XXV

EL CHINO sugirió a Miguel:

—Interesante dar también aquí sesión benéfica. En Budapest hay más niños pobres que en Múnich.

Miguel contestó:

—Ya veremos, ya veremos.

El director de la orquesta le comunicó una mala noticia. Su aspecto revelaba una gran desolación.

—Lo siento, pero el bombo se ha perforado. No sé cómo pudo ocurrir. Figúrese, señor empresario, que yo intentaba pasar, y…

—Que compren otro —interrumpió Miguel.

El padre de la amazona le pidió audiencia para hablarle de los impuestos que les exigía el municipio de Budapest.

—Una cosa astronómica, fuera de lugar. Hasta ahora…

—Que se paguen —dictaminó Miguel.

El muchacho se daba cuenta de que era preciso velar por el circo, prestar atención a todos sus detalles, pues sólo la cohesión determinaba el éxito; pero su sentido de la responsabilidad había decidido tomarse unas vacaciones. Pensaba que, por unos días, el «Sansón» se las compondría por sí solo, bajo la tutela del chino y del contador. Entretanto, él tenía que resolver sus agudos problemas de honor, de amistad, de inteligencia.

Comprendía que las vacaciones eran inoportunas, pues en la parte occidental de la ciudad, otro circo —el «Circo Dolly»— había plantado sus raíces, con un programa inferior al «Sansón» en figuras de primer orden, pero superior en los números de animales. «Dolly», por ejemplo, era el nombre de una espléndida pantera que saltaba por entre seis aros en llamas; sin contar con los leones, con doce perros que jugaban al fútbol —porteros atados a las porterías, globos multicolores sirviendo de balón— un fascinante número de serpientes, etcétera. Pero Miguel consideraba que bastantes llamas y panteras habitaban aquellos días en su corazón, y que tiempo habría de ocuparse del «Dolly».

Le fue fácil resolver, equilibrar su situación con Rubens. Después de dos o tres encuentros fortuitos, durante los cuales ambos disimularon su interior violencia, una mañana, con ocasión de una carta que el pintor recibió de su madre —matasellos de La Escala; Hungría escrito sin la H—, en la que la buena mujer le adjuntaba un programa de la fiesta mayor, los dos muchachos se quedaron absortos y silenciosos contemplando el sobre y el programa, y de pronto se dieron cuenta de que algo común los unía, por encima de su respectivo y feroz individualismo.

—Ya lo ves —dijo Rubens—. En La Escala tocarán sardanas.

Miguel, por cortesía, le recordó entonces al pintor su promesa de enseñarle una fotografía de su madre.

—Aquí la tienes —contestó Rubens, abriendo la cremallera de su sahariana y sacando su cartera de un bolsillo interno.

Miguel esperó a que el pintor le diera la fotografía, y la miró. Una mujer bajita de pie, pañuelo negro en la cabeza, falda negra, con sus enormes manos cruzadas a la altura del ombligo. Al fondo, a la derecha, se veía una regadera.

—Está muy bien —comentó Miguel. Y se la devolvió, pensando en su propia madre.

El hielo estaba roto, y Rubens se explicó. Le dijo a Miguel que él siempre decía lo que pensaba, excepto en el caso de tratar con personas imbéciles. De su discurso en las gradas no borraba nada, como no fuese la incoherencia con que fue recitado, y el tono de mal humor, producto de su despecho por la arbitrariedad con que el firmamento repartía los boletos. Entre hombres no cabía otra postura que la sinceridad brutal; cantarse las cuarenta de vez en cuando. Por su parte, encantado si un día a Miguel le apetecía llamarle borracho, arribista, ventrudo, don Juan sin suerte y destinado a regresar a La Escala con los bolsillos del revés.

—Lo único que me molestaría —añadió, devolviendo a su sitio la cartera y cerrando la cremallera— sería que me llamaras mal pintor.

Miguel no se rio aún, pero aceptó el planteamiento. Ridículo, desde luego, perpetuar resquemores. Por otra parte, era posible que el discurso de Rubens contuviera verdades como puños. De momento, el envenenamiento de los perros lobos era un hecho histórico; se lo confirmó el contorsionista, quien vio al hijo mayor del chino preparar dos bolas negras y llevarse los perros al río. También era cierto que el estómago le dolía con harta frecuencia, y que comprando antigüedades se había colado varias veces; en cuanto a su manera de persignarse… era mejor zanjar el asunto. En fin, si las anécdotas eran verídicas, ¿por qué no podía serlo lo fundamental, y en este caso Rubens…

Miguel, llegado aquí, se enderezó, porque acababa de decidir que una de las acusaciones fue realmente insoportable: la de que el sombrero le sentaba mal. ¿Quién era aquel gordo enano de las mariposas en el cuello para opinar sobre elegancia masculina? Y, desde luego, lo verdaderamente insoportable fue lo de Jeanette.

Sin embargo, Rubens también se explicó a este respecto. Dijo que consideraba a Jeanette tan graciosa como frívola y que por eso le puso en guardia, porque él se la estaba tomando muy en serio y la muchacha —¡quedaron en que entre los dos no cabía otro lenguaje!— no merecía que un hombre como Miguel le entregara su vida.

—Te excita demasiado, voilà —concretó—. Y yo creo que hay que mantener siempre una cierta serenidad.

Ante el silencio de Miguel, el pintor añadió:

—Por lo menos, mi padre, en el mar, la mantenía.

