y con él toda la compañía, incluidos los señores Finovitch. Ruddy entregó a Ninón el obsequio de sus compañeros; una soberbia capa roja que la amazona, aturdida, se colocó en los hombros, detalle que obligó al contable a abandonar definitivamente la taquilla, para llorar a placer, contemplando a su hija desde el pasillo central.
Terminados los aplausos, las jacas se retiraron al trote, seguidas por Ninón, la que volvió a la pista a saludar; al regreso, y después de entregar el látigo a uno de los mozos, se quedó al lado de Rubens.
La compañía también se retiró, excepto el ventrílocuo, que presentó al público sus díscolos colegiales, los cuales seguían fumando y mareándose. Miguel se reunió con Rubens y Ninón, y viendo que esta saboreaba un caramelo, él mascó irónicamente su chicle. Miguel se sentía azarado, y más incoherente que nunca. Estaba excitado. Cuando quería sufrir, estimaba molesto que los demás le impidieran hacerlo. Un tropel de imágenes y deseos se agolpaban en su cerebro. Por un momento, viendo la roja capa de Ninón, deseó que sí, que esta Correspondiera a las solicitaciones de Rubens. Luego pensó que a los veintiocho años él ya había redactado el Decálogo de los Pesimistas. De repente estuvo tentado de pellizcar las piernas del director de la orquesta, cuya altura, por la situación de este en el estrado, coincidía con la de la cabeza de Miguel. Por último, viendo al griego en los vestuarios preparando su tienda de campaña, pensó que sería hermoso instalarse con ella en algún lugar solitario, por ejemplo junto al mar, en unos acantilados a resguardo del viento, y allí dormir y fumar y escuchar el rumor de las aguas profundas.
Por más que ¿cabía más grande soledad que la suya? ¿Qué le ocurriría si, a imitación del griego, probara a impulsar un aro? Nunca jamás este penetraría en la tienda. Entonces recordó la promesa que en una ocasión le hizo a Jeanette de crear personalmente un número de circo, de adiestrarse en algún ejercicio, basado, precisamente, en sombreros de copa. No lo hizo. Siempre lo mismo. Hablaba —o mascaba chicle— y luego no lo hacía.
Por cierto, ¿por qué torturó a Jeanette diciéndole que los chicos del hotel se burlaban del sombrero de novio que él debía encargar a Viena? Era absolutamente falso. Nadie le dijo nada. Tampoco el yugoslavo aludió nunca a las fieras del sur de África y al cortejo. En realidad, la ingenuidad de Jeanette, su gran fantasía de tules y velos transparentes debió de conmoverle.
Rubens dijo sin mirarle:
—¿Qué esperas?
Miguel se dio cuenta de que el ventrílocuo ya no estaba en la pista; el respetable esperaba brazos cruzados o bostezando.
Maquinalmente se inclinó hacia adelante, a la manera de los atletas corredores, y se dirigió a la pista dando pequeños saltos sobre sus botines de charol. Una vez llegado descubrió con pánico que no recordaba a quién le tocaba salir.
—¡Respetable público!… —anunció, mirando al grupo que formaban Adán, Rubens y Ninón, como pidiéndoles un consejo. Por fortuna vislumbró, por entre los cortinajes, al contorsionista, preocupado en ceñirse su slip de vetas de leopardo—. ¡Van ustedes a admirar… —improvisó— a un hombre que se reduce a sí mismo a menos que cero!…
Rubens se volvió hacia Ninón y le dijo:
—Ha construido esta frase pensando en él.
El «Sansón» siguió derrumbándose en el interior de Miguel. Todos los esfuerzos realizados por el muchacho para detener el desamor que lo invadía fueron vanos. Y el recuerdo de lo que le ocurriera en París con la librería no hacía más que acrecentar la irremediable sensación de alejamiento que experimentaba.
La enfermedad del chino, progresivamente grave, añadía nuevos elementos de desolación. Imposible aplicar el entendimiento a detalles tan fútiles como la compra de un biberón para el señor Bresty. Otro amor le quitaba el sueño al empresario: el sentimiento de ser una mala persona.
Este sentimiento había empezado a obsesionarle. No precisamente pensando en Jeanette; al fin y al cabo la insustituible ausente no fue jamás un ángel, ni siquiera, a pesar de su garganta, un pájaro; ahí estaban, como botones de muestra, los perros lobos, la sesión benéfica de Múnich y el desaparecido crucifijo de marfil.
Lo revelador era la negra indiferencia que se apoderaba de él con frecuencia, durante la cual la lectura —era un ejemplo— de la esquela del contable no provocaría en sus pupilas la menor dilatación. Lo verdaderamente grave era lo de Rubens, la seguridad, ahora renacida, de que sentiría celos del pintor en el caso de que Ninón lo amase. Era necesario prescindir de los semejantes hasta un límite grotesco para estar dispuesto, por un placer mínimo y morboso, a privar a otro ser —que además era el mejor amigo— de la máxima y natural felicidad.
Miguel se convirtió en el más implacable juez de sí mismo. Cada uno de sus actos le suministraba materia de culpabilidad.
¿Por qué no había aceptado el caramelo de Rubens? ¿Cómo podía asegurar que el dueño del hotel de Viena se humedecía los labios? ¿Tenía perdón un ser humano que hacía el trayecto Budapest-Viena ida y vuelta en tren, sin parar mientes en sus compañeros de viaje? ¿Y el abandono de Ivonne? ¿Y monsieur Couré? ¿Y las ganas, cada vez más intensas, de pellizcar verdaderamente al director de la orquesta? Desde su más remota infancia —desde que le pegó a su madre en la cabeza con el arco del violonchelo— Miguel extraía pequeños y grandes pecados y los alineaba como a un ejército en la solitaria mesa de su despacho de empresario.
Este ejército, arrollador, le incitaba a llevar a cabo sorprendentes obras de bien: bruscos y regios donativos a personas desconocidas, reparto gratuito de entradas, y sobre todo incesantes visitas al chino enfermo. Raro era el día en que no acudía a la cabecera de su cama, mañana y tarde; acto de caridad que disimulaba pidiéndole cualquier consejo relativo al «Circo Sansón».
Una persona leía claramente en él; Rubens. Rubens le decía: «A ti lo que te pasa es que te has quedado sin mujer, y que además te estás quedando sin circo. Naturalmente, hay que llenar el estómago con algo.»
Otra persona leía claramente en Miguel: Ninón. La amazona sospechó del cansancio del muchacho el día en que le vio mascar chicle con exagerado brío. Sin embargo, no sintió piedad por él. Ninón lo hubiese amado —lo amó— siempre y cuando la noble entrada de Miguel en la jefatura del «Sansón» sacando el circo de su marasmo y elevando a los artistas a la categoría de hermanos no se hubiese visto truncada por posteriores torpezas. Ninón no le perdonaba ni que, al pronto, satisficiera las exageradas ansias de lujo de Jeanette, ni que más tarde la desamparara. Lo consideraba simplemente un frívolo vanidoso, un admirable frívolo, cuya principal cualidad era la imaginación, y cuyo peor defecto era la poca perseverancia. La amazona había decidido firmemente emanciparse de su influencia. Y lo estaba consiguiendo.
Miguel no apreciaba claramente las reacciones de Ninón. Admitía difícilmente que los seres y las cosas sufrían vitales transformaciones. Cuando de pronto descubría el hecho, este era ya irreparable.
Dos acontecimientos decidieron definitivamente del «Sansón»: una carta que Rubens recibió de su madre, y la muerte del chino.
Rubens recibió una carta de La Escala —Hungría, de nuevo sin la H— en la que la madre del pintor se lamentaba de su soledad. «Estoy sola, hijo. Y hace tanto tiempo… Y estás tan lejos…» La mujer añadía que las vecinas la querían mucho, que veía el mar, que olía el motor de las barcas, y que seguía yendo a misa todos los días, a las seis y media de la mañana. Pero que le pesaba la ausencia del hijo. «A veces veo la barca que fue de tu padre, y me extraña que no sea ahora tuya. Ahora le han puesto “Pedro”, en letras blancas. A mí me gustaba más “Salvador”, en letras azules».
El pintor leyó la carta en su habitación y se emocionó profundamente. Miró la esfera terrestre con la esperanza de que La Escala ocupara un buen pedazo de ella. Otras cartas semejantes había recibido sin reaccionar de ese modo. Aquella mañana resiguió uno por uno los rasgos de la letra de su madre, pareciéndole adivinar, sobre todo en las mayúsculas, síntomas de precipitada senectud.
«Hace tanto tiempo…» Rubens se acarició la barba con la mano. Tres años. Habían pasado tres años desde que tomó el tren para París. Realmente eran muchos para una mujer de la edad de su madre. Miró la fotografía de ella que siempre llevaba en la cartera, y se dijo: «Debo hacerle un retrato al óleo.»
Entonces pensó en el «Sansón», en la imposibilidad absoluta de que su complicada fábrica se pusiera de nuevo en marcha. Urgía abandonar Budapest. En la última función hubo un cuarto de entrada. ¿Adónde ir? El proyecto inicial fue Rumanía. Para levantar la caravana y emprender la aventura se precisaba de un entusiasmo parejo al que dominaba a Miguel al salir de Bélgica en dirección a Coblenza. Los artistas estaban inquietos, no les gustaba actuar sin público. Además, consideraban obvio que la razón de ser del circo era desplazarse. A Rumanía o a Polonia les daba igual. En cambio, Miguel ya no controlaba ni siquiera las recaudaciones.
Rubens decidió hablar con Miguel y, desde luego, con Ninón. Pese a las apariencias, el pintor estaba seguro de que la amazona no querría compartir su suerte. Sin embargo, siempre cabía una esperanza. La llamó con emoción. Le enseñó la carta de La Escala y le dijo: «El mejor cuadro que podría yo pintar sería el de tu perfil sobre un fondo de cielo mediterráneo, o sentada en esa barca que ahora se llama “Pedro”».
La amazona sonrió. Ella no seguiría nunca a un hombre de porvenir incierto. Además, para casarse era necesario amar. «Pero no te vayas, Rubens. Me dará mucha pena. Aunque comprendo muy bien lo de tu madre.»
Rubens empequeñeció los ojos, expresión que le era habitual cuando sufría. ¿Por qué serían tan escasas sus dotes de seducción? Todo su entusiasmo no había conseguido interesar a la amazona. Por fortuna, el argumento del porvenir incierto lo había indignado, y en ese nuevo sentimiento ahogó su decepción. En ese, y en el recuerdo del criterio que Miguel exponía siempre con respecto a Ninón: «Lo detestable de ella es la frialdad.»
Sí, era cierto: Ninón era un ser frío. ¡Cómo negarlo! Sin embargo, él la hubiese llevado consigo. Se consoló pensando que tal vez su inclinación fuese pura vanidad. «Es muy probable —se dijo—: Debe de ser vanidad.»
De todos modos, el fiasco era insoportable. No le quedaba otro remedio que despegar… ¡Y la vida era larga…!
El pintor visitó a Miguel, La escena fue brevísima.
—Me voy —le dijo sin preámbulos—. Me voy a La Escala.
Miguel disimuló su gran sorpresa.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
—Nada —contestó Rubens. Y al decir esto enseñó a Miguel el sobre de la carta de su madre.
La expresión de Miguel ante la posibilidad de perder a Rubens denotó un tal desamparo, que el pintor casi se rio. ¡Ah, el empresario era hombre múltiple, capaz de lo peor y de lo mejor! Rubens vio un mapa extendido sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Miguel contestó:
—El mapa de Rumanía.
El detalle, de apariencia nimia, hizo sufrir a Rubens, pues denotaba hasta qué punto Miguel se veía obligado a fingir consigo mismo, a prolongar a tientas la extravagante situación en que el circo se encontraba.
Después de un concentrado silencio, durante el cual le pareció que abarcaba y comprometía su porvenir, Rubens le dijo a su amigo, en tanto se acercaba con lentitud a la puerta:
—Si decidieras… venirte conmigo, mi madre estaría encantada.
El segundo acontecimiento decisivo para el «Sansón» lo constituyó la muerte del chino. Miguel se encontraba en su despacho escribiendo maquinalmente, en el dorso de una hoja de impuestos, «madre encantada, madre encantada», cuando Ruddy llamó a la puerta y le comunicó la noticia.
El empresario se levantó en el acto. La guitarra le pareció un objeto frívolo y la encerró en el estuche. Se despojó rápidamente del frac, se vistió con el traje de calle, y, acompañado por Ruddy, se dirigió a la fonda, después de ordenar al padre de Ninón que colgara un letrero en la taquilla diciendo: «Hoy no hay función». Dudó entre añadir una de las dos fórmulas: «… por muerte del chino», «… por muerte del director técnico». Ninguna de las dos le convenció y dejó escueto el primer texto.
La fonda estaba cerca, de modo que fueron a ella andando. Según Ruddy, todo ocurrió en un instante. El chino dio un grito inenarrable, un alarido compensador de los larguísimos silencios que guardó durante años mientras elaboraba sus zapatillas de artesanía, y se quedó inmóvil. Cuando sus hijos acudieron a su lado, su rostro daba la impresión de llevar allí dos siglos.
Miguel atacó la escalera, estrecha y mareante, parecida a la del hotel de París que Jeanette ocupó. Los peldaños crujían más que nunca, oponiendo resistencia a quien quisiera subir. La puerta de la fonda estaba abierta. El olor de los pasillos era el de siempre; pero se oían sollozos y la voz del dueño del establecimiento, quien, de visible mal humor, hablaba por teléfono con alguien. «Conforme, —decía—. Muy bien, doctor.»
La familia china, al ver al empresario, se apartó para cederle paso, lo cual Miguel estimó excesivo. Llegó a la cabecera de la cama. El director técnico tenía las manos fuera de las sábanas, cruzadas sobre el vientre. A Miguel le extrañó que de esas manos no brotara un crucifijo o unos rosarios. Ahora le hubiera sido útil el de marfil…
La cabeza, realmente impresionante. Oculto el resto del cuerpo, la cabeza parecía enorme. Ancha frente, párpados dulces. El bigote, lacio. Todos los rasgos cayéndose para abajo, formando como una escala descendente de acentos circunflejos.
Miguel sintió que los ojos se le humedecían. Evocó la figura del chino en el restaurante «Shanghai» defendiendo la superioridad de la cocina oriental. No se atrevía a inclinarse sobre él apoyando las manos en el borde del lecho. Tampoco juzgaba adecuado permanecer en pie, cruzado de brazos. Finalmente incrustó sus manos en los costados e inclinó la cabeza.
Entonces pensó que ese gesto de inclinar la cabeza fue el empírico, el más infinitamente repetido por el director técnico. ¿Cuántas veces lo haría en vida? ¡Y con qué arte! El mismo que desplegaba para desaparecer, para retirarse a tiempo… De esto último acababa de dar una prueba suprema.
Miguel rezó un padrenuestro —sorprendente la autenticidad de las palabras de la oración—, y luego, a escondidas, rodó la vista por el cuarto. ¡Conmovedora desnudez! Sobre la mesita de noche, frascos de farmacia, un retrato de mujer —todo el mundo tenía un retrato de mujer—, y un papel enrollado, con aspecto de mapa. Miguel se preguntó si no sería el mapa de Rumanía y, por si lo fuera, miró con ternura la frente del chino.
Imposible aquilatar allí la importancia del suceso. El bulto del cuerpo muerto le parecía ahora más raquítico que cuando entró. Miguel pensaba: «Ahora sí podría ese hombre darme consejos.» Su mecanismo había fallado inapelablemente.
Ruddy le habló al oído: el doctor acababa de llegar. El empresario hizo un esfuerzo y regresó a los detalles inevitables.
Certificado, gestiones en la funeraria, encargo de coronas —acaso Ninón mandara sus flores del día del homenaje— y entierro.
Todo se hizo con rapidez, con abrumadora rapidez. Porque, a las pocas horas, el raquítico cuerpo empezó a exhalar un hedor insoportable, a pesar de lo cual Miguel y Rubens se empeñaron en quedarse para, junto con la familia, velar el cadáver.
Todos los artistas fueron desfilando, hasta que, a medianoche, quedaron solos los chinos, el empresario y el pintor. Los chinos permanecieron inmóviles, sollozando de vez en cuando. El empresario, en el transcurso de la noche, pensó en la muerte, dio cabezadas, recordó a su madre, miró infinidad de veces, con disimulo, al papel enrollado, tratando de comprobar si era o no era el mapa de Rumanía. «Tal vez sea —pensaba—, el de la eternidad…»
En cuanto al pintor, sin reparos, descaradamente, sacó una serie de apuntes del muerto y de la familia, y sorbió copiosos tragos de coñac.
De madrugada, el hijo mayor cerró los postigos y quemó incienso. Luego colocó en la cama gran cantidad de figuritas de papel, simbolizando sin duda todo aquello que el difunto pudiese necesitar en el otro mundo: vestidos, criados, caballos…
Reabiertos los postigos, se vio que luciría el sol. Pronto llegaron los empleados de la funeraria y se inició la ceremonia del acompañamiento del cadáver.
La comitiva se puso en marcha a las nueve. Acudió el «Sansón» en pleno, y, casi entero, el «Dolly», en bella demostración de solidaridad. El alemán apoplético formó en la presidencia, al lado de Miguel y de los familiares varones. Miguel estuvo pensando que al «Dolly» le había tocado en suerte participar en un cortejo que no era precisamente nupcial.
Llegados al cementerio, el muchacho contó los entierros que había presidido: eran tres. Primero fue el de su madre, en la aldea de Tipperary; el segundo, el de madame Piffard, en París. ¿Cuál sería el cuarto? Sin duda ninguna, el del «Sansón».
La despedida en el camposanto fue triste. El sol, vengándose de su prolongada ausencia, infundió a las siluetas un relieve exagerado, El féretro, teatralmente negro sobre la tierra reverberante, parecía un error, y las iniciales y los años del chino devolvían los rayos quebrados en partículas diminutas.
El regreso al «Sansón» tuvo otro color. Los artistas habían ya olvidado… Alguien aseguró que la familia llevaría luto blanco por espacio de veintisiete meses. Todo el mundo consideró que el plazo era excesivo.
Los únicos que no acompañaron al chino fueron el prestidigitador y su esposa. Miguel expresó su extrañeza. Entonces el contador le dijo: «No le extrañe a usted. La mujer está en la clínica a punto de dar a luz.»