TERMINADA LA ESCENA, los acontecimientos se precipitaron. En primer lugar, el propio Miguel, al salir del camerino de Jeanette, sintió las náuseas propias del caso. Comprendió que estaba levantando un edificio, negro por dentro, que no conducía a ninguna parte y cuyos cuatro altísimos muros, sin previo aviso, en cualquier momento podían desplomarse aplastándolo en el centro; aplastándolo a él y a su nupcial sombrero de copa.
Todo aquello resistía aún porque el carnaval de las ideas desconcertaba en grado superlativo a un ser primario como Jeanette; sin embargo, esta había sido ya herida. El mismo instinto que, de niña, la guiaba para silbar en un café y no en otro, y para elegir, en pleno descampado, tal camino y no otro, al término del cual ella y su padre habían de conseguir un poco de comida, la guiaría ahora. De pronto se daría cuenta, con la claridad del relámpago, de que era objeto de una burla feroz, y entonces sus uñas se afilarían como los puñales del señor Finovitch.
Miguel recordó unas palabras de su madre: «todo pasa a ser simple tema y uno acaba viviendo de anécdotas». Era cierto. La dureza de su corazón le dolió justo el tiempo necesario para respirar hondo y cruzar la pista; salvado el vestíbulo del «Sansón» y ganada la plaza libre, donde una fila de coches de alquiler esperaba, fue fiel a la acusación de Rubens, y dijo: «¡Fuera!» Y levantó el brazo, con naturalidad de hombre habituado a ello, satisfecho de comprobar que el taxista situado en cabeza abría la portezuela trasera y se quitaba respetuosamente la gorra.
Dio al conductor las señas de los señores Finovitch. Allí verificó que ya la señora se había recobrado, y entonces, decidido a no llegar al hotel antes que Jeanette, pensó que lo más cuerdo sería visitar inmediatamente a Rubens.
El pintor, que dormía desnudo, se puso el chaleco del pijama y dijo: «Dame un pitillo». Tenía la lámpara de la mesilla de noche conectada con la esfera, de modo que, al encenderse aquella, esta se encendió; lo que incitó a Miguel a hacerla girar, movimiento que le recordó el pánico de su niñez cuando, en la clase de Geografía, identificó el globo terráqueo con su cráneo.
Miguel describió al pintor la escena que acababa de tener lugar en el camerino. Rubens, después de oírla, estimó tarea inútil —y así se lo advirtió a Miguel— repetir hasta qué punto el problema era insoluble, y su creador, un insensato. «Más te hubiera valido interesarte por la política mundial, la ciencia y la técnica.» Finalmente opinó que lo menos suicida sería sincerarse cuanto antes con Jeanette.
Miguel alegó, en contra de tal teoría, la posibilidad de que Jeanette cometiese una barbaridad… Rubens afirmó con decisión que la sangre no llegaría al rio, porque Jeanette, en el fondo, sabía que en cuanto quisiera se le abrirían otras puertas.
Este argumento encolerizó a Miguel, quien se permitió el lujo de sentir celos. ¿Qué puertas? ¿Dónde estaban? No se atrevió a formular en palabras estos pensamientos; pero declaró a Rubens que, cerrada la primera experiencia, lo tenía por mejor pintor que profeta, lo cual lo absolvía de fiarse incondicionalmente de sus vaticinios.
—Tal vez tengas razón —comentó Rubens, molesto—. Pero en este caso no sé por qué diablos has venido a despertarme.
Miguel entonces estuvo a punto de rogarle que, al igual que hizo con Ivonne, se encargara de llevarle un mensaje a Jeanette; un mensaje y un cheque… Pero al darse cuenta de que ello significaría la pérdida definitiva de la muchacha —problema que por primera vez se planteaba y que lo desconcertó— se contuvo, y al poco rato se levantó y se puso el sombrero, dispuesto a despedirse de Rubens sin tomar tampoco ninguna determinación. Por su parte, el pintor, al advertir que Miguel se dirigía a la puerta, tiró la colilla a sus pies, en gesto de ambiguo simbolismo, y le dijo:
—Cabe otra solución: casarte de veras con Jeanette…
Entonces Miguel retiró su pie que, ya levantado, se disponía a aplastar la colilla, y calándose el sombrero hasta las cejas abandonó la habitación.
Al llegar al hotel encontró a la muchacha acostada, cerrados los ojos e inmóvil. Miguel pudo, impunemente, considerarla dormida, lo cual le alegró. Se desnudó con un cuidado extremo, realizando luego la hazaña de introducirse en el lecho sin que este crujiese.
Miguel no se equivocó al suponer que el instinto de Jeanette se pondría en movimiento. De modo que, en realidad, quien precipitó los acontecimientos fue ella, y no él. A la mañana siguiente, la muchacha, después de mandar recado —¡fatal destino!— a Rubens para que este la esperara, salió del hotel y se dirigió a la fonda del pintor, entrando en su cuarto presa de dolorosa agitación.
Jeanette le comunicó a Rubens que apenas Miguel hubo traspuesto el umbral del camerino, ella tuvo la impresión de que aquel gran discurso encerraba un escarnio más grande aún. Vencida la sorpresa inicial, las palabras del muchacho le dejaron en el alma un sabor como de excusa miserable; Jeanette, entonces, instó al pintor a que, por sangrante que fuera, le diera a conocer la verdad, verdad que prefería mil veces a la humillación que todo aquello significaba.
Rubens llevaba un batín largo, y absurdas pantuflas de invierno. Por fidelidad hacia su amigo y mecenas, resistió el asedio de la muchacha una buena media hora. Negó la miseria de la excusa dada por Miguel. Reiteró la indiscutible imprudencia que cometió Jeanette al exteriorizar tan ruidosamente sus proyectos de boda. Sin embargo, en un momento determinado, al oír de boca de la muchacha: «Pintor de la Carne, ignoro por qué motivos hoy te has aliado con el más fuerte…», Rubens se levantó, tiró al suelo el mechero de yesca con el que se disponía a encender su cuarto pitillo consecutivo, y barbotó: «¡Pues sí…, basta! ¡Tienes razón! Miguel está jugando contigo una farsa indigna»; palabras que, sueltas y sin más, por sí solas, convirtieron el dinámico corazón de Jeanette en un pequeño ataúd, en el interior del cual ya nada viviría excepto el gusano de la venganza.
Miguel, que en aquellos momentos se estaba duchando en el hotel, no podía prever que a medio kilómetro escaso se estuvieran produciendo tales acontecimientos; acontecimientos que habían de traer consigo el derrumbamiento del edificio, negro por dentro, levantado por él.
En efecto, Jeanette, después de un largo y crispador silencio durante el cual permaneció con la cabeza baja, pidió al pintor más detalles; y Rubens se los dio haciéndole una completa exposición de los hechos que culminaron en la recentísima visita que Miguel le había hecho.
Jeanette no contestó. Se levantó y abandonó la habitación, pisando, sin saberlo, la colilla de la víspera; luego, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, bajó la escalera y salió a la calle, acertando, como siempre, el hueco exacto de la puerta giratoria.
Los calendarios de Budapest y el cielo y los árboles marcaban mayo. Así, pues, el sol arrancó llamaradas de la roja cabellera de la muchacha y reflejos de la puntera de sus zapatos. Jeanette no comprendía que todo aquello fuese posible: que Miguel hubiese podido, sin morirse, llevar su crueldad a tal extremo.
Con una sensación de fatiga que ni siquiera el odio conseguía superar, echó a andar. Un alto camión la obligó a levantar la cabeza, y entonces vio, a lo lejos, el campanario de la parroquia de San Matías. Bajó la vista de nuevo, acercándose poco a poco al Puente de las Cadenas, en el que por fin penetró por entre los dos leones —más fieros que los del «Dolly»— que custodiaban su entrada.
Llegada al centro del puente, Jeanette se detuvo. La muchacha sabía que al otro lado de la barandilla, bajo los arcos, pasaba rumoroso el lecho en el que van a descansar las mujeres befadas y vencidas. Sabía que el Danubio podía significar, para su cuerpo, lo contrario que la red protectora del «Sansón»; que el agua mataba menos dolorosamente que el fuego; no obstante, pasado un minuto de suprema concentración, reemprendió la marcha sin haber mirado siquiera al río. La idea de la venganza la nutría subterráneamente, y también la idea de que tal sacrificio resultaría excesivamente cómodo para Miguel.
Su victoria sobre el obscuro deseo nacido en ella al llegar al centro del puente mudó su estado de ánimo. El esfuerzo movilizó su sangre. Aceleró el paso —captaba fugitivamente la insultante alegría primaveral de los transeúntes—; lo aceleró primero muy poco a poco; luego, progresivamente, con más rapidez. Hasta que, de pronto, sorprendida, puesto que se imaginaba encontrarse aún muy lejos, divisó al fondo la fachada del hotel, en el centro de la cual se abría con generosidad el balcón de su cuarto.
Antes de llegar debía cruzar una plaza cuyo eje lo constituía una fuente dramática, pues quienes escupían el agua eran tres enormes lagartos. Alrededor de esta fuente el piso resbalaba a consecuencia del musgo. Todo el mundo eludía el redondel, por el musgo y por los lagartos. Jeanette penetró en él como si llevase alas o esquíes y siguió adelante imperturbable, notando que el bolso iba chocando contra su costado y no haciendo tampoco nada para evitarlo.
Apenas llegada al vestíbulo del hotel vio que la llave de la habitación pendía en el casillero. Ello significaba que Miguel había salido. Tanto mejor. O quizá daba lo mismo. En realidad comprendía que, de allí en adelante, primero sería el acto y luego la reflexión. Su inmensa pena, ahogando a la voluntad, la conduciría fatalmente al destino que le estuviese reservado. Entró en el ascensor y sufrió un breve desfallecimiento. Cuando aquel empezó a subir se recobró y resiguió la hilera de botones empezando por el de abajo. El más alto decía; «sexto piso». Hubiese deseado que la hilera continuara ascendiendo, ascendiendo, hasta llegar a un botón que dijese «cielo»; botón que, sin ninguna duda, ella hubiese pulsado.
El ascensor paró bruscamente, y luego, con dulzura, se alzó todavía un poco más. Había llegado. Salió al pasillo y abrió su cuarto. La limpieza estaba hecha —todo en su lugar, quieto y ordenado, la cama con sábanas limpias—, y aquello la enfureció. Parecióle imposible que el mundo, y las camareras del hotel, no comprendieran que no cabía orden para ella; que lo que ella necesitaba era mezclar caóticamente los elementos de espacio, armarios, tocador, maletas, tiempo, para que el espíritu de las cosas, ya que no el de la vida, conjugara un poco con el suyo propio, el cual también andaba chocando, como el bolso, contra su costado más débil, que era el del corazón.
Presidía la habitación una lámpara blanquísima que derramaba abundantes lágrimas de cristal. Jeanette se apartó, presa de un miedo repentino a que la cuerda cediese y el grueso de las lágrimas le aplastara la cabeza. Entonces advirtió que en todas partes había fotografías suyas de la época fotográfica de París, cada cual en distinto marco —metálico, de cuero, de madera— y cada una con distinta expresión. En todas ellas estaba mucho más joven, pero el momento no era como para coquetear. El momento era a propósito para acercarse a la única fotografía de Miguel que figuraba en la estancia —en la mesilla de noche— y tirarla al suelo y pisotearla sintiendo crujir el vidrio bajo el martilleante tacón, con sonoridad semejante a la de los granos de café o a la de los huesos al ser molidos, y luego empujar los residuos hacia el rincón del lavabo.
Jeanette lo hizo así, con rabia creciente, pensando luego que tal vez hubiera debido tirar imagen y marco por el balcón. Se restregó las manos, aun cuando no hubiesen tenido participación ninguna en la rotura, y acto seguido se dirigió al armario de luna y lo abrió de par en par. La visión de los trajes de Miguel, todos cansados y adaptados a la forma de su cuerpo; del sombrero hongo que utilizaba en el circo en las grandes solemnidades; de sus corbatas alineadas como lenguas; de su paraguas inglés y de un bastón con puño de bronce que le ofrecieron en Múnich; las camisas y los pañuelos; los calcetines, plegados a la manera de las pelotas de trapo de los niños; los gemelos, ¡la guitarra!, todo el copioso ajuar personal de Miguel le produjo una insoportable impresión de feria de vanidades. De cada prenda emanaba —así le pareció a Jeanette en los tres segundos que dedicó a su contemplación— un vaho de vanidad, de falsedad refinada. ¡Especialmente los zapatos! Los zapatos, bruñidos, alineados lo mismo que las corbatas, con las punteras agresivamente dirigidas a las espinillas de Jeanette… La muchacha se disponía a descolgar sus vestidos, que ocupaban enteramente el cuerpo izquierdo del armario, cuando apercibió asomando por un cajoncito entreabierto los pijamas de Miguel… Con la rodilla cerró el cajoncito, convencida de que lo cerraba para siempre. E inmediatamente arrambló con todo cuanto le pertenecía. En el armario, excepto el abrigo de pieles, no guardaba sino lo propio de la estación y prendas menores —¡ah, el tenso cinturón de goma, las blusas negras y rojas, los pañuelos para la cabeza!— amén de una colección de casquetes, uno de los cuales, pequeñísimo, en forma de seno artificial, usaba siempre para jugar a la ruleta. Lo demás yacía ya en los baúles, baúles intuitivamente superpuestos, desde el primer día, al lado de la puerta… Jeanette introdujo en las maletas con precipitación todo aquel oleaje, además de los zapatos y zapatillas, ¡del maillot dorado! —el otro, el de las estrellas plateadas, quedó en el camerino— y de un cartel enrollado, dibujo de Rubens, propaganda del «Sansón».
En un cuarto de hora escaso vació la estancia de todo cuanto afectara a su ser corporal. Un momento deseó que también su alma, ya que no el retrato de Miguel, saliera por el balcón; luego juzgó preferible lo contrario: que la parte de ella que contuviera el ataúd con el gusano dentro permaneciera allí, al acecho, escondida en la almohada, o en el sombrero hongo o en lo alto del armario, para que Miguel al respirar notara su desasosegadora presencia, obligándole a aflojarse el nudo de la corbata de turno.
Jeanette se llevó las joyas, y en el último momento, viendo un pequeño crucifijo de marfil —el único objeto comprado por Miguel a los anticuarios después de que Rubens le advirtiera—, también lo llevó consigo, porque le pareció excesivo dejarlo en poder de un hombre que crucificaba al prójimo.
La tensión de Jeanette era tal, y tanta su necesidad de abandonar aquella habitación, que no llevó a cabo, como hubiese podido esperarse de ella en otras circunstancias, nada espectacular. Se limitó a dar orden por teléfono de que bajaran inmediatamente todo mi equipaje, y a llamar a la camarera pata entregarle, con destino a todo el personal que había estado a su servicio, una propina digna de la emperatriz —de la exemperatriz; la actual sería Ninón— del «Circo Sansón».
Luego bajó las escaleras corriendo. Habló con el conserje. El conserje repitió por cuatro veces consecutivas: «Sí, señora», y Jeanette desapareció.
Hasta la hora de almorzar no se enteró Miguel de lo sucedido. Había dedicado la mañana a resolver asuntos pendientes del circo —los chiquillos ladronzuelos volvían a las andadas— y a conversar con el propietario del «Dolly», hombre experimentado, quien le confesó que prefería los números de animales porque estos le traían menos complicaciones que los artistas.
A la hora del almuerzo regresó al hotel, y entonces el conserje le dio el recado: Jeanette se había ido. Miguel se quedó inmóvil… Disimuló, y pidió la llave. En el ascensor resiguió la hilera de botones empezando por el de arriba. Casi hubiese deseado que la hilera bajara más aún, que siguiera bajando hasta alcanzar una región donde él ocultar su gran vergüenza.
Arriba, salió del ascensor y se dirigió a su habitación. Abrió la puerta y luego cerró por dentro. Sus ojos rodaron a lo largo y a lo ancho. Increíble la inmensidad del cuarto privado de los baúles, de las fotografías de Jeanette. Miguel sintió al pronto como una liberación. Tenía ganas de suspirar hondamente; sin embargo, la liberación no era alegre. ¿Por qué? Lucharía contra cualquier clase de nostalgia… ¡Jeanette pudo cerrar el armario y recoger las varias corbatas que se habían deslizado del colgador!
¡Libre!… Miguel se encalabrinó. Alineó en su cerebro los hechos determinantes de la distancia espiritual que lo separaba de Jeanette. «Son muchos —se dijo—, y muy graves. Entendiendo por espíritu —añadió— todo acto pensante. ¡No, no! —rectificó—. Incluso la manera de usar del cepillo de los dientes…»
Luego, el armario abierto le proporcionó nuevos pretextos. ¡Ah, las mujeres! Jeanette se había olvidado un cinturón; pero no había olvidado el abrigo, ni las joyas… ¡ni tampoco el crucifijo! ¿Dónde estaba? Esto último lo desconcertó. Se dedicó a buscar por todas partes el crucifijo de marfil: debajo de la almohada, en el interior del sombrero hongo, en lo alto del armario… Por fin se dio cuenta de que buscaba a Aquel cuyo nombre no se atrevió a pronunciar en el templo, y al instante dio por terminadas sus pesquisas. Entonces, molesto, miró al suelo y vio, en el rincón del lavabo, su propia fotografía pisoteada.
Todo aquello era lógico; sin embargo, se consideraba herido. Lógico que Jeanette triturara su estampa; pero era humillante que se hubiese sentido capaz de vivir sin él. ¿Y si hubiera cometido una barbaridad? Rubens era mejor pintor que profeta… El pensamiento le paralizó el corazón. Súbitamente descompuesto llamó por teléfono al conserje y este le dio un detalle tranquilizador: Jeanette encargó que llevaran su equipaje a la estación, ruta Viena.
Miguel colgó el aparato y repitió, absorto: «¡Viena!» ¿Estarían en Viena las otras puertas de que Rubens habló? Sin embargo, Jeanette lo amaba hasta el punto de dejarse atar a un madero. ¿Podía un ser amar hasta ese extremo y buscar otras puertas? Sí, por despecho; eso es. «Por despecho», repitió Miguel, fuera de sí, pues no podía dar un paso sin sentir que pedazos de vidrio crujieran bajo la presión de sus zapatos.
Miguel notó que su sombrero, desplazado al rozar la pared en el momento de llamar por teléfono, estaba a punto de caérsele. Se sostenía en el borde de la oreja derecha. No hizo nada para devolverlo a su sitio y la prenda cayó. Se cayó a sus pies; entonces, de un patadón la mandó sobre la cama, exactamente al centro, donde se inmovilizó boca arriba, al igual que los sombreros de los mendigos.
El muchacho leyó en cada milímetro de pared, en la lámpara blanquísima e incluso en la tubería del lavabo la palabra «Rubens». Rubens acertó al llamarlo egoísta, malabarista que no quería sufrir, que barría todo cuanto fuera incomodidad u obstáculo. En cuanto Jeanette supuso para él un deber, implicó una correspondencia responsable, dio marcha atrás, asistió impávido a la tragedia de sus ojos suplicantes, y pensó en enviarle un mensaje y un cheque; lo mismo que con Ivonne. ¿Hombre de posguerra? ¿Nacido a caballo de dos fronteras? Tal vez fuese simplemente cansancio. ¡Por otra parte, Jeanette pudo haber aprendido a dialogar con trascendencia, y a recoger del suelo las corbatas que se caían!
Miguel pensó en la conveniencia de trasladarse a otro hotel, puesto que allí el alma de Jeanette estaría presente sin ninguna duda; luego pensó que podía cambiar de hotel, pero guardando de todos modos aquella habitación. ¡El balcón era tan hermoso…!
En una de sus maletas leyó: «Viena». ¡Santo Dios!… Evocó la ciudad, la figura de Ninón, la de los instructores caballistas, la de los barbudos y viejos militares, la del dueño del hotel en que se hospedaron, hombre que se humedecía los labios cada vez que Jeanette pasaba… De pronto, el rostro de ese hombre se le apareció grandioso, ocupando la maleta e incluso toda la habitación. ¿Y si Jeanette aceptaba? Su nerviosismo crecía por momentos, pues apenas se movía, los vidrios crepitaban bajo la presión de sus zapatos.
Durante quince días, el corazón de Miguel latió a ritmo sincopado. Se movía por chispazos. Cuando Rubens se confesó responsable de haber contado la verdad a Jeanette, alegando que la muchacha le había disparado una frase relativa a los seres fuertes que le produjo una conmoción muy intensa, Miguel llamó al pintor «pirotécnico de las desgracias»; pero, acto seguido, comprendiendo que la frase era injusta y que más le valía conservar la amistad con Rubens, rectificó y dijo: «No hagas caso. Nunca tuve mejor amigo que tú.»
La familia que el «Circo Sansón» formaba, los artistas, vivían al minuto la angustia de Miguel. Nada que afectase a su empresario les era indiferente. Circulaban mil rumores justificativos de la marcha de Jeanette. Y aunque la muchacha últimamente se había ganado en buena lid a sus compañeros —primero con su felicidad prenupcial, y más tarde con su gesto en la velada de homenaje— las versiones más bien favorecían a Miguel. El griego, hombre fantasioso, aseguraba que este la había puesto bonitamente de patitas en la calle. «Lo estaba arruinando», sentenció. Y al decir esto miró al contador, como esperando una confirmación; pero el padre de la amazona se calló. Sin embargo, nadie se atrevía a mencionar tan sólo el nombre de Jeanette delante de Miguel; nadie, excepto el señor Finovitch, el portugués y Ninón. Y todos lamentaban su ausencia; con la salvedad de los chinos, los cuales, siempre a lo suyo, se habían posesionado sin escrúpulos del camerino de Jeanette, situado a trasmano del hedor que despedían los elefantes, los monos y los caballos.
Ninón había adoptado un aire entre acusador y satisfecho que lastimaba a Miguel. Siempre jugueteaba con Adán, quien no cejaba de preguntar cuándo regresaría Jeanette. Por su parte, el señor Finovitch, que en el fondo tenía a Miguel en mucha estima, creyó deber de cortesía demostrar que se interesaba por sus asuntos. «¿Y la señorita Jeanette?», preguntó con su clásica incapacidad para, fuera de la pista, matizar. Miguel miró a las katiuskas del ruso y contestó: «Cosas de la vida.» El portugués, en cambio, fue más escueto y práctico. «Joven —le dijo al muchacho—, cuando quiera, puede usted llevarse mi gramola.»
La hora más difícil para Miguel era, sin ninguna duda, el término de la sesión nocturna, pues ahora Rubens había conseguido que la amazona lo acompañase a algún club a bailar o simplemente a conversar; el más penoso lugar, el Puente de las Cadenas, bajo cuyas arcadas se deslizaba el caudaloso río.
Hora y lugar difíciles a causa de la soledad. Miguel salía del circo siempre el último, y siempre —voluntariamente— solo. La cálida noche se extendía alrededor suyo; pero él no se sentía en paz consigo mismo y de preferencia elegía las sombras.
Andando, andando, siempre se encontraba, lo mismo que Jeanette, en el rio, el cual avivaba sus recuerdos como si prominente de lejanas orillas los trajera consigo. Miguel se paraba y miraba el Danubio, el hondo Danubio infatigable, de cuyas aguas, al igual que de los faroles que en ellas se quebraban, ascendían oleadas de incoherentes pensamientos.
Miguel pensaba en la mujer del prestidigitador, que iba a tener un hijo. ¿Por qué no tenía él un hijo? «Porque hay que merecerlo», se contestaba. Sin embargo, millones de hijos nacían de padres que no eran mejores que él. Entonces recordaba a su padre y lamentaba no haber crecido a su lado, «Tal vez mi piel hubiese sido otra», se decía. Su padre, ¿habría comprendido a Jeanette? Luego pensaba en Ninón. ¿Por qué, si lo quería a él, salía con Rubens? La amazona tenía un sentido estricto de la justicia y probablemente no le perdonaba lo ocurrido con Jeanette. ¿Y la técnica? Era cierto que ocupaba una plaza importante en el mundo, que se introducía en las realidades cotidianas. El propietario del «Dolly» opinaba que la técnica, al crear nuevos espectáculos, acabaría con el circo. Sin embargo existían en la tierra cosas con las que era imposible acabar; cosas eternas: los hijos, el Danubio, el sentido de la justicia… y los confesionarios. Sí, Jeanette tenía el proyecto de confesarse la víspera de la boda… Miguel recordaba que la muchacha se lo comunicó aquella mañana en la cama, y que luego Rubens se lo confirmó. Jeanette estaba absolutamente decidida a ello, si bien añadió que le costaría mucho resistir a la tentación de soplar en la reja o de hacer «¡uh!», sabiendo que al otro lado el sacerdote había aplicado la oreja. Como fuere, los confesionarios guardaban en su obscura entraña algo eterno, puesto que incluso personas como Jeanette un día se caían a sus pies. ¿Y él? ¡Cuántos años sin confesarse!… ¡Cuántos circos, además del «Sansón» y del «Dolly», se habrían alzado en Budapest desde que él se confesó por última vez! El señor Nolan, en una carta, le hablaba de la paz que inundaba luego el alma; y el propio Rubens llevaba una medallita cosida al pantalón —se la cosió su madre, la mujer de falda negra y manos en el ombligo—. Sin embargo, he aquí que ahora, por pura fatalidad, Jeanette, precisamente Jeanette, se le había llevado el crucifijo.
La noche era, sí, la hora más difícil. Miguel no había abandonado la habitación de las grandes lágrimas de cristal, porque después de pensarlo bien le pareció que hacerlo sería una chiquillada. La conservó, por dos razones. Primera, porque ahora le gustaba sufrir; segunda, porque acababa de enriquecerla con un objeto que lo eximía de perseguir en otro lugar emociones fuertes: la gramola portátil que le ofreciera el portugués.
El aparato en sí no significaba otra cosa que un viejo triunfo de la técnica que se filtraba en las realidades cotidianas; ahora bien, Miguel guardaba en el armario dos discos que escaparon a la razzia de Jeanette: el de su propia voz y el de la voz de la muchacha.
Esta fue la nueva tortura de Miguel. Sabía que estaba en su mano hacer brotar del aire la voz de Jeanette y, sin embargo, no se atrevía a hacerlo. Llevaba catorce días colocando el disco en la gramola y suspendiendo sobre él la aguja milagrosa; en última instancia siempre retrocedía porque le daba miedo.
Hasta que una noche, acaso porque el Danubio se había mostrado escasamente generoso, llegó al hotel dispuesto a crear la sutil resurrección. Y así lo hizo, apenas hubo proyectado el sombrero en dirección a la maleta que decía «Viena», sobre la cual aquel se sentó.
El instante en que el disco comenzó a rodar y la aguja a extraer de él, de sus negras arrugas, la mismísima garganta de Jeanette, latente allí como las raíces en los surcos de la tierra, constituyó para Miguel un choque emocional sólo comparable al que, de tarde en tarde, le producía la súbita y fugaz captación de la templada voz de su madre, captación que registraba su memoria.
Lo primero que el disco vertía era la gran risa de Jeanette. Su gran carcajada de mujer hermosa y halagada, la risa de la ¡sin par Jeanette! Luego venía un paréntesis, con dos ruiditos cortos que debían de ser dos besos; y luego la muchacha contaba que tenía al lado a un hombre alto, guapo, de ojos negros porque descendía de españoles; un hombre galante que de ser sorteado en una feria armaría… ¡bueno!, no precisaba el qué. Luego se oía un tintinear de brazaletes. Luego, otra carcajada, y finalmente, Jeanette gritaba: «¡Y ahora, adiós…!»
¡Adiós!… Ahora, ¡adiós!… Miguel, perplejo, sentado en el borde de la cama con los pies en el suelo, separados, encuadrando a la gramola, transcurrido un minuto aplicó de nuevo la aguja al último trozo del disco: tintinear de brazaletes, carcajada. «¡Y ahora, adiós…!»
El adiós, la voz de Jeanette, honda y persuasiva, se clavó en su corazón. De nuevo recordó a los barbudos militares de Viena, al dueño del «Hotel Inglaterra», el que se humedecía los labios. ¿Qué le habría ocurrido a Jeanette? ¿Dónde se habría instalado? ¿Y el dinero? ¿Se habría llevado bastante? ¿Y si Rubens se equivocó?
En aquel instante comprendió que le sería totalmente imposible permanecer un día más en Budapest sin saber algo de Jeanette. Comprendió que debía tomar el primer tren que condujese a Viena y allí emprender la búsqueda de la muchacha y no parar hasta localizarla.
Fue, este proyecto, un proyecto que llevó a la práctica inmediatamente: apenas el conserje del hotel le informó del horario del primer tren. Miguel tomó la maleta pequeña con lo más indispensable —se preguntó si debía llevar el cinturón de Jeanette; por fin decidió dejarlo— y partió para Viena, dejando el «Sansón» en manos del chino, del contador y de Rubens, a quien telefoneó contándole la verdad.
Apenas colgado el aparato, el pintor abrió los brazos en ademán desolado y barbotó: «¡Está loco!» Pero en el acto deseó vivamente que la locura de Miguel obrase el milagro de recuperar de alguna manera a Jeanette, pues deseaba verla y pegarle una azotaina por haberse marchado sin notificárselo, sin despedirse de él.
No obstante, el milagro no se produjo. Miguel fracasó. Nadie, en Viena, supo darle razón del paradero de Jeanette. Donde estuvo emplazado el «Sansón» había otro circo, el «Circo Europa». El empresario dijo: «¡Qué más quisiera yo que tener a Jeanette en mi programa!» En la Escuela de Equitación se acordaban de ella vagamente; ellos recordaban a Ninón y a un pintor bajo y regordete. Los militares, ¿dónde estaban? ¿Los habría soñado? El dueño del hotel movió la cabeza de izquierda a derecha, como diciendo: «¡Qué más quisiera yo que tener a Jeanette!»
Miguel deambuló insensatamente, hasta agotarse. Hasta que decidió regresar a Budapest. Y fue en aquel momento, en el trayecto hacia la estación, cuando de pronto vio a la muchacha. La vio en un viejo cartel de propaganda del «Sansón», milagrosamente intacto en una esquina. Era ella, sobre el alambre, con los brazos abiertos, saludando o diciendo adiós.