Excitación. Era la palabra justa. Miguel pensó que era la palabra justa y que esa excitación se mantenía viva y culebreante en él desde que Jeanette se presentó en el piso de Ivonne. Ahora bien, ¿cómo arreglárselas para admitir siquiera la palabra «serenidad» mientras la duda sobre Jeanette, sobre los sentimientos de Jeanette lo torturase? Porque lo que la muchacha valiera, ¿quién mejor que él, Miguel, para saberlo?

Y en cuanto a la elección del padre de Rubens como ejemplo, seguro que el hombre no sufrió tortura comparable a la suya, con una esposa vestida de negro que se hacía retratar delante de una regadera. Sin contar con que una cosa es el mar, siendo uno del oficio, y otra cosa muy distinta un circo y una ciudad como Budapest, partida en dos por un río allí tumultuoso.

Miguel selló con Rubens el pacto de la reconciliación bautizándolo «pacto de la inteligencia», no sin haber llamado previamente a su amigo «borracho, arribista, ventrudo, don Juan sin suerte y… ¡pésimo pintor!» Ahora bien, en cuanto este desapareció, fumando, alegre porque Ninón con su látigo verde acababa de entrar en los vestuarios, Miguel abrió de par en par las compuertas de su formidable inquietud y se lanzó a la solución del pendiente problema del «honor». Este problema era Jeanette. ¡Quería verla, hablar con ella! No esperaría un solo minuto. Que se la trajeran en el acto. Que el director técnico y jefe de personal le indicara su paradero… Sí, el director técnico dio satisfacción a su deseo: le indicó dónde se encontraba Jeanette. Se inclinó ante Miguel y dijo:

—Al otro lado: «Circo Dolly».

Miguel parpadeó. «Al otro lado» significaba en la orilla occidental del río, en Buda. El «Circo Dolly» significaba que Jeanette seguía viviendo como si el pecho de Miguel respirase a compás.

El muchacho tomó un coche y se personó en el «Circo Dolly». ¡Cómo se parecía la entrada de este a la entrada del «Sansón»! Todos los circos se parecían. Adquirió asiento de grada con la intención de dominar desde la altura al público. Subió penosamente hasta el último peldaño y se sentó rozando el toldo con la cabeza, lo mismo que la primera vez que, en Montmartre, acudió a ver a Jeanette.

—¡Y ahora, respetable público…!

Apenas si le costó dos minutos localizar a la muchacha. Nunca como en aquel instante Miguel se dio cuenta de lo pequeño que era un circo. Se prometió reflexionar sobre ello enlazándolo con la advertencia de Rubens sobre los peligros del negocio. Jeanette estaba, ¡cómo no!, en primera fila y se reía como una niña porque en la pista… ¡brotaba un surtidor de la oreja de un payaso! No de la nariz, sino de una oreja. ¡Qué barbaridad! Miguel, a la vista de Jeanette, no sabía si bajarse y abrirse paso hasta ella y llevársela o esperar. Miró a su alrededor y su consciencia de empresario lo venció. Imposible provocar de nuevo tanto alboroto, con lo mucho que le había costado subir. Era forzoso respetar a los artistas y a los espectadores. Esperaría, y mientras tanto estudiaría a Jeanette… y la organización del «Dolly».

¡Soberbia pantera, en efecto! Mansos, en cambio, los leones. Excelentes las serpientes. Miguel iba comparando los movimientos de esos cuerpos con los movimientos de Ivonne, de Jeanette… Una coincidencia secreta, indiscutible, existía entre aquellos seres sojuzgados y la mujer. Miguel comprendió que no en vano llamaba «tigresa» a Jeanette.

El último número fue espectacular: perros jugando al fútbol. Alineados en dos bandos, jugaban impulsando con la cabeza, con el morro, un globo de color, saltando incontenibles en su dirección, apelotonándose, ladrando desaforadamente, metiendo goles antológicos. Una graciosa domadora arbitraba, suministraba nuevos globos a medida que estos reventaban y con la mano los acercaba a las porterías. ¡El «Sansón» debía de hacer proposiciones a la domadora!

Miguel esperó a que el público desfilara. Jeanette se había quedado en su silla. Buscaba algo en el fondo del bolso; la barra de los labios, sin duda. Miguel bajó los peldaños y la llamó.

Ella, al volver la cabeza y verlo, se puso en pie con repentina emoción, como si Miguel llegase de algún remoto lugar. «¡Ven, ven!», lo llamó a su vez, indicándole el itinerario a seguir por entre las sillas desplazadas. Pero en el acto se apagó un reflector, indicando que el circo debía ser desalojado. Y entonces fue Jeanette quien, cerrando precipitadamente el bolso, corrió al encuentro de Miguel.

La muchacha le dio un beso y le pasó cariñosamente la mano por la nuca. Estaba entusiasmada. ¡Las serpientes! Las serpientes le habían gustado horrores. «Me gustaría hacer eso; tenemos que hablar en serio de este número.» Habían salido del circo y caminaban lentamente, y el brazo derecho de Jeanette atenazaba la cintura de Miguel. Miguel no había perdido su seriedad. Estaba tan serio como el semblante de Ivonne en el retrato que, en París, Rubens no consiguió terminar. Jeanette acabó dándose cuenta. La noche había cerrado y aparecían, altísimas, las estrellas. Allá a lo lejos se vislumbraba la silueta de un puente y se presentían sus aguas debajo. Miguel eligió un banco solitario, iluminado por un farol. Sintió que era la ocasión y que su estado de ánimo, con la espera en el «Dolly», había mejorado. No cometería ninguna insensatez. Diría lo suficiente para esclarecer la situación.

—Jeanette… —habló, ayudando a la muchacha a sentarse en el banco y permaneciendo él de pie, consciente de la ventaja que ello le suponía—. El otro día hablamos de tener hijos o no tenerlos; de amor; de si tú cambiarías con respecto a mí si me ocurriera una desgracia o si seguirías siendo mi pequeña Jeanette… —Miguel recobraba su léxico habitual—. Tú te saliste por la tangente e hiciste muy bien, porque eres una mujer. Pero, de todos modos, esta vez vamos a llegar al final. Llevamos juntos… ¡En fin! —cortó, cambiando bruscamente de tono—. Lo que quiero preguntarte es si quieres casarte conmigo.

Jeanette se puso en pie, imantada por aquella declaración. Sin embargo, reaccionó al instante y, mordiéndose la lengua, preguntó:

—¿Hablas en serio?

—Completamente.

Entonces la muchacha miró con fijeza a Miguel y contestó con solemnidad:

—Pues… mañana mismo.

Miguel se turbó de una manera absoluta. Pensó en Rubens. Miró a Jeanette y le pareció leer en sus ojos un punto de agradecimiento.

—¡Repite lo que has dicho! —le suplicó.

—Que quiero casarme contigo mañana mismo.

Aquel fue el gran acontecimiento del «Sansón». La felicidad de Jeanette era total. En cuanto Miguel se despidió de ella, pues «debía ocuparse de los impuestos municipales con el contable», la muchacha irrumpió en el restaurante barato en que gran parte del elenco del circo estaba cenando y les comunicó la buena nueva. ¡Ella y Miguel se casaban! Todo el mundo se levantó para felicitarla. Su rostro radiante barrió indiferencias y contagió de júbilo los corazones de sus colegas. Ruddy, que sólo bebía agua mineral, brindó con ella por los futuros esposos y por los niños que les llegarían de París. Al oír la palabra «niños», todas las cabezas se volvieron hacia Adán, el cual palmoteo y preguntó si serían hermanitos suyos. El contorsionista estrechó la mano de Jeanette y casi se la estrujó. Los cinco chinos se convirtieron, enteros, en una sola sonrisa que se momificó en sus rostros durante diez largos minutos. El yugoslavo cometió una grosería. Se acercó a la muchacha por la espalda y le dio una palmada en las caderas. «¡Eh, que se cree usted que soy Virginia!» El matrimonio Finovitch, que comía en una mesa aparte, no mostró la menor curiosidad por conocer el motivo del jolgorio; únicamente cuando Jeanette se les acercó llevando con gran dificultad dos copas de champaña llenas hasta el borde, el ruso se levantó. Al ser informado, tomó la copa, la alzó a la altura de sus ojos y antes de beber inclinó la cabeza. La señora fue mucho más expansiva. Dejó la copa en la mesa, asió a Jeanette de las dos manos, sacudiéndoselas varias veces, hasta que por fin quebró una flor del jarrón de la mesa y sonriendo se la colocó a Jeanette en el escote.

Jeanette salió, del restaurante como una exhalación, dejándose la puerta abierta. Su intención era llevar la noticia a la amazona, en la fonda en que esta se hospedaba. ¡Qué latigazo el suyo! «Con tanto libro y tanto museo y se estaba quedando para vestir santos». Pero en el camino, Jeanette consideró ingenuo ir ex profeso allí para ello. La tomarían por nueva rica. ¡Se enteraría sobradamente! Tiempo le quedaría a Ninón para cepillar furiosamente sus jacas tarbesas. Lo que sentía era que Rubens estaría cenando con ella, y al pintor sí debía comunicarle la noticia en seguida. Jeanette, que no conseguía dominar su nerviosismo, optó por entrar en un café y llamar por teléfono a Rubens. Así lo hizo, equivocando el número por dos veces, hasta que por fin escuchó la voz del pintor al otro lado del hilo. Rubens abrió los ojos de par en par, con tal perplejidad que agradeció al teléfono que transmitiera sonidos, pero no imágenes. Por lo demás, Jeanette no le dio tiempo a colocar un solo comentario. Era una catarata de palabras contándole el jolgorio del restaurante barato, sin excluir el detalle de la palmada del yugoslavo. «¡Asómbrate, el señor Finovitch ha inclinado la cabeza! Pero ¿por qué no me dices nada? ¿No estás contento? ¡Empieza a pensar en las participaciones! Quiero que nos hagas un dibujo especial…»

Jeanette colgó el aparato y se dirigió al hotel, con la esperanza de encontrar a Miguel esperándola para cenar. En el hotel le dijeron que el «señor» había cenado ya, en compañía del contador, y que se había ido. La chica se quedó muy decepcionada; pero tenía hambre, un hambre atroz y se sentó a la mesa en el acto, pidiendo la carta y contemplando, entretanto, con arrobo las dos argollas de las servilletas, la suya y la de Miguel. Cuando el camarero, al que Miguel trataba con mucha familiaridad, le trajo la lista de los platos, a la muchacha le costó un esfuerzo supremo no preguntarle si… «el señor» le había contado algo. Sin embargo, logró reprimir su impulso, y además se dijo que tal vez hubiese llegado el momento de paladear con calma tan eufórica situación. Para empezar, pues, elegiría una cena especial —a los efectos, recordó los consejos gastronómicos del sibarita Rubens; Miguel para esas cuestiones era demasiado distraído—, una cena a tono con la festividad de su alma. Así lo hizo.

El camarero disimuló su sorpresa ante la inhabitual meticulosidad de Jeanette y prometió controlar personalmente en la cocina el consomé de pollo, el pavo con trufas y castañas, la tarta de manzana y la fruta. El champaña y los vinos serían, desde luego, franceses; pero no el aperitivo, que en honor del padre de Miguel y de los capuchinos de Navarra, Jeanette decidió que fuera jerez español.

Jeanette cenó luego lentamente, sola con su júbilo, sirviéndose raciones modestas, pues no perdía de vista —responsabilidad profesional— que aquella noche debía a pesar de todo cruzar la maroma, y que posiblemente asistieran a la sesión el empresario y algunos artistas del «Circo Dolly».

La soledad no le pesó, ni siquiera en el momento de las trufas, porque su espíritu andaba ocupadísimo con el proyecto de organización de la ceremonia de la boda. Las participaciones estaban ya encargadas: Rubens. Pero ¿en qué iglesia se casarían? Era de suponer que Miguel querría casarse por la Iglesia católica; por lo tanto, la parroquia de San Matías… ¡Santo Dios, en este caso ella tendría que confesarse! ¿Qué diría, cómo se hacía eso? Pecados, claro está, los había. Por más, que ¿quién sabía lo que era pecado? ¿Era pecado vivir con un hombre al que se amaba? ¿Era pecado disfrutar viendo que Ninón se quedaba para vestir santos? ¿Era pecado estar dispuesta a posar desnuda para Rubens, con el objeto de estimular al pobre muchacho y proporcionarle un placer? ¿Era pecado jugar a la ruleta? ¡Dios mío, mandó envenenar a los perros lobos!… ¡Y Miguel sin saberlo! Eso sí, se confesaría de eso, y de habérselo ocultado a Miguel. De eso y de haber robado, con su padre, en las huertas de Francia legumbres, fruta, huevos e incluso gallinas. Claro que en aquella época… ¡Si su padre viera este pavo…! Desde luego sería obligado declarar que no había comulgado nunca, y que a misa sólo fue dos o tres veces acompañando a Miguel, y sin poder asegurar que las iglesias fueran católicas como lo era la parroquia de San Matías. ¡Era tan difícil distinguirlas unas de otras! Aunque todo eso era mejor callárselo. ¿Para qué complicar las cosas? Lo de los perros y lo de los hurtos… Ya bastaba, ya estaba bien. Ahora debía pensar en el traje. ¿Traje blanco, largo, con cola? Era lo natural. Pero ¿qué clase de tela? Lo consultaría con… Ninón. ¡No, no, eso sí sería pecado, consultárselo a ella! Lo consultaría con la señora Finovitch, que siempre vestía con exquisito gusto. Por más que lo original, lo verdaderamente chic, lo verdaderamente adecuado sería… casarse en maillot, llevando el maillot dorado, que tanto gustaba a Miguel. ¡Por Dios, qué disparate estaba pensando! ¿Cómo iban a dejarla entrar en la iglesia en maillot? Tal vez pudiera cubrirse con una capa, y en el momento de decir «sí, padre…» ¡No, no! Era ridículo. Se estaba volviendo loca. A ver si la tarta de manzana la sosegaba un poco. El traje, blanco, con cola, y de acuerdo con la señora Finovitch. Jeanette, a partir de la tarta de manzana, se dedicó a pensar con insistencia en la comitiva, en el cortejo nupcial. Cortejo que debería salir, evidentemente, del «Circo Sansón» y no del hotel. ¿Quién le llevaría el ramo? Rubens. Era de suponer que Miguel le cedería a Rubens el privilegio. ¡Y Dios quisiera que algún día pudieran casar al pintor!

Sí, el cortejo saldría del «Sansón», y debía ser lo nunca visto en Budapest, o como diría Miguel, lo nunca visto ni en Buda ni en Pest. Miguel convendría en ello, no cabía la menor duda; por cierto que Miguel debería encargarse un simple smoking, pues de frac se vestía dos veces por día para anunciar las atracciones. El cortejo… debería ser el «Sansón», la caravana. ¡Eso es! Idéntica formación que la que constituían para entrar en las ciudades: el señor Bresty, delante, con los monos, luego los elefantes… ¡Los elefantes «Pablo» y «Virginia»! ¡Estaba perfecto! ¡«Pablo», el elefante macho, montado por Miguel; «Virginia», la hembra, montada por ella, por Jeanette!

¡Maravilloso! Y a continuación, los coches, y Ruddy con la jirafa —ya reparada—, y el portugués lanzando centenares de pelotas al aire —aunque sólo utilizaba seis—, y los chinos con las sombrillas. ¿Las sombrillas o los lazos? Los lazos, los lazos de seda eran más a propósito. Y luego los demás artistas, y al final los tres caballos, con Rubens, el señor Finovitch… y ¡Ninón! Ninón, si pedírselo no fuera pecado. ¡Y otra cosa!… Se le ocurría que tal vez el «Circo Dolly»… Si el empresario accediera… ¡Ah, si el «Circo Dolly» se uniera al cortejo! Con las jaulas de los leones, de la pantera, con los perros y sobre todo con las serpientes… Las serpientes simbolizarían, mejor que los lazos de los chinos, la unión de ella con Miguel, la presión de los abrazos espirituales que aquel día los unirían para siempre. Sería cuestión de reflexionar sobre eso, de hablar con Miguel.

En cuanto al viaje —«¡camarero, por favor, un café caliente!»—, era evidente que para la luna de miel la cosa estaba clara: España. Los sitios donde estuvo Miguel. Entrando por Irún, ¡para que el fotógrafo los retratara! Y luego Navarra, y, desde luego, el pueblo del padre de Miguel, que nunca se acordaba qué nombre tenía, y aquel otro pueblo donde Miguel pasó un verano con su madre, en el que otro portugués los llevaba siempre en barca. ¡España… y en avión! ¡Volar! ¡Volar por primera vez! En un aparato muy grande… o en helicóptero.

Durante la sesión de la noche, Jeanette no consiguió estar a solas con Miguel. Tuvo que conformarse con hacerle guiños y monadas, con pellizcarle al paso un par de veces, con mandarle un amplio beso desde el centro de su pedestal de alambre, el cual se movió peligrosamente bajo sus pies.

Y es que no sólo el circo, abarrotado, requería vigilancia, sino que, en efecto, el empresario del «Dolly», alemán apoplético, de pecosa calva, junto con su esposa, que era precisamente la encantadora de serpientes, acudió a saludar a Miguel, a quien censuró muy duramente que en la sesión de tarde no se hubiera dado a conocer. «No me explico cómo se le ocurrió a usted pasar por taquilla. Es la primera vez que veo esto en un empresario de circo.» Miguel sonrió, y dirigiéndose a la señora explicó que él no era un empresario profesional, sino un simple aficionado.

Miguel, que daba la impresión de haber cancelado sus vacaciones con respecto al personal control del «Sansón», charló largamente con el alemán pecoso, el cual procedía, con su espectáculo, de Escandinavia, Países Bálticos y Polonia. Ambos estaban atentos a lo que sucedía en la pista, mientras la encantadora de serpientes era atendida por Rubens y por Jeanette. En un momento determinado, el empresario del «Dolly» exclamó:

—¡Le compro a usted ese contorsionista! Es un bárbaro.

Miguel se rascó la nariz y replicó:

—Se lo cambio por su pantera, que tampoco es moco de pavo.

Cada vez que Miguel debía separarse de su colega para acudir a la pista a anunciar el próximo número, Jeanette dejaba de interesarse por su diálogo con el pintor y la empresaria y estaba pendiente de las palabras de Miguel. Le parecía que, en cualquier momento, Miguel rogaría al público que guardara el más absoluto silencio y anunciaría… ¡su boda con la sin par Jeanette! No ocurría así, y Miguel repetía cada vez las frases de ritual.

Por lo demás, Miguel había recibido, delante de Jeanette, la felicitación de Ruddy y la de los señores Finovitch, a quienes Jeanette agradeció sinceramente el detalle. Por lo que atañía a los demás artistas, resultó evidente que Ninón trabajaba con gran nervosismo; y que, por el contrario, el músico que tocaba el bombo lo hacía con inmensa satisfacción, pues aquella noche estrenaba su instrumento.

En la segunda parte del programa, Miguel recibió una visita imprevista que lo alejó definitivamente de Jeanette por el resto de la velada: dos policías. Varios chiquillos se dedicaban, desde hacía varias noches, a desvalijar los coches aparcados delante del «Sansón», aprovechando que sus dueños asistían al espectáculo, y alguien insinuó la posibilidad de que algún artista del propio circo estuviera vinculado al negocio. Miguel se quedó estupefacto, y contestó a los policías que no poseía el menor indicio que le permitiera sospechar de ninguno de sus hombres. «Es la primera vez que esto ocurre, que recibo queja semejante.» Los policías llevaron en presencia de Miguel a tres chiquillos desharrapados, los cuales afirmaron que, en efecto, obraban por cuenta ajena, aunque sin personalizar.

El chino, viéndolos, pensó que Miguel estaba organizando en Budapest la nueva sesión infantil benéfica que él le había sugerido; en cambio, Miguel estuvo a punto de zurrar bonitamente a los críos, pues era notorio que estos querían colgarle a un tercero el sambenito.

El incidente terminó, pero gracias a él Jeanette estimó que el mal humor de Miguel era justificadísimo. También ella hubiera propuesto gustosa zurrar a los ladronzuelos, de no interponerse en su pensamiento la reciente evocación de sus andanzas por las huertas de Francia.

Acabada la sesión, todo el mundo se dispersó. Ninón, su padre y Rubens se dirigieron a su pensión. El empresario del «Dolly» y su esposa, al hotel Victoria; Miguel y Jeanette, en coche, a su hotel.

Jeanette, en el camino, se abstuvo de aludir a sus proyectos relativos a la boda, pues Miguel declaró que se encontraba sumamente fatigado, de lo que daba fe su cabeza abandonada, sin fuerza, en el respaldo. La muchacha se limitó a decirle: «Es natural que estés cansado. ¡Han sido tantas emociones!»

Y reclinó su mejilla derecha en el hombro de Miguel, aplazando para el día siguiente cualquier comentario.

Al día siguiente, Miguel despertó temprano. Abrió los ojos. Como un ciego que quisiera ver, el sol se filtraba por entre los postigos de la ventana. Jeanette dormía profundamente y el muchacho la contempló. Estaba hermosa bajo la luz incierta. Miguel pensó: «Esto va a ser una catástrofe.»

Porque no fueron solamente Ruddy y los señores Finovitch quienes le felicitaron, sino toda la compañía, mientras Jeanette estuvo cenando sola en el hotel. Sin exceptuar a Ninón, sin exceptuar a Rubens. Ruddy le había descrito la emoción de la muchacha al comunicarles la noticia en el restaurante. Miguel miró de nuevo a Jeanette, y un sentimiento de ternura lo invadió pensando que el amor de la chica era, por lo visto, sincero y hondo. ¡De nuevo se veía obligado a maldecir al pintor! Fue Rubens quien introdujo en su espíritu la mortificante duda. Rubens, el cerebral; y ahora él se encontraba en la penosa situación de un hombre de contextura libre que ha dado, sin querer, palabra de casamiento.

Miguel comprendía perfectamente que el equívoco no podría prolongarse. Apenas los plácidos ojos que dormían a su lado despertasen al sol que iba ascendiendo por un ángulo de la habitación, él se sentiría mirado con apasionamiento, con felicidad desbordante; y a los pocos segundos unos brazos largos, oliendo todavía a la intimidad de la noche, recorrerían su cuello en busca de la confirmación tranquilizadora. No; el compás de espera que supusieron el empresario del «Dolly» y los policías y su fatiga había expirado. El día traía consigo la escueta realidad.

¿Qué hacer? Rubens se había defendido alegando que nunca jamás fue idea suya elegir tan burdo sistema para someter a prueba los sentimientos de Jeanette. Miguel hubiese podido calar en ellos sin comprometerse. «Has sido un inconsciente, una calamidad.» Lo malo era que el pintor tenía razón, pese a ser la materia originaria. No, ni siquiera le quedaba el consuelo de maldecir a alguien. El pintor terminó diciendo: «Ahora, o casarte o tirarlo todo por la borda.»

En realidad, Miguel no tomó ninguna decisión, pero no tomarla equivalía a tirarlo todo por la borda. Porque, efectivamente, el día traía consigo la escueta realidad. Los hermosos ojos de Jeanette se abrieron y los largos brazos oliendo a intimidad rodearon el cuerpo de Miguel. Y Miguel, preso de una desazón interior que lo asfixiaba, escuchó, boca cerrada, la susurrante voz de Jeanette, que le preguntaba si era cierto que las flores del ramo de novia resistían sin marchitarse hasta el nacimiento del primer hijo, y si en la confesión que pensaba hacer debería acusarse de sentir celos de Ninón por su elegancia, y de haber amado tanto a un hombre de pelo rubio y distinguidos dedos de porcelana.

Los dedos de Miguel se crisparon bajo la sábana. Por fortuna estornudó. Pero fue un paréntesis de un segundo de duración. Jeanette, riéndose, exclamó: «¡Jesús!»; y le ofreció su pañuelo, pañuelo que olía también a noche íntima.

Miguel no encontró mejor salida que transportar a Jeanette al terreno en que él dominaba, y en que dominaba asimismo el gran silencio. Primero la besó y muy pronto Jeanette interpretó su deseo; y se dijo que era, la de Miguel, una impaciencia natural, y le dio satisfacción cumplida.

Luego les penetró una extrema laxitud que superaron con un baño templado durante el cual uno y otro recordaron el entusiasmo de Jeanette por los grifos de aquel establecimiento de París; por los grifos y por la ducha potente y horizontal. En la habitación el sol palpaba ya a su albedrío el techo, las alfombras, el espejo del tocador, incendiándolo todo; salvo el sombrero de Miguel, que Jeanette había escondido, ¡con qué ilusión!, debajo de la cama, más que nunca decidida a pegarle al muchacho un soberano puntapié.

A lo largo de ocho días, Miguel efectuó sus grandes piruetas, llamándose a sí mismo, casi con repugnancia, hombre cobarde. Asistía a la eclosión amorosa de Jeanette, a sus fáusticos proyectos que le dictaba el instinto, sin atreverse a sentarla en un banco y decirle: «No hay nada de eso, fue una simple satisfacción de mi amor propio.» Daba su consentimiento a pequeños detalles. Eludía los de mayor envergadura. Desaparecía; enviaba con las manos besos a Jeanette al ofrecerla esta, desde el alambre, no sólo las estrellas que titilaban en su pecho, sino su propia vida pendiente de un hilo, pendiente de él.

Pero al octavo día todo se derrumbó. Todo quedó perfectamente claro, porque Jeanette, incómoda sin acertar a explicarse la causa, colocó a Miguel en situación de precisar, sin rodeos, día, hora y circunstancias. Ello ocurrió con motivo de la sesión de homenaje que los artistas, espontáneamente, dedicaron a Miguel, en prueba de gratitud por el reparto equitativo de beneficios que el joven empresario seguía otorgándoles con puntualidad; reparto cuya noticia, al difundirse por el «Circo Dolly», obligó al apoplético alemán a rascarse por seis veces la calva pecosa.

Toda la velada, apoteósica —la iniciativa partió de Ruddy y había sido perfilada en el restaurante barato—, había transcurrido en medio de una emoción intensísima, pues cada artista se sintió obligado, no ya a esmerarse en su trabajo, sino a aportar a él algo inédito; y así Ruddy estrenó una enorme faja verde, giratoria, salpicada de campanillas; el ventrílocuo sostuvo parte del diálogo en español y repitió varias veces «¡caramba!»; los monos debutaron con un precioso patinete niquelado; los chinos, con sus lazos, trazaron en el aire, por un momento, el nombre de Miguel; Ninón, en pleno galope, se deslizó por el costado de uno de los caballos y abrazada a su panza y a su cuello subió por el otro lado; etcétera. Todos dieron de sí lo mejor. Hasta tal punto, que Jeanette, considerándose mil veces más obligada que todos juntos, estimó que a ella no le bastaba con añadir, por ejemplo, a la silla en que trabajaba sobre el alambre, alguna dificultad técnica o artística: supresión de una pata, mayor altura, sino que creyó necesario dar algo más, ofrecer, por así decirlo, su persona; y después de mucho meditar dio con la solución y consiguió que el señor Finovitch, que debía ser su colaborador, aceptase entrar en el juego.

Ello consistió, simplemente, en substituir en el madero a la señora Finovitch. Este fue el ¡ay! del circo entero y la palidez fulminante que tiñó los rostros de todos los artistas y sobre todo el de Miguel, cuando, al irrumpir en la pista el ruso llevando en la cintura sus veinte puñales, lo hizo, no en compañía de su esposa, sino en compañía de Jeanette. Todos los artistas —el chino más que ninguno— comprendieron que la dificultad, y por lo tanto el peligro, estribaba en la estatura de Jeanette, bastante superior a la de la señora Finovitch y al distinto volumen de sus respectivas siluetas. El pulso del ruso, habituado al cabo de años al perfil de su esposa, de pronto debería abatir su automatismo y calcular al milímetro un nuevo perfil, nuevas distancias. Toda la compañía sintió el mismo impulso: el de apagar las luces y simular una avería; pero nadie lo hizo, nadie se atrevió. En los artistas pudo más su respeto por las eternas leyes del circo, basadas en la destreza y en la audacia; en Rubens, su esteticismo; en Ninón, su repentina admiración por el gesto de Jeanette; en Miguel, su cobardía.

Nadie, pues, se movió de su sitio, y el tambor del «Sansón» redobló monótonamente en cuanto Jeanette quedó atada al madero y el señor Finovitch retrocedió unos pasos, plantó sólidamente con el tacón sus katiuskas en el suelo y sopesó su primer puñal. Nadie respiró; y a los pocos segundos los puñales, uno tras otro, comenzaron a siluetear el perfil de Jeanette, la cual iba pensando que debía haberse quitado las pestañas artificiales. Cada puñal era lanzado con lentitud, y cada uno de ellos era previamente sopesado por el señor Finovitch. El hueco entre la frente y la nariz era considerado por los profanos como la zona más peligrosa; por fortuna, el ruso, con sano criterio, no apuntó a la concavidad, sino que clavó el arma mucho más a la derecha. El puñal número dieciocho bordeó el busto de Jeanette; el veinte rozó sus rodillas. Era el final. El circo se transubstanció en mar, mar de aplausos y de pañuelos blancos agitados admirativamente. Entretanto, Jeanette en el madero, y la señora Finovitch asida a los cortinajes que daban entrada a los vestuarios, se desmayaban casi simultáneamente, si bien Jeanette, gracias a las ataduras, no se desplomó al suelo.

Miguel en persona acudió en ayuda del señor Finovitch para liberar a Jeanette, cuya cabeza colgaba, y trasladar a la muchacha exánime a su camerino, donde recobró muy pronto el conocimiento, al contrario que la señora Finovitch, que seguía respirando muy débilmente.

Los ojos de Jeanette, al abrirse, vieron frente a sí, primero, a su admirable verdugo el señor Finovitch, cuya presencia la estimuló; luego, a Rubens, quien sostenía una botella de agua de Colonia; luego al pequeño Adán, de pie junto al camastro, con una encantadora expresión de arrobamiento; y, finalmente, a Miguel.

El semblante de este no había perdido su palidez, y su cerebro no coordinaba. Tenía la impresión de que en todo aquello había algo antinatural, desorbitado, pero no sabía el qué ni quién tenía expresamente la culpa. La muchacha tranquilizó a la concurrencia con su sonrisa y se incorporó en el camastro. Se desató la cabellera, que antes se había recogido en moño por orden del señor Finovitch, dijo: «¡Hola!», y girando sobre sí misma puso los pies en el suelo y se levantó.

Entonces el señor Finovitch le dijo: «Muchas gracias», se inclinó besándole la mano, y se retiró. Adán se le acercó y quiso también besarle la mano, pero Jeanette le ofreció su mejilla. Luego, Rubens le preguntó si necesitaba más agua de Colonia y ella negó con la cabeza; después de lo cual el pintor abandonó el camerino, llevándose consigo a Adán; por último, Miguel, presa de una angustia que lo mantenía agarrotado, dijo, al darse cuenta de que estaban solos:

—No debiste hacer eso…

Jeanette, al oír las palabras de Miguel, comprendió que todo había ya pasado, aunque sentía zumbar aún a su alrededor una extraña corona, y sobre todo oía en el fondo de su cerebro, intermitentemente, unos golpes duros, secos, cada vez más potentes, pero que de pronto se alejaban hasta desaparecer.

La muchacha se sintió entonces poseída de una alegría sin límites, pareciéndole que emergía de una sima tenebrosa, que volvía a la vida después de un colapso brevísimo pero revelador de un ignoto mundo, acaso de una existencia anterior, y se puso a saltar, a saltar literalmente delante de Miguel, para que este comprobara que había resucitado, que se sentía intacta, perfecta, orgullosa de sí misma y dispuesta a casarse inmediatamente con él.

La actitud de Miguel seguía siendo lamentable, pues ni tomaba en sus brazos a Jeanette para corresponder al calor que ella daba y solicitaba, ni hacía ningún comentario digno del momento, ni tomaba ninguna determinación. A lo primero, Jeanette supuso que se trataba de la emoción excesiva, que lo había paralizado; pero de repente, presa de un temor confuso aunque intensísimo, se le acercó y le miró al fondo de los ojos. Miguel se quedó al descubierto, desnudo e indefenso; sin embargo, reaccionó al instante. Aguantó impasible la mirada de Jeanette. Esta sostuvo durante largo rato aún sus ojos clavados en los de Miguel. Y poco a poco le pareció leer en ellos que algo muy doloroso acontecía, algo que reprimía con sórdida violencia su exaltación de mujer, algo que anegaría en lágrimas sus proyectos.

Entonces su memoria evocó todo lo sucedido durante la semana, advirtiendo con inmenso sobresalto que Miguel, en su transcurso, no había hecho sino inventar motivos de evasión. ¡El cielo era testigo de que ella lo atribuyó todo a preocupaciones propias de la empresa de que el muchacho era responsable! Pero ahora comprendía que semejante explicación podía muy bien ser risible. En consecuencia, pues, allá mismo, sin más dilación, preguntaría a aquellos ojos de acero el día, la hora y las circunstancias en que ella quedaría situada al margen de tales sobresaltos y se convertiría en la esposa legal de Miguel.

—Miguel… —dijo, y al romper a hablar notó que su voz no la traicionaba, que quien hablaba era el centro de su ser—, no comprendo muy bien esa manera tuya de mirar, y sobran comentarios. Todo lo hecho, hecho está; y creo que yo he vivido siempre y únicamente para llegar a este instante. Quiero que me digas ahora mismo que mi dolor no está justificado; que a veces los sufrimientos y la torpeza de mi infancia pintan fantasmas delante de mí; y qué día, a qué hora y dónde tú y yo nos casaremos.

Miguel, que hasta llegar a esto último no había movido un solo músculo de su rostro, al oír tan inexorable emplazamiento realizó una magistral mudanza. Con el exclusivo propósito de evitar el desprecio profundo de Jeanette, sin rectificar por ello un ápice de sus ulteriores intenciones, inició la difícil tarea de comunicar a la muchacha, por medio de sucesivas negaciones con la cabeza, negaciones cada vez más enérgicas y vigorosas, que nada ocurría que justificara su dolor; que su manera de mirar era simplemente el fruto de una indignación cuyo motivo Jeanette descubriría con sólo revisar con calma su propio comportamiento; y que la fecha de la boda dependía exactamente del mayor o menor retraso con que uno y otro consiguieran reunir todos los papeles necesarios.

—Va a resultar —replicó Miguel en tono de hondo resentimiento y articulando su argumentación a medida que hablaba—, va a resultar que a mi lado te has convertido en la mujer más desgraciada de la tierra. Todo lo hecho, hecho está; sí, ello es cierto, pero no creo que aludas a la donación que vengo haciéndote de todo cuanto soy y poseo. Resulta que en forma entrañable me das en la pista una prueba de afecto que nada podía superar, y cinco minutos después, porque despiertas de un desmayo y me sorprendes mirándote con dureza, te colocas a la defensiva y sacas la conclusión de que soy un fantoche que quiere abandonar a la novia un minuto antes de llevarla al altar. Todo eso, querida, es bastante original, pero tiene el inconveniente de pasar al lado de la verdad sin tocarla. Me parece lógico que quieras saber por qué pongo esa cara y no otra; lo que me extraña es que no encuentres en ti misma la respuesta. ¡Cómo te lo explicaré! Desde hace una semana estoy haciendo el más grande de los ridículos, y ello por tu culpa. Todo el mundo está pasando un divertidísimo mes de mayo a costa de los proyectos que, respecto de nuestra boda, tu cabeza trastornada ha hecho circular. No puedo entrar en ningún establecimiento del barrio, que no me vea obligado a contestar a preguntas irónicas. Y hasta el empresario del «Dolly» me ha lanzado dos o tres indirectas, pues por lo visto será invitado a colaborar… Sí: según el yugoslavo, llegarán ex profeso del sur de África cinco o seis fieras salvajes para animar un poco el cortejo; porque con los elefantes no hay ni para empezar. En cuanto al recorrido, no será el más corto, sino que dará la vuelta a Budapest, y el banquete no tendrá lugar, modestamente, en el circo, sino en una inmensa pradera a orillas del Danubio, con una cifra de invitados superior a la población famélica o disponible de Hungría. Si quieres, repetiré ahora la versión que dan los botones del hotel del sombrero de copa que yo habré de encargar a Viena. O el papel que Rubens jugará en la decoración y el regalo que será preciso llevar al parodista internado en la clínica. En fin, como digno remate, según le comunicaste al padre de Ninón, un avión nos conducirá a España… ¿Crees que hay motivo para poner cara de pascuas? A eso lo llamo yo haber heredado de la tierra y del campo el sentido común. ¡Ah, y es de advertir que ese programa deberá prepararse en tres o cuatro días, porque hay prisa! Mi querida Jeanette… —ante la expresión desolada de la muchacha, Miguel sintió piedad— creo que ya somos mayores y que no hay mejor consejero que la serenidad; esto, por lo menos, decía el padre de Rubens. No puedo ocultarte que tu gesto con el señor Finovitch ha alterado mis planes, que consistían simplemente en ver hasta dónde llegarían tus disparates. Ahora vamos a considerar las cosas con calma y procuraremos impedir, en lo posible, seguir siendo la risa de la ciudad. A tal fin, hoy sí he decidido cortar en seco, lamentando no recibir de una manera más agradable tu regreso del otro mundo. Aunque tú no lo sospeches, casarse trae sus complicaciones, y hay unos cuantos decretos vigentes en todas partes a los que hay que someterse. Sí, pequeña; en vez de pasarte las horas apabullando a la señora Finovitch con consultas sobre tules y velos transparentes, más práctico hubiera sido escribir a Rennes solicitando tu certificado de nacimiento, el de bautizo —si es que te bautizaron—, el de soltería y otras cosas que, aunque te sorprenda, te van a exigir. Así que, ya lo sabes. Por más que quisiera, no podría señalar la fecha. El lugar, tampoco, porque me temo que cuando los papeles estén en regla ya hayamos salido de Budapest. Sólo puedo, esto sí —añadió acercándose a Jeanette, tomando la cabeza de la muchacha y atrayéndola hacia su pecho—, señalar la hora; naturalmente, si tú estás conforme con ella. A mí me gustaría —y al decir eso eludió su imagen en el espejo— una hora en que hubieran a la vez sol y estrellas.

Ante los sollozos de Jeanette, Miguel le acarició los cabellos y le dijo:

—Y ahora, pequeña, he de informarme del estado de la señora Finovitch.