XXIV

EL SANSÓN abandonó Múnich. Tomó la ruta de Salzburgo.

El itinerario ahora era este: Salzburgo, Linz, Viena, Budapest. Miguel tenía un especial interés en llegar a la capital húngara.

La caravana avanzaba en zig-zag por los campos de Baviera. Todo el mundo, en el interior de los coches, dormitaba. Habían salido de noche, bajo la claridad lunar. La luna ejercía una particular fascinación sobre «Pablo» y «Virginia»; el yugoslavo sabía que los dos elefantes se pondrían románticos, que harían honor a sus nombres, que terminarían por llamar con fantásticos lamentos a sus abandonados hermanos de tribu.

Miguel estaba despierto y veía cruzar, al otro lado de los cristales, sombras y reflejos. A su izquierda, tendida en el confortable camastro del remolque —de construcción italiana, tapizado de rojo, distribución de hogar burgués—, Jeanette dormía plácidamente. Miguel no le perdonaba su actitud en la sesión benéfica. Actitud de corazón marmóreo, que ni siquiera la vida instintiva podía justificar. ¡Inconcebible que no quisiera ofrecer a los niños los pájaros latentes que la Naturaleza escondiera en su garganta! Ninguna otra mujer se hubiese negado a ello. Miguel pensó en su madre, en Ivonne… Sí, ahora recordaba a Ivonne. A Ivonne le gustaban los niños. De pertenecer al Sansón —¿qué estaría haciendo, la pobre?— se hubiera comido a besos a la mascota, a Adán. Claro que, al afectuoso hijo del griego, también Jeanette se lo comía a besos. Lo que le ocurría a Jeanette era que ahora rechazaba cualquier alusión a la miseria. Y por otra parte, ¿cómo atreverse a censurar a Jeanette, él, hombre que sólo obraba el bien cuando este y su versatilidad coincidían por puro azar? Jeanette abandonó a los niños pobres de Múnich. ¡Él abandonó a Ivonne, sin más ni más, con un cheque y seis cebras de agua, como al pasar en tren, de noche, se abandona un vagón en una vía muerta! ¿Le absolvía el hecho de haber tocado la guitarra en un festival benéfico? No era probable. Sin embargo, que la luna que circulaba por el cielo fuera testigo de que aquella tarde su sangre sintió que los hombres —los niños— eran sus hermanos. Ello en el caso de que Rubens hubiera exagerado al comentar: «No te hagas ilusiones. Lo que te pasa es que de vez en cuando resulta cómodo ponerse sentimental».

No, no conseguía perdonar a Jeanette, y el profundo y tranquilo sueño de la muchacha no facilitaba las cosas. Por otra parte, seguro que la amazona —esta sí se comportó como era debido— estaba despierta, lo mismo que él, escuchando el traqueteo de la caravana. Seguro que había cruzado, en su litera, las manos en la nuca, inmóvil para no despertar a su padre que dormía en la litera inferior. Naturalmente, cabía preguntar: ¿A qué obedeció el gesto de Ninón?… Pero mejor era no avanzar por ese camino. Mejor sería aplicar en esta ocasión lo que Ruddy decía siempre en la pista: «Si fuéramos a analizar…»

Miguel encendió un pitillo. Ahora pensaba en Rubens. Rubens, que llevaba un mechero de yesca porque decía que en su pueblo soplaba el viento y se había acostumbrado a él. ¡Ah, el pintor! Volvía a las andadas, y no sólo con respecto a la bebida. Su complejo le estaba jugando una mala pasada: Ninón no correspondía a sus insinuaciones y esto lo desmoralizó. ¡Cuántos fracasos! El Pintor de la Carne venció los celos, pero no la amargura de su espíritu. Volvía a ser el cínico de la Ciudad Universitaria, el que no pagaba a sus modelos y escamoteaba emparedados. Ahora pretendió traerse, ¡qué barbaridad! —«hasta Viena, allí la devolveré a su hogar…»—, a una pobre prostituta de Múnich. Imposible aceptar tal situación. El Sansón debía respetar su apariencia. Tal vez alojare bajo su lona no ya un corazón marmóreo, sino diez. Pero era preciso salvar la apariencia. El chino hubiese dicho: «el mecanismo».

«Pablo» y «Virginia» seguían bebiéndose el relente de la noche. La jirafa mecánica de Ruddy, arrinconada, esperaba la indispensable reparación. El Sansón dormitaba. Miguel sintió de pronto que un brazo seguro de sí mismo atenazaba su cuello. Jeanette había despertado. —¿Por qué no apagas la luz…? Me gusta estar a oscuras, sabiéndote a mi lado.

¡Válgame Dios! Aquellas palabras… Miguel recordó.

Y además comprendió la soledad de Rubens.

En Salzburgo, los tres hermanos Ghébart se separaron de la compañía. Querían regresar a Francia. Su marcha pasó prácticamente inadvertida, pues nadie había conseguido intimar con ellos. Miguel substituyó su número por el de dos trapecistas infantiles, hermanos gemelos, cuya actuación fue juzgada primorosa por el director técnico.

En Linz el matrimonio Finovitch pidió aumento de sueldo. El matrimonio Finovitch iba pidiendo aumento de sueldo a medida que se acercaban a su país. Miguel accedía a ello, porque su trabajo gustaba mucho.

El prestidigitador, al llegar a Viena, se casó con una austríaca, viuda de militar. Miguel y Rubens firmaron como testigos. La mujer empezó a iniciarse en el arte de su marido, para poder ayudarlo en la pista. Poco después, el portugués visitó a Miguel en su despacho y le dijo: «Joven, acabo de realizar el mejor truco de toda mi carrera: mi esposa ha de tener un hijo».

¡El Sansón era un mundo en miniatura! Nacimientos, bodas, celos, viajes, azar, despedidas, enfermedades… Sí, alguien enfermó en el Sansón: el parodista. El solitario ser que imitaba al prójimo, una noche se cayó en redondo en su camerino. Quiso imitar a la muerte. Miguel lo internó en una clínica. El médico dijo: «Hay poca esperanza».

Por lo demás, en Viena se repitió el éxito de Múnich. Llovieron las invitaciones. En las sillas de pista, muchos militares comiendo bombones, militares maduros forrados de medallas y cruces. Miguel comentaba, bromeando: «¿No llevarán una cruz por cada soldado muerto a sus órdenes?»

Ninón, en Viena, tuvo que afinar su trabajo. La gente entendía de caballos. Su padre sufría encerrado en su garita. Por los latigazos sabía en cada momento lo que Ninón estaba haciendo, y la intensidad de los aplausos le daba la medida de la limpieza en la ejecución. Ninón triunfó, si bien aceptó varios consejos de los instructores de la Escuela de Equitación, que acudieron a verla actuar.

Estos instructores le pidieron varias veces permiso al contador para llevarse a su hija a cenar con ellos y a visitar sus instalaciones hípicas. El contador accedió, lo mismo que Miguel. La amazona se sintió a gusto rodeada de caballeros y espuelas; pero la lastimó la indiferencia del empresario del «Sansón». ¡Por lo menos hubiese demostrado interés por acompañarla! Pero no fue así. En cambio Rubens, amante de los caballos, se lo pidió. Y Ninón lo complació llevándolo consigo una noche; noche sorprendente y consoladora para el pintor, pues comprobó que muchos de aquellos oficiales, que él había imaginado de elevada estatura, eran más bajos que él.

El éxito de Ninón incomodó a Jeanette, la cual replicó aceptando por su cuenta —y obligando a Miguel a aceptarlas por la suya— gran número de invitaciones. El amor propio le salió a la muchacha un poco caro, pues se hartó de enseñar su escote en los conciertos. ¡Con lo que la música la aburría! Se dedicaba a examinar los tics de los directores y de los ejecutantes, sobre los que en los entreactos hacía sabrosos comentarios. Decía que en todas las orquestas había un personaje dramático, un ejecutante que apoyaba el instrumento en sus rodillas y miraba al atril con indignación creciente. «Llega un momento en que una no sabe lo que aquel señor es capaz de hacer.» También la divertía el de los timbales, el cual, según ella, después de mucho vagar, invariablemente —y ello casi siempre hacia el final— acababa por rebelarse y por pretender ahogar con sus formidables golpes toda la música que emitían sus esforzados compañeros.

Los caprichos de Jeanette, que no se limitaban a los trajes para esos conciertos, alarmaban, no sólo al padre de Ninón —escrupuloso contador—, sino al propio Miguel. A Jeanette le había dado por bailar; y además por perder en la ruleta. El signo astral, a diferencia de Múnich, le era ahora adverso. Perdía dinero y lo gastaba. Al pequeño Adán le hacía regalos de una suntuosidad ridícula que obligaban al griego a encogerse de hombros. Por otra parte, se había empeñado en adquirir dos soberbios perros lobos; aunque viendo que Miguel se aficionaba a ellos, que les cedía la mitad —quizá algo menos— de su dosis cotidiana de ternura, llamó aparte a uno de los chinos y este los envenenó.

De pronto se levantaba de buen humor y tomando un taxi se dirigía a la clínica en que el parodista estaba internado y le entregaba una discreta cantidad. El hombre no sabía cómo agradecerle la atención, y ella decía: «No, no, no es a mí. Quien se lo ofrece es Miguel.»

Miguel, a la vista del despilfarro de Jeanette, se rascaba la cabeza; pero la muchacha tema ahora un fiel aliado: Rubens. Rubens opinaba que el escote de Jeanette bien valía un broche, y que su azarosa infancia —y no era juego de palabras— le daba perfecto derecho a tentar la suerte en la ruleta. En cuanto al mármol de los corazones, a veces lo que ocurría era que estos se sentían sencillamente fatigados.

¡Ah, Jeanette sentía por Rubens una especial debilidad! Creía que el pintor estuvo siempre, desde el primer día, de su parte; incluso, cuando se planteó en París el dilema entre ella o Ivonne. ¿A santo de qué quitarle esa ilusión?

Jeanette, en justa correspondencia, se interesaba por él. Ahora leía como en libro abierto lo que le ocurría a su amigo, por culpa de Ninón, e intensificaba para con él sus muestras de solidaridad. No era raro que fuera a verlo a su pensión, entrando en su cuarto después de empujar muy lentamente la puerta con el pie, y lo sorprendiera, o bien pintando frenéticamente, o bien tumbado en la cama con abatimiento haciendo girar y girar bajo su mano izquierda la esfera luminosa que le pertenecía desde la cena del «Shanghai». Para pintar, Rubens se despojaba incluso de la camisa y entonces asomaban sus hombros femeninos y quedaban al descubierto su pecho y su vientre sin un pelo, sonrosados, como afeitados, con neumáticos en la cintura que se desplazaban al menor movimiento. Deprimente espectáculo que contrastaba con el poder de su pintura, en la que los colores brotaban al impulso de una voluntad enérgica y ardorosa. A Jeanette le gustaba la pintura de Rubens porque le parecía similar a como ella se imaginaba ser por dentro. Y a veces le hacía al pintor coméntanos atinados que interesaban al muchacho, el cual por otra parte nunca le había pedido que posara para él, lo que no dejaba de extrañar —y de herir— a Jeanette, quien estaba dispuesta, llegado el caso, a aceptar sin condiciones.

Pese a todo, Jeanette prefería encontrarlo tumbado en la cama, abandonados los pinceles, acariciando la esfera —y en este caso irreprochablemente vestido con un chaleco llamativo y una mariposa de color en el cuello—. Porque ello significaba que Rubens necesitaba consuelo, que sufría de su esterilidad amorosa, estado que a Jeanette le permitía consolarlo a sus anchas y de paso criticar a Ninón, de quien aseguraba, entre otras cosas, que en la pista usaba senos de caucho.

Muchas veces, Rubens, movido por su espíritu cáustico y por considerar inelegante atacar a un ser cuyo cariño solicitaba, imprimía al diálogo otra dirección e intentaba ironizar con respecto a Miguel. Entonces era Jeanette quien se colocaba a la defensiva. Defendía al muchacho con súbito ardor, casi con crispación; detalle que el pintor no dejaba de registrar en su memoria y que, a su entender, exhumaba un sentimiento escasamente estructurado, una aceptación de Miguel demasiado en bloque, demasiado totalitaria por parte de Jeanette, lo cual no correspondía de ningún modo a la realidad temperamental de la muchacha, que más bien tendía a descuartizar la vida, a particularizarla, con el fin de que ningún pedazo de ella alcanzara tal tamaño que aplastara sus caprichos.

Sin embargo, en sus efectos inmediatos, la exaltación de Jeanette por Miguel postraba más aún a Rubens, ante la posibilidad, que el pintor admitía, de que Jeanette fuese perfectamente sincera y desinteresada. De ser así, Miguel podría anotar en su carnet otro gran triunfo, otro más entre los innumerables con que la Circunstancia Personal lo había favorecido. ¡Duro combate, permanecer tendido en una cama barata mientras los demás ascienden día tras día nuevos peldaños de la gran escalera! Rubens no quería a ningún precio segarle a Miguel la hierba bajo los pies, aun considerando que el muchacho era un egoísta a carta cabal. Sin poderlo remediar sentía por él un afecto verdadero. No obstante, era preciso reconocer que el reparto universal de boletos ganadores se efectuaba de manera muy poco equitativa.

Un día el pintor le preguntó a Jeanette:

—A ver… dime algo que demuestre que quieres de veras a Miguel. Un detalle, algo preciso.

Jeanette succionó largamente la yema del índice de su mano derecha y por fin dijo:

—Pues… te daré uno. Me gusta ponerme sus pijamas.

El pintor abandonó la esfera en la cama y mirando a Jeanette reprimió una risa convulsa.

—¡No te rías, no! —protestó la muchacha—. Te juro que es importante.

Otro día, con motivo de una nevada que fantasmalizó la ciudad y que menguó las recaudaciones del «Sansón», Jeanette le dijo al pintor que Viena no le gustaba.

Al oírla Rubens pensó dos cosas. Primera, que a no tardar el «Sansón» abandonaría Viena; segunda, que algo le había sucedido a la muchacha. Esta acabó por confesar que estaba en lo cierto. «Sencillamente —explicó—, Miguel no se da cuenta de que muchos de esos caballeros que nos invitan me están ofreciendo instalaciones bastante mejores que el remolque del Sansón.»

Rubens acertó. El «Sansón» emprendió muy pronto la marcha hacia Budapest. Al penetrar en Hungría, Miguel buscó inútilmente a ambos lados de la carretera un campamento semejante al que motivó su expulsión del noviciado de Bruselas. Todavía resonaban en sus oídos las voces de sus condiscípulos: «Son gitanos…» «Son gitanos…» «¡Son gitanos…!» Recordó el lago, en el que vio su cara como a través de una persiana movible.

Llegados a Budapest descubrieron que el Danubio partía en dos la ciudad, o, mejor aún, que unía dos ciudades distintas, la antigua y la moderna. A oriente, Pest; a occidente, Buda. Instalaron el circo en la orilla oriental, cerca del puente de las Cadenas, cuyos dos colosales leones habrían hecho las delicias del domador yugoslavo.

Dos cosas les llamaron la atención: la profusión de tiendas de antigüedades y la gran variedad de iglesias. A Miguel le dio por comprar objetos antiguos, especialmente tallas de madera, ante el entusiasmo de Ninón y de Rubens, quien decía, tocándose jocosamente la barriga, que si su madre, en La Escala, viera todo aquello lo tiraba al mar, pues no podía soportar en casa trastos viejos. Miguel se dedicó también a visitar templos, atraído por la diversidad de ritos existentes en la capital de Hungría.

Jeanette lo acompañó a la iglesia parroquial de San Matías —se ató un precioso pañuelo de color en la cabeza—, a una sinagoga, y ya no más; el resto —iglesias presbiteriana, reformada, griega, ortodoxa (los señores Finovitch eran ortodoxos)—,-Miguel lo visitó en compañía de Rubens.

El muchacho, a lo largo de la peregrinación, fue reaccionando en forma inesperada. De repente, lo que menos le interesó de los templos fue su arquitectura, su iconografía, sus vidrieras, su magnificencia o su impresionante austeridad; de repente descubrió que toda su infancia le penetraba con ellos; que en aquellos bancos —en bancos idénticos—, él, de niño, se había sentado, y que en reclinatorios idénticos a aquellos se había arrodillado y repetido mil veces: «la vocación puede perderse por la indisciplina…» ¡No, no, eso fue en la celda del padre director! Había repetido mil veces: «Creo en un solo Dios, Padre Omnipotente…»

¡Cuánto tiempo al margen del tema! Entre las tallas que había comprado figuraba una Virgen. Ni siquiera se le ocurrió que en los capuchinos de Navarra rezaba en castellano con tanto fervor las letanías entrañables: Torre de Marfil, Torre de David, Casa de Oro, Arca de la Alianza… ¿Y aquellas casitas laterales, obscuras, parecidas —parecidas no, pero en fin…— a las garitas de la entrada del «Sansón»…? Claro, claro, eran los confesionarios… ¿Todavía tenían en la parte central…? Sí, sí, el velo morado estaba allí todavía.

Miguel sintió un golpe en el pecho. Fuerte, muy fuerte. Multitud de recuerdos acudieron en tropel a su memoria. ¡La comunión! Él era el hombre que consiguió comulgar sintiendo incluso físicamente la presencia de… Ah, he ahí que no se atrevía a pronunciar el nombre augusto. Imposible hablar, pensar —al cabo de tantos años, después de un olvido tan total, viviendo la vida que vivía— en el Hombre que el Cielo envió para… ¡No; más le valía no citar su nombre! Del mundo religioso convenía estar o muy cerca o muy lejos. Los mandamientos constituían una cueva submarina de pavorosa profundidad. Decidir penetrar en ella era una grave decisión… Miguel se había quedado inmóvil frente a una imagen de San Sebastián. El cuerpo del Santo aparecía acribillado por las flechas. Pensó que aquello debió de ser tan duro como el número que soportaba a diario la señora Finovitch. ¿Qué le ocurría que de pronto de la bóveda altísima descendían recuerdos más concretos aún? ¿No era cierto que un día prometió conseguir, por medio de pequeños sacrificios cotidianos, un absoluto dominio sobre su cuerpo? ¡Válgame Dios! ¿Y no era cierto que San Pablo —¡qué raro, sí, que fuese pelirrojo, patizambo, quizá jorobado!— presenció impertérrito el martirio de San Sebastián? Pero ¡qué barbaridad estaba diciendo! ¡Si fue el de San Esteban! A los pies de Miguel, losas con inscripciones. Cruces y nombres. Tumbas. Pisaba tumbas, pisaba muertos. Esos conocían ya la verdad.

Bueno, mejor sería salir. Todo aquello estaba excesivamente ambientado. ¡Qué silencio, qué paz! Por otra parte, Rubens esperaba, ya en la puerta, tranquilo, al parecer. Miguel desanduvo el pasillo central en dirección a Rubens. En los altares laterales brillaban coronas. Era preciso salir cuanto antes. ¡Bueno, al pintor se le ocurrió, precisamente entonces, ofrecerle a Miguel agua bendita! Este tuvo que persignarse. Se persignó balbuceando la plegaria en latín, de este modo el significado no marcaría su espíritu con un impacto tan rotundo.

Llegados afuera, Miguel se paró. Rubens notó en él una particular preocupación. Lo miró otra vez para cerciorarse de que no se equivocaba, y por fin le preguntó:

—¿Qué te pasa?

Miguel se mordía los labios y movía la cabeza.

—Nada —contestó—. Nada… ¿Para qué? Es mejor dejarlo.

Echaron a andar. Rubens insistió al cabo de un rato:

—Te ha recordado algo, ¿no es eso?

Miguel, que no sabía a ciencia cierta si quería eludir la conversación o lo contrario, admitió:

—Sí, me ha recordado… —De repente añadió—: Los capuchinos de Navarra.

—¿Los capuchinos?

—Sí. Los capuchinos nos decían que había algo que debíamos evitar a toda costa: el primer pecado.

Rubens reflexionó, se tocó el lacito del cuello —amarillo aquel día— y contestó:

—Es probable.

Entonces Miguel se detuvo y, repentinamente exaltado, exclamó:

—¡Niego! Lo que hay que evitar es el primer encogimiento de hombros.

Rubens se calló, mirando al suelo. La puntera de su zapato rozaba casi la del zapato de Miguel.

—Puestos a afinar —dijo por fin—, tal vez lo que haya que evitar sea el primer acto de vanidad.

Miguel captó la referencia, y también el valor absoluto de la frase. Dispuesto a proseguir, observó:

—Sin embargo, se puede ser vanidoso y bueno.

—No lo dudo —admitió Rubens—. De todos modos —añadió, obedeciendo a una súbita necesidad de expresar lo que sentía—, este no es tu caso.

Miguel lo miró con fijeza.

—¿Vas a repetir aquello de…?

—¡No, no, no repetiré nada! —El pintor añadió—: ¡Cómo te explicaré! Tú eres… un tipo gracioso. ¡Claro, claro, te salen bien las cosas! Siempre la ley de tu conveniencia. La Historia te aburre, ¡fuera! Los libros te aburren, ¡fuera! Ivonne te aburre, ¡fuera! —Rubens se tomaba locuaz—. Un pensamiento te inquieta, ¡a otra cosa! Eres un… malabarista, un caso. Te las compones para no sufrir, para seleccionar tus menús… ¡Ah, sí, sí, te salen bien las cosas! Las posguerras dan siempre individuos como tú.

Miguel olvidó por completo que acaso las palabras de Rubens fueran veraces y que, en consecuencia, le convenía reflexionar sobre ellas. No vio más que el insulto. Le ofendió que alguien tuviera de él un conocimiento tan acabado, y que este alguien, con sólo la manera de chupar el cigarrillo sugiriera aún otras acusaciones, además de las formuladas. Se levantó las solapas del abrigo y respondió:

—Menos mal que tu ejemplo es edificante.

Rubens estaba de mal humor. En Budapest expuso treinta obras —la labor de dos años— y no vendió un solo cuadro. Ninón le dijo que debió celebrar la exposición en Viena; pero el muchacho alegó que allí le faltaba material.

Estaba de mal humor, y sus víctimas propiciatorias eran Adán y Miguel. Rechazaba siempre al pequeño —no aceptaba de él ni siquiera el chicle—, al que tenía por un insoportable niño mimado. Respecto de Miguel, la cosa era más seria. El pintor, de unos días a esta parte, no conseguía quitarse de la cabeza la injusticia de lo que él llamaba «el universal reparto de boletos ganadores». ¿Por qué tantos boletos a Miguel, y a él tan pocos? Rubens no se conformaba con tener a Miguel por un egoísta incorregible. Tampoco le satisfacía llamarlo malabarista u hombre de posguerra. ¡Miguel era mucho más! —mucho peor— que eso. El pintor no sabía si dentro de sí el afecto que le unía a su amigo se resquebrajaba o no por algún lado. Lo cierto era que le costaba horrores beberse en soledad la acidez de sus pensamientos. ¡Y además la seguridad de Miguel era pura insensatez! Ser propietario de un circo no sería nunca otra cosa que poseer en el cuenco de la mano una materia oleaginosa, escurridiza. ¡En Viena bastaron unos copos de nieve para que los trapecios colgaran allá arriba muertos de hastío! Y la masa no les impedía a los elefantes morirse cualquier día; ni el fuego —con lo mucho que le gustaba a Miguel— había respetado siempre a los circos trashumantes.

Sí, Miguel lo tenía todo asegurado; pero ¿también a Jeanette? Rubens creía firmemente que Jeanette no amaba a Miguel por sí mismo, sino por la vida que el muchacho le ofrecía. Y además, ¡era preciso recordar el argumento que el propio Miguel esgrimió en París, con respecto al lastre intelectual que Ivonne significaba para él! ¡He aquí que Jeanette era prácticamente analfabeta! Sin embargo, el pintor no podía olvidar que él mismo había dicho repetidas veces: «El escote de Jeanette bien vale un broche». En cuanto al detalle del pijama, imposible desestimarlo como carente de valor.

El hecho era que se le hacía costoso disimular. Por otra parte, el propio Miguel le tiraba ahora de la lengua para que opinara sobre su carácter. ¡La eterna discontinuidad! Al salir de la iglesia se declaró ofendido; ahora le producía un morboso placer escuchar a Rubens.

Tanto insistió Miguel, que Rubens acabó por complacerlo. Ello le obligó a penetrar en zonas acotadas y dolientes del alma. ¿Qué más daba? El pintor llevaba siempre, desde que salieron de Múnich, su dinámica escolta de bebidas estimulantes.

Los dos muchachos continuaban fieles a su costumbre de permanecer a veces en el «Sansón», al término de la sesión de la noche, y sentarse, solos, en las gradas vacías y silenciosas. Fue en uno de esos momentos cuando Rubens soltó sin ambages su discurso, que había de desencadenar catástrofes irreparables. El punto de partida fue la «vanidad» del empresario del «Sansón». Rubens le dijo a Miguel lo que pensaba a ese respecto, añadiendo que tal pecado constituía ya en él una segunda naturaleza, que le era propio. El pintor añadió además que una de las características de la vanidad era la ceguera, por lo que Miguel podía conceptuarse hombre ciego, rubio empresario que anunciaba las atracciones sin advertir que él mismo —por la inconsciencia de sus actos, por los peligros que sin cesar rondaban su cabeza— era una atracción. La inconsciencia se manifestaba en la desmedida carga que hacía soportar al capítulo de gastos. En adquirir como auténticas tallas de madera que eran burdas reproducciones. En poseer un circo sin cuartel general, sin una base geográfica que le sirviera de centro, desplazándolo sin cesar hacia el Este por medio de un material rodado que no fue concebido para tal aventura. En no cuidar de su estómago, falta de la que él también se confesaba culpable. En llevar sombrero, cuando lo único interesante de su persona —exceptuando, tal vez, los dedos— era la cabeza. En permitir que los dos trapecistas infantiles trabajasen sin red. En desinteresarse por completo de la política mundial, e incluso de la presión que ejercían sobre el hombre moderno la ciencia y la técnica. ¡En fin, para qué continuar! En cuanto a los peligros, eran evidentes: él ya no sabía persignarse con naturalidad.

—¡Dios mío, lo hizo como un hombre procedente de la remotísima montaña! —quiebra económica, vertical descenso de su agilidad mental— «de no ser por mí, ya no te quedarían tres ideas en la frente» —y… pérdida de Jeanette. ¡Sí, esto último era el peligro, y además la humillación! Por lo demás, situación tópica, nada original. Un amor que se nutría de perros lobos— envenenados a propósito, le brindaba la noticia —y de brisa favorable. Imaginando que un inmenso paquidermo no controlado por el yugoslavo aplastara de pronto el «Sansón», ¿cuál sería la reacción de Jeanette? Imitaría a un pájaro emigrante y desaparecería, probablemente en tren, probablemente ruta Viena. ¡Y prescindiendo de esa hipótesis! El sentimiento de Jeanette, ¿no se parecía al que experimentaba Adán por los aros que daban la vuelta a la pista y regresaban a la tienda de campaña, donde él los enroscaba en su brazo? Jeanette gozaba enroscando en su brazo a Miguel, dándole a este el impulso necesario para que diera una vuelta y regresara a su boca. ¡A su boca, no a su corazón! La culpa no era suya ni de nadie. La culpa fue de las jarras de vino que le cayeron a Jeanette en la espalda, y de la hirsuta, cabellera de su padre, del que heredó una sensibilidad de puerco espín. ¡Deseaba equivocarse, pero si Miguel le pedía que se casara con él, Jeanette se negaría! La muchacha calculaba más y mejor que ninguno de los dos; aunque lo realmente peligroso e importante era la hermosa metáfora del paquidermo aplastando el «Sansón».

Las palabras de Rubens hirieron tan profundamente a Miguel, que este no consiguió articular una sílaba. Se quedó inmóvil, con la mirada absorta en la pista iluminada por sólo un reflector que hacía visible la espesa capa de serrín con que los mozos la habían protegido.

Transcurrió mucho rato antes de que se levantara, de que se despidiera maquinalmente del pintor y saliera del circo. «Buenas noches, señor», lo saludó el vigilante nocturno. Miguel no correspondió al saludo. Tomó la dirección del hotel. Caía una lluvia tímida que no hacía el menor ruido, que recordaba el sirimiri de San Sebastián, que iluminaba el aire. Era una lluvia que más bien templaba el corazón; a condición de que este corazón no fuese el de Miguel Serra, amigo del pintor, del cáustico espíritu, del sarcástico Rubens.

Una discrepancia, fundamental, con su amigo y acusador: para Miguel lo importante era Jeanette. Nada le infirió tal suplicio como lo que a ella se refiriera. En cuanto Rubens lanzó esa saeta —sin regreso—, lo demás se esfumó; el pecho le latió únicamente en pos de la duda, decidió en el acto resolver esa incógnita y abandonar todo lo demás.

Por eso su camino hasta el hotel le resultó a la vez corto y largo. Nada lo hubiera detenido. En las esquinas hubiera querido horadar el muro angular. Una tienda cuyo vestíbulo permitía el atajo mereció su agradecimiento.

Llegó al hotel y subió a su habitación. Llamó y entró. Jeanette —¡qué maravilla!— estaba sentada en el suelo y tenía a sus pies la gramola portátil del prestidigitador, en la que escuchaba por centésima vez el disco que contenía su propia voz. Llevaba un pijama de Miguel.

Ante el alegre saludo de la muchacha, este sonrió. Él mismo se extrañaba de su perfecto dominio. Si quisiera, volvería a sonreír. Resistiría lo necesario. Se despojó del abrigo y del sombrero. Luego, en gesto de coquetería, se sentó también en el suelo, al lado de Jeanette.

Con una mirada de agradecimiento, esta paró la gramola y se dispuso a estar pendiente de Miguel, pues no sabía si el muchacho quería besarla o comunicarle algo importante.

Miguel miró el escote de Jeanette. ¡El recuerdo de Rubens acudió en su ayuda!

—¿Sabes lo que me han dicho? —le preguntó, eligiendo este preámbulo.

—No, no lo sé.

—Me han dicho que eres la mujer más hermosa de Budapest.

—¿De veras? —exclamó la muchacha—. Me alegro por ti.

Miguel sonrió sin dejar de mirarla.

—¿Y por ti misma… no te alegras también un poco?

—También Jeanette entendió que Miguel le hablaba en son de amores y se acercó más a él, emparejando su postura a la suya.

—¿Y por qué te alegras por ti misma? —preguntó Miguel, dejando caer con suavidad la tapa de la gramola.

—Ah, ¿no te alegra a ti ser el dueño del «Sansón»?

—¡Claro! Pero no es lo mismo.

—¿Crees que no es lo mismo?

—No. El «Sansón» me lo he ganado a pulso.

Jeanette espolvoreó, mirándolas, las pequeñas solapas de su pijama.

—También me he ganado a pulso —dijo— mi cuerpecito.

—¿Cómo?

—Sé cuidarme.

—¿Que sabes cuidarte? No te entiendo.

—¡Uy, adivina! Otra en mi lugar… —añadió— ya estaría como la mujer del prestidigitador.

—¡Ah, ya!… —Miguel tuvo que esforzarse para que su rostro no se ensombreciera—. Precisamente estaba yo pensando… ¿No te gustaría, Jeanette, que tuviéramos un hijo?

—¡Dios mío, qué preguntita!

—Una pregunta muy natural.

—¿Es que no estás bien así?

—¡Claro que estoy bien!

—¿Entonces…?

—De todos modos —añadió Miguel—, un hijo… es un hijo, ¿sabes? Si fuera un chico, por ejemplo…

—¡Oh! Lo que a mí me interesa es que nadie se te parezca.

—¿Por qué?

—Te quiero sin «copia», para mí.

—Pero supongo que me querrías igual si cambiara la forma de la nariz…

—Eso… no sé —contestó ella, riendo.

—¿Y si perdiera una mano o un ojo…?

—¡Qué cosas dices!

—¿Y si me quedara pobre como una rata?

—¿Qué te pasa, Miguel? ¡Estás loco! ¡Primero quieres tener un hijo y luego quedarte pobre como una rata! Lo tomó de un brazo, sacudiéndolo y riendo:

—¡Tú tienes algo que decirme y no te atreves! —añadió—. ¡Ale, ale, desembucha! Hoy estoy dispuesta a decir a todo que sí.

—Pues, la verdad… —habló Miguel, levantando ahora la tapa de la gramola y pinchándose a propósito el pulgar con la aguja— has acertado. Tengo algo que decirte.

—¿Quieres marcharte a España con el circo?

—No, nada de eso. Tú, ¿qué preferirías, Jeanette? ¿Continuar así… o que nos casáramos?

Jeanette se separó de él bruscamente. Pero en el acto se serenó. Miró a Miguel con fijeza sosteniéndole la mirada.

—Hombre mío… ¿esto qué es? ¿Una trampa?

—¿Trampa?

—¡Nunca oí —prosiguió ella, sonriendo— una declaración tan… vuelta así, del revés!

—¿Por qué lo dices?

—En fin, te diré lo que pienso. Yo te contestaría la pregunta siempre y cuando me la hicieras de otro modo.

—¿De qué modo?

—Verás —Jeanette se arrodilló en el suelo y su rostro se situó frente por frente del de Miguel—: Si un hombre me pregunta: ¿quieres casarte conmigo?, le contestaré en el acto sí o no. Pero si un hombre me pregunta: en el supuesto de que yo me decidiera a casarme contigo… ¿te casarías tú conmigo? En este caso le daré un beso si es simpático y… empezaré a arreglarme el pelo para acostarme.

Y diciendo esto se levantó y se dirigió al tocador, de donde tomó un gran peine blanco en forma de garra con el que derramó todos sus cabellos por sobre el hombro derecho.

Entonces a Miguel le ocurrió algo singular. Se preguntó él a sí mismo si se casaría con Jeanette. La vio peinarse con sorprendente energía, toscamente. ¡Válgame Dios! Estaba visto que los tratados de urbanidad eran piezas de museo. Jeanette podía peinarse apretando entre los dientes una docena de horquillas y no perder su gracia.

Miguel seguía en el suelo mordiéndose el labio superior. Estaba desconcertado. Desconcertado y furioso. Tal vez las palabras de Jeanette no fuesen sino una defensa lícita. Lícita e inteligente, era preciso admitir esto último; sin embargo, él entendió que, en el fondo, favorecían la tesis de Rubens. ¡Jeanette no tenía derecho a regateo! ¡Jeanette le debía cuanto era! Miguel bajó de nuevo la tapa de la gramola, pensando en el disco que de su propia voz registró en la emisora de Múnich, en el que, por cierto, declaraba a los radioyentes que Jeanette, en el arte de pasar la maroma, no tenía rival en el mundo europeo del circo.

Jeanette penetró en la cama y lo llamó. Dijo que tenía sueño. Miguel se levantó del suelo y empezó a desnudarse.

Al día siguiente Miguel se tomó un baño tibio, pero ello no le sosegó. Bajó al vestíbulo del hotel y se encontró con Ninón, que lo esperaba acompañada de los dos trapecistas infantiles. La muchacha quería sencillamente… pedirle aumento de sueldo.

—Lo que cobren los señores Finovitch, dividido por dos, eso creo que me corresponde.

Miguel sonrió. Aceptado. Debió de recordárselo antes. Nunca jamás Ninón y él reñirían por detalles de ese tipo. La muchacha advirtió algo raro en Miguel y se ruborizó. Le había costado un soberano esfuerzo plantearle aquella cuestión económica.

Miguel se sentó a su lado en el diván. Dieron las once de la mañana. El clima del hotel era soñoliento, inapetente.

El muchacho tenía una obsesión y no salía de allí. Viniera o no a cuento, tenía que referirse a ella. Estaba en juego su amor propio, lo demás era miembro muerto. Ni siquiera la idea de Rubens de colocar red protectora para los dos niños trapecistas retuvo su atención.

Miró a la amazona y le dijo, consciente de la trivialidad de su pretexto:

—Estoy pensando, Ninón, que nunca me ha hablado usted de su vida sentimental… de sus amores.

La muchacha se colocó a la defensiva. Bajó el rostro y miró y se tocó una sortija que llevaba en el meñique de la mano izquierda.

—¿Qué entiende usted por amores, señor empresario?

—¡Por Dios, deje usted esta palabra! —suplicó Miguel.

—Bueno, Miguel.

—Pues… yo entiendo por amores —prosiguió el muchacho—, por ejemplo… ¿por qué no manda estos niños un poco a paseo?, estar dispuesto a entregar a otra persona, en un momento dado, todo cuanto se tiene.

—No, no… —objeto Ninón—. El caso es estar dispuesto a entregárselo, no en un momento dado, sino toda la vida.

—¡Ah! ¿Cree usted en el matrimonio?

—Sí.

—¿Incluso entre pobres?

—Entre pobres… cualquier solución es mala.

—¿Usted se casaría con un hombre pobre?

—No.

Miguel se tocó el ala del sombrero. No esperaba aquella respuesta de la amazona.

—Este criterio —preguntó el muchacho—, ¿es corriente entre personas de su clase?

—Es muy difícil generalizar —contestó Ninón.

—De todos modos —añadió Miguel—, su opinión es realmente poco romántica. ¿No se le hace difícil vivir sin romanticismo?

—¿Cómo sabe que vivo sin él?

—¡Oh, por lo que ha dicho!

—Yo no creo que casarse y pasar necesidades tenga nada de romántico. A mí me parece, sencillamente, una torpeza. Además, yo no me casaría sino con un hombre al que admirase.

—¿Y a qué clase de hombres admira?

—A los que triunfan.

—¿Simplemente?

—Simplemente.

Miguel reflexionó.

—Ahora falta aclarar —dijo, después de un silencio— qué entiende usted por triunfar.

—Muy sencillo —contestó Ninón—. Ir hacia adelante… y sobresalir en algo.—¿Y si a uno la vida se lo da todo hecho? —preguntó Miguel.

—No se preocupe… —le respondió la amazona sonriendo—. Este no es su caso.

«Este no es su caso». Otra vez la sentencia. Ya Rubens le había dicho: «este no es tu caso». Claro que refiriéndose a otra cosa completamente distinta.

Ninón se levantó y se despidió un tanto bruscamente. Miguel se quedó solo. Extraña persona, Ninón. Vivía en un mundo interior tal vez anacrónico. De tener potestad, colocaría de reyes en todas las naciones a los oficiales de la Escuela de Equitación.

Miguel pensaba que la amazona acertó: él había triunfado. Ahí tenía, por ejemplo, delante de él, a un conserje y a cuatro botones uniformados, de pie en el vestíbulo, aparentando no mirarle, pero pendientes del menor gesto suyo. El espectáculo le puso nervioso. Le impedía pensar en todo lo que le oprimía, que ya no era la conversación con Ninón: eran los paquidermos, las tallas falsificadas, el estómago, su desinterés por la política mundial, Jeanette…

Se levantó y abandonó el hotel, embrollándose, como siempre, en la puerta giratoria. ¡Con la precisión con que Jeanette se introducía en ella, siempre por el hueco exacto!

Una vez en la calle experimentó nuevamente la enfermiza necesidad de visitar a Rubens. Pero no era oportuno. ¡Maldito pintor! A ningún precio le demostraría que sólo pensaba en Jeanette.

Andaba como un autómata. Se puso a recordar mil detalles de sus relaciones con la muchacha; empezando por el principio, por la primera visión que de ella tuvo en el trigal, a dos kilómetros escasos de Rennes, harapienta y empapada de vino. Efectivamente, era forzoso admitir que desde entonces su ambición había adquirido cada día más volumen. Ahora, los grandes hoteles ya le eran familiares. A las camareras les decía: «Esta ropa lávenla y plánchenla; esta otra, tírenla.» Y las camareras se guardaban para sí «esta otra», porque estaba en perfectas condiciones.

¿Era posible efectuar tan gigantesco salto —superior a los que daban en el trapecio los hermanos Ghébart— sin entregar el corazón? ¿Tan impersonal era —con el sombrero puesto— que no habría conseguido enamorar por sí mismo a un ser primitivo como Jeanette? Cuando esta le decía «hombre mío…», ¿realmente su espíritu se trasladaba al cheque en blanco que el «Sansón» significaba?

Esa era, por otra parte, en términos generales, la teoría de Ninón.

Miguel había llegado, sin darse cuenta, al Puente de Hierro. Se reclinó en la barandilla, tiró su pitillo al Danubio y contempló el vertiginoso paso de las aguas, en las que palpitaban hondos rumores de las tierras que habían atravesado. Y, de pronto, dio una vuelta a sus pensamientos, como se le da a un calcetín. «¿Y yo… —se preguntó—, qué es lo que siento por Jeanette?» En el acto se confesó que su afecto se componía casi exclusivamente… de vanidad. Pretendía que lo envidiasen los húngaros, los austríacos, el conserje y los cuatro botones del hotel. ¡Que lo envidiase incluso Rubens! ¡Incluso el pequeño Adán! Porque, ¿se casaría él con Jeanette? Y sobre todo, ¿se casaría con ella si ella perdiese su belleza —se arruinase—, si un día uno de los monos del señor Bresty —o el gorila pintado en la entrada— le cruzara el rostro imprimiendo en él una horrible e indisimulable cicatriz?

El lazo que lo unía a ella era más endeble que el Puente de Hierro bajo el cual el Danubio circulaba hermoso. Entonces se sintió penetrado por un rencor sórdido hacia Jeanette, porque la muchacha no supo inspirarle un sentimiento más cálido y más vasto. La imaginó vieja, atravesada por los años. ¡Vieja, encorvada, las piernas esqueléticas y blanquecinas, los pechos secos! ¡Oh, que se atreviera en esas condiciones a cruzar la maroma ante el «Sansón» lleno a reventar!…

Sin embargo, todo aquello era grotesco. Jeanette no tenía secos los pechos ni esqueléticas las piernas. Por el contrario, era una mujer hermosa, que además se había defendido muy bien de su intempestivo ataque.

¡Y otra cosa! Una cosa absurda que acababa de ocurrírsele y que algún día, cuando todo estuviese resuelto, se la comunicaría a Rubens; en el caso de que Jeanette… Miguel notó en la mano el frío de la barandilla del puente, huyera a Viena o donde fuese, no huiría en tren, como pretendió el pintor… Huiría… en helicóptero